Paulina

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Paulina

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Oigo la voz de Nin, en el prado. También allá lejos, hacia el río, la risa de Marta, gordita y llena de historias, como siempre. María sigue llamándome «Paulinita» y «golondrina», y creo que cuando tenga veinte años seguirá llamándome igual. Hoy es un día hermoso. Abajo está todo lleno de sol y huele muy fuerte a hierba recién cortada. Yo amo la tierra, y sé muy bien, muy bien, que no cambiaré nunca, aunque pase el tiempo. Porque yo soy de las montañas.

Ahora, cuando aún no se ha terminado del todo la primavera, y después, en el otoño, es cuando se siente más la tierra. Desde aquí veo cuántas y cuántas clases de verdes hay en ella, y las extrañas hojas de color de rosa, cuadrados amarillos, rojos y otros de un azul oscuro y misterioso, que hace pensar. Miro y miro la tierra, y cuando más la miro creo que comprendo mejor a todos los que me rodean. Cuando me marcho de aquí, sigo llevándome a la tierra dentro de los ojos, y me digo que es difícil, quizás imposible, vivir lejos de ella. La quiero cuando llueve y forma charcas como trozos de espejo, quieto y brillante, y bajan a beber los pájaros, de sopetón, como un grito; cuando se seca bajo el sol, y allá lejos se levantan nubecillas de humo. He visto cómo la trabajan los padres de Nin, sus tíos, sus primos y todos los hombres y todas las mujeres de la aldea. Me gusta ver la reja del arado, hundiéndose, y oír los gritos de los vencejos y las golondrinas, que quieren devorar la simiente. El sol, allí arriba, se pone redondo y encarnado, y los campesinos saben si hará frío o calor, si helará o bajará la nieve. Están siempre muy preocupados con el cielo, porque todo lo de la tierra depende de él.

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