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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 23

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Capítulo 23 Mühlhausen, 15 de febrero de 1525

Artículo décimo: Sufrimos gravámenes por el hecho de que algunos están apropiándose de pastos y campos, que pertenecían en el pasado a la comunidad. Nosotros volvemos a quitárselos, poniéndolos de nuevo en manos de la comunidad, a menos que no hayan sido legítimamente adquiridos […]

Artículo undécimo: Es voluntad nuestra abolir de forma definitiva la usanza llamada velatorio.

Artículo duodécimo: Es decisión nuestra, de la que estamos plenamente convencidos, que, si uno o más artículos de los enumerados no fueran conformes a la palabra de Dios, entonces opinamos que no deben seguir vigentes […] Es nuestro deseo rezar a Dios, porque solo Él, y nadie más que Él, puede concedernos todo esto. La paz de Cristo sea con todos nosotros.

La noticia de su llegada corre de boca en boca, calle principal arriba. Dos alas de gente se hacinan para poder saludar al hombre que ha desafiado a los príncipes, gente del común y campesinos que han acudido de las pequeñas ciudades limítrofes. Casi lloro de la emoción. Magister, he de contártelo todo, cómo hemos luchado y cómo hemos conseguido estar aquí, hoy, recibirte, sin que haya un solo esbirro por los alrededores. Están muertos de miedo, cagaditos están, pues si aparecen corren un gran riesgo. Estamos aquí, Magister, y contigo podemos poner esta ciudad patas arriba y hacer salir de su escondrijo al Consejo. Ottilie está a mi lado, los ojos relucientes, un lindo vestido, de un blanco que la hace destacar en medio de la masa de toscos burgueses. ¡Aquí está! Asoma por la esquina sobre un caballo negro, con Pfeiffer a su lado, que ha ido a su encuentro por la calle. Dos brazos de acero me estrechan por detrás y me levantan a media altura.

—¡Elias!

—¡Amigo, ahora que está él, los del Consejo se ciscarán de miedo, ya verás!

Una risotada descompuesta, tampoco el rudo minero del Erz consigue contener el entusiasmo.

Magister Thomas se acerca, mientras la multitud se cierra tras él y lo sigue. Advierte la señal de saludo de su mujer y se baja del caballo. Un fuerte abrazo y una palabra susurrada que me es imposible captar. Luego se dirige a mí:

—Salud, amigo mío, me alegra encontrarte sano y salvo en un día como este.

—No hubiera faltado ni aunque hubiera perdido las piernas, Magister. El Señor ha estado con nosotros.

—Y con ellos… —Un gesto indicando a la multitud.

Pfeiffer sonríe:

—Vamos, ahora debes hablar en la iglesia, ellos quieren oír tus palabras.

Un gesto:

—Muévete, no querrás quedarte atrás.

Tiende la mano a Ottilie y la ayuda a subir a su caballo.

Corro hacia el portal de Nuestra Señora.

La nave está a rebosar, la gente se aglomera hasta en la explanada de delante de la iglesia. Desde el púlpito, el Magister recorre con la mirada aquel mar de ojos, y extrae de él la fuerza de su palabra. Se hace rápidamente el silencio.

—Que la bendición de Dios descienda sobre vosotros, hermanos y hermanas, y os conceda escuchar estas palabras con corazón firme y abierto.

Ni una respiración.

—Que el rechinar de dientes que se alza hoy de los palacios y de los conventos contra vosotros, los insultos y las blasfemias que los nobles y los monjes lanzan contra esta ciudad, no agiten vuestros ánimos. ¡Yo, Thomas Müntzer, saludo en vosotros, en esta muchedumbre aquí reunida, a la gloriosa, por fin despierta, Mühlhausen!

Se alza una ovación, el saludo agradecido del pueblo.

—Escuchad. Ahora oís a vuestro alrededor el vocear confuso, iracundo, rabioso, de quienes desde siempre nos oprimen: los príncipes, los abates cebones, los obispos, los notables de las ciudades. ¿No oís su ladrar, allí fuera, bajo las murallas? Pues es el ladrar de los perros a los que han arrancado los colmillos, hermanos y hermanas. Sí, los perros con las hordas de sus soldados, de sus exactores, nos han enseñado que existe el miedo, nos han enseñado siempre a obedecer, a agachar la cerviz en presencia suya, a tener que mostrarnos obsequiosos como esclavos ante los amos. Ellos, que nos han obsequiado con la incertidumbre, el hambre, los impuestos, las cargas… Ellos, hoy, hermanos míos, lloran de rabia porque el pueblo de Mühlhausen se ha alzado en pie. Cuando uno solo de vosotros se negaba a pagarles los tributos, o a devolverles lo que se les debía, podían hacerlo azotar por sus mercenarios, podían mandarlo a prisión y darle muerte. Pero vosotros hoy, aquí, sois millares. Y ya no podrán azotaros, porque ahora sois vosotros quienes tenéis el látigo en vuestras manos, no podrán mandaros ya a prisión, porque sois vosotros quienes habéis tomado las prisiones y habéis arrancado las puertas, no podrán ya mataros ni arrebatar al Señor la devoción de Su pueblo, porque Su pueblo está en pie y vuelve la mirada hacia el Reino. Nadie podrá deciros ya haz esto, haz lo otro, porque desde el día de hoy viviréis en hermandad y comunión, según el orden grato al Señor, y ya no habrá quien trabaje la tierra ni quien disfrute de su fruto, pues todos trabajarán la tierra y gozarán de sus frutos en comunidad, como si fueran hermanos. ¡Y el Señor será honrado, puesto que no habrá más amos!

Otro retumbo de entusiasmo se deja oír en la caja de resonancia del ábside y diríase el grito de diez mil.

—Mühlhausen es piedra de escándalo para los impíos de la tierra, es la premonición de la ira de Dios que está a punto de arrollarlos y es por esto por lo que tiemblan como perros. Pero esta ciudad no está sola. Por el camino que he recorrido para llegar aquí desde Basilea, por todas partes, en cada ciudad, desde la Selva Negra hasta Turingia, he visto alzarse a campesinos armados con su fe. Detrás de vosotros está formándose el ejército de los humildes que quieren romper las cadenas de la esclavitud. Ellos tienen necesidad de una señal. Vosotros debéis ser los primeros. Hacer lo que otros muchos, en otras partes, por temor se demoran en hacer todavía. Pero tened el pleno convencimiento de que vuestro ejemplo será seguido por otras ciudades, vecinas y tan lejanas que ignoramos hasta su nombre. Vosotros debéis abrir el camino del Señor. Nunca nadie podrá quitaros el orgullo de esta empresa. ¡Yo saludo en vosotros a la libre Mühlhausen, la ciudad en que Dios ha posado Su mirada y Su bendición, la ciudad de la revancha de los humildes contra los impíos de la tierra! ¡La esperanza del mundo comienza a partir de aquí, hermanos, comienza a partir de vosotros!

Las últimas palabras se ven ahogadas por el estruendo, Magister Thomas debe gritar a voz en cuello. También yo salto en medio de aquel júbilo: no nos echarán jamás de ninguna ciudad.

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