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Una mañana soleada y fría. Elisabet Vogler va de habitación en habitación buscando a la enfermera Alma. No la encuentra por ninguna parte. Baja a la playa. Nadie. Sube y va al garaje. El coche sigue allí. Se oyen crujidos como lamentos entre los árboles, las sombras de las nubes sobrevuelan el musgo. Sopla viento del norte y el oleaje brama en la bahía.

Cuando vuelve a la terraza, ve a Alma con la espalda apoyada en la pared, mirando al mar.

Elisabet se le acerca. Alma vuelve la cabeza, lleva puestas las gafas de sol.

—¿Has visto mis nuevas gafas de sol? Las compré ayer en el pueblo.

Elisabet entra en la casa a buscar la rebeca y el libro. Vuelve a salir. Al pasar delante de Alma, le acaricia ligeramente la mejilla. Alma la deja, sigue con la espalda contra la pared. Elisabet se sienta en el gran sillón de mimbre.

—Veo que estás leyendo una obra de teatro. Informaré de ello a la doctora. Es un síntoma de mejoría.

Elisabet alza la vista y la mira inquisitiva. Luego, vuelve a su lectura.

—Deberíamos pensar en irnos pronto. Ya empiezo a añorar la ciudad. ¿Tú no, Elisabet?

Elisabet niega con la cabeza.

—¿Me harías un gran favor? Ya sé que supone un sacrificio, pero en estos momentos necesito que me ayudes.

Elisabet levanta la vista del libro. Al oír el tono de voz de Alma, durante un segundo, un destello de temor asoma a sus ojos.

—¡No es nada peligroso! Pero es que me gustaría que me hablaras. No tiene que ser nada excepcional. Podemos charlar del tiempo, por ejemplo. O sobre lo que vamos a cenar o de si el agua estará fría después de la tormenta. Tanto como para que sea imposible bañarse. ¿No podríamos hablar unos minutos? O sólo un minuto. O me lees en voz alta un pasaje del libro, o sólo que me digas un par de palabras.

Alma sigue con la espalda apoyada en la pared, la cabeza hacia delante, las gafas de sol negras encajadas en la nariz.

—No es fácil vivir con alguien que guarda silencio todo el tiempo, te lo digo yo. Eso afecta a tantas otras cosas… Ya no soporto la voz de Karl-Henrik al teléfono. Suena tan falso y tan artificial. Ya no puedo hablar con él. Resulta antinatural. Además, oigo mi propia voz y ¡ninguna otra! Y pienso: qué falsa me oigo. Tantas palabras como utilizo. ¿Ves?, ya estoy otra vez hablando sin parar, pero hablar me hace sufrir, porque, aunque hable, no puedo decir lo que quiero. Tú te lo has puesto fácil. Tú callas y ya está. A ver, no quiero enfadarme. Tú callas y eso es, en rigor, decisión tuya. Pero es que ahora necesito que me hables. Por favor, ¿no puedes hablarme un poco? Es prácticamente insoportable.

Una larga pausa. Elisabet niega sin rechistar. Alma sonríe. Como esforzándose por contener el llanto.

—Sabía que dirías que no. Porque tú no sabes cómo me siento. Siempre pensé que los grandes artistas sabían vivir los sentimientos de los demás. Que creaban a partir de la empatía, movidos por la necesidad de ayudar. Qué estupidez por mi parte.

Se quita las gafas y se las guarda en el bolsillo. Elisabet sigue sentada, angustiada, inmóvil.

—Usar y tirar. Me has utilizado: ignoro para qué, pero ahora ya no me necesitas y por eso me tiras.

Alma está a punto de entrar en la casa, pero se detiene en el umbral y deja escapar un gemido amortiguado de desesperación.

—Claro que sí. Lo oigo perfectamente, oigo perfectamente lo falso que suena: «Ya no me necesitas y por eso me tiras». Así ha sonado. Cada palabra. ¡Y estas gafas!

Saca las gafas del bolsillo y las arroja contra el suelo de la terraza. Luego, se deja caer sobre el empedrado.

—Bah, me siento herida, eso es todo. Loca de dolor y de decepción. Me has hecho tanto daño. Te has reído de mí a mis espaldas. Eres una bruja, una maldita bruja. Habría que matar a la gente como tú. No eres normal. ¿Y si te digo que he leído la carta que le escribiste a la doctora? La carta en la que te burlas de mí. Pues sí, lo hice, porque no estaba cerrada y aquí la tengo; la leí muy bien, créeme. Me hiciste hablar. Me hiciste contarte cosas que no le había contado a nadie. Y vas y lo divulgas. Vaya objeto de estudio, ¿no? ¡Tú no puedes…! Simplemente no puedes.

De repente, se le acerca corriendo, agarra a Elisabet por los hombros y empieza a zarandearla.

—Ahora vas a hablar. ¿Tienes algo que…?… ¡Tienes que hablar ya, maldita sea! ¡Que me hables te digo!

Elisabet se libera con una fuerza sorprendente y golpea a Alma en la cara con el dorso de la mano. Es tal la bofetada, que Alma se tambalea y está a punto de caer de espaldas. Pero recupera el equilibrio y le escupe a Elisabet. Esta vuelve a abofetearla, pero en la boca. Alma empieza a sangrar enseguida, mira a su alrededor. En la mesa hay un termo. Lo coge, le quita el tapón y arroja el agua hirviendo sobre Elisabet.

—¡No, no lo hagas! —grita Elisabet haciéndose a un lado.

Alma se detiene, su ira se transforma, permanece inmóvil unos segundos, mirando a Elisabet que se ha agachado y está recogiendo los restos del termo estrellado contra el suelo. Alma sangra por la boca y por la nariz. Se pasa la mano por la cara, tiene un aspecto horrible.

—Vaya, ahora sí que te has asustado, ¿verdad? Puede que, por unos segundos, hayas sido totalmente auténtica. Un miedo pánico auténtico, ¿eh? Habrás pensado «Alma se ha vuelto loca». ¿Qué clase de persona eres, en realidad? O seguramente sólo has pensado: «No olvidaré esa cara. Ni esa expresión, ni ese tono de voz». Te vas a enterar, verás como no me olvidas.

Alma extiende el brazo con una rapidez inaudita y le araña la cara a Elisabet. Entonces ocurre algo extraordinario. La actriz rompe a reír.

—¡Eso, tú ríete! Para mí no es tan fácil. Ni tan divertido. Tú siempre puedes recurrir a la risa.

Alma va al cuarto de baño y se lava la cara con agua fría. Poco a poco, va dejando de sangrar. Se pone un poco de algodón en la nariz. Se peina y se siente muerta de cansancio, no para de bostezar.

Cuando vuelve a la cocina, Elisabet está bebiendo café de una gran taza. Se la ofrece a Alma, que da unos tragos con avidez. Las dos mujeres se ponen a trajinar en la cocina.

Alma le coge la muñeca a Elisabet para que deje lo que está haciendo.

—¿Por qué tiene que ser así? ¿Es importante no mentir, decir la verdad, que el tono sea sincero? ¿Es necesario? ¿Acaso es posible vivir sin hablar de vez en cuando? Sin decir tonterías, sin exculparse, sin mentir, sin andar con evasivas. Sé que tú has optado por callar porque estás cansada de todos tus papeles, de todo aquello que dominabas a la perfección. Pero ¿no es mejor permitirse ser estúpido e indolente y charlatán y mentiroso? ¿No crees que podemos ser algo mejores si nos permitimos ser como somos?

Elisabet sonríe un tanto irónica.

—No. Seguro que ni siquiera comprendes a qué me refiero. Un ser como tú es inaccesible. La doctora me dijo que estabas psíquicamente sana. Pero ahora me pregunto si no será tu locura la peor de todas. Tú representas el papel de una persona sana. Y lo haces con tanta habilidad, que todos te creen. Todos menos yo. Porque yo sé lo podrida que estás.

Alma se va de la cocina y sale a la terraza. El sol brilla al sur con tal intensidad que le hiere los ojos anegados de lágrimas. Está fumando, se estremece al claro aire frío de la tarde.

—Dios, qué manera de comportarme —susurra para sí.

Entonces ve que Elisabet se dirige a la playa a grandes pasos decididos. Alma tira el cigarro y pisa la colilla. Grita: «¡Elisabet, espera!». Y sale corriendo tras ella, le da alcance y va caminando a su lado.

—Elisabet, perdóname si puedes. Me he comportado como una idiota. Estoy aquí para ayudarte. No sé qué me ha pasado. Tú haces que me comporte como una idiota. Tienes que perdonarme. Pero es por culpa de esa horrible carta.

Claro que bien mirado, ¡yo podría haber escrito una carta igual de horrible sobre ti! Es que me sentí tan decepcionada. Y tú me pediste que te hablara de mí. Y además, yo había bebido un montón y tú eras tan amable, parecías tan amable y tan comprensiva y me hizo tanto bien poder contarlo todo. Además, supongo que me sentí un poco halagada al ver que una gran actriz como tú se interesaba por mí. Y, de alguna manera, deseaba que lo que yo te contara te sirviese de algo. ¿Te das cuenta de lo rara que soy? Es puro exhibicionismo. Pero no era eso lo que quería decirte. Elisabet, tienes que perdonarme como sea. Porque yo te tengo tanto cariño y has significado tanto para mí. Me has enseñado tantas cosas… Y no quiero que nos enemistemos, ¿comprendes?

Alma deja de caminar para que Elisabet se detenga, pero ella sigue sin más y se pierde entre las rocas de la playa. Alma grita su nombre, fuera de sí.

—¡No, claro! ¡No quieres perdonar! ¡No quieres perdonarme! Además eres una orgullosa. Y no piensas rebajarte, porque no es necesario. No pienso hacerlo… No, no pienso hacerlo.

Grita colérica, oye su propia voz, su indignación y su tono lisonjero, se lamenta débilmente, atormentada. Se sienta sobre una piedra y deja que el viento frío le traspase el alma, se va llenando del peso del mar.

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