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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 29

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Damos la vuelta al convento: el cementerio donde descansan por lo menos tres generaciones de monjas está rodeado por tres lados de agua y cerrado al fondo por un muro bajo de piedra; entre las cruces de madera se levanta un campamento. Una veintena de caballos atados al muro que da frente al monasterio nos dicen que las rondas acaban de dar el parte. Hay un pequeño cañón que asoma detrás de un cúmulo de sacos terreros, defendido por tres luteranos, otros dos con los arcabuces están a la entrada y nos siguen con cautela. Los caballeros de Von Waldeck sacan brillo a sus espadas en su vivaque en torno a los fuegos, miradas asesinas y la superioridad pintada en el rostro: los asuntos de estos burgueses no nos incumben.

El burgomaestre y el hombre más rico de Münster vienen a nuestro encuentro, antorchas en mano, una docena de hombres armados a sus espaldas.

Lo pongo en guardia:

—Mantén a distancia a tus esbirros, Wördemann, o tu señora podría decidir que el pájaro de Rothmann es verdaderamente mejor que el tuyo…

El mercader, seco y de fiera mirada, sufre un sobresalto y me escruta con cara de desagrado:

—Anabaptista, tu predicador no es más que un rebelde bufón.

Judefeldt le hace señas de que se calle:

—¿Qué es lo que queréis?

No lleva gorra, el pelo revuelto de la noche pasada en blanco, la mano que suda nerviosa sobre el estilete que lleva al cinto.

Dejo que sea Kibbenbrock quien hable:

—Estás a punto de cometer la estupidez de tu vida, Judefeldt. Una estupidez de la que te arrepentirás para el resto de tus días. No des un paso más mientras estés aún a tiempo. Al amanecer las tropas de Von Waldeck tomarán posesión de la ciudad, recobrará el dominio…

El burgomaestre lo interrumpe irritado:

—El obispo me ha asegurado que no tocará los privilegios municipales, tengo un documento escrito de su puño y letra…

—¡Tonterías! —le espeta Kibbenbrock—. ¡Cuando recobre el poder podrá limpiarse el trasero con tus privilegios municipales! ¿Quién podrá decirle nada cuando sea de nuevo dueño y señor de Münster? Razona, Judefeldt. Y también tú, Wördemann; haz si no tus cálculos: ¿qué provecho van a reportar a tus negocios las gabelas del obispo? La producción de los conventos volverá a desbancar a la tuya, y los franciscanos se enriquecerán mientras tú le pagas los tributos a Von Waldeck. Piénsalo. El obispo es un hijo de puta que se las sabe todas, prometer no le cuesta nada, los papistas están acostumbrados a estos subterfugios mejor que yo.

Kibbenbrock ha levantado demasiado la voz. Un crujido de corazas y espuelas nos advierte del acercamiento de los caballeros, las antorchas iluminan la cuidada barba y los guantes de cuero de Dietrich von Merfeld de Wolbeck, hermano de la abadesa de Überwasser, y brazo derecho del obispo. A su lado, Melchior von Büren: probablemente está aquí porque espera ajustar personalmente las cuentas con Redeker.

Judefeldt se anticipa a toda pregunta:

—Señores, son baptistas, están aquí para parlamentar. Hemos prometido no hacerles ningún daño.

Dietrich Bigotesarriba sonríe burlonamente, asombrado:

—¿Qué sucede, Judefeldt, aún tratas con estos miserables? Dentro de una hora, no quedará de ellos más que un montón de huesos. Son muertos vivientes, no les hagas caso.

—El señor Von Merfeld no se equivoca —intervengo—. De todos los combatientes de esta noche, los únicos que no tienen nada que perder somos nosotros. La entrada del obispo en la ciudad solo puede significar para nosotros una muerte segura. Por tanto, no os quepa duda de que lucharemos y venderemos cara nuestra piel, la ciudad tendrá que ser tomada palmo a palmo.

Von Büren resopla:

—Sois unos conejos, no resistiréis ni lo que dura un bostezo de Su Señoría. Unos rateros y ladrones callejeros es lo que sois.

Kibbenbrock sonríe y sacude la cabeza para atraer la atención nerviosa de los dos mercaderes:

—Teméis tanto perder vuestro poder que habéis tomado a los vasallos de Von Waldeck en vuestra casa por miedo a nuestros cuatro arcabuces. ¿Sabes lo que te digo, Judefeldt? Que Von Waldeck sabía esto desde el principio. Sabía que podía aprovecharse de la desunión entre vosotros y nosotros, que podía dividir la ciudad en dos.

La frente alta del burgomaestre es un reproducirse de arrugas, los ojos se desplazan del rostro de Wördemann, más negro que nunca, a los míos y a los de Kibbenbrock, que no le da tregua:

—Todo esto no es más que un maldito lío, ¿no te das cuenta? Desde el principio el obispo ha hecho un doble juego, tranquilizándoos a vosotros para contar con apoyo dentro de la ciudad, alguien que le abriera las puertas en el momento preciso, y una vez dentro se acordará de pronto de que sois luteranos, rebeldes como nosotros a la autoridad del Papa. —Una pausa, el tiempo de que tomen conciencia de ello, luego añade—: Ya puedes olvidarte de tus libertades municipales: después de nosotros, os llegará el turno a vosotros en el patíbulo. Piénsalo, Judefeldt. Piénsalo bien.

Los dos burgueses están inmóviles, la mirada en Kibbenbrock y luego alrededor, buscando a un invisible consejero.

Von Merfeld, incrédulo:

—Judefeldt, ¿no querrás hacerles caso a estos dos miserables? ¿No ves que están tratando de salvar su vida, que están ya desesperados? Cuando Su Señoría haya llegado lo arreglaremos todo, existe un acuerdo entre nosotros, recuérdalo.

De nuevo silencio.

Escucho el latido del corazón, que marca el ritmo del transcurrir del tiempo.

Wördemann reza mentalmente el rosario de la contabilidad.

Judefeldt piensa en la mujer.

Judefeldt piensa en el ejército del obispo.

Judefeldt piensa en sus cuarenta hombres encerrados a cal y canto en el convento.

Piensa en los bigotes ridículos de Von Merfeld.

Piensa en la cerda de su hermana la abadesa, que sí, que siempre se ha sabido que era la espía del obispo en la ciudad.

Piensa en las guirnaldas en las casas de los católicos…

Alargo el brazo:

—Hemos venido desarmados. Interrumpamos nuestras hostilidades y defendamos juntos nuestra ciudad. ¿Qué coño tienen que ver en esto los nobles? Münster somos nosotros, no los papistas, ni los episcopales.

Von Merfeld espeta:

—¡Por Dios, no podéis dejaros convencer así por dos simples patanes sueltos de lengua!

Judefeldt suspira y tritura imaginariamente una serpiente en el puño:

—No son ellos los que vayan a convencerme, señor de Wolbeck. Vosotros no nos traéis más que promesas.

—¡La palabra de Su Señoría Franz von Waldeck!

—Pero estos… patanes, como los llamáis, ofrecen la paz sin necesidad de ningún ejército mercenario en la ciudad; es una propuesta que debo tener en cuenta.

Von Merfeld impreca:

—Pero ¿es que vais a creer a estas jetas de mierda?

—Yo soy aún el burgomaestre de esta ciudad. Tengo que pensar en el interés de sus habitantes. Sabemos que los católicos han recibido órdenes de colgar guirnaldas en las puertas de las casas. ¿Por qué, señor? ¿Podríais explicármelo? ¿Acaso es para que los mercenarios del obispo puedan reconocer qué casas librar del saqueo? No eran estos nuestros acuerdos…

Von Merfeld se queda de piedra, un matachín luterano le está acusando abiertamente, pero es Von Büren el primero en saltar:

—¡Si es así, conozco un modo de tratar a quienes vuelven la casaca!

Desenvaina la espada y la apunta a la garganta del burgomaestre.

Los luteranos reaccionan, pero basta una señal de Von Merfeld para que los caballeros se pongan en pie: veinte caballeros armados hasta los dientes y adiestrados para combatir contra una docena de burgueses atemorizados. En un choque directo no lo contarían.

Von Merfeld me dirige una sonrisa burlona de triunfo.

Un horrible alarido la apaga, como el chillido de un ave rapaz, desde la pared del fondo del cementerio; un grito que hiela la sangre y que eriza la piel de los brazos sube por el espinazo como una araña:

—¡Detente, cerdo!

Unas largas sombras de espectros avanzan por entre las tumbas, el ejército de los muertos que se despiertan. Alguien se deja caer de rodillas para rezar.

—¡Te hablo a ti, cerdo!

Macabro a través del campamento, surge de la noche, a la luz de las antorchas, el ejército de las sombras, treinta fantasmas apuntando con ballestas y arcabuces, con su capitán a la cabeza. Este se acerca, dos pistolas más grandes que él, las alas del ángel de la muerte:

—Von Büren, hijo de la gran puta. —Se para, escupe al suelo y bisbisea—: He venido para devorarte el corazón.

El caballero palidece, la espada vacila.

El ángel de las tinieblas Redeker avanza hasta escasos pasos de nosotros:

—¿Todo bien, Gert?

—Justo a tiempo. La situación puede decirse que se ha invertido, ahora os toca a vosotros decidir, señores. O resolvemos enseguida nuestras cuentas en el campo de batalla, o volvéis a montar a caballo y os vais por donde habéis venido.

Los bigotes permanecen atentos, Von Büren ha dado ya su voto bajando la espada, Judefeldt puede respirar por fin.

Somos el doble que ellos y encima más resueltos. No tenemos nada que perder, y Von Merfeld lo sabe.

Un chasquido y una imprecación en voz baja, una última mirada de desprecio al burgomaestre, se da media vuelta y se reúne con sus hombres con gran tintineo de espuelas.

Redeker apoya el cañón en el pecho de Von Büren, que cierra los ojos y espera petrificado el disparo. Una mano experta le desata la bolsa del cinturón:

—Lárgate, bastardo. Vuelve a lamerle el culo a tu obispo.

El sol asoma opaco por detrás de San Lamberto, mientras regresamos a la plaza del Mercado. Los caballeros están abandonando la ciudad escoltados por los hombres de Redeker y por los luteranos al mismo tiempo: alguno jura haber visto a Von Büren llorar de rabia mientras cruzaba la puerta de la ciudad.

Las señoras de Judefeldt y de Wördemann se han reunido con sus maridos y Knipperdolling camina a nuestro lado junto con el consejero Palken y su hijo, un hilo de voz ronca, un ojo morado, pero de muy buen humor, como si paseara despreocupado en busca de una taberna.

En el campamento somos recibidos por un grito de exultación, los arcabuces disparan al aire, un bosque de manos se alza por encima de las cabezas, las mujeres nos besan, veo a gente que se desviste, Jan de Leiden es llevado en triunfo por un grupo de muchachas como si la sola fuerza de sus palabras hubiera sido capaz de derrotar al infortunio. La gente derriba las barricadas y se desparrama por las calles, esas mismas calles que durante una noche entera se han visto recorridas por la más grande amenaza. Las ventanas se abren, mujeres, niños y ancianos bajan a la calle, a pesar del intenso frío, a pesar de que el amanecer comienza apenas a disipar las tinieblas.

Knipperdolling pone cerveza para todos.

Rothmann viene a mi encuentro satisfecho, con cara de cansado pero sonriente:

—Nos hemos salido con la nuestra. Te había dicho que el Señor nos protegería.

—Sí, el Señor y los arcabuces —sonrío yo—. ¿Y ahora?

—¿Cómo?

—Y ahora ¿qué hacemos?

La respuesta en la voz de Gresbeck, ennegrecido por el humo de las antorchas, arrugado y sucio, la cicatriz blanca en una ceja parece haberse agigantado en medio de aquel rostro oscuro.

—Ahora démonos un respiro, capitán Gert del Pozo.

Me sonríe, le estrecho la mano al tiempo que le doy las gracias.

Knipperdolling está escuchando el parte de una de las rondas, con aire de preocupación, se inclina hacia nosotros:

—Gert, la que nos faltaba…

—¿Qué coño ha sucedido ahora?

—Von Waldeck ha lanzado contra nosotros a los campesinos de sus tierras. Vienen hacia aquí, tres mil, dicen; quieren arreglar las cosas en la ciudad de una vez por todas.

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