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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 12

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Capítulo 12 Estrasburgo, 3 de diciembre de 1527

Es en el jardín de la gran casa de micer Weiss. Desde detrás de una columna, sin que me vean, sigo su perfil afilado, la mata de pelo que lleva suelto, los finos dedos en el borde de la taza de la fuente.

Un gato va a restregarse contra su falda. Las caricias parecen los gestos repetidos de un rito y las palabras murmuradas las de una fórmula mágica: hay un no sé qué de extraño en sus movimientos, una casualidad improbable y fascinante.

Salgo a la luz que cae de lo alto, pero a sus espaldas, sin que pueda verme. Mientras me deslizo a su lado percibo el acre olor a mujer, esa mezcla embriagadora a lavanda y humores, esa encrucijada entre la tierra y el cielo, el infierno y el paraíso, que en un segundo nos pierde y nos hace renacer. Lleno mi olfato y observo de cerca.

Una voz tenue:

—¿Es la menstruación lo que te embriaga, hombre?

Se vuelve lentamente, ojos negros relucientes.

Atónito:

—Tu olor…

—Es el olor de las cosas bajas: el mantillo recién removido, los humores del cuerpo, la sangre, la melancolía.

Sumerjo una mano en el agua gélida de la taza. Los ojos de ella atraen la mirada; la boca es una extraña curva en su rostro ovalado.

—¿La melancolía?

Mira al gato:

—Sí. ¿Has visto alguna vez la obra del maestro Durero?

—He visto la Imitatio Christi, el ciclo sobre el Apocalipsis…

—Sin embargo, el ángel melancólico no. De lo contrario sabrías que es una mujer.

—¿Cómo?

—Tiene los rasgos femeninos. La melancolía es mujer.

Estoy confuso, debajo de las ropas se extiende la picazón.

Escruto el perfil afilado:

—¿No serías tú?

Se ríe, los estremecimientos recorren mi espinazo:

—Tal vez sí. Pero también la mujer que hay en ti. Conocí al maestro Durero, posé en una ocasión para él. Es un hombre sombrío. Espantado.

—¿De qué?

—Del final, como todos. Y tú, ¿tienes miedo?

Es una pregunta sincera, curiosa. Pienso en Frankenhausen.

—Sí. Pero todavía estoy vivo.

Tiene los ojos risueños, como si hubiera esperado esta respuesta durante años.

—¿Has visto correr la sangre?

—Demasiado.

Asiente seria:

—Los hombres se sienten impresionados ante la sangre, por eso hacen la guerra, pues tratan de conjurar el terror. Las mujeres no, tienen que ver correr la suya propia a cada cambio de luna.

Nos quedamos callados, como si su frase hubiera sancionado el silencio con una sapiencia sagrada.

Luego:

—Eres Ursula Jost.

—Y tú debes de ser Lienhard Jost.

—Tu marido.

El mismo silencio, para sancionar la alianza de los fugitivos. Busca los detalles de mi rostro. Su mano se desliza bajo la falda, luego sobre mi muñeca, donde hay marcada ya una vieja cicatriz: el dedo la recorre tiñéndola con el rojo de la sangre.

Me siento palidecer, una oleada de sudor frío se expande bajo mi camisa junto con el deseo repentino de tocarla.

—Sí, mi marido.

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