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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 6

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Capítulo 6 Augsburgo, Baviera, finales de julio de 1527

Lucas Niemanson. Mercader de brocados en Bamberg. Bolsa repleta, preciadas ropas de buen paño, una considerable carga de mercancías y efectos personales, en un carro más bien nuevo, tirado por dos jamelgos algo derrengados pero jóvenes aún. Descanso mis músculos doloridos, por miles de botes, sacudidas y maldiciones por los senderos inconexos de estas landas, en el decente camastro de una casa de huéspedes que está justo pasada la puerta oeste de la ciudad. Ante todo dormir algunas horas para aliviar los huesos; mañana ya pensaré en la carga, en el carro y en el cuadrúpedo más cansado. Echar un vistazo por las calles de esta poblada ciudad imperial, donde están afluyendo los agitadores de cada región para escapar a una nueva matanza. Como Hans Hut, el profeta librero, que debe de haber fundado una comunidad en cada casa de postas y prodigado visiones apocalípticas apenas se saltaba una comida. Por lo que se dice esta ciudad albergará pronto un sínodo de todos los representantes de las comunidades surgidas en los últimos años, en esa mordaza entre Lutero y el Papa que ahora nuevamente se estrecha.

Cauto. No te metas en la boca del lobo, no te expongas al ojo ubicuo del enemigo.

Observar, cautela, mantenerse si es preciso en el camino debido. En el fondo así he llegado hasta estas murallas. La tragedia, el hado, la suerte insondable han proporcionado materia prima y espíritu a esta situación que nunca hubiera imaginado que se produjese.

Había estado parado demasiado tiempo. El embotamiento del espíritu se transmite a los miembros. Comencé a vagar tan pronto como corrió la voz de que andaban buscando a Vogel. Se había terminado de nuevo. O mejor dicho, partir una vez más sin saber hacia dónde. Andan buscando a los que regresaron de la guerra. Aniquilarlos, empujarlos a confesar lo que ni siquiera se les ha pasado por la cabeza. Buscan a los que regresaron de la guerra. Andando, veintiséis años. El ejército de los desharrapados sublevados. Aniquilarlos. Entonces, andando, sin decir esta boca es mía. A ninguna alma viviente.

Indigente como tantos otros, con un manojo de cartas, recuerdos y sospechas insoportables.

El azar ha conducido mis agotados despojos por senderos y posadas, aldeas y mesones, mercados y graneros. El azar quiso unir la suerte amarga y desconsiderada del mercader Niemanson a la mía el día veintisiete de junio, al término de infinitos y solitarios vagabundeos.

Se estaba informando nervioso acerca de la seguridad de los caminos en dirección sur y sobre la mejor hora para partir. Sin duda, transportaba una valiosa mercancía. Bajo la capa, la fascinante hinchazón de una bolsa de cuero claro: una preciosidad a simple vista. Un criado obligado a guardar cama durante algunos días, contagiado por alguna pelandusca, que lo obliga a proseguir solo, mañana al amanecer.

Lo sigo a distancia, durante casi dos leguas, hasta que el camino, trazando un amplio recodo, se adentra en una zona boscosa, de colinas bajas, completamente aislada. Me pongo al lado del carro y hago señal de que se detenga, con gestos excitados.

—¡Señor, señor!

—¿Qué queréis? —pregunta frunciendo el entrecejo y tirando de las riendas.

—Vuestro servidor, señor…

—¿Qué le pasa, qué es lo que quiere?

—La verdad es que no parece tan enfermo. Esta misma mañana lo han pillado tratando de dejar la posada a la chita callando. Llevaba con él una gruesa bolsa llena de objetos preciosos que creo que pertenecen a vuestra carga. —Y mientras le digo todo esto muestro la alforja con la correspondencia de Magister Thomas.

—¡Ese hijo de puta! Claro que no es suyo, es un asqueroso. Esperad, voy a ver.

Baja, se acerca, aprieto el borde de la bolsa con la mano izquierda, se inclina para mirar. El bastón se abate rápido sobre la nuca.

Cae como un árbol seco.

Le bloqueo los brazos con las rodillas, tres vueltas de cuerda y un nudo muy prieto.

Libero la bolsa de la cintura y lo hago rodar hasta dentro de una hondonada. Hecho.

Corto el enredijo de cuerdas que asegura la carga y subo para echar un vistazo: paños, rollos de diversa forma y colorido. Pobre bastardo, ya puedes despedirte de tus negocios. Ni siquiera tus ropas van a servirte por ahora. Y mucho menos el nombre que leo grabado en uno de los costados del carro: «Lucas Niemanson, tejedor en Bamberg».

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