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23. CHANCHULLO N.º 18.739

Nos encontramos en el centro de un gran montón de mierda: yo y él, Simon y Mark, Sick Boy y Rent Boy, aquí en Amsterdam. Lejos del mundanal ruido. Le saqué la ubicación del Luxury a N-Sign, y él y yo, junto con Terry, Rab Birrell y su hermano, el ex boxeador, nos separamos de los demás con mucha rapidez. Algunos de los viejos rostros futboleros que nos acompañan tienen una pinta bastante chunga. Lexo, por ejemplo, es un viejo colega de Begbie; hace que las cosas se pongan de lo más interesante. Del que no me despegaré es sobre todo de Terry; en tanto que hombre obsesivamente mujeriego, siempre es bueno tenerle a la zaga de uno. Sus métodos de ligue son relativamente poco sofisticados, pero no afloja y eso da resultados.

Encontramos el club de Renton y le pregunto al tío que hay en la puerta si está. Al oír que se marchó hace cosa de media hora, pongo cara de pena, y el tío, con acento cockney, dice que estará alcahueteando por los clubs y que pruebe a ver en el Trance Buddah. Lo dice de esa forma exasperantemente afectuosa que viene a significar algo así como «El bueno de Mark, ya sabes cómo es». I know orlroight, yewfarking wenkah, but you obviously dont.[20] Así que es evidente que el cabrón aún es capaz de resultar convincente y engañar al personal. Pero eso resume la horterez de Renton: montar una noche de club y después largarse a la de otro.

Mierda. Llevo a la cuadrilla de vuelta al barrio chino. Juice suelta un gruñido: «¿Qué tiene de malo ese sitio, pues, Sicky?».

El soplapollas de los tirabuzones, no contento con llamarme «Sick Boy» en lugar de Simon delante de los desconocidos, ha ido más allá y lo ha abreviado dejándolo en «Sicky», lo cual me da más asco aún. Guardo silencio acerca de lo mucho que me desagrada, esperando que se le pase. Si le muestras tus debilidades a uno de la cuerda de Lawson las explotará sin piedad. Es casi lo que más me gusta de él.

Renton. Aquí en Amsterdam. Me pregunto cómo cojones será ahora. Qué modificaciones ha realizado sobre sí mismo a lo largo de los años. Uno tiene que desentrañar quién es y quién no es. Es nuestra misión en la vida. Está lo que uno deja atrás cuando se marcha y lo que uno lleva siempre consigo. Y yo voy de éxtasis, tratando de desentrañar qué es lo que yo llevo conmigo, a donde quiera que vaya, sea cual sea el estado en el que llegue a encontrarme. Entramos en el tal Trance Buddah, en el barrio chino. Es una pista de baile, espacio de chill-out y bar de club del montón que reúne a los lugareños, los turistas y los expatriados británicos. Por supuesto, tengo a Renton como objetivo prioritario, pero Terry y yo estamos en alerta chochil instintiva y nos separamos de la chusma. A Ewart le paran dos tías y empieza a derrochar encanto, y Big Birrell, el boxeador, y Rab permanecen a su vera. Le compro un par de pastillas a un holandés que me promete que son fantásticas. Qué coño. No estoy de humor para el perico, me pasaría toda la noche en los putos servicios. Quiero darme un revolcón con una holandesa, por eso de la piel delicada y todo eso, pero Terry se ha liado a conversar con dos tías inglesas y yo les invito a una copa; estamos sentados junto a ellas en un rincón tranquilo. La música empieza a tocarme los huevos; es el tecno disco de instituto de recinto ferial holandés y me está sacando de quicio. Otro motivo para odiar a Renton: tener que soportar esto.

Estoy con la tía esta, Catherine de Rochdale (cabello rubio de bote que le llega hasta los hombros, una peca extrañamente fascinante en la barbilla), y me cuenta que el tecno no es lo suyo, es demasiado machacón para su gusto. Cuando habla, observo sus oscuros ojos pintados, pienso «Rochdale» y mis reflexiones discurren grosso modo, muy grosso modo, de esta guisa: Gracie Fields de Rochdale cantando Sally, Salleee, orgullo del callejón mientras me follo a Catherine en un callejón. A continuación, ciñéndome al tema de Rochdale, Mike Harding cantando «The Rochdale Cowboy» y me imagino a Catherine como la vaquera de Rochdale, preguntándome cómo le sentará la postura reverse cowgirl, el clásico plano porno inventado para mostrar la penetración genital ante la cámara. Lo que digo en voz alta, sin embargo, es esto: «¿Así que Catherine de Rochdale, eh?». Juice Terry, que está con una tía que creo que es amiga de Catherine, acurrucada junto a él, toma nota del comentario y me lanza una mirada telepática que es como si me hubiera leído el pensamiento por completo y es que, en efecto, estas pastillas no están mal.

Me satisface quedarme aquí en el chill-out, pues soy incapaz de bailar al son del tecno monótono. Esa mierda es como correr en la maratón londinense. Bum-bum-bum. ¿Dónde está el funky, dónde está el soul? ¿Dónde están los trapos? Música Jambo. A estos holandeses tarados y peña de vacaciones parece que les vuelva locos, sin embargo; cada perro a su propio vómito. Hay un tío pasado a tope, haciendo una extraña rutina step con dos tías y otro tío, y tiene algo que me resulta familiar. Lo conozco. Lleva un sombrero de lo más bobo que le tapa los ojos, pero reconozco su forma de moverse: absorto en la mezcla del DJ, pero mirando de vez en cuando a la pista para lanzar los brazos al aire en señal de reconocimiento al ver a algún cabrón que está en el club. Son esa energía indiferente, esos movimientos lánguidos totalmente reñidos con la enérgica entrega. No importa lo implicado que parezca, hay una parte de ese hijo de puta que siempre permanece en el exterior, asimilándolo todo.

No hay una puta mierda que se le escape a ese cabrón.

Era un tío con el que había hablado de muchas tonterías en el pasado. Como que nosotros seríamos distintos. Como que él no era un picota del Fort que había abandonado la universidad y yo no era un cabrón malicioso que le comía el tarro a cualquier pobre zorrilla que había tenido una infancia difícil y que fuera lo bastante boba como para tragarse tanto un cuento lamentable como una polla sudorosa.

Era mi viejo colega Mark.

Era Rents.

Era el cabrón que me dio el palo, el cabrón que tenía una cuenta pendiente conmigo.

Y no puedo, no, no quiero quitarle la vista de encima. Sentado aquí en la penumbra, en un pequeño nicho con mi panda, Catherine, Terry y, ¿cómo se llama la otra? Lo que sea, yo me limito a observar su evolución sobre la pista de baile. Después de un rato, noto que se prepara para marcharse con una gente. Y yo salgo detrás de él, llevando de la mano a Catherine, y ella que si su amiga, y yo le sello los labios con un beso, mirando para ver desaparecer las espaldas de Renton, volviéndome para hacerle un gesto libidinoso con la cabeza a Terry; su sonrisa carnal me hace sentir lástima por la chica con la que está y su esfínter. Mientras salimos para recoger los abrigos, me morreo un ratito con Catherine y me doy cuenta de que pese a ser joven y tener un rostro bonito, es una torda corpulenta que te cagas. La ropa negra debería haberla delatado, pero esos muslos jamoneros…

No nos preocupemos.

Estamos fuera y veo que Rents está algo más adelante, él y una tía rubia delgaducha de pelo corto con otra pareja. Chico-chica, chico-chica, como dice Danny Kaye en Navidades blancas. Qué agradable. Qué civilizado, como acostumbran a repetir mecánicamente como papagayos los miembros de la clase media de Islington. Les das a los muy capullos una copa de vino y enciendes el hogar, y dicen: «Esto es tan civilizado». Cortan unos putos trozos de chapata con un cuchillo y sueltan: «¿Verdad que es civilizado?».

Y a ti te entran ganas de soltarles: no, tonto del culo, no lo es en absoluto, porque la civilización es algo que va más allá de servir el vino y cortar el pan y de lo que tú estás hablando en realidad es simplemente de ocio y esparcimiento.

Ahora lo está haciendo Catherine, mientras seguimos a la partida de Renton por las calles adoquinadas adyacentes al canal. Me cuenta que aquí son tan ci-vi-li-za-dos, y se cobija en mi costado. Civilízame, bambino, civiliza a este salvaje muchachito italo-caledonio de Leith. Puede que la mirada de Catherine esté pendiente de las farolas de sodio reflejadas por los adoquines y las tranquilas aguas del canal, pero la mía está pendiente del ladrón y sólo del ladrón, y si tuviera un tercer ojo en mitad de la frente, también él estaría pendiente del ladrón.

Casi puedo escucharle y me pregunto lo que estará diciendo. Aquí Rent Boy es libre de permitirse todas sus pretensiones, sin que aparezca alguien tipo Begbie diciendo: «Ya, un puto yonqui del Fort». Poniéndole en su sitio: un sitio muy, muy pequeño. En efecto, casi me identifico con el ladrón, veo la necesidad que tenía de hacer aquello, de evitar nadar en aquella charca de energía negativa hasta que los brazos ya no pueden más y te hundes como el resto de los pobres cabrones. Pero hacérmelo a mí, a , y surtir a ese fracasado inútil de Murphy, vaya, eso es algo que echa abajo cualquier argumento.

La cháchara de Catherine se convierte en una extraña banda sonora que sirve de fondo a mis reflexiones, que se van haciendo más lúgubres por minutos. Es como si alguien hubiese trasplantado la música de Sonrisas y lágrimas a una copia de Taxi Driver.

Cruzan un puente estrecho por una de las calles adyacentes al canal y bajan por la calle, que se llama Brouwersgracht, y entran en el portal número 178. Las luces se encienden a la altura del segundo piso y yo conduzco a Catherine al otro lado del puente para tener mejor perspectiva. Ella sigue dale que te pego con la «li-be-ra-li-za-ción» y «cómo engendra una actitud distinta». No les quito la vista de encima, les veo bailar junto a la ventana, calentitos, y aquí estoy yo, en el cortante aire frío, y de repente pienso: ¿por qué no acercarme sin más, llamar al timbre y que flipe ese cabrón? Pero no, porque ahora estoy saboreando la asechanza, por eso. Esa sensación de poder que me produce saber que yo sé dónde está él, pero él no tiene ni la menor noción respecto a mi presencia. Jamás hay que obrar con precipitación, sino tras pensar y deliberar. Y lo más importante, que cuando me encuentre cara a cara con ese cabrón no iré de éxtasis, iré de coca de la máxima pureza.

Necesita que lo metan en cintura; ya llegará el momento. Sé dónde vive el ladrón: 178 Brouwersgracht. Pero primero hay que darle a Catherine la experiencia SDW.

«Eres muy hermosa, Catherine», le digo de repente, así de sopetón, interrumpiendo sus pensamientos.

Ella se queda sorprendida. «No…», dice vacilante.

«Quiero hacer el amor contigo», le digo de forma efusiva, pero con lo que a mí se me antoja gran profundidad.

Los ojos de Catherine se han convertido en pozos negros y relucientes de amor en los que uno querría, en los que uno ansiaría con absoluta desesperación, ahogarse. «Eres tan dulce, Simon», dice riéndose. «¿Sabes?, por un momento pensé que te aburrías conmigo, era como si no me estuvieras escuchando».

«No, era la pastilla, tu aspecto…, es que me hizo sentir…, ya sabes…, como si estuviera un poco en trance. Pero durante todo ese tiempo escuché tu voz, sentí tu calor en mi costado y mi corazón revoloteaba como una mariposa en medio de una brisa de aire primaveral, cálido y fresco…, suena pretencioso, lo sé…».

«No, no, suena de maravilla…».

«… sólo quería aferrarme al momento porque era tan perfecto, pero entonces pensé, no, eso es muy egoísta, Simon. Compártelo. Compártelo con la chica que hizo que ocurriera…».

«Eres tan encantador…».

Le aprieto la mano y la conduzco de vuelta a su hotel, no sin antes comprobar que es de más nivel que el mío.

Te vas a enterar que te cagas, gordi.

Por la mañana, lo primero en lo que pienso es en el escaqueo. Conforme uno se hace mayor se vuelve un arte casi tan importante como la propia seducción. Lejos quedan los amargos y tensos tiempos en que uno se ponía la ropa y quería huir físicamente, o lo hacía efectivamente. Catherine está a mi lado, durmiendo como un elefante tumbado por un dardo de una escopeta de safari. Es una marmota. Es bueno estar con una chavala que duerme bien. Le deja a uno tantas más horas libres durante el día para ser uno mismo. Redacto una nota.

Catherine:

Lo de anoche fue maravilloso para mí. ¿Podríamos vernos esta noche en el Stone’s Café a las nueve?

¡Por favor, acude!

Con cariño,

Simon XXXXX

P. D.: Estabas tan hermosa mientras dormías que no tuve valor para despertarte.

Vuelvo al hotel. No hay rastro de Terry, pero Rab Birrell está levantado con algunos de sus amigos. Me cae bastante bien el tal Birrell. Es demasiado enrrollao como para preguntarme dónde he estado. Cuando has estado rodeado de tarados que no hacen más que cachondearse durante media vida, acabas por apreciar a aquellos hombres que poseen la virtud de la discreción tranquila.

Me hago con unos bollos, y algo de queso y de jamón y un café del buffet del desayuno y me uno a ellos. «¿Qué tal, muchachos? ¿Sanos y salvos?».

«Sí», dice Rab, así como su colega grandullón Lexo Setterington. Tengo que tener cuidado con lo que digo delante de ese cabrón, pues es amigo de Begbie. Pero tiene un poquito más de nivel que ese puto lunático. Conoce el percal, y sabe de dónde sopla el viento. ¡Un café tailandés en Leith, joder!

Es bueno saber, sin embargo, que estos presuntos amigos del alma no se pueden ver. «Me dejó en la estacada con facturas por pagar y bienes por valor de algunos cientos de libras de trastos viejos y muebles agusanados. Tendría que matar a ese cabrón arrogante…», se ríe.

En este punto me reservo la opinión, respondiendo con un «Mmm…» evasivo, porque a su manera este cabrón es tan nocivo como Begbie.

«Lo que pasa con Franco es que nunca olvida», dice Lexo. «Si vas a ir contra él tendrás que ponerle a dormir para los restos. De lo contrario, siempre volvería a por más. El caso es que el mamón acabará por llevarse su merecido, si le abandonas a sus propias fuerzas el tiempo suficiente. Alguien se hartará de él y se cargará a Begbie por la puta cara, ahorrándole a uno que yo me sé un par de los grandes localizables», dice con una sonrisa maliciosa. Me doy cuenta de que Lexo lleva toda la noche por ahí y de que sigue bastante bebido, porque me coge del hombro con fuerza y me cuchichea al oído: «Nah. Hay que ser lo bastante implacable como para no dejarse llevar por la propia inclinación a la violencia por la violencia. Eso hay que dejárselo a los fracasados como Begbie». Me suelta, sonriéndome y mirándome a los ojos detenidamente. De nuevo, me esfuerzo por responder con los ruidos apropiados, a lo que él responde agregando: «Por supuesto, de vez en cuando puede entrarte el gusanillo…».

Dicho esto, la conversación deriva hacia la dirección previsiblemente deprimente de los méritos relativos de las hinchadas del Feyenoord y el Utrecht. Al parecer Billy Birrell, el hermano boxeador de Rab y N-Sign Ewart han ligado y no están por la excursión matonil. Muy sensato. No puedo quedarme aquí escuchando a venaos que van de coca despotricar acerca de a quién van a matar; eso lo tengo en Leith siempre que quiera oírlo. Apuro el café y salgo a la calle.

Al final, encuentro una tienda de bicis y alquilo un cascajo negro; paso pedaleando frente al piso del ladrón. Enfrente de su queo, del otro lado del canal, hay un café con ventanales enormes en el que me fijé anoche. Encadeno la bici y me siento en la ventana de este bar espacioso y ventilado con parqué de color marrón y paredes amarillas, tomando café verkerd. Los árboles tapan la vista de su ventana, pero puedo ver la puerta principal y observar todas sus idas y venidas.

He robado, atracado y chorizado todo lo que no estuviera atornillado al suelo, y también lo han hecho la mayoría de mis colegas, aquí y en Londres. A mi modo de ver, eso no nos convierte en ladrones. Un ladrón es alguien que roba a los suyos. Yo no haría eso, Terry tampoco. Ni siquiera el puto piojoso de Murphy lo haría…, bueno…, eso no es del todo cierto. No nos olvidemos de Coventry City. Pero de lo que se trata es de devolvérsela a Renton con intereses.

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