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~ Capítulo 27 ~

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~ Capítulo 27 ~

 

 

Al día siguiente Gabriel no dudó en acercarse a la escuela. La sospecha que había tenido respecto al amigo (o amante) de Irene no había disminuido las ganas que tenía de pasar un rato con ella. Pero tampoco la había olvidado, y el día anterior, tras la partida de Wellington, le había pedido a su informador de confianza que investigara al chico. Daba por seguro que Irene iba a aparecer en esas pesquisas, por eso le había  encargado el trabajo a un solo hombre y le había pedido discreción. Tenía claro que iba a poner en manos de la justicia a la joven maestra si las pesquisas probaban que estaba ayudando al enemigo, pero también tenía la esperanza de que no fuera así. Se decía a sí mismo que esta esperanza no estaba fundada en el deseo, sino en lo que había vivido con ella hasta ese momento. En ninguna de las conversaciones que habían mantenido, había notado que ella intentara sonsacarle información militar. No descartaba, sin embargo, que el joven “camarero” la estuviera utilizando a ella para sacarle esa información. Si al final se descubriera que era eso lo que estaba sucediendo, quería buscar una solución que acabase con el problema, pero no perjudicase a la chica. Por último, quedaba la posibilidad de que la relación con el muchacho solo fuese sentimental. Esta era la mejor opción, pero, paradójicamente, también le provocaba sentimientos desagradables.

Envuelto en estos pensamientos, llegó a la escuela. Siempre había urgencia en la forma en que ella le hacía pasar, pero aquel día notó más. Además, estaba más seria de lo habitual.

—Tiene que dejar de venir aquí, coronel —le dijo Irene de sopetón en cuanto cerró la puerta—. La gente se ha enterado de que trae usted comida a la escuela y lo que temíamos que ocurriera a causa de Gurutze y O’Leary puede ocurrir por nosotros.

Gabriel se disgustó, pero no se extrañó. Hacía tiempo que había asumido que tarde o temprano aquello iba a pasar. Por muchas precauciones que tomaran, la escuela estaba en el centro del pueblo. Seguro que alguien le había visto entrando o saliendo y se lo había hecho saber a Irene. En cuanto este pensamiento tomó forma, vino otro que le alarmó más: quizá alguien le había hecho daño… Cuando se lo preguntó, ella le tranquilizó:

—No —le dijo— no me ha pasado nada, ni a mí ni a ninguno de los niños, pero temo que pueda ocurrir algo en cualquier momento.

Gabriel se quedó un momento pensativo.

—A ver, Irene, usted misma sabe que la falta de comida puede matar a muchos de esos niños, así que no creo que sea una buena idea que dejen de recibirla —le dijo al cabo de un rato—. Tenemos que buscar la manera de hacérsela llegar sin que nadie se entere. Se me ocurre lo siguiente —continuó—. Hay un camino que pasa por detrás de la casa en la que me alojo, por lo que tengo entendido, es el camino que utiliza usted para ir y volver de la escuela todos los días.

Irene asintió, asombrada de que él lo supiera. Efectivamente, Gabriel la había visto pasar una mañana por casualidad y desde ese día había cogido la costumbre de observarla desde la ventana de su habitación. 

—No sé si se ha fijado —continuó él sin dar explicaciones—, pero en el momento en que usted pasa delante de la casa, no hay ningún edificio en los alrededores desde el que se la pueda ver. Se trata de un punto ciego. En esa zona de la casa hay una puerta de entrada, la de la cuadra. Sin cambiar sus rutinas ni llamar la atención, puede seguir cogiendo ese camino como todos los días, y cuando pase delante de esa puerta, después de asegurarse de que no hay nadie enfrente, entrar. Yo estaré esperándola al otro lado. ¿Qué le parece?

Irene pensó que lo que le proponía no era descabellado. No estaba exento de riesgos, pero se trataba de un plan más discreto que el que habían llevado a cabo hasta entonces. Y, además, le permitía mantener el contacto con él. Pensó que merecía la pena intentarlo y aceptó. Acordaron reunirse por las mañanas. Ella saldría un poco antes que de costumbre y hacia las siete de la mañana estaría a la altura de Gaztelu. Intercambiarían la comida, que ella escondería entre sus ropas, y podrían hablar un rato, aunque los dos tuvieron que aceptar que el tiempo de charla debería ser menor que el que habían utilizado hasta entonces. Hacia las siete y media volvería a salir y en un par de minutos estaría en la escuela, a la misma hora de siempre, sin levantar sospechas.

Después de decidir el cambio de rutina, se miraron los dos satisfechos, pero la tregua duró poco, porque Irene enseguida le dijo que el día anterior había ocurrido algo aún más grave. Entonces le contó que Gurutze había aparecido con una herida, y que las evasivas y la respuesta incongruente que le había dado le hacían sospechar que había sido víctima de un ataque parecido al que había sufrido ella. El hecho de que Gurutze hubiera mencionado al joven O’Leary, descartando su implicación, le hacía temer que el atacante hubiera sido él.

—Ese interés en protegerle me parece sospechoso —le dijo con seriedad—, pero no estoy segura y no tengo pruebas. Por eso le pido que investigue usted. Si al final resulta que ha sido su criado... —Y se calló sin acabar la frase, mirándole con expresión grave.

Después de unos instantes en silencio, sopesando lo que acababa de oír, Russell respondió a la defensiva:

—Usted tampoco quiso hablar de su ataque y no lo hizo para proteger a los agresores sino a usted misma, es posible que algo parecido le haya ocurrido a su compañera.

Esta vez Irene respondió con menos suspicacia que otros días. Desde el principio había adivinado la debilidad que el coronel tenía por su joven criado y entendía que quisiera alejarlo del foco de las sospechas.

—Tiene usted razón, yo también lo he pensado. Además, espero de verdad que el muchacho no sea el culpable, pero no quiero descartar ni una posibilidad, y lo fundamental, y supongo que estará usted de acuerdo, es proteger a Gurutze.

Gabriel asintió y le dijo que haría lo posible por aclarar el asunto.

—Si la herida es producto de un ataque como el que sufrió usted, y los responsables son hombres a mi cargo, los castigaré, sean quienes sean.

Hasta que tuvieran noticias no había nada más que decir sobre el tema, además, casi habían agotado el tiempo que tenían para estar juntos, así que Russell decidió terminar la reunión con buen sabor de boca:

—He leído la obra de la señora Amar y Borbón, no tenemos mucho tiempo para comentarla, pero quería que lo supiera.

—¡Ah!, y ¿qué le ha parecido? —dijo ella, sonriendo por primera vez aquel día.

—Lo cierto es que me ha sorprendido menos que las dos obras anteriores. Me ha gustado mucho el inicio y me parece brillante cuando prueba las contradicciones en las que caemos los varones cuando juzgamos a las mujeres, pero después se enreda en un tema demasiado particular. Es de valorar el ahínco con el que defiende la entrada de las mujeres en la Sociedad Económica de Madrid, pero no creo que haya mucha gente interesada en ese tema, aparte de ella misma.

—Estimado coronel —le cortó en ese momento Irene con una sonrisa—, como sé que es usted inteligente, estoy segura de que ha sabido ver más allá de esa evidencia y ha descubierto los valores que encierra esta obra, y que son la razón por la que se la he recomendado.

Gabriel le devolvió la sonrisa divertido.

—Estimada preceptora, tiene usted razón y, a pesar de mi insufrible espíritu crítico, no he pasado por alto que la obra la ha escrito una mujer, española, cinco años antes que la francesa de Gouges escribiese su Declaration. Es evidente que también en su país hay mujeres que publican este tipo de obras.

—En efecto, coronel, esa era mi intención al darle a leer esta obra tan “particular”: mostrarle que en España también se están produciendo avances y cambios... En cualquier caso —terminó Irene con expresión pícara— el cambio más asombroso que he visto estos días se ha dado en usted: ¡Por fin, ha decidido leer obras escritas por mujeres, a pesar de que la obra más cercana en el tiempo tiene ya más de viente años de antigüedad!

La carcajada de Gabriel selló la despedida de la mejor manera posible.

 

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Una vez fuera de la escuela, Russell se puso en marcha con sus quehaceres, que aquel día eran muchos. Primero se reunió con sus informadores y les pidió que investigaran el incidente que había sufrido la ayudante de Irene. Después de aquello se dirigió al ayuntamiento, donde encontró al alcalde de buen humor. El hombre le contó que había recibido muchas muestras de agradecimiento por la puesta en marcha del consultorio médico, aunque no le ocultó que la buena disposición no era general y aún había muchas personas en contra de ellos. Russell aprovechó para ganarse un poco más su confianza y le dijo que lo entendía y que seguiría esforzándose para que los habitantes del pueblo sufrieran lo menos posible. Esta vez, el alcalde no respondió airadamente y se limitó a mostrarle una sonrisa, un poco irónica, pero sonrisa al fin y al cabo. Aquello era un avance y estaba claro que era consecuencia de la velada con Wellington el día anterior: definitivamente, había sido una buena idea. Después, Russell pasó a pedirle más detalles sobre el consultorio médico. Tellechea le repitió que había sido un éxito, pero que también había traído algo malo: los dos médicos le habían confirmado que cada día había más casos de disentería en el pueblo. Por el momento, se habían limitado a diagnosticarlos y mandar a los enfermos de vuelta a sus casas con recomendaciones médicas, pero temían que el problema fuera a más. Los médicos le habían dicho que en esos casos era recomendable aislar a los enfermos de las personas sanas.

Tellechea había estado dándole vueltas al tema y había pensado en un local que se podría habilitar como hospital provisional. Pero necesitaba el visto bueno del coronel alemán y de él, ya que su puesta en marcha iba a suponer más trabajo para los médicos.

Russell se quedó unos instantes pensando. Si aceptaba, aquello le iba a traer algún problema de organización, además de otra discusión con su médico, pero también se daba cuenta de que las ventajas eran mayores que los inconvenientes. Decidió esperar antes de darle una respuesta y le dijo que debía hablarlo antes con Von Müeller, pero no tuvo ninguna duda de que era una buena idea.

Después de dejar al alcalde se reunió con el austríaco, que aceptó sin reservas la idea del hospital. También a él le parecía que aquello podía ser definitivo para conseguir el apoyo de la población. Volvieron a la alcaldía para decirle a Tellechea que aceptaban su sugerencia y hacia las dos de la tarde ambos se dirigieron a Lesaca a la reunión con Wellington. Esta fue rutinaria, ya que no había novedades respecto a lo que habían oído en la reunión anterior. En resumen, el Mariscal les dijo que seguían con los preparativos para iniciar el asalto de San Sebastián y que los próximos días tendrían noticias más concretas.

Después de aquel día agotador, Russell volvió a Echalar de noche, cansado y con ganas de retirarse a su habitación, pero al entrar en Gaztelu encontró a uno de sus soldados esperándolo: traía noticias sobre el incidente que había sufrido la joven Gurutze.

 

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Al día siguiente, Irene salió de casa unos minutos antes de las siete. Al ser más temprano de lo habitual, el pueblo estaba desierto. Cuando llegó a Gaztelu, comprobó que en los campos de enfrente no había nadie, tocó suavemente la puerta de la cuadra y esta cedió con facilidad. Una vez dentro, vio la figura grande del coronel aparecer por otra puerta que comunicaba la cuadra con el resto de la casa. La estancia estaba en penumbra, solo había un pequeño ventanuco por el que entraba la luz del día. Irene notó cómo su corazón se aceleraba a medida que él se acercaba. La sensación era parecida a la que había sentido en el lavadero, pero en aquella ocasión había estado paliada por su recelo hacia él y las voces de los soldados en el río. Ahora, todo era silencio y, al contrario que aquella vez, ella no solo no estaba recelosa sino que la presencia del coronel le alegraba. Sintió que un halo de intimidad los envolvía, casi como algo sólido que se pudiera tocar. Se miraron un segundo y a Irene le pareció que él estaba sintiendo lo mismo que ella, pero todo se diluyó cuando él le dijo “sígame”, le dio la espalda y se dirigió a la puerta por la que había entrado.

Subieron por unas escaleras estrechas, atravesaron un pasillo y llegaron al zaguán por el  que ella había entrado la primera y única vez que había ido a Gaztelu. Habían pasado unos días apenas, pero qué lejana le parecía aquella situación. Ahora seguía al hombre del pelo rojo, tranquila y confiada. Finalmente, él le hizo entrar en una habitación. Hasta que no cruzó el umbral de la puerta no se dio cuenta de que era la misma en la que él la había recibido aquella primera vez. La tensa situación que había vivido entonces había impedido que se fijara, pero ahora sí lo hizo. La habitación era amplia con paredes de piedra vista y suelos y muebles de madera oscura, el tipo de muebles que había en todas las casas de la zona, pero en este caso los materiales eran más nobles y estaban más finamente trabajados. Destacaban un sillón cubierto con una manta de lana gruesa, un pianoforte de madera oscura y una chimenea grande. Frente a la puerta por la que habían entrado había un ventanal abierto a través del cual entraban la luz, el sonido suave del río Chimista dirigiéndose hacia el mar y el canto de los pájaros. Irene sabía que aquel lugar no era de él, pero pensó que era difícil que hubiera alguien a quien le encajara mejor. Ella, sin embargo, se sentía cohibida en aquella habitación. No era el lugar, que le parecía acogedor y tranquilo, tampoco era Gabriel, que la miraba con el mismo afecto con el que se dirigía a ella desde que su relación había mejorado. Era ella. Allí no se sentía tan dueña de sí como en el colegio. Por eso se mantenía más alejada que de costumbre, mirándole sin decir una palabra. Gabriel pareció entender lo que le estaba pasando, porque le sonrió más ampliamente y con más calidez, pero mantuvo la distancia. Y decidió iniciar la conversación con algo que sabía que le iba a gustar:

—El libro está en camino —le dijo sonriente.

Aunque no añadió nada más, ella supo que se refería al libro de Mary Wollstonecraft y ahogó un grito de alegría. Y después, sin perder la sonrisa que la había iluminado entera, musitó: “gracias”.

Él sonrió aún más y la miró un momento fascinado. Aquel disfrute genuino le cautivaba. Había conocido a muchas personas cultas, pero pocas, muy pocas, que se emocionaran de aquella manera cuando tenían acceso a una obra que deseaban leer. Y, por supuesto, ninguna de ellas era mujer. Se lamentó internamente, porque lo que  tenía que decirle a continuación iba a causarle tristeza. Por eso se demoró un poco más de lo correcto en observarla feliz. Ella le mantuvo la mirada y la sonrisa varios segundos, hasta que ambos, a la vez, bajaron la mirada. Y enseguida Gabriel comenzó a hablar de nuevo, serio esta vez.

—Sé lo que pasó con su ayudante.

Irene cambió la expresión y le miró preocupada.

—Tenía usted razón —continuó Gabriel—, alguien la atacó. Le tiraron piedras y la insultaron. Varios hombres, cinco o seis me han dicho.

Luego añadió:

—Se trataba de jóvenes en realidad, poco mayores que los niños de su escuela.

Calló un momento, sopesando cómo decirle lo que venía a continuación y, finalmente, terminó:

—No eran mis hombres, Irene.

—¿Quiere decirme que... —comenzó ella dubitativa—... son del pueblo?

Gabriel asintió.

—Son del pueblo y son muy jóvenes, tendrán entre 15 y 16 años, no más. No tengo sus nombres, pero podría conseguirlos.

Irene se quedó sin palabras. Los autores eran niños a los que ella había cuidado. ¿Cómo podían hacer algo así? Sin ganas de hablar aún, le pidió al coronel más detalles con la mirada.

—Imagino que se trata de jóvenes que ustedes conocen —expresó él en voz alta lo que ella estaba pensando—. Por eso Gurutze ha querido permanecer en silencio. Quizá se avergüenza o quiere proteger a alguno de los jóvenes o a la escuela o una mezcla de todo. Mis hombres me han dicho que los episodios se están produciendo todos los días desde hace una semana más o menos. Al principio se trataba de insultos nada más, pero insultos muy fuertes: le afeaban que se relacionara con un inglés y la llamaban prostituta. Al parecer todo empezó como un juego, perverso, pero juego, ya sabe usted cómo son los niños —dijo mirándola con complicidad—, pero al ver que la muchacha se asustaba, se fueron envalentonando. Un día le tiraron piedras, sin llegar a darle, hasta que anteayer se ensañaron con ella. La esperan cuando vuelve a casa del colegio, en una zona por la que ella tiene que pasar necesariamente. Mis hombres me han dicho también que varios vecinos adultos han sido testigos de los ataques, pero que no han hecho nada por ayudar a la chica. Su única defensa ha sido salir corriendo. Lo curioso —continuó Gabriel— es que las otras chicas del pueblo que han empezado a relacionarse con mis soldados no están recibiendo el mismo trato. Parece que solo atacan a su ayudante, y no sé por qué.

—Yo sí —dijo ella de pronto, con rabia—. Gurutze es pobre, es hija de una de las familias más pobres del pueblo, no tiene quien la defienda, y esa es una circunstancia que suele aprovechar la gente mala. Además, como nadie la defiende, los ataques van a más. La impunidad les da fuerza. Y dejan a las otras chicas en paz porque ya tienen una presa, pero si logran acabar con Gurutze irán a por más.

Irene se quedó en silencio y un momento después añadió, con dolor:

—No sé cómo ayudarla.

—La única buena noticia que le traigo es que ya tiene quien la proteja —le contestó enseguida Gabriel—. Parece ser que la muchacha tampoco le contó nada a O'Leary, pero él se dio cuenta de que algo grave pasaba cuando le vio las heridas. Al final, consiguió que ella le contara lo que le estaba sucediendo. No sé cómo —añadió—, pero se entienden. Ahora él la acompaña todos los días hasta la puerta de su casa.

Tras un breve silencio, Gabriel continuó con tono apagado:

—Tenía usted razón al preocuparse. La intención de O'Leary no era dañar a la joven Gurutze, pero eso es lo que ha conseguido acercándose a ella.

Irene hizo un gesto de negación:

—Ha sido una elección de Gurutze. Y del muchacho también. Pero el problema no es ese. El problema es la maldad de algunas personas.

—Debe prometerme una cosa, Irene: si algo así empieza a sucederle a usted, debe avisarme, para que busquemos la manera de protegerla.

—No se preocupe por mí. Nadie me va a hacer nada, se lo aseguro.

Irene había dicho aquello con tal seguridad que Gabriel la creyó, aunque no encajaba en la imagen que tenía de ella y de sus circunstancias. Parecía tan frágil y tan sola... Una vez más, se dio cuenta de que, en realidad, no sabía nada de ella.

En ese momento se dieron cuenta de que la conversación se había alargado demasiado e Irene debía salir ya para llegar a la escuela a la hora prevista. Gabriel le dio los víveres, que ella escondió entre sus ropas, bajaron a la cuadra y, después de comprobar que no había nadie por los alrededores, se despidieron hasta el día siguiente.

Irene llegó a la escuela poco después, a las siete y media, como todos los días, sin que nadie se hubiera percatado de que algo había cambiado.

 

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El hospital se puso en marcha aquel 24 de agosto. El día anterior se les había pedido a los vecinos que aportaran lo que pudieran: jergones, colchones, sábanas…, y habían respondido con generosidad. Se había conseguido habilitar diez camas completas y tres colchones más, sueltos, que en caso de necesidad podían ser utilizados colocándolos directamente sobre el suelo. La idea era apartar los enfermos graves de las personas sanas en riesgo de contagio. En el acondicionamiento de la sala estaban tomando parte mujeres del pueblo y algunos soldados, todo bajo la atenta mirada de los dos médicos, del alcalde y de algunos hombres del pueblo.

Después de despedirse de Irene, Russell se acercó al hospital y estuvo un rato observando las labores de acondicionamiento. Le gustó ver cómo se relacionaban sus soldados con la gente del pueblo. No había más de 20 personas ayudando directamente, y a este número había que añadirle unas cincuenta más entre los que habían traído algún enser o ropa de cama. Solo una pequeña parte de los habitantes del pueblo, pero era un avance respecto a lo que habían vivido desde que habían llegado. Era digno de ver cómo todos trabajaban codo con codo en armonía. Los autóctonos hablaban con los soldados que sabían español, y con los que no sabían, se comunicaban mediante señas. Y no pocas veces surgían risas y bromas. Aquello había sido una idea estupenda, pensó para sí Russell. Además, se había asegurado de que entre los soldados estuvieran algunos de sus hombres especialistas en recabar información. En aquel entorno en el que las conversaciones surgían con naturalidad, la más trivial podía aportar información relevante.

Antes de irse para continuar con su rutina, se fijó en el médico de su batallón. Le llamó la atención verle con una joven al lado, pero le sorprendió más comprobar que no se trataba de un encuentro fortuito y que la muchacha no se separaba de él. Vio que se hablaban a ratos. La mayoría de las veces él le daba una orden y ella respondía, pero a veces era ella la que se dirigía a él y, sorprendentemente, aquel hombre huraño que no hacía caso a nadie, a ella sí se lo hacía. Era evidente que ambos se conocían. La curiosidad fue tan grande que Russell decidió preguntarle a uno de sus hombres. Este le contó que la muchacha era bien conocida por la mayoría de los soldados, ya que era una de las dos prostitutas que había en aquel pueblo. El médico se había convertido en uno de sus mejores clientes.

—Usted sabe —le dijo— que con Morgan no se puede bromear sin poner la vida en peligro, así que nos cuidamos mucho de hacerlo en su presencia, pero llevamos ya unos días hablando del asunto entre nosotros. Morgan suele ser un habitual de los prostíbulos, pero es la primera vez que le vemos repetir con la misma muchacha. Es verdad que en este pueblo no hay muchas opciones, solo dos hermanas, pero es que no ha ido jamás con la otra; además, ha ido más a menudo de lo normal en él. Esta última semana la ha visitado todos los días. Creemos que está enamorado —añadió bajando la voz y enseñándole una sonrisa desdentada.

Russell se fijó de nuevo. Morgan no parecía un hombre enamorado, mantenía la mirada furiosa que le acompañaba siempre, pero lo cierto era que no se separaba de la chica en ningún momento.

El soldado continuó contándole que las dos hermanas habían aparecido a primera hora de la mañana a entregar unos enseres, pero así como la más pequeña había vuelto al pajar donde ejercía su trabajo, la otra se había quedado.

Poco después, el padre de las muchachas había asomado la cabeza por la puerta de la estancia, pero al ver que su hija estaba con el médico se había ido sin decir nada. El soldado suponía que Morgan estaría pagando los servicios de la joven para todo el día. Al ver el asombro de Russell, el soldado le contó que era el padre quien cobraba los servicios de las muchachas.

En circunstancias normales, Russell no habría imaginado algo así de su médico, pero estaba claro que la guerra sacaba aspectos desconocidos e inesperados de las personas. En principio, aquel hombre barrigudo y desagradable y aquella muchacha flaca y alta  hacían una pareja dispar, pero lo cierto era que no se les veía mal juntos. Él se dirigía a ella con frases cortas e imperativas, pero se notaba que lo hacía con cierto cuidado, con más cuidado, de hecho, que el que utilizaba con nadie.

El hospital se puso en funcionamiento aquella misma tarde. El primer paciente que ingresó fue un niño. Russell no lo sabía, pero se trataba del niño que Irene había visitado el día que ellos entraron en el pueblo. Había superado aquella enfermedad, pero la hambruna de los días posteriores le había provocado una recaída. Ahora estaba muy débil, su cuerpecito de 8 años era apenas un saco de huesos, y tenía mucha fiebre. En su casa vivían tres niños más, entre los 5 y los 12 años, todos estaban en peligro de contagio por la enfermedad de su hermano, por eso se decidió ingresar al niño en el hospital.

Aquel primer ingreso sirvió también para decidir cómo se iba a organizar el cuidado de los enfermos. Se convino, para evitar suspicacias, que siempre habría alguien del pueblo y alguien del ejército ocupante. Aquella primera noche la iban a pasar dos mujeres voluntarias y un soldado, si los ingresos aumentaban, se aumentaría también el número de cuidadores y soldados. Gabriel decidió que para esa labor enviaría a sus mejores soldados informadores, ya que las horas nocturnas pasadas en vela solían ser las más propicias para tener conversaciones cargadas de confidencias.

 

********************

 

El funcionamiento del hospital se normalizó inmediatamente. La consulta médica se abría a las diez de la mañana, para esa hora ya solía haber una cola de gente que daba la vuelta al edificio del ayuntamiento. Los dos médicos recibían a los pacientes hasta las dos de la tarde. Una vez acabadas las visitas abiertas, los médicos pasaban a visitar a los enfermos ingresados en el hospital, que para el segundo día eran tres y para el tercero ocupaban todas las camas. Siempre había dos mujeres y dos soldados haciendo labores de cuidadoras y vigilantes. El puesto de las cuidadoras era ocupado por turnos por diferentes mujeres del pueblo, todas campesinas, ya que ni Mayí ni ninguna de las mujeres “importantes” había hecho acto de presencia hasta el momento. Morgan había impuesto también la presencia de Rosi Yndaburu, que se había convertido en su ayudante. La muchacha le acompañaba desde las nueve de la mañana hasta  las tres o las cuatro de la tarde, que era cuando terminaba la visita al hospital. Luego volvía silenciosa a su casa, al pajar, a aliviar un poco la carga de trabajo de su hermana, quien, al igual que ella, había pasado todo el día trabajando sin parar, provocando también una larga cola, en este caso de soldados.

Aquellos días también ocurrió algo que  alegró mucho a Irene: hizo las paces con Joanes. Tardó más de lo que a ella le hubiera gustado, pero la mañana del 25 de agosto el joven apareció en la puerta del colegio a la hora del recreo. Estaba serio, pero cuando la vio se acercó y, sin decir una palabra, la abrazó. Ella se envolvió en el abrazo, aspiró su aroma y se mantuvo así, sin moverse y sin importarle que la vieran, aunque solo los niños fueron testigos de lo ocurrido. Se separaron al cabo de un rato y comenzaron a hablar, con la urgencia de quien tiene muchas cosas que decirse después de días de ausencia. No hablaron del episodio que les había separado porque el cariño que se tenían hacía innecesarias las disculpas. Irene reconoció a su amigo de siempre, burlón, divertido y enérgico. De repente, había desaparecido la sombra que se había cernido sobre él al inicio de la ocupación. Irene supuso que seguía con sus contactos y sus movimientos clandestinos, pero había encontrado la manera de que aquello no le afectara en su relación con ella. Tampoco mencionaron al ejército invasor en ningún momento, ambos habían aprendido que debían evitar hablar de aquello que les separaba. El tiempo diría cómo iba a evolucionar su relación, pero en aquel momento volvían a ser los amigos de siempre.

Por su parte, Russell tuvo días de mucho ajetreo. En la visita al cuartel general de Lesaca del día 25, Wellington les dijo que al día siguiente iba a comenzar el asalto a la ciudad de San Sebastián que, esperaba, iba a ser definitivo. Si todo salía bien, expulsarían a los franceses de una de las pocas plazas de la Península que aún estaba en sus manos.

Wellington les conminó a redoblar la vigilancia en cada zona, ya que cuando empezara el asedio, Soult no iba a tardar en responder. Daba por hecho que intentaría entrar en España de nuevo, aunque nadie sabía por dónde. Les prometió refuerzos en cuanto los franceses dieran indicios de cuál era la zona elegida para la incursión.

Aquellas noticias hicieron que Russell tuviera que posponer una vez más su visita a Daniel Cadoux. Lamentaba mucho tener que hacerlo, pero ni él podía abandonar un día entero a sus tropas en un momento tan delicado ni Daniel iba a estar libre para hablar y cabalgar con él.

En cualquier caso, a pesar del ajetreo, no tuvo problemas para seguir manteniendo los encuentros con Irene en Gaztelu, algo que se había convertido en la joya de su tiempo libre.

Solo había una pequeña sombra en su relación con la maestra y era su joven amigo. Había recabado información y era evidente que el muchacho estaba metido en algo. Sus idas y venidas a través de la frontera eran diarias. No era el único joven del pueblo que lo hacía, pero, en su caso, lo sospechoso era que no siempre traía mercancía que justificara esos viajes. El soldado que le investigaba daba por hecho que pasaba información, y que esta era para los franceses, ya que con ellos no trabajaba, pero no sabía hasta qué punto podía ser peligroso. También le dijo algo que no le gustó: que el joven visitaba todos los días a la maestra. En cualquier caso, no parecía que ella estuviera implicada en nada, aquellas visitas parecían de índole amorosa, ya que les había visto abrazarse.

El hombre sonrió al decir esto último, pero Russell tuvo que hacer esfuerzos para que el disgusto no se reflejara en su cara. Luego, cuando se quedó solo, pensó con más calma que era absurdo ponerse así. La chica tenía derecho a entregar su corazón a quien quisiera. Él solo quería disfrutar de su conversación y, además, se marcharía pronto. Pero pensar esto último también le disgustó.

Le servían de paliativo las cartas de Isabel de Benito, siempre excitantes y jugosas. Aunque las últimas que había recibido eran más contenidas de lo acostumbrado. Apenas tenían pasajes picantes. El final de la última carta le había hecho pensar que la mujer tramaba algo, “te daré lo que te corresponde en breve”, le había escrito. Pensó que quizá la ausencia de temas sexuales en las últimas cartas era la forma que había buscado para acrecentar su deseo de ella, y estaba planeando una próxima misiva con pasajes más sexuales que nunca.

Si era así, funcionaba, ya que solo pensarlo le excitó.

 

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