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Alma vuelve a la casa.

Ya ha caído la tarde, el sol se ha ocultado en una densa niebla y el mar guarda silencio. Una fría bruma se cierne sobre la costa. Se oye a lo lejos el lamento de las sirenas.

Alma se encuentra abrumada por un burdo deseo de venganza y una angustia impotente, se siente extenuada, mareada, y se acuesta sin cenar.

Tras varias horas de sueño profundo, se despierta con la sensación de estar paralizada; una rigidez que se le adentra hacia los pulmones y va buscando el corazón. La niebla se desliza como un arco por la ventana abierta y la habitación flota en una semipenumbra gris.

Consigue alzar la mano hasta la lámpara, pero ésta no se enciende.

El pequeño aparato de radio emite sonidos guturales, se oye un carraspeo de fondo y una voz débil y lejana.

… pero si no habla, no escucha, no es capaz de entender… qué medios debe… utilizar para ser capaz de escuchar. Prácticamente… Descartado. Esos gritos constantes…

La voz cesa en medio de una ruidosa interferencia. Se hace el silencio y ya sólo se oyen las sirenas, a una distancia infinita.

Súbitamente, unos gritos. Una voz de hombre: ¡Elisabet!

Alma consigue bajarse de la cama, cierra la ventana, recorre el pasillo hacia la habitación de Elisabet.

Allí se encuentra con la misma luz grisácea indefinida.

Elisabet está boca arriba en la cama. Está pálida y tiene ojeras, su respiración es apenas perceptible. La boca entreabierta, como la de un muerto.

Alma se inclina sobre ella, le toca el cuello y la frente y le toma el pulso. Es débil, pero regular.

Acerca tanto la boca a la cara de Elisabet que sus labios sienten el aliento de la mujer dormida. Le toca la barbilla con delicadeza, le cierra la boca con la mano.

—Cuando duermes tienes la cara fláccida y la boca hinchada y fea. Y se te forma una arruga de maldad en la frente. Pronto no quedará nada que sea secreto. Ahora no hay brillo en tus ojos… ahora no eres más que un trozo de carne abandonado. Hueles a sueño y a llanto y hasta veo el pulso latir en tu garganta y una pequeña cicatriz, vestigio de una operación, que sueles disimular con el maquillaje. Ahí está, llamando otra vez. Voy a ver para qué ha venido a buscarnos aquí, tan lejos, en esta soledad nuestra.

Alma deja a Elisabet dormida y va buscando por las habitaciones. Se dirige a la parte trasera de la casa, donde está el jardín.

Oye una voz a su espalda y se da la vuelta con una sensación de remordimiento. Ve a un hombre corpulento de unos cincuenta años de edad que le sonríe torpemente.

—Perdona si te he asustado.

—Yo no soy Elisabet.

Alma entrevé una figura detrás del hombre. Es la señora Vogler, que la observa con una escueta sonrisa irónica.

—El límite más extremo del dolor… mis cartas… Tantas palabras… yo no vengo a exigirte nada…

El hombre sigue turbado. Alma empieza a sentir una creciente y sorda angustia ante un desnudo tan humillante. Y la sonrisa misteriosa y permanente de la señora Vogler entre las sombras. El hombre le pone la mano en el hombro.

—No he querido molestarte, ¿crees que no te entiendo? Y la doctora ya me ha explicado alguna que otra cosa. (El hombre sonríe melancólico). Lo más difícil es explicárselo al pequeño, a tu hijo. Pero hago lo que puedo. Hay algo que está más hondo, que resulta difícil de atisbar.

Le dirige una mirada vacilante, débil. Tiene los labios delgados y le tiemblan ligeramente. Hace acopio de valor.

—Amas a alguien o, más bien, dices que lo amas. Eso es inteligible, tangible como palabras, quiero decir.

—Señor Vogler, yo no soy su esposa.

—Y también eres amado. Creas un núcleo común que genera seguridad, ves la posibilidad de resistir, ¿no es cierto? ¡Oh! ¿Cómo decir todo lo que tenía pensado sin extraviarme, sin aburrirte?

Alma no deja de mirar el rostro de la señora Vogler, su sonrisa. Y, de pronto, se oye a sí misma decir, con afectada ternura:

—Yo te amo tanto como antes.

—Te creo, creo lo que me dices.

Las lágrimas van aflorando a los ojos del hombre, su boca muy cerca de la de ella.

—He tenido tanta fe, siempre igual, con toda el alma, siempre igual de infantil. Nos aferramos el uno al otro, intentamos comprender, uno intenta abandonarse a sí mismo.

Pero Alma se protege con su voz afectada:

—No te angusties, querido. Nos tenemos el uno al otro. Nos tenemos confianza. Conocemos nuestros pensamientos mutuos, nos amamos. Es así, ¿verdad?

El rostro de la señora Vogler es ahora grave, casi mudo por un dolor desviado. Pero el señor Vogler continúa:

—Vernos como niños. Niños atormentados, indefensos, solos. Pero lo más importante es el esfuerzo en sí, ¿verdad? No lo que uno consigue.

El señor Vogler calla y se seca las lágrimas con un movimiento disimulado de la mano. Alma se esfuerza hasta el límite. Su voz resuena forzada, artificial:

—Dile a nuestro hijo que mamá volverá pronto, que ha estado enferma pero que echa de menos a su pequeño. No olvides comprarle un juguete. Dile que es un regalo de mi parte, no lo olvides.

—¿Sabes que siento una enorme ternura por ti, Elisabet? Casi resulta difícil de soportar. No sé qué hacer con tanta ternura.

Alma responde con un tono desgarrado.

—Yo vivo de tu ternura.

Detrás del hombre, Elisabet Vogler hace una mueca de repulsión. Ahora el hombre se inclina sobre Alma y la besa en los labios, le acaricia el pecho y le susurra palabras tiernas, suplicantes. Alma lo deja hacer, sin apartar la mirada de los grandes ojos de la señora Vogler.

Aún no han alcanzado el punto más extremo del sufrimiento:

—¿Estás a gusto conmigo? ¿Te produce placer?

—Eres un amante maravilloso. Y lo sabes, amor mío.

—Mi querida, querida Elisabet.

En ese punto, ella no lo soporta más, entonces, se rompe todo y, con la cara pegada a la suya, con la frente junto a su oreja, le susurra:

—Dame un anestésico, destrózame, no puedo, no puedo más. No me toques, es una vergüenza, todo es una vergüenza, una falsificación, mentira. Déjame, soy venenosa, un ultraje, fría y podrida. ¿Por qué no puedo extinguirme? Me falta valor.

Dice todo esto con relativo control de su tono de voz. La señora Vogler, que sigue detrás del hombre, vuelve la cara con expresión atormentada.

El señor Vogler abraza a Alma y la consuela en su regazo. Le acaricia la frente, el hombro, le aprieta el puño cerrado. Murmura sin cesar, con su voz desesperada y bronca, palabras sin sentido, que han perdido todo contenido de verdad. El hombre mira fijamente, sin lágrimas, con las membranas de los ojos irritadas, una boca que le es extraña.

La señora Vogler vuelve el rostro hacia el público, a la oscuridad, y habla con voz oscura y casi bronca.

—Hay inflación de palabras como vacío, soledad, alienación, dolor, indefensión.

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