Perfect

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Capítulo 31

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CAPÍTULO 31

Hoy es el primer día que no he tenido ganas de escribir desde que aprendí a hacerlo. Hasta ahora había habido días en que no sabía sobre qué escribir, pero las ganas seguían ahí.

Escribir forma parte de mi ser, de mi identidad. El cáncer no solo se está comiendo mi cuerpo; también se está comiendo las cosas que me gustan. No me considero una persona especialmente fuerte. No sé cuánto más podré aguantar sin romperme. Solo sé que la grieta se va haciendo cada vez más larga y más ancha a medida que el cáncer se lleva otro trozo de mí.

Los efectos secundarios de la quimio son peores que los síntomas del cáncer. Una persona puede pasarse años conviviendo con un cáncer que habita su cuerpo y no notar nada hasta que un médico se lo dice. El cáncer es un hijo de puta silencioso que se cuela en tu organismo y te consume sin que te des cuenta de lo que está pasando.

La quimio, sin embargo, es orgullosa y escandalosa. Nunca te deja olvidarte de ella. Ya en la clínica te anuncia a bombo y platillo que está invadiendo tu cuerpo, pero es que luego te sigue hasta casa y se instala. Comencé a sentir los efectos poco después de volver a casa tras la primera sesión.

Al principio lo achaqué a la tensión y a la ansiedad del día, pero a medida que pasaban las horas, me iba encontrando peor y peor. El primer signo visible de las sustancias químicas que me habían metido en el cuerpo para matar el cáncer lo vi al ir al baño. Me asusté muchísimo al ver que meaba de color rojo. Tendría que haberme leído todos los folletos informativos que me había dado el doctor Lang.

El segundo efecto fue la sensación de calor que se apoderó de mí. Empezó en el pecho y se extendió por todo el cuerpo. Eso, unido al dolor fantasma que aún seguía sufriendo, hizo que tuviera ganas de pegarme un tiro en la cabeza.

Cuando me desperté al día siguiente, tras haber dormido una hora como mucho, estaba roja como un tomate y tenía la cara caliente e hinchada. Un poco más tarde empezó a dolerme mucho el estómago y me entró hipo. Pero no era un hipo normal; era tan fuerte que me sacudía de arriba abajo. Y cada vez que empezaba me duraba una hora o más.

Las náuseas se iniciaron un par de horas después de que comenzara a dolerme el estómago. Y, claro, tampoco podían ser unas náuseas normales. Las náuseas de la quimio eran como puñaladas constantes. Me recordaban al dolor fantasma de la pierna. Y me sorprendían siempre porque venían sin avisar. Cada vez que vomitaba, la garganta me quemaba un poco más hasta quedar en carne viva. Las náuseas eran implacables. Tras tres ataques de vómitos, ya no me quedaba nada por echar. A partir de ese momento, las arcadas no lograron sacar nada y me dejaron el estómago y la espalda muy doloridos.

Siempre pensé que la quimio te quitaba el hambre. Tal vez a otras personas se les quitaba, pero a mí no. Estaba famélica. Quería comer y lo intentaba, pero me habían salido un par de llagas en la boca, y cada vez que trataba de comer o de beber algo, me dolía tanto que se me iban las ganas.

Tres días después de que me pusieran la quimio, estaba totalmente exhausta. No quiero decir cansada; quiero decir que apenas podía levantar la cabeza de la almohada. Llevaba tres días alimentándome solo a base de batidos y de zumo de manzana. Entonces empezó la diarrea, que quemaba como si alguien me hubiera metido un palo ardiendo por el culo y lo hubiera dejado ahí.

La depresión no me abandonaba. Aún estaba llorando la pérdida de la pierna, y los efectos de la quimio no hacían más que empeorar las cosas cada día. No podía soportarlo; no era lo bastante fuerte. Me planteé telefonear al doctor Lang y decirle que no quería seguir con la quimio; que prefería arriesgarme.

Noah me llamaba varias veces al día. Quería venir a visitarme, pero no podía permitir que me viera en ese estado. Además, ya había empezado las clases del segundo semestre. Y tenía a Brooke. No necesitaba venir a ver cómo vomitaba. Decidí que tenía que apartarme un poco de él. Lo que sentí al ver que se iba en Nochebuena me hizo darme cuenta de que me estaba volviendo dependiente de él. Y si dejaba que las cosas siguieran por ese camino, al final no soportaría estar alejada de él. Me prometí que no cargaría a Noah con mi enfermedad. Quería que llevara una vida normal y feliz, no que se convirtiera en mi enfermero.

Estaba sentada en la silla de ruedas con mi nueva pierna, esperando para empezar la primera sesión oficial de fisioterapia. Esta duraría al menos una hora, así que mamá se fue a hacer la compra mientras yo aprendía a mover esa pieza de titanio que parecía pesar diez toneladas. Al mirar a mi alrededor vi a un anciano que, obviamente, había sufrido un derrame cerebral. Le habían puesto un juguete infantil delante y trataba desesperadamente de encajar las piezas en las aberturas adecuadas. Una mujer de mediana edad gemía cada vez que su terapeuta la ayudaba a hacer estiramientos en una colchoneta elevada. Entonces lo vi. Estaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados ante el pecho. Unas gafas de sol muy oscuras ocultaban por completo sus ojos azules, pero su sonrisa sexi le iluminaba el rostro. Sentí un cosquilleo de excitación. Por fin una cara amiga.

—Hola, nena.

Se puso las gafas de sol en la cabeza y se dirigió hacia mí.

—Hola, Dalton. ¿Qué haces aquí?

Apoyó las manos en los reposabrazos de la silla, se inclinó hacia mí hasta que quedamos cara a cara y me preguntó:

—Hoy vas a caminar, ¿no?

—Eso me han dicho.

—Pues para eso he venido. No pienso perderme la oportunidad de ver tu precioso culito moviéndose de un lado a otro entre esas barras paralelas. —Me guiñó el ojo.

—¿Para ti todo es sexo?

—Soy un hombre de veinte años, heterosexual, con cáncer en estadio cuatro, así que…, sí, claro.

Noté que se me cerraba la garganta y tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a llorar. Me daba miedo pensar en el futuro de ese chico inteligente, divertido y sexi que estaba ante mí.

—No hagas eso —le pedí en voz baja.

—¿El qué?

—No bromees con la enfermedad. No es divertido.

—Ya lo sé. —Se incorporó y se sentó delante de mí.

Permanecimos mirándonos en silencio hasta que mi terapeuta vino a buscarme.

—Hola, soy Jane —me saludó, ofreciéndome la mano.

—Hola. Amanda.

Volviéndose hacia Dalton, lo saludó también:

—Hola, señor Connor. ¿En qué líos anda metido hoy?

—Me sobraba un poco de tiempo y me he dicho: «Pásate por ahí para hacer de mirón y meterle mano a Amanda si se deja».

Los miré a los dos antes de preguntar:

—¿Os conocéis?

—Jane es la responsable de que el chico que ves ante ti sea tan irresistible.

La fisioterapeuta sonrió.

—Tras la primera operación de cerebro, Dalton tuvo que trabajar un poco sus habilidades motoras.

—¿Cuántas operaciones de cerebro te han hecho?

Su expresión se ensombreció.

—He tenido bastante para el resto de mi vida.

Pasé la siguiente hora tratando de levantarme y caminar. Era curioso que algo que llevaba toda la vida haciendo sin pensar y sin darle importancia de repente requiriera toda mi concentración y esfuerzo. La prótesis no me dolía; solo sentía un poco de presión a ambos lados de la pierna, pero no podía librarme del miedo de que la barra metálica se rompiera cuando apoyara en ella todo mi peso. Logré dar varios pasos, pero nada más. Mucho antes de que acabara la hora ya estaba agotada. No es que hubiera ido allí pensando que saldría andando como antes de la amputación, pero tampoco me imaginaba que fuera a costarme tanto esfuerzo hacer algo tan sencillo y natural como caminar.

La segunda ronda de quimio fue aún peor, si es que eso es posible. Estaba en el lavabo, echando los higadillos por la boca, cuando oí voces en el pasillo. Era Noah, que discutía con Emily.

—Noah, tiene un mal día.

—Necesito verla, Emily.

—No es buen momento, de verdad, hoy está muy mareada. Esta semana la quimio la ha dejado muy tocada.

—Solo quiero cuidarla.

—Noah, por favor, vete…

—No. Lleva desde Navidad apartándome de su lado; no lo entiendo. Le prometí que lo superaríamos juntos y llevo dos semanas sin verla. Necesito verla, por favor, Emily.

Llamaron suavemente a la puerta y mi hermana asomó la cabeza.

—Manda, ¿estás bien? ¿Puedo pasar?

Me senté en el suelo embaldosado, apoyando la espalda en la bañera.

—Sí. —Respondí con un hilo de voz. Esa semana, el agotamiento había llegado antes. Apenas podía mantenerme sentada.

La puerta se abrió lentamente y Emily entró y cerró. Cogió un paño, lo mojó con agua tibia y me lo puso en la frente.

—Ha venido Noah, quiere verte.

—Emily…

—Ya le he dicho que estás mareada, pero…, Manda, si vieras su cara. Se me rompe el corazón al verlo tan solo y perdido. Solo quiere estar contigo.

—No quiero que malgaste su vida cuidando de mí —susurré.

—Pero es que creo que quiere hacerlo.

—Quiero volver a la cama.

Emily me ayudó a levantarme. Todavía me estaba acostumbrando a mi nueva pierna. El tipo de la ortopedia me había asegurado que acabaría sintiéndola como una parte más de mí, pero en esos momentos pesaba una tonelada y era muy incómodo maniobrar con ella.

Cuando al fin estuve de pie, las rodillas me fallaron y me caí de nuevo al suelo. Mis rodillas chocaron contra las baldosas y el dolor que me subió por las piernas me hizo gritar. Empecé a llorar desconsoladamente. Noté los brazos protectores de Noah que me levantaban y me llevaban a la habitación, sin dejar de susurrarme al oído en ningún momento:

—Te tengo, Piolín. Yo te cuidaré.

No podía parar de llorar. Me sentía física y emocionalmente derrotada. No lograba calmarme. Emily estaba en la puerta con la cara empapada por las lágrimas. Noah se sentó ante mí en la cama, me acarició las mejillas y me las secó con los pulgares.

Levanté la vista; las lágrimas hacían que lo viera todo borroso.

—Me da tanta vergüenza…

—¿El qué?

—Ya no me valgo para hacer nada. No me queda ni un trozo del cuerpo sano. Me quiero morir. Noah, diles que me dejen en paz. —Lo miré con ojos suplicantes antes de volver a echarme a llorar con tanta desesperación que casi no podía ni respirar. Oí llorar también a Emily.

Noah se cambió de sitio. Se sentó a mi espalda y me rodeó con los brazos. Apoyé la espalda en su pecho y él enterró la cara en mi cuello. Noté que se humedecía con sus lágrimas mientras me decía:

—No puedo hacerlo. Te necesito demasiado; por favor, no me dejes.

Me quedé dormida así y, por primera vez en una semana, dormí toda la noche de un tirón. Cuando me desperté, a la mañana siguiente, seguía abrazándome.

Dalton me ayudó a superar los peores días en la medida de lo posible. Llamaba a diario para ver cómo me encontraba y venía a casa a hacerme compañía cuando tenía un buen día. Incluso me acompañó al hospital cuando me quitaron el catéter porque se me infectó. Las sustancias químicas que me inyectaban me dejaron por los suelos el sistema inmunológico, así que tuvieron que quitármelo de inmediato. Le dije al doctor Lang que no quería que me pusieran otro. Odiaba ver colgando esa cosa que salía de mi cuerpo. Me aguantaría cuando tuvieran que pincharme para ponerme la quimio.

No sé cómo habría resistido todas esas cosas sin Dalton. Mi familia y Noah me ayudaban muchísimo, pero solo podían tratar de ponerse en mi lugar. Dalton, en cambio, sabía por lo que estaba pasando y cómo mi mente trataba de procesar la situación. No necesitaba explicarle nada; me entendía tan bien como Noah.

Le había cogido mucho cariño a Dalton en poco tiempo. Mis padres y Emily no podían disimular su preocupación cuando nos veían juntos. Creo que temían que me encariñara demasiado con él. No habría sabido definir mis sentimientos hacia él, pero sabía que lo necesitaba en mi vida. Siempre había pensado que cada persona tenía un alma gemela, pero conocer a Dalton hizo que me lo replanteara. Tal vez algunas personas teníamos la suerte de encontrar a dos.

Las semanas en que me tocaba quimio me hacían sentir como si estuviera viviendo en la película Atrapado en el tiempo. Me habían dado ya cuatro sesiones, y los síntomas posteriores eran casi idénticos: náuseas, vómitos, agotamiento… Lo único bueno de esas semanas era que Dalton pasaba casi todo el tiempo a mi lado. También quedábamos las semanas en que descansaba del tratamiento, pero era durante las semanas de quimio cuando me sentía más unida a él. Ambos pasábamos en aquella sala unas cuatro horas, durante las que no había mucha cosa más que hacer aparte de charlar.

Tenía la sensación de que lo conocía de toda la vida, aunque en realidad solo hacía dos meses. Estando con él sentía un consuelo que no encontraba en las demás personas, ni siquiera en mi familia o en Noah. Desde que había empezado la pesadilla del cáncer, lo único que quería era sentirme normal, y con Dalton podía hacerlo, aunque estuviéramos los dos repletos de sustancias químicas. Todos los demás me hablaban del cáncer o de la amputación. Con Dalton, las conversaciones eran distintas.

—¿Película favorita?

—En realidad son cuatro.

—No puedes tener cuatro —protestó.

—¿Por qué no?

Favorito: «Persona o cosa que ocupa la primera posición en las preferencias de alguien». Puedes tener una comedia favorita y un drama favorito, pero no puedes tener más de un favorito en la misma categoría.

Lo miré enfurruñada. Dalton y sus reglas locas.

—Tengo cuatro —le mostré cuatro dedos y los meneé ante su cara— y las cuatro son comedias. —Él resopló y negó con la cabeza—. El club de los cinco, Todo en un día, Un loco anda suelto y Forrest Gump.

—Oh —se burló—, ya veo que eres aficionada a los clásicos.

—Ah, y cualquiera en la que salga George Clooney. —Volvió a negar con la cabeza—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu película favorita?

—Jungla de cristal.

—¿Cuál de ellas?

—Todas.

—Acabas de reñirme por tener cuatro pelis favoritas, pero que yo sepa hay cinco pelis de Jungla de cristal.

—Son entregas de la misma película.

—Tu lógica es muy enrevesada.

—¿Demasiado intelectual para ti?

—Bésame el culo.

—¡Joder! Llevaba dos meses esperando a que me dieras permiso para hacerlo.

Me eché a reír, lo que sobresaltó a Estelle, una de las señoras mayores que recibían la quimio el mismo día que Dalton y yo.

—¿Frase favorita de cine? —le pregunté.

—¿Lo dudas? «Yippee ki-yay, hijo de puta».

No me molesté en disimular cuando puse los ojos en blanco.

Dalton cerró los párpados y se apoyó en el reposacabezas. Permanecimos así un rato, en silencio. Miré a mi alrededor y vi que Estelle, Dalton y yo éramos los últimos que quedábamos.

—¿Dalton?

—¿Mmm?

—Ashley no ha venido hoy y tampoco vino el último día. —Ashley era la niña pequeña que había visto durante las primeras sesiones. Era una niña muy callada, pero muy maja—. Qué raro, ¿no?

—No, está muerta.

Sus palabras me dejaron helada.

—¿Qué?

Dalton se volvió hacia mí y abrió los ojos.

—He dicho que está muerta.

—Dalton, eso es espantoso. ¿Por qué lo dices?

—Porque es la verdad. Fui a su funeral la semana pasada.

—¿Por qué no me avisaste? Te habría acompañado.

—No me pareció buena idea que tu primer entierro de cáncer fuera el de una niña de diez años. Son muy duros.

Me quedé mirando al frente sin saber qué decir. Noté una mano cálida que cubría la mía y me apretaba los dedos.

—Eh, ¿estás bien? —me preguntó.

—Sí, es que pensé que se habría curado y que ya no necesitaría tratamiento. Qué boba, ¿no?

—No, boba, no; solo ingenua.

—¿Tienes miedo de morir? —le pregunté.

Él volvió la vista hacia el techo mientras reflexionaba sobre la respuesta.

—Sí, tengo miedo de morir, pero no tengo miedo de estar muerto.

—¿Qué diferencia hay?

—Morir es un proceso. Estar muerto significa que ya has llegado a tu destino. —Se volvió hacia mí y sus ojos azules me miraron con tanta intensidad que habría jurado que podían leer en mi alma—. ¿Y tú? ¿Tienes miedo de morir?

—Últimamente me da miedo todo: morir, vivir, los martes…

Me di cuenta de que no me había soltado la mano. Era una sensación muy agradable. Cada vez estaba más confundida sobre los sentimientos que me despertaba ese chico. No era tan fuerte como lo que sentía por Noah, pero tenía la sensación de que, con el paso del tiempo, podría llegar a serlo. Tenía que cambiar de tema.

Solté la mano y la usé para retirarme un mechón de pelo de la cara.

—Mi amiga Lisa vendrá a visitarme el fin de semana que viene. Tiene vacaciones y pasará aquí un par de días antes de seguir camino hacia Florida.

—¿Es la pelirroja tan mona de la que me enseñaste una foto?

—Sip.

—¿Crees que me dejaría que me la follara?

—Eres un cerdo.

—¿Por qué? Solo pregunto. Una pelirroja monísima con ganas de desconectar en vacaciones… podría empezar conectando conmigo.

Entorné los ojos.

Le había pasado una foto de Dalton a Lisa y ella me dijo que lo encontraba muy guapo.

—Probablemente. Cree que estás bueno.

Él se acercó a mí.

—Y ¿cómo sabe qué cara tengo?

—Tal vez le enviara una foto tuya hace unas semanas.

—Qué mona. ¿Tienes lápiz y papel?

—Creo que sí. —Busqué en mi bolso y saqué un boli y un trozo de papel—. Toma.

Él sacudió la mano.

—Anota tú.

—¿Desde cuándo soy tu secretaria?

—Gatorade, vitaminas, batido proteico, pilas doble A, sirope para tortitas, vaselina, una brocha de cerdas suaves, cuerda, cinta americana y un paquete de bolígrafos. Oh, y también… —Volvió a acercarse a mí, sonriente, y añadió en voz baja—: Magnum Trojan, la caja de treinta y seis, el pack de condones variados.

Se apartó de nuevo, sonriendo. Yo me lo quedé mirando boquiabierta y le lancé el papel y el boli al regazo.

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