Predator

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Capítulo 28

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Scarpetta tiene calor con el traje oscuro, pero no piensa hacer nada para evitarlo. Si se quita la chaqueta tendrá que dejarla en alguna parte y no se siente cómoda en el lugar de un crimen, aun cuando la policía no crea que lo sea.

Ahora que ha entrado en la casa, está a punto de llegar a la conclusión de que una de las hermanas sufre un trastorno obsesivo-compulsivo. Las ventanas, las baldosas del suelo y los muebles están impecables y primorosamente ordenados. Hay una alfombra escrupulosamente centrada con los flecos tan colocaditos que parece que los hayan peinado. Descubre un termostato en la pared y anota en su cuaderno que el aire acondicionado está encendido y que la temperatura del cuarto de estar es de veintidós grados.

—¿Se ha ajustado el termostato? —inquiere—. ¿Estaba así?

—Todo se ha dejado tal como estaba —responde Reba desde la cocina, donde se encuentra en compañía de Lex, investigadora forense de la Academia—. Excepto el quemador de la cocina, que apagaron. La señora que vino aquí al ver que Ev y Kristin no se presentaban en la iglesia lo apagó.

Scarpetta toma nota de que no hay sistema de alarma.

Reba abre el frigorífico.

—Yo seguiría adelante y pasaría la brocha por las puertas de los armarios —le dice a Lex—. Podría pasarle la brocha a todo, ya que estamos. Aquí no hay mucha comida para dos niños en edad decrecimiento. —Eso se lo dice a Scarpetta—. No hay gran cosa para comer, de todas formas. Creo que son vegetarianos.

Cierra la puerta del frigorífico.

—El polvillo echará a perder la madera —objeta Lex.

—Eso es cosa suya.

—¿Sabemos a qué hora llegaron a casa, si es que llegaron, el jueves por la noche al volver de la iglesia? —pregunta Scarpetta.

—El servicio religioso terminó a las siete y Ev y Kristin se quedaron un rato más, hablando con la gente. Luego tuvieron una reunión en la oficina de Ev. Es una oficina pequeña. La iglesia es muy pequeña. En el espacio en el que celebran los servicios no caben más de cincuenta personas, me dio la impresión.

Reba sale de la cocina y pasa al cuarto de estar.

—¿Una reunión con quién? ¿Dónde estaban los niños? —pregunta Scarpetta, levantando un cojín del sofá estampado de flores.

—Se reunieron varias mujeres. No sé cómo las llaman. Son las que organizan cosas en la iglesia y, según tengo entendido, los niños no asistieron a esa reunión, estaban haciendo lo que fuera, tonteando por ahí. Después se fueron con Ev y Kristin a eso de las ocho de la tarde.

—¿Siempre celebran las reuniones los jueves por la tarde, después del servicio religioso?

—Creo que sí. Los servicios se celebran habitualmente los viernes, así que se reúnen el día antes. Tiene algo que ver con que el Viernes Santo fue cuando Dios murió por nuestros pecados. No mencionan a Jesucristo, sino sólo a Dios; no hablan más que del pecado y de ir al infierno. Es una Iglesia un poco excéntrica, como una secta, diría yo. Probablemente manipulan serpientes y cosas así.

Lex vierte una pequeña cantidad de óxido en polvo Silk Black en una hoja de papel. La encimera blanca de la isleta de la cocina está arañada, pero limpia y completamente vacía. Recoge con una brocha de fibra de vidrio polvillo del papel y empieza a pasarla suavemente, con movimientos circulares, por la superficie de la isleta, hasta volverla de un color negro hollín no uniforme allí donde el polvo se adhiere a la grasa u otros residuos que no se notan a simple vista.

—No he encontrado ninguna billetera, ningún libro de bolsillo, nada por el estilo —le cuenta Reba a Scarpetta—. Lo cual ratifica mi sospecha de que han huido.

—Uno puede ser secuestrado cuando lleva encima su libro de bolsillo —dice Scarpetta—. A la gente la secuestran con la billetera, las llaves, el coche, los hijos. Hace unos años trabajé en un caso de secuestro y homicidio en el que a la víctima se le permitió que hiciera la maleta.

—Yo también sé de casos en los que todo se falsea para que parezca un delito cuando lo que ha sucedido en realidad es que el interesado ha huido. A lo mejor esa extraña llamada telefónica de la que me ha hablado era de algún pirado de esa congregación.

Scarpetta entra en la cocina para examinar el quemador. Encima hay una sartén de cobre cubierta con una tapadera; el metal es gris oscuro y con vetas.

—¿Es éste el quemador que estaba encendido? —pregunta quitando la tapadera.

El interior de la sartén, de acero inoxidable, se ve de un descolorido gris oscuro.

Lex despega un fragmento de cinta adhesiva de un sonoro tirón.

—Cuando llegó la señora de la parroquia ese quemador izquierdo estaba al mínimo y la sartén tremendamente caliente, sin nada dentro —explica Reba—. Eso me dijeron.

Scarpetta repara en un polvo blanquecino que hay en la sartén.

—Puede que hubiera habido algo dentro, tal vez aceite. Comida no. ¿No había comida sobre la isleta? —pregunta.

—Lo está viendo todo tal como estaba cuando vine. Y la feligresa dijo que no había encontrado comida fuera de la sartén.

—Se aprecia algún detalle en relieve, pero en general son borrones —anuncia Lex despegando la cinta de varios centímetros de encimera—. No voy a molestarme con los armarios; la madera no es muy buena superficie. No vale la pena estropearla sin motivo.

Scarpetta tira de la puerta del frigorífico y siente el aire frío en la cara mientras va mirando los estantes de uno en uno. Lo que queda de una pechuga de pavo sugiere que por lo menos alguien noes vegetariano. Hay lechuga, brécol, espinacas, apio y zanahorias, montones de zanahorias, diecinueve bolsas de zanahorias pequeñas y peladas: un tentempié fácil y bajo en calorías.

La puerta corredera de cristal que da al porche de la señora Simister no está cerrada con llave; Marino se queda frente a ella, de pie en la hierba, mirando en derredor.

Observa fijamente la otra orilla preguntándose si Scarpetta está encontrando algo en la casa anaranjada. A lo mejor ya se ha ido, porque él se ha retrasado. Ha tenido que llevar la moto en un camión al hangar y luego cambiar el neumático; todo eso le ha llevado un cierto tiempo. Ha tardado otro poco en hablar con algunos de mantenimiento y con unos cuantos alumnos y miembros del profesorado cuyos coches se encontraban en el mismo aparcamiento, con la esperanza de que alguien hubiera visto algo. Pero nadie ha visto nada. O por lo menos eso es lo que han dicho.

Abre un poco la puerta corredera de la señora Simister y la llama a través de la rendija.

No contesta nadie, de modo que golpea el cristal haciendo un poco de ruido.

—¿Hay alguien en casa? —grita—. ¿Oiga?

Vuelve a probar por teléfono y la línea sigue ocupada. Ve que Scarpetta ha intentado localizarlo hace un rato, probablemente cuando iba en la moto de camino. Le devuelve la llamada.

—¿Qué pasa? —pregunta a bocajarro.

—Reba dice que jamás ha oído el nombre de la señora Simister.

—Alguien nos está jodiendo —replica Marino—. Tampoco es de esa Iglesia, la de las desaparecidas. Y además no contesta al timbre de la puerta. Voy a entrar.

Una vez más se vuelve a mirar la casa anaranjada de la otra orilla. A continuación, abre la puerta corredera y entra en el porche.

—¿Señora Simister? —pregunta a gritos—. ¿Hay alguien en casa? ¡Policía!

Se topa con una segunda puerta corredera, también cerrada sin llave, y pasa al interior del comedor, hace una pausa y vuelve a llamar a voces a la dueña. Al fondo de la casa hay una televisión encendida a todo volumen; avanza hacia el ruido sin dejar de anunciarse a gritos, ahora con la pistola desenfundada. Recorre un pasillo y distingue que se trata de una comedia televisiva, con muchas risas.

—¿Señora Simister? ¿Hay alguien?

La televisión se encuentra en una habitación trasera, probablemente un dormitorio, cuya puerta está cerrada. Titubea, vuelve a llamar a la dueña. Primero da unos golpes en la puerta y luego la abre de un empujón. Al entrar ve sangre, un cuerpo pequeño sobre la cama y lo que queda de la cabeza.

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