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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 30

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Capítulo 30 Münster, Carnaval de 1534

El meadero de la guerra es la bodega.

Si la sangre de los hombres es la que riega su cuerpo corrupto, sin duda la orina que inunda su campo es la cerveza.

Cerveza que hincha el estómago de los varones guerreros, atenúa el miedo antes del combate, exalta la embriaguez después de la victoria. Meados que enriquecen de forma increíble a los cuidadores de la letrina. No menos importante que la sangre y el valor derrochados para decidir la suerte de una batalla.

Méate encima de tu enemigo antes de golpearlo, pues podría despertarse, aplacar su ira, disipar esa niebla que envuelve el ansia de sangre. Podría considerar absurda la suerte que está a punto de infligir, o tocarle. Y retirarse.

Han llegado rabiosos como perros y se han marchado borrachos perdidos.

Veinte barriles de cerveza, toda la reserva de la bodega municipal. Obsequio de la ciudadanía de Münster a los hermanos del condado, con mucha delegación en gran pompa para recibirlos en la Judefeldertor.

El rencor obtuso de los tres mil campesinos se ha disuelto al tiempo que la espuma.

El último peligro superado transforma los festejos en una bacanal, rica en momentos grotescos.

Acude a la plaza del Mercado un grupo de mujeres desmelenadas, medio desvestidas, o incluso desnudas. Se dejan caer en el suelo adoptando la forma de un crucifijo, se revuelcan en el fango, lloran, ríen y se dan golpes de pecho invocando al Padre celestial.

Ven chorrear la sangre del cielo.

Ven fuegos negros.

Ven a un hombre coronado de oro montado en un caballo blanco que empuña la espada destinada a los impíos galopar por el cielo.

Llaman con grandes voces al rey de Sión, pero el único que podría contentarlas con su presencia en escena está quitándose la calentura en alguna taberna.

La gente ríe y se divierte, dejándose cautivar como por una actuación de Jan el leidiano. Pero no el herrero Adrianson, harto de tanto grito histérico, que empuña el arcabuz y de un disparo derriba la veleta del tejado de una casa. Cae con espantoso estrépito. La escena se interrumpe al instante. Las mujeres vuelven en sí como despertadas de una pesadilla. Adrianson se gana los aplausos de los presentes.

En los días siguientes se hace cada vez más claro que Von Waldeck no va a conseguir volver a la ciudad.

Muchos católicos lían los bártulos.

La relación de fuerzas está totalmente a nuestro favor, y ni siquiera los luteranos pueden mostrarse hostiles con nosotros: el burgomaestre Tilbeck, como buen oportunista que es, se ha hecho incluso bautizar por Rothmann, confiando acaso en ser reelegido. Judefeldt nos ha recibido en el Ayuntamiento y no ha podido sino tomar nota de nuestra decisión de hacer votar a todos los cabezas de familia en las próximas elecciones, sin distinción de riqueza. Era un plato indigesto para él, pero un rechazo por su parte lo hubiera hecho más todavía, la ciudadanía está totalmente con nosotros. Knipperdolling y Kibbenbrock son candidatos.

Está claro ahora que los ricos mercaderes ya no tendrán en un puño a la ciudad.

Muchos luteranos lían los bártulos.

Recogen sus objetos de oro, el dinero, las joyas, los objetos de plata de casa, hasta los embutidos más exquisitos. Pero hay que pasar la inspección del capellán Sündermann, incansable centinela de la plaza del Mercado en los días de nuestra victoria. Wördemann el Rico, atrapado en la Frauentor, es obligado pistola en la cabeza a cagar los cuatro anillos que se ha metido en el culo, mientras su guapa señora sufre un palpamiento indecoroso y sus servidores no consiguen contener las carcajadas.

Las protestas femeninas llevan a apartar a Sündermann de sus funciones: quien quiera marcharse puede hacerlo libremente. Y esta es precisamente la idea del noble Johann von der Recke, solo que su mujer y su hija son del parecer de que quien quiera quedarse puede hacerlo no menos libremente y corren volando a los brazos del gentil Rothmann, que las recibe en su casa. Cuando el necio carcamal va a buscarlas no recibe sino insultos: descubre que ya no es ni padre ni marido, que no puede hacer uso del bastón con las mujeres de su casa, ni dictar ley a su antojo y que más le vale olvidarse de que tiene mujer e hija e irse a tomar por culo lo más lejos posible. Mientras abandona la ciudad los comentarios sobre el papelón que ha hecho han corrido ya entre el mujerío de Münster: Von der Recke escapa bajo una lluvia de objetos de toda clase.

Adrianson descerraja la cerradura con los enseres del oficio. Entramos. Una gran sala, mobiliario lujoso y alfombras. Sus legítimos propietarios ni siquiera han apagado las brasas de la chimenea antes de irse. Uno de los hermanos Brundt reanima el rescoldo. La escalera lleva al piso superior. Una alcoba, una habitación más pequeña. En el centro una tina de madera, el aguamanil y el bacín en un rincón. Sales de baño y todo lo preciso para el cuidado personal de una ricahembra.

Adrianson aparece en la puerta, con aire interrogativo.

Asiento:

—Me gusta. Pon a calentar agua.

Me desvisto, alejo de una patada la camisa y el jubón, un único fardo negro maloliente. Fuera primero las calzas. Quemarlas. En un gran armario encuentro ropa limpia, de elegante tela. Me sentará muy bien.

Adrianson vierte los dos primeros cubos humeantes en la tina, lanzándome una mirada insegura. Sale sacudiendo la cabeza.

Llega un coro de la calle.

Llegaron pavoneándose y victoriosos,

cuando se habían ido mustios y llorosos,

aquella noche dentro del cementerio

se encontraron con un fantasma negro.

Al burgomaestre la guapa mujer le birló,

al cerdo del obispo las ganas quitó,

esto pasa si a Gert del Pozo encuentras,

le pisas un pie, él te arregla las cuentas.

—Pero ¿los oyes? —Knipperdolling irrumpe carcajeándose—. ¡Te adoran! ¡Los has conquistado! Ven, ven a ver.

Me lleva a la ventana. Una treintena de fanáticos, que se muestran simultáneamente exultantes tan pronto como ponen los ojos en mí.

—Apareces ya en sus canciones. Todo Münster te aclama.

Se asoma, me pone una mano en el hombro. Grita a los de abajo:

—¡Viva el capitán Gert del Pozo!

—¡Viva!

—¡Viva el libertador de Münster!

Río y me echo atrás. Knipperdolling me retiene y exclama:

—¡Con vosotros hemos liberado Münster, y con vosotros haremos de ella el orgullo de la cristiandad! ¡Viva el capitán Gert del Pozo! ¡Toda la cerveza de la ciudad no será nunca suficiente para brindar a su salud!

Vocerío, gritos, lanzamiento de objetos, Knipperdolling, bardaje, izaremos tu panza en lo alto del Ayuntamiento, carcajadas, jarras alzadas al cielo…

Knipperdolling cierra la ventana saludando con grandes aspavientos.

—Ganaremos. Ganaremos las elecciones, basta con una palabra tuya y no tendremos rival.

Señalo la ciudad más allá del cristal:

—Es más fácil expulsar al tirano que estar a la altura de sus esperanzas. Tal vez lo difícil viene ahora.

Me mira perplejo, luego espeta:

—¡No seas malasombra! Cuando hayamos ganado las elecciones decidiremos cómo administrar esta ciudad. Ahora disfruta de la gloria.

—La gloria me espera en una tina de agua humeante.

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