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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 5

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Capítulo 5 Amberes, 4 de mayo de 1538

Eloi está negociando con dos tipos vestidos de negro, su expresión seria y expeditiva es la propia de los comerciantes.

Espero sentado aparte: parece encontrarse a sus anchas con esa gente. Me pregunto si saben cómo piensa realmente.

Se despiden con grandes cumplidos mutuos y falsas sonrisas, la de Eloi sigue siendo insuperable. Los dos cuervos salen sin dignarse dirigirme una mirada.

—Son los propietarios de una imprenta. He convenido una suma para poder usarla. Les he prometido que no tendrán problemas con la censura, hemos de ser prudentes.

Me habla como si estuviera ya claro que soy uno de ellos.

—Me imagino que el dinero te lo proporcionan siempre tus «conocidos»…

—En todas partes hay gente receptiva a lo que decimos. Hay que contactar con ella, encontrar más dinero para imprimir y difundir nuestro mensaje. La libertad de espíritu no tiene precio, pero este mundo quiere imponerle uno a todas las cosas. Hemos de tener los pies bien en el suelo; aquí lo compartimos todo, vivimos tranquilos y con sencillez, trabajamos lo necesario para sobrevivir y engatusamos a los ricos para que nos financien. Pero fuera impera la guerra de los estados, de los mercaderes, de la Iglesia.

Me encojo de hombros, desconsolado:

—¿Es esto lo que buscas? ¿Una persona que sepa moverse en ese mundo de tiburones? ¿A alguien que haya salido vivo?

La acostumbrada sonrisa desarmante, pero con la sinceridad que no ha reservado a los mercaderes:

—Hace falta alguien despierto, capaz de fingir y susurrar las palabras adecuadas a los oídos adecuados.

Nos miramos.

—La historia es larga y complicada, y la memoria flaquea a veces.

Eloi está serio:

—No tengo prisa y de las penalidades se sale reforzado.

Es como si nos hubiéramos entendido desde siempre, como si me estuviera esperando, como si…

—Sé que has conocido a Balthasar. ¿Ha sido él quien te ha hecho cambiar de idea?

—No. Ha sido una niña.

El escritorio está en penumbra, dividido en su mitad por una columna de luz que se filtra a través de los postigos entornados. Eloi ofrece un poco de licor y una atención silenciosa.

—¿Qué sabes de la guerra de los campesinos?

Sacude la cabeza:

—No mucho. Cuando fui a Alemania en el veinticinco me encontré a un hermano con el que estaba en contacto epistolar desde hacía algún tiempo: se llamaba Johannes Denck, un espíritu libre y dispuesto a desafiar la arrogancia de los papistas tanto como la de Lutero. Pero como te he dicho, entonces era joven y poco prudente.

El nombre hiela la sangre, hace aflorar recuerdos, un rostro, una familia.

—Conocía bien a Denck. Luché con él al lado de hombres que creyeron de verdad poder poner fin a la injusticia y a la impiedad sobre la tierra. Éramos millares, éramos un ejército. La esperanza quedó destrozada en la llanura de Frankenhausen, el quince de mayo de mil quinientos veinticinco. Entonces abandoné a un hombre a su destino, a las armas de los lansquenetes. Me llevé conmigo su alforja llena de cartas, de nombres y de esperanzas. Aparte de la sospecha de haber sido traicionados, vendidos a las tropas de los príncipes como un rebaño en el mercado. —Aún resulta difícil pronunciar ese nombre—. Ese hombre era Thomas Müntzer.

No lo veo, pero percibo el estupor que lo asalta, tal vez la incredulidad de quien piensa tener delante a un espectro.

Su voz es casi un bisbiseo:

—¿De veras luchaste con Thomas Müntzer?…

—También yo era joven entonces, pero lo bastante espabilado como para comprender que Lutero había traicionado la causa que nos había vendido. Comprendimos que íbamos a tener que proseguir a partir del punto en que ese monje había rendido las armas. La historia habría podido terminar así, en esa llanura cubierta de cadáveres. Y en cambio sobreviví.

—¿Denck murió allí?

—No. Su cometido consistía en reunir refuerzos para el choque, pero nunca llegó a tiempo.

Recordar cuesta un esfuerzo tremendo:

—En Frankenhausen morí por primera vez. No sería la última.

Me tomo a sorbos el licor para disolver la memoria:

—Durante dos años, dos infinitos años, permanecí oculto con un pastor luterano que simpatizaba en secreto con nuestra causa, mientras que fuera los soldados peinaban región por región en busca de los supervivientes, de los veteranos de la guerra. Estaba acabado, tenía un nombre nuevo, los amigos estaban muertos, el mundo poblado de fantasmas y de gente dispuesta a traicionarte por una palabra de más. Un buen día, cuando ya el tiempo del trabajo y de la soledad parecía haberme subyugado, nos descubrieron, no sé cómo, pero subieron hasta donde estábamos nosotros. Tuve que reanudar mi huida.

Tomo aliento:

—Pensándolo bien ahora de nuevo, esa repentina fuga fue mi suerte, pues me salvó de una muerte más lenta y atroz.

Tal vez no comprende, no me sigue hasta el fondo, pero no se atreve a interrumpirme, pues está realmente fascinado por lo que pueda decir en la siguiente frase.

—Adopté el nombre de un hombre que se había cruzado por casualidad en mi camino. Vagabundeé largo tiempo en busca de no sé qué, de un lugar donde desaparecer. A finales del verano del veintisiete llegué a Augsburgo y me encontré de nuevo con Denck.

—El Sínodo de los Mártires…

Habla lentamente y en voz baja: sabe respetar una historia.

—Por supuesto. La reunión de los supervivientes. Estúpidos e inútiles supervivientes.

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