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Cuarta parte » Capítulo 102

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102.

 

 

 

 

La inspectora cierra los párpados con fuerza.

 

A su mente vienen imágenes de Evita como en un carrusel: el primer día que entró en la Brigada, con una infusión de roiboos en las manos y una sonrisa de colegiala en la cara. La primera vez que se la llevó con ella en el camuflado, lo poco que soportaba ese optimismo irredento y esa inocencia suya, la visita al matadero que les revolvió el cuerpo a las dos, el santuario de animales y el hallazgo de las gallinas liberadas..., las carcajadas de Evita cuando se enteró de que Camino tenía una granja de hormigas..., el día que Camino corrió hacia su casa pensando que Ramón podría hacerle daño y se los encontró a ambos dispuestos a ayudar.

Sonríe al recordar el mal pie con el que Evita entró en el Grupo de Homicidios. En eso, y en muchas más cosas de las que nunca llegó a reconocer, se sentía identificada con la joven. A Camino también le costó mucho hacerse con el favor del equipo. Aunque, al contrario que a ella, a Evita sí parecía afectarle, pues, a pesar de sus intentos de ser una más, todo le salía mal. Dejar a Águedo con el culo al aire en uno de sus escaqueos, ser llevada en su primer caso al escenario del crimen, que la mismísima comisaria estuviera orgullosa por la forma en que «la niña» se había comportado, darles a todos sin pretenderlo una lección sobre el modus operandi del criminal. ¿O acaso sí que lo pretendía? Camino ya no sabe qué pensar, pero las imágenes de Evita siguen pasando por su cabeza a un ritmo vertiginoso. El día que los indicios la llevaron a desconfiar de ella y la retiró del caso, el momento en que reingresó en el equipo y todos le pidieron perdón por la forma en que unos y otros se habían comportado, su valentía a la hora de presentarse voluntaria para ir a la cacería a salvar a Paco. Y luego su cuerpo inerte, su sangre empapando la tierra seca, los ojos que ella misma cerró al aceptar que nada podía hacerse ya.

Después vino el entierro. Se concentra en rememorarlo: una mañana fría en un ventoso cementerio a las afueras de León. Ha pasado poco más de un mes, pero el tiempo se ha estirado como goma de mascar. Se ve a sí misma. Permanece de pie en un segundo plano con su uniforme de gala. Tiene la boca seca y una bola en la garganta y lo observa todo con una confusa sensación de irrealidad. Una señora de unos sesenta años solloza sin tregua frente al ataúd. Tiene la mano entrelazada a la de una chica delgada y bajita, que se la aprieta con fuerza. A pesar del maquillaje, de la forma de vestir diferente e incluso del peinado, la similitud con la fallecida salta a la vista desde el primer instante.

Camino da un respingo. Abre los ojos buscando el retrato hecho por ordenador, que sigue en la pantalla.

—Eres clavadita a ella, hija de puta.

Al pronunciar esas palabras comprende en toda su magnitud lo que eso conlleva. Ni ella está dentro de una de sus pesadillas ni esa mujer es un fantasma. Es alguien que ha estado metida en esto desde el principio. La mujer misteriosa. La castellanoleonesa que habla español, pero con un acento que alguien como Almudena Cruz no dudaría en calificar de forastero. Y que alguien como Marta Martínez no dudaría en afirmar que es español. Laura Gallego. Una mujer cuyo parentesco abre nuevos interrogantes.

Y, si hay alguien que puede resolverlos, está al fondo del pasillo, encerrado en el cuarto de tortura que había preparado para ella. Solo que ha habido una inversión de roles. Ahora es Camino la que tiene el control.

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