Predator

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Capítulo 29

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Dentro de un cajón del escritorio hay lápices, bolígrafos y rotuladores. Dos de los lápices y un bolígrafo están mordisqueados y Scarpetta observa las marcas de dientes en la madera y en el plástico, preguntándose cuál de los niños será el que muerde nervioso las cosas.

Coloca los lápices, los bolígrafos y los rotuladores en bolsas de pruebas distintas. Cierra el cajón y mira a su alrededor pensando en las vidas de los surafricanos huérfanos. En la habitación no hay juguetes, ni carteles en las paredes, ni ningún indicio de que a los hermanos les gusten las chicas, los coches, las películas, la música o los deportes, ni de que tengan héroes, ni siquiera de que se diviertan.

El cuarto de baño está una puerta más allá. Se trata de un baño viejo con insípidos azulejos verdes y un lavabo y una bañera blancos. Scarpetta se ve la cara en el espejo del armarito de primeros auxilios cuando lo abre. Recorre con la mirada los estrechos estantes metálicos atestados de seda dental, aspirinas y pastillitas de jabón sin abrir, de las que suele haber en los baños de los moteles. Toma un bote de medicamento de plástico anaranjado sujetándolo por el tapón blanco, lee la etiqueta y se sorprende al toparse con el nombre de la doctora Marilyn Self.

La célebre psiquiatra, la doctora Self, le ha recetado Ritalin a David Fortuna. Se supone que toma diez miligramos tres veces al día; el mes pasado, exactamente hace hoy tres semanas, repuso otro centenar de píldoras. Scarpetta quita el tapón y vierte en su mano las pastillas verdes. Cuenta cuarenta y nueve. Al cabo de tres semanas a la dosis prescrita deberían quedar treinta y siete, calcula. El chico supuestamente desapareció el jueves. Eso fue hace cinco días, hace quince pastillas. Quince más treinta y siete son cincuenta y dos. Bastante aproximado. Si la desaparición de David ha sido voluntaria, ¿por qué ha dejado el Ritalin? ¿Y por qué quedó encendido el fogón de la cocina?

Devuelve las píldoras al bote y lo guarda en una bolsa de pruebas. Al final del pasillo encuentra el otro dormitorio de la casa, que obviamente comparten las dos hermanas. Hay en él dos camas, ambas con una colcha verde esmeralda. El papel pintado y la moqueta son verdes. Los muebles están lacados en verde. Las lámparas y el ventilador de techo son verdes y unas cortinas verdes cerradas no dejan pasar ni un rayo de luz. La lámpara de la mesilla de noche está encendida y su débil resplandor, sumado a la luz del pasillo, constituye la única iluminación del dormitorio.

No hay espejo ni cuadros, sólo dos fotografías enmarcadas encima del tocador: una del sol poniéndose sobre el océano y dos niños en la playa sonrientes en traje de baño, los dos muy rubios; la otra de dos mujeres con muletas y los ojos entrecerrados por el sol, rodeadas por un enorme cielo azul. Detrás de ellas se ve la caprichosa forma de una montaña que se eleva sobre el horizonte y cuya cima aparece oculta por una insólita capa de nubes que ascienden desde las rocas como un denso vapor de color blanco. Una de las mujeres es baja y rellenita y lleva el cabello largo y grisáceo recogido, muy estirado, mientras que la otra es más alta y más delgada y luce una melena negra, larga y ondulada que se está apartando de la cara por culpa del viento.

Scarpetta saca una lupa de la bolsa y estudia las fotografías más de cerca, fijándose detenidamente en la piel de los niños, en sus caras. Estudia también la piel y la cara de las dos mujeres en busca de cicatrices, tatuajes, anomalías físicas, joyas. Pasa la lente por encima de la más delgada de las dos, la del cabello largo y negro, y repara en que su cutis no parece sano. Tal vez sea la iluminación o un bronceador sin sol lo que da a su piel un tinte ligeramente amarillento, pero se diría que padece ictericia.

Abre el armario. Contiene zapatos y ropa común e inexpresiva, así como algunos trajes más de vestir de las tallas ocho y doce. Scarpetta saca todo lo de color blanco o muy claro y examina el tejido en busca de manchas amarillas de sudor. Las encuentra en las axilas de varias blusas de la talla ocho. Después vuelve a centrar su atención en la fotografía de la mujer de pelo largo y piel amarillenta; piensa en las verduras crudas que hay en el frigorífico, en las zanahorias y también en la doctora Self.

En el dormitorio no hay otro libro aparte de una Biblia de cuero marrón sobre una mesilla de noche. Es vieja y está abierta por los Apócrifos. La luz de la lámpara cae sobre sus frágiles páginas, secas y oscurecidas por el paso de muchos años. Scarpetta se pone las gafas de leer y se inclina un poco más. Anota que la Biblia está abierta por el libro de la Sabiduría y que el versículo veinticinco del capítulo doce está marcado con tres pequeñas equis a lápiz: «Por esto, como a niños que no tienen uso de razón, habéis enviado un castigo que era una burla».

Llama al móvil de Marino y le contesta directamente el buzón de voz. Abre las cortinas para ver si las persianas correderas que ocultan están cerradas, al tiempo que insiste de nuevo con Marino y le deja otro mensaje urgente. Ha empezado a llover y las gotas de lluvia caen sobre la superficie de la piscina y del canal. Las nubes de tormenta se amontonan como grandes yunques. Las palmeras se agitan furiosamente y los hibiscos que crecen a uno y otro lado de las persianas están cuajados de flores rosadas y rojas que se sacuden al viento. Advierte dos borrones en el cristal; tienen una forma que le resulta familiar, y encuentra a Reba y a Lex en el cuarto de la colada, examinando qué hay dentro de la lavadora y de la secadora.

—En el dormitorio principal hay una Biblia —informa Scarpetta—. Está abierta por los Apócrifos. Y también hay una lámpara encendida, junto a la cama. —Reba parece desconcertada—. Mi pregunta es: ¿estaba el dormitorio exactamente igual cuando vino a la casa esa feligresa? ¿Estaba exactamente igual la primera vez que lo vio usted?

—Cuando yo entré en el dormitorio no parecía que lo hubiera tocado nadie. Recuerdo que las cortinas estaban echadas. No vi ninguna Biblia ni nada parecido, y no recuerdo que hubiera una lámpara encendida —responde Reba.

—Hay una fotografía de dos mujeres. ¿Son Ev y Kristin?

—Eso dijo la señora de la congregación.

—¿La otra es de Tony y David?

—Creo que sí.

—¿Una de las mujeres sufre algún tipo de desorden alimentario? ¿Está enferma? ¿Sabemos si una de ellas o las dos se encuentran en tratamiento médico? ¿Y sabemos quién es quién en la fotografía?

Reba no tiene respuestas. Hasta ahora las respuestas no parecían tener demasiada importancia, a nadie se le ocurrían preguntas como las que está formulando Scarpetta.

—¿Abrió usted o alguna otra persona la puerta corredera de cristal del dormitorio, la verde?

—No.

—No está cerrada con llave y me he fijado en que el cristal tiene unas manchas por fuera. Son huellas de orejas. Me gustaría saber si ya estaban ahí el viernes pasado, cuando usted echó un vistazo a la casa.

—¿Huellas de orejas?

—Dos son de una oreja derecha —contesta Scarpetta a la vez que suena su teléfono.

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