Porno

Porno


2. Porno » 24. Putas de Amsterdam, 4.ª parte

Página 28 de 87

24. PUTAS DE AMSTERDAM, 4.a PARTE

Acabo de salir de la ducha y aquí estoy, de pie, observando cómo Katrin observa el mundo. Tiene abiertas de par en par las enormes puertas de cristal que dominan nuestro cuarto de estar y está apoyada en la barandilla que asoma al canal. Veo adónde dirige la mirada, siguiendo la estrecha calle de enfrente que llega hasta abajo del todo, haciendo intersección con varios canales Jordaan más. Casi hipnotizado por su quietud, me acerco a ella con sigilo y por la espalda, ya que no quiero molestarla. Por encima de su hombro veo a un ciclista solitario desapareciendo calle abajo; su silueta da un saltito al tropezarse con un badén. Tiene un no sé qué familiar; quizá pase por aquí a menudo. Veo las vigas superiores de los edificios, las que dejan asomando para meter muebles en las estrechas viviendas; se miran unas a otras como hileras de fusileros de dos ejércitos en un pulso.

Ese aire fresco debe de estar enfriándole las piernas desnudas. ¿Qué es lo que quiere? Sea lo que sea, así no puede seguir. Noto los rayos del sol en la cara, en la cara de ambos, y pienso que quizá así es como debe de ser.

Intentamos hablar, pero hallar las palabras es como excavar en busca de agua en un desierto. Volver con naturalidad a un trato humano después de haber arrastrado nuestra relación por el sendero de la muerte lleva cada vez más tiempo. Ahora nuestra única comunión son nuestras peleas sin motivo. Beso el dorso de su fino cuello, con una dolorosa sensación de culpa y de compasión, con tierna rabia. No hay reacción. Me aparto y me voy al dormitorio a vestirme.

Cuando vuelvo, ella sigue exactamente en el mismo lugar. Le digo que voy a salir un rato y topo con el mismo silencio. Me dirijo calle abajo hacia la Herengracht, recorriéndola hasta llegar al Leidseplein; atravieso paseando el Vondelpark, por alguna razón con los nervios a flor de piel, pese a no haber tomado drogas. No obstante, me siento bastante paranoico. Martin siempre dice que la lógica de meterse drogas es que aunque seas totalmente normal, aun así habrá semanas en las que te sientas hecho polvo y paranoico; al menos si le pegas al alcohol y las drogas tienes una razón para sentirte así, en lugar de quedarte por ahí sentado convencido de que podrías ser un enfermo mental. La paranoia no acecha ni remotamente tan fuerte en Amsterdam como en Edimburgo, pero aun así me siento como si todo quisque me estuviera mirando, como si algún chalado me acechara.

Después de un rato subo al club y abro la oficina. Comprobar emilios en domingo, porque no soportas estar sentado en la misma habitación que tu novia: seguro que la vida no puede ser mucho más triste. Tanto daría que estuviera en Londres.

Empiezo a hacer otras cosas; resolver papeleos, facturas, correspondencia, hacer llamadas telefónicas y toda esa mierda. Entonces me llevo un susto, un susto grande que te cagas. Estoy sentado, mirando el libro de caja, revisando unos extractos de cuenta del ABN-AMRO. El holandés leído aún me da problemas. No importa lo bien que se te dé el hablado, el reconocimiento visual de la letra impresa te puede tumbar. Ken quiere decir saber. Escoto-neerlandés. Di loch.

Rekening nummer.

Reconocimiento, sí.

Se oye un golpe en la puerta y compruebo ansiosamente que Martin no se ha dejado ninguna papelina de coca fuera, debajo de los fajos de papel, pero no, estarán todas en la caja fuerte que hay a mis espaldas. Me levanto y abro la puerta, pensando que probablemente será Nils o Martin, cuando el cabrón este me lanza hacia dentro de un empujón. De inmediato me asalta la idea, y el cuerpo se pone en tensión: JODER, AQUÍ ME ESTÁN ROBANDO… antes de evaporarse al ver ante mí una silueta familiar y ajena a la vez.

Tardo un segundo en caer por entero en la cuenta. Es como si mi cerebro no fuera del todo capaz de procesar los datos sensoriales que le envían mis ojos.

Porque justo delante de mí está Sick Boy. Simon David Williamson.

Sick Boy.

«Rents», dice en tono frío y acusador.

«Si… Simon…, ¿qué cojones?…, no puedo cre…».

«Renton. Tenemos unas cuentas pendientes. Quiero mi dinero», ladra él, con los ojos hinchados como las pelotas de un terrier Jack Russell cuando ve a una perra en celo, escudriñando la oficina. «¿Dónde está mi puto dinero?».

Yo me limito a mirarle, en plan zombi, sin saber muy bien qué cojones decirle. Lo único que soy capaz de pensar es que ha engordado, aunque curiosamente no le quede mal.

«Mi puto dinero, Renton», me gruñe a la cara dando un paso hacia mí, y puedo notar el calor y la baba que desprende.

«Sick…, eh, Simon, te… te lo daré», le digo. Parece ser lo único que soy capaz de decir.

«Cinco de los putos grandes, Renton», dice, y me coge de la camiseta a la altura del pecho.

«¿Eh?», pregunto, un tanto empanado, bajando la vista sobre su mano, posada en mi pecho como si este fuera una mierda de perro.

En respuesta, se digna aflojar un poco su presa. «Lo he calculado. Intereses más compensación por el estrés psíquico que me has causado».

Me encojo dubitativamente de hombros ante esto último, con una especie de torpe rebeldía. En su momento fue un problemón, pero ahora parece muy poca cosa, sólo un par de gilipollas involucrados en un estúpido negocio yonqui. Ahora caigo en la cuenta de que tras algunos años de andar ojo avizor, me he vuelto muy despreocupado, incluso indiferente, con respecto a todo aquel asunto. La paranoia sólo reaparece durante las esporádicas y furtivas visitas familiares a Escocia, y en realidad el único que me preocupa es Begbie. Que yo sepa, sigue cumpliendo condena por homicidio. En su momento, sólo medité por un momento cómo todo aquel asunto afectaría a Sick Boy. Lo extraño es que tenía intención de compensarle a él y a Segundo Premio, y supongo que incluso a Begbie, como hice con Spud, pero de algún modo nunca llegué a ponerme a ello. Nah, nunca pensé en el impacto que podría haber tenido sobre él, pero tengo la impresión de que me lo va a contar.

Sick Boy me suelta y empieza a largar, recorriendo toda la oficina de arriba abajo, dándose de palmetazos en la frente. «¡Después tuve que lidiar con Begbie! ¡Se pensaba que yo estaba conchabado contigo! Perdí un puto diente», escupe, deteniéndose de repente, y señalando con gesto acusador un hueco de su boca marfileña ocupado por un diente de oro.

«¿Qué ha sido de Begbie…, de Spud…, de Segun…?».

Sick Boy me responde bruscamente, balanceándose sobre los talones: «¡Olvídate de esos capullos! ¡Es de mí de quien estamos hablando! ¡De mí!», dice, golpeándose el pecho con el puño cerrado. Entonces se le ensanchan los ojos y el tono de su voz baja hasta quedarse en un dulce gemido. «Se suponía que yo era tu mejor amigo. ¿Por qué, Mark?», suplica. «¿Por qué?».

Tengo que sonreír ante su interpretación. No lo puedo remediar; el cabrón no ha cambiado ni un pelo, pero esto le revienta que te cagas; se abalanza sobre mí y vamos a parar al suelo con él encima de mí. ¡NO SE TE OCURRA REÍRTE DE MÍ, RENTON!, me grita a la cara.

Eso me ha dolido. Me he hecho daño en la espalda, y lucho por recobrar el aliento con este gordo cabrón encima de mí. En efecto, ha engordado y estoy inmovilizado debajo de él. La mirada de Sick Boy está llena de furia y levanta el puño. La imagen de Sick Boy dándome un palizón por lo del dinero me resulta ligeramente ridícula. Imposible no, pero sí absurda. Nunca le gustó la violencia. Pero la gente cambia. A veces se vuelven más desesperados con la edad, sobre todo cuando piensan que se les ha escapado el último tren. Y quizá este no sea el Sick Boy al que yo conocía. Ocho o nueve años son mucho tiempo. El gusto por la violencia no tiene por qué diferenciarse del gusto por cualquier otra cosa: hay quien llega a adquirirlo en un momento posterior de la vida. Yo mismo lo he hecho, de forma controlada, a lo largo de cuatro años de entrenamiento en kárate.

Pero independientemente de eso, siempre pensé que podría con Sick Boy. Recuerdo haberle dado una paliza en el colegio, detrás del almacén de Fyfe’s, junto al Water of Leith. No fue una pelea de verdad, sólo una pelea a gorrazos entre dos no-peleadores, pero yo resistí más rato y fui más despiadado. Yo gané la batalla pero él ganó la guerra, como de costumbre, pues siguió haciéndome chantaje emocional a cuenta de aquellos años después. Utilizaba la rutina del mejor amigo: me enfocaba con esos faros que tiene y me hacía sentir como un borracho maltratador. Ahora, con mis conocimientos de kárate Shotokan, sé que podría inmovilizarle fácilmente. Pero soy yo quien no hace nada, y pienso en la fuerza tan paralizante que puede llegar a ser el sentimiento de culpa, y en el vigor que puede llegar a infundir la indignación justificada. Quiero salir de esta sin tener que hacerle daño.

Ahora él está listo para partirme la cara; yo lo pienso y me río. Sick Boy también.

«¿Tú de qué te ríes?», dice con evidente enojo, pero a pesar de ello sin dejar de sonreír.

Le miro a la cara. Se le ve un poco más mofletudo, pero en realidad sigue en buena forma. Además va bien maqueado. «Has engordado», le suelto.

«Y tú también», dice con una mueca de dolor, ofendido. «Tú más que yo».

«Lo mío es músculo. Nunca pensé que llegarías a ser un gordo cabrón».

Él se mira la tripa y la encoge. «Lo mío también es puto músculo», dice.

Ahora espero que vea lo ridículo que es todo esto. Y lo es. Podemos solucionarlo, llegar a algún tipo de arreglo. Sigo espantado, pero no sorprendido, y curiosamente me alegro de verle. Siempre pensé que volveríamos a encontrarnos. «Simon, pongámonos en pie. Los dos sabemos que no vas a pegarme».

Él me mira, sonríe, vuelve a formar un puño y veo las estrellas cuando me golpea en toda la cara.

Ir a la siguiente página

Report Page