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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 11

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Capítulo 11 Estrasburgo, Alsacia, 3 de diciembre de 1527

El taconeo del ujier me precede rápido entre las paredes. Una tras otra se suceden grandes habitaciones, donde se cruzan miradas de personajes retratados en telas y tapices, objetos de sobremesa de toda factura y material atestan la madera reluciente y el mármol de muebles valiosos.

Soy invitado a acomodarme en un diván en medio de dos ventanales. Las cortinas apenas disimulan los majestuosos esqueletos de los tilos del parque. El ujier avanza, con sus negras botas, llama a la puerta y se asoma dentro. La voz de un chiquillo canturrea extraños sonidos que también yo recuerdo haber aprendido de memoria, en los años de estudio de las lenguas clásicas.

—Señor, ha llegado la visita que esperabais.

La respuesta es una silla que chirría al ser arrastrada por el suelo y una voz amable y apresurada que interrumpe la del estudiante:

—Bien, muy bien. Ahora me ausentaré un momento. Tú mientras tanto repasa los ejemplos de eurisco y gignosco, ¿de acuerdo?

Se detiene, justo detrás de la puerta, una entrada de actor consumado:

—En un lugar y en un tiempo mejores, ¿no es así?

—Eso espero, amigo mío.

Martin Borrhaus, apodado Cillerero, es uno de los que nunca hubiera esperado volver a encontrar. Me habían llegado noticias de su nombramiento como preceptor de los hijos de un noble, y estaba convencido de que nuestros caminos se habían alejado demasiado.

Él, por el contrario, sostiene que siempre esperó que volveríamos a vernos y, desde que está en Estrasburgo, que nuestro encuentro tendría lugar aquí. Dice que los estudiantes que abarrotaban las aulas de Wittenberg alimentando simpatías por Karlstadt más que por Lutero y Melanchthon, han pasado por esta ciudad de Alsacia. El propio Karlstadt lo ha hecho.

Habla de Estrasburgo en un tono entusiasta, mientras rodeamos la obra de la catedral, camino de mi futuro alojamiento. La describe como una ciudad donde nadie es perseguido por sus convicciones, donde la herejía es motivo hasta de interés y de discusión, en tiendas y en salones, siempre y cuando sea sostenida con argumentaciones brillantes y esté avalada por una conducta moral intachable.

Un carro cargado de bloques de piedra arenisca avanza fatigosamente por el empedrado de la plaza. La iglesia de Nuestra Señora cuenta con el campanario más alto e imponente que haya tenido ocasión de ver en mi vida. Está en el lado izquierdo de la fachada y dentro de algunos años su gemelo de la derecha redoblará la grandiosidad de este extraordinario edificio.

—Los impresores —me explica Cillerero— no tienen ningún problema en publicar textos de actualidad candente. A este privilegio suyo en relación a sus colegas de otras regiones lo llaman «la bendición de Gutenberg», porque fue precisamente aquí donde el padre de la imprenta abrió su primer establecimiento.

—Me gustaría visitarlo, a ser posible.

—Por supuesto, pero primero hemos de ocuparnos de cosas más importantes. Esta noche, en efecto, conocerás a tu mujer.

—¿Mi mujer? —pregunto divertido—. ¡Estoy casado y nadie me había avisado!

—Ursula Jost, la muchacha que hace perder la cabeza a medio Estrasburgo. Tú, Lienhard Jost, eres su esposo.

—De acuerdo, amigo, pero vayamos por partes. Me agrada saber que es una hermosa señora, pero, antes de nada, ¿quién es ese Lienhard Jost?

—¿No me escribiste que querías estar tranquilo, cambiar de nombre, volverte prácticamente inencontrable? Confía en Martin Borrhaus, pues ahora soy experto en este tipo de cosas. Estrasburgo está lleno de gente que quiere borrar todo rastro de sí misma. Lienhard Jost, entre otras cosas, no ha existido jamás, y esto lo vuelve todo mucho más sencillo. Ursula tampoco está casada, por más que desde que llegó aquí ha declarado estarlo.

—¿Y por qué, si me está permitido preguntarlo?

—Por muchas razones —responde Cillerero con el mismo aire que adoptaba, en Wittenberg, para explicarme la teología de san Agustín—. En la ciudad una mujer que viaja sola llama la atención de más de una arpía, y ella prefiere no exponerse demasiado: tampoco sé si Ursula es su verdadero nombre. Y luego el noble que la tiene hospedada en su casa mostró desde un principio un interés excesivo por ella…

—… Y hablarle de su esposo Lienhard, que iba a llegar más pronto o más tarde, lo enfrió como es debido, imagino. —Me río. Encontrar a este viejo amigo me pone realmente de buen humor—. Bien. ¿Hay algo más que deba saber?

El sol se filtra por entre las oscuras nubes. Un rayo de luz se dibuja sobre el fondo gris y enciende el rostro de Cillerero:

—He procurado contar las menos cosas posibles sobre ti. Fuiste mi colega en la universidad de Wittenberg. Tenías algunos asuntos que resolver y hasta ahora no has podido reunirte con tu mujer, que vino para hablar con Capiton.

Cillerero me informa sobre las dos figuras más importantes de la ciudad, Bucero y Capiton, personajes decididamente tolerantes, amantes de las disputas teológicas y más próximos a Zwinglio que a Lutero. Dice que no tardaré en conocerlos, tal vez esta misma noche, con ocasión de una cena ofrecida por mi futuro anfitrión.

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