Purga

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CUARTA PARTE » 1951, oeste de Estonia

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1951, oeste de Estonia

Aliide besa a Hans y limpia la sangre del suelo de la cocina

Aliide se dio cuenta de que estaba gritando, pero ya no le importaba. Arrojó el cubo de agua al suelo, lanzó tras él un bote de Moscú Rojo, tiró una pila de pliegos con patrones de la revista Nöukogude Naine. Nunca se haría con ellos un vestido a la moda de Tallin, nunca iría a pasear con Hans cogida de su brazo por la Puerta de Tallin, sin preocupaciones, ya que no se cruzaría con conocidos, guapa y arreglada, porque los transeúntes no la reconocerían. Nunca iba a hacer con Hans nada de lo que había soñado durante los últimos meses mientras Martin roncaba a su lado. Pero ¡Hans se lo había prometido! Siguió gritando hasta quedarse afónica. ¿Qué más le daba si despertaba a Martin? ¿Qué más le daba qué, quién, cuándo? Todo se había hecho añicos. ¡Todo aquel trabajo! ¡Toda aquella energía malgastada! ¡Cobrar multas a los que no tenían hijos! Todo aquel trabajo ingente y las noches sin dormir y la vida cotidiana siempre con el miedo acechando, el cuerpo hediondo de Martin, su asentir interminable, sus mentiras interminables, el interminable revolcarse en la cama, el temblor interminable, las axilas del vestido de rayón empapadas de miedo, las manos peludas del dentista, los ojos vidriosos de Linda después de aquella noche, las bombillas y las botas militares… Todo aquello lo habría perdonado, todo aquello lo habría olvidado a cambio de un solo día con Hans en el parque de Tallin. Por eso se había cuidado la piel, por eso se había limpiado la cara con Amapola Roja, por eso se había acordado de untarse las manos varias veces al día con grasa de ganso. Para no parecer una aldeana. Nunca los habrían interrogado, podrían haber vivido en paz, pero ¡Hans no le daba ninguna importancia! Ella sólo había pedido una tarde con él en el parque. Le había dado de comer y lo había vestido, le había calentado agua para el baño, conseguido un nuevo perro guardián y llevado los periódicos, pan y mantequilla y leche, le había tricotado calcetines, procurado medicinas y vodka, y había escrito cartas. Había hecho todo lo posible para que estuviese cómodo. ¿Acaso él le había preguntado alguna vez cómo se las arreglaba para hacer todo aquello? ¿Acaso Hans se había preocupado por ella alguna vez? Ella había estado dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, a abandonarlo todo, a perdonar toda la vergüenza que había pasado por su culpa. ¿Y qué hacía él? ¡Le mentía!

Hans nunca había tenido intención de pasear con ella por el parque de Tallin.

Y encima aquellas cartas…

Hans había perdido el conocimiento. Aliide le dio un pisotón en el hombro, pero él no se movió.

Fue a comprobar cómo estaba su esposo. Seguía exactamente en la misma postura. No, era imposible que se hubiese despertado y vuelto a dormirse. Aliide había dejado un cubo vacío al lado de la bota de Martin por si se despertaba. El ruido la habría alertado. El cubo estaba donde ella lo había puesto, a un palmo de la cómoda.

Regresó a la cocina y comprobó el estado de Hans. Le sacó la pitillera del bolsillo, sus tres leones habían ido borrándose con el tiempo, y encendió un cigarrillo de liar. Dio una profunda calada que la hizo toser, pero también ver la situación con mayor claridad.

Se lavó las manos.

Vertió el agua rojiza en el cubo del agua sucia.

Tomó unas gotas de valeriana y se sentó a fumar otro cigarrillo.

Se acercó a Hans.

Luego sacó de la alacena la medicina que había preparado para el insomnio y le abrió la boca.

Hans despertó tosiendo e intentó vomitar. Parte del contenido de la botella se vertió en el suelo.

—Esto te curará —le susurró Aliide.

Hans abrió los ojos, la miró como si ella fuese transparente y echó otro trago.

Aliide le levantó la cabeza, se la colocó en el regazo y esperó.

Luego fue a buscar un trozo de cuerda, le ató las manos y los pies y lo arrastró hasta el cuartucho. Le arrojó encima el cuaderno, quitó del estante la tacita de Ingel y se la metió en el bolsillo del delantal.

Tapó a Hans.

Lo besó en la boca.

Cerró la puerta.

Selló las ranuras con cola.

Cegó las tomas de aire.

Arrastró el armario hasta delante de la puerta y fue a la cocina a limpiar la sangre del suelo.

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