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~ Capítulo 28 ~

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~ Capítulo 28 ~

 

 

Las tropas del mariscal de campo sir Arthur Welleslley al mando de sir Thomas Graham comenzaron el asedio de la ciudad de San Sebastián el 26 de agosto de 1813. En un primer momento se abrió fuego en San Sebastián, donde a partir de ese día 26 los bombardeos fueron continuos. Los despachos posteriores alertaron de movimientos de tropas francesas al otro lado de la frontera, lo que hizo sospechar una inminente incursión del ejército francés. Los días siguientes, Welleslley se movió entre el asedio a San Sebastián, que no terminaba de caer a pesar de los intentos continuados de entrar, y el estado de alerta al saber que los franceses atacarían en cualquier momento, sin saber exactamente por qué parte de la línea de frontera lo harían. Las dudas se despejaron la madrugada del 31 de agosto. Ese día, varias divisiones francesas partieron de Ainhoa para entrar de nuevo en territorio español.

Russell y Von Müeller recibieron las primeras noticias la mañana del mismo 31 de agosto. Poco antes de la visita de Irene a Gaztelu, llegó un despacho urgente en el que se le comunicaba a Russell que cuatro divisiones francesas habían iniciado la marcha hacia Irún. Las noticias venían de Vera, el lugar por el que habían pasado finalmente. A pesar de que los hombres de Skerrett de la División Ligera habían intentado detenerlas en su avance, no lo habían conseguido. Gabriel leyó con alivio que no había habido bajas en el ejército inglés, así que su amigo Daniel se encontraba bien. Pero esta era la única parte buena de aquella noticia, el resto pronosticaba días sangrientos. Por el momento, su batallón se iba a librar, ya que los franceses habían escogido otra zona para pasar la frontera, pero Russell sabía que tarde o temprano acabaría implicado.

Pasaron todo el día 31 ávidos de noticias, pero hasta la tarde no recibieron otro correo urgente. Al parecer, las cuatro divisiones francesas que habían pasado por Vera no eran las únicas que había movilizado Soult. Aquella misma madrugada otras tres divisiones habían partido de Ainhoa en dirección a la frontera de Irún. Allí se encontraban apostadas fuerzas aliadas. Desde primeras horas de la mañana estaba teniendo lugar una batalla encarnizada en los altos del Monte San Marcial entre esas tropas aliadas y los regimientos franceses que intentaban avanzar hacia San Sebastián. El correo comunicaba también que en San Sebastián se habían recrudecido los ataques, esta vez por parte de los ingleses, y se estaba intentando tomar la plaza una vez más.

Russell pasó el resto del día preocupado, yendo de un lado para otro, controlando las posiciones de sus tropas y en constante estado de alerta esperando un ataque desde territorio francés. La incertidumbre acompañada de la falta de acciones era una de las situaciones que peor llevaba. Una vez que empezaba la batalla, su cuerpo y su mente se ocupaban; a pesar de lo duro que era, prefería eso a la agonía de la espera. El tiempo, además, vino a complicar las cosas. A una serie de días con un calor infernal le había seguido un amanecer, el de aquel día, nuboso y desapacible, que culminó a primeras horas de la mañana con una lluvia persistente que pronto se convirtió en aguacero. Y así seguía a última hora de la tarde. Llevaban horas y horas bajo una lluvia torrencial que estaba haciendo aún más difícil la espera de aquel día. A todo ello hubo que añadirle la preocupación por la crecida de los ríos. Gabriel solo veía el Chimista, que había pasado en unas horas de ser un inofensivo riachuelo a ser un río furioso que arrastraba troncos y cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. De hecho, había crecido tanto que impedía el acceso al lavadero, rodeado por aguas embravecidas desde primera hora de la tarde, y se acercaba peligrosamente al camino por el que llegaba Irene todos los días, amenazando con hacerlo desaparecer. Si seguía unas horas más así, el río iba a acabar entrando en los bajos de Gaztelu, por la puerta por la que entraba Irene.

Pudo compartir todos sus temores con Von Müeller, pero lo cierto es que tampoco se trataba de una compañía muy tranquilizadora. El alemán llevaba tan mal como él aquellos momentos de espera. Y el tiempo desapacible tampoco ayudaba. Ambos hombres acabaron la tarde juntos, en el salón principal de Gaztelu, mirando un mapa de la zona, intentando desentrañar un futuro que no estaba en sus manos. Se despidieron ya avanzada la noche, cuando Von Müeller decidió volver a su alojamiento al ver que nada podían hacer aparte de esperar, con la esperanza de que la luz de la mañana siguiente les trajera noticias; o algo que hacer.

Russell apenas durmió aquella noche. El aguacero se convirtió en una tormenta de proporciones sobrenaturales. El ruido de los truenos y el refulgir de los relámpagos fueron constantes. Cada poco se asomaba al ventanal, aquel mismo desde el que vigilaba la llegada de Irene todos los días. A las cuatro de la madrugada, comprobó que el río había ocupado ya el camino, ocultándolo totalmente, y empezaba a filtrarse bajo la puerta de la cuadra.

Al día siguiente no vería a Irene.

El día anterior apenas habían estado juntos. Ella había aparecido poco después de la salida del correo que había traído las noticias del avance francés. Solo habían tenido tiempo para intercambiar la comida y saludarse, ni siquiera subieron al salón. Gabriel le dijo que tal y como estaba la situación, no le podía asegurar que estuviera disponible para ella todos los días. Aprovecharon entonces para acordar un protocolo de seguridad: siempre que Irene viera la puerta de la cuadra cerrada, debería pasar de largo y dejar el encuentro para el día siguiente. Después se despidieron, sin perder la esperanza de tener más tiempo al día siguiente. Pero a las cuatro de la madrugada, mientras contemplaba el río rugiente, Gabriel supo que al día siguiente no iba a ver a la muchacha. Le apenó, pero pensó que ella al menos estaba bien. En aquel momento le preocupaba más su amigo Daniel, ya que se encontraba en la línea de paso de las tropas francesas.

Intentó dormir algo, pero a las siete de la mañana, vestido aún, abrió los ojos sobre la cama sin deshacer y ya no los volvió a cerrar; en total, no había dormido ni dos horas. Se asomó de nuevo a la ventana y lo que vio bajo la luz diurna resultó aún peor que lo que había imaginado por la noche. El color gris lo inundaba todo: el cielo, los árboles y hasta la hierba se veían grises, al igual que el aire, que tenía una consistencia densa y lechosa. El único color que destacaba sobre el gris era el marrón. Era el río Chimista, que incluso a través de la ventana resultaba amenazador. Era increíble ver cómo aquel riachuelo amable e inofensivo se había convertido en una lengua oscura y rugiente, que provocaba temor. Así debía de ser el Aqueronte del Inframundo, pensó Russell, y un escalofrío recorrió su espinazo como un mal presagio. No era hombre de supersticiones, pero había algo en aquel ambiente oscuro y desapacible que le mordía el alma. Pensó en los soldados a los que les había tocado defender la frontera por los puntos por los que estaban entrando los franceses: Vera, Irún y San Sebastián. Y sintió en su piel la dureza de tener que luchar rodeado de un ambiente que parecía de fin del mundo. Y para algunos así habría sido: a esas horas,  muchos habrían dejado de existir. Cuando este pensamiento tomó forma en su mente, un nuevo escalofrío, más violento que el anterior, le atravesó de arriba abajo. Decidió salir y moverse para alejar los malos pensamientos.

Al dirigirse al otro lado de la casa, comprobó que el desbordamiento del río había afectado también a aquella parte. La zona exterior que rodeaba a la entrada principal se encontraba en gran parte anegada, aunque el agua parecía estancada, nada que ver con la furia con la que bajaba al otro lado de la casa. Como había dejado de llover media hora antes, se percibía la marca que había dejado el agua en su nivel máximo y cómo empezaba a retroceder. Gabriel bajó y abrió la puerta principal con dificultad, por la presión que provocaban los restos de tierra y ramas que la corriente había depositado al otro lado. Salió inmediatamente, quería visitar las posiciones en las que estaban sus soldados para cerciorarse de que se encontraban bien. Al pasar cabalgando por el centro del pueblo vio que el río había inundado muchos caminos y huertas de casas cercanas. Había personas en el exterior de muchas de las viviendas, a pesar de lo temprano que era. Era una estampa inusual, nada que ver con la soledad que solía envolver al pueblo a esas horas. Se veía a hombres mujeres y niños trajinar con aperos y enseres domésticos. Russell supuso que la crecida de las aguas habría afectado la zona baja de aquellas casas, mojando los útiles que allí se almacenaban. Ahora se afanaban en recogerlos para evitar que sufrieran males mayores. Pensó que lo mismo habría ocurrido en los bajos de Gaztelu, la cuadra por la que entraba Irene todos los días estaría llena de agua. Por suerte, allí apenas se guardaban unos pocos utensilios de labranza, que era evidente que no se usaban y, por tanto, no se iban a echar en falta. Además, no había animales. Entonces se dio cuenta de que no estaba viendo ningún animal entre lo que transportaban los vecinos, algo extraño ya que la parte más afectada de la mayoría de las casas era la cuadra. Enseguida se dio cuenta de que, en realidad, no tenía nada de extraño: hacía días que no quedaban animales en el pueblo, por lo menos a la vista. Ni en las cuadras de fácil acceso para sus soldados. O para cualquier persona hambrienta.

Subió cabalgando hacia el asentamiento de sus hombres, teniendo cuidado de esquivar las ramas y restos de barro amontonado que había por doquier. Encontró a sus soldados tranquilos. Muchas tiendas habían caído por la furia de los aguaceros y del viento, empapando de arriba abajo a los hombres que allí se refugiaban, pero eso había sido todo. Los campamentos se encontraban en una zona alta y abierta, así que no habían sufrido desprendimientos, ni subida de aguas. La tormenta solo les había producido incomodidad.

Mientras terminaba de hacer la revista empezaron a asomar los primeros rayos de sol y aquel lugar pasó de parecer el Hades, a parecer el Olimpo, sin transición. El manto gris que había envuelto todo, desapareció y, de repente, el aire se volvió transparente y brillante. Y con la luz, aparecieron los sonidos: de los pájaros, cuyos cantos transmitían alegría, y de los hombres, que salían de las tiendas a secar sus uniformes y enseres mojados, riendo y bromeando. Sin embargo, a pesar de la explosión de vida, Gabriel no podía quitarse de encima la sensación de mal presagio y de tristeza.

Volvió al pueblo bajo un sol radiante. Llegó a las puertas del ayuntamiento y allí encontró al alcalde y a Von Müeller esperando las últimas noticias del frente. El correo de la mañana aún no había llegado, pero los tres supusieron que tardaría en aparecer, ya que el Bidasoa, que había que cruzar necesariamente al venir desde Lesaca, estaría crecido. Mientras esperaban, el alcalde les puso al día sobre la situación del pueblo. Al parecer, a pesar de la gran crecida del Chimista, no había habido ninguna desgracia personal. Miguel Tellechea les contó que el pueblo sufría inundaciones periódicamente, y que muchas de ellas acababan dejando varios muertos a su paso. Esta vez, por suerte, se habían librado. Les dijo también que en otras ocasiones lo más temible solía venir los días después, cuando la cantidad de animales muertos por la riada envenenaba el aire y acababa provocando más muertos entre la población. En la actual situación, añadió irónicamente, era una buena noticia que no quedara apenas ganado.

En el momento en que Miguel terminaba de contar aquello, apareció un soldado a caballo. Entró por la calle que subía al ayuntamiento a galope tendido, frenó de golpe y el animal se encabritó. El jinete bajó antes de que el caballo terminara de calmarse. Russell observó que tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Y que iba vestido de verde. Aquel soldado no venía de Lesaca, sino de Vera. Era un mensajero de la 95 Ligera, la brigada a la que pertenecía Daniel.

—Ha habido una batalla en el puente que cruza el Bidasoa en Vera —dijo nada más bajarse del caballo—. Nuestro capitán ha muerto.

Pronunció las últimas palabras con voz temblorosa, la última, de hecho, sonó como un sollozo ahogado. Fue un instante apenas, porque inmediatamente recuperó la compostura y volvió a hablar. Esta vez su voz sonó entera y grave:

—Necesitamos médicos y soldados que puedan ayudarnos con los heridos; son muchos y no tenemos quien los atienda. Ayer por la tarde enviamos refuerzos a Irún, porque en el monte San Marcial se estaba produciendo una batalla entre nuestros hombres y los franceses. Como había muchos heridos, fueron también todos nuestros sanitarios. Nos hemos quedado sin ellos y, por desgracia, también tenemos heridos.

Los tres hombres escucharon las palabras del soldado en silencio. Y después,  Von Müeller miró a Russell. Fue una mirada fugaz, quien no conociera al austríaco no habría notado nada extraño en ella, pero Russell lo conocía y sabía que el  hecho de mirarle en un momento así  era algo insólito.

Y entonces sus pensamientos encajaron como las piezas de un engranaje.

Supo la respuesta antes de pronunciar la pregunta, pero aún así la formuló. Luego, recordaría sobre todo el nombre de su amigo pronunciado con la voz rota de aquel chaqueta verde:

—¿Quién era su capitán?

—Daniel Cadoux.

Después, solo hubo oscuridad.

Poco a poco se hizo la luz de nuevo. Se vio sentado en un pretil bajo, al lado del lugar en el que habían mantenido la conversación. Los otros tres hombres le rodeaban sin decir nada, aunque en sus miradas se veía preocupación. Notó el calor de la piedra sobre la que estaba sentado, se fijó en las malas hierbas que crecían en la tapia que tenía enfrente y oyó cómo el soldado chaqueta verde sollozaba, aunque era extraño, porque lo tenía delante y su boca permanecía cerrada. Y entonces se dio cuenta de que quien sollozaba era él.

Poco después, ya en Gaztelu, a dónde le llevaron Miguel Tellechea y Von Müeller, no fue capaz de recordar cuál había sido su primera reacción. Solo recordaba el calor, la tapia y el sonido de su llanto. En la penumbra de su habitación, intentó reponerse, pero sus pensamientos volvían una y otra vez a su amigo y a su pérdida. ¿Qué le quedaba de bueno en aquel lugar, en aquel puesto, en aquella guerra? Estaba sumido en aquellos pensamientos lúgubres cuando Smith tocó en la puerta de su habitación. Debía tratarse de algo urgente porque había dado orden de que no le molestaran. Se alarmó al ver que Smith abría la puerta antes de recibir la orden de hacerlo, y, más aún, cuando vio la cara angustiada de su criado.

—La maestra quiere verle, señor —anunció y, tras vacilar un momento, añadió— temo que algo grave ha sucedido.

Antes de que pudiera asimilar lo que había oído, apareció Irene. A pesar de que la joven tenía una expresión sobresaltada y el miedo reflejado en sus ojos, la habitación se iluminó para él. Tuvo que hacer esfuerzos para no acercarse a ella, abrazarla y llorar como un niño, pegado a su pequeño cuerpo. Pero ella no estaba bien tampoco, era evidente. Las palabras que pronunció a continuación aclararon por qué:

—Gurutze ha desaparecido.

Él le pidió más detalles, y así supo que Irene había echado de menos a la joven aquella mañana. Al principio había pensado que se retrasaba por la crecida del río, pero al ver que el pueblo volvía poco a poco a la normalidad y Gurutze seguía sin dar señales de vida, se había preocupado y había decidido averiguar qué había sido de ella. Les dio fiesta a los dos únicos niños que se habían acercado a la escuela aquel día y salió en su busca. No le hizo falta llegar hasta la casa de su joven ayudante, nada más cruzar la plaza se encontró con su madre, que se dirigía hacia la escuela. La pregunta angustiosa que le dirigió confirmó lo que Irene temía:

—¿Está contigo Gurutze?

Cuando Irene negó, la mujer se echó a llorar y le dijo que la joven no había dormido en casa aquella noche.

—Le dije que intentaría encontrarla —le dijo Irene a Gabriel— y vine directamente aquí. Mi intención era preguntarle a su joven criado, pero cuando he llegado, su otro criado —y miró a Smith mientras lo decía— me ha dicho que también ha desaparecido, que falta desde anoche.

—Señor —dijo entonces Smith, apurado—, primero pensé que era una chiquillada y que enseguida aparecería, pero luego me he ido preocupando. Pensaba decírselo en cuando mejorara de su indisposición —se justificó.

Gabriel hizo un gesto con la mano dando a entender que lo comprendía y se dirigió a Irene preocupado:

—Puede tratarse de una desaparición voluntaria o involuntaria, ¿usted qué cree?

—Esa misma duda tengo yo —dijo ella—. Me gustaría pensar que se trata de una desaparición voluntaria, pero la verdad es que Gurutze nunca ha hecho nada parecido.

Gabriel se quedó pensativo un momento y luego dijo:

—Lo mismo sucede con O'Leary. Pero quiero creer que se trata de una acción irreflexiva propia de la juventud. Igual se juntaron por la tarde en alguna zona tranquila del monte con intención de volver al anochecer, y la tormenta y la crecida del río se lo han impedido. Es posible que estén refugiados en algún lugar, sanos y salvos.

Irene asintió, pero continuaba mirándole con preocupación.

—Bien, —dijo Gabriel—, ahora no podemos hacer nada más que esperar. En cuanto el río y el pueblo vuelvan a su ser, mandaré a alguno de mis hombres a preguntar. Quizá alguien sepa algo.

Había pronunciado aquellas palabras tranquilo, pero internamente no lo estaba. O´Leary nunca se alejaba del centro del pueblo, y, de haberlo hecho por alguna circunstancia excepcional, les habría avisado antes a sus dos compañeros. Además, hacía unas horas que los efectos de la tormenta habían dejado de ser un impedimento para moverse con libertad por el pueblo y los alrededores. También existía la posibilidad de que hubiera decidido desertar y huir con la muchacha. No habría sido el primero que lo hacía, cada poco tiempo se producían deserciones de soldados que jamás volvían a aparecer. Pero en el caso de su joven criado aquello no encajaba en absoluto. El muchacho había sido siempre dócil y dependiente de él y de sus dos criados mayores. La relación que había empezado a mantener con aquella muchacha había sido su primer acto independiente, pero lo había hecho a la vista de todos y a dos pasos de Gaztelu. Además, había aceptado la prohibición de acercarse a la escuela sin quejarse y sin dar muestras de enfado o resentimiento. El único problema que había  tenido últimamente era el ataque que había recibido Gurutze, pero, desde luego, no había sido tan grave como para obligarlos a huir. Además... huir ¿a dónde? O´Leary no conocía a nadie ni tenía manera de orientarse en aquel país en el que se sentía como pez fuera del agua sin la protección de su superior, un país del que desconocía hasta el idioma. Y la joven Gurutze no parecía conocer más mundo que el que se extendía entre los muros de su casa y los de la escuela. No, aquello era extraño y preocupante.

Gabriel se despidió de Irene tratando de tranquilizarla. La animó a acercarse a la escuela a trabajar. Lo mejor era que se mantuviera ocupada hasta que él averiguara algo, le dijo. Le prometió que en cuanto tuviera alguna noticia pasaría a verla. Irene se fue, no más tranquila, pero sí aliviada al saber que alguien iba a hacer algo.

En cuanto la muchacha salió de la habitación, la luz desapareció y la tristeza volvió a rodearle. La noticia de la muerte de Daniel le había dejado devastado, no tenía ganas de hacer nada más que estar tumbado mirando al vacío, pero se obligó a moverse. Por Daniel ya nada se podía hacer, aparte de enterrarle y llorarle, pero por O´Leary aún se podía hacer algo.

Empezó preguntando a sus dos criados y comprobó que ninguno de los dos sabía nada del muchacho desde la tarde anterior. Por la tarde, después de terminar los últimos quehaceres, O'Leary quedaba todos los días con Gurutze, con la que solía dar un paseo. Los últimos días —a partir del ataque que sufrió la joven, supuso Gabriel— habían cambiado algo su rutina y ya no paseaban a la vista de todo el pueblo. Smith había supuesto que habían encontrado un lugar más tranquilo alejado de las miradas de todo el mundo. Ese había sido el único cambio, ya que todo lo demás  había continuado igual y el joven seguía volviendo mucho antes del anochecer a Gaztelu. Pero el día anterior no había sido así. Smith se había tomado el tema con humor al principio, suponiendo que el chico se había retrasado porque estaba a gusto con su joven amiga, pero cuando dieron las once de la noche y continuaba sin aparecer, se alarmó. A pesar de que se acostó, anduvo levantándose cada poco tiempo para ver si O'Leary había vuelto o no. Cuando se desató la tormenta, ya no pudo pegar ojo. Ahora estaba muy preocupado, igual que Higgins, al que le había contado todo a primera hora de la mañana. Ninguno de los dos creía que la desaparición hubiera sido voluntaria; por muy enamorado que estuviera, algo que era evidente, esa forma de actuar no era propia de él. Gabriel era el único de los tres hombres que mantenía la calma, no porque tuviera razones para ello, sino porque el dolor le anestesiaba. Envió a sus dos mejores soldados a hacer pesquisas, entre la gente del pueblo y entre los soldados, dando prioridad a la desaparición de los dos jóvenes sobre el resto de asuntos, y se dirigió de nuevo al ayuntamiento.

Von Müeller y el alcalde, que continuaban allí, le recibieron sorprendidos. El hombre destrozado que habían dejado en Gaztelu apenas una hora antes volvía a aparecer como el hombre dueño de sí mismo que conocían. Al menos aparentemente, ya que al prestar más atención, se veía en sus ojos la huella del dolor. Pero ninguno mencionó a Daniel Cadoux y comenzaron a hablar igual que antes de recibir la terrible noticia.

Durante la hora que Gabriel había estado ausente, los dos hombres habían valorado cerrar el dispensario y el hospital. La batalla de Vera había dejado 60 muertos entre las filas inglesas y más de 200 entre las francesas, pero había también múltiples heridos. Como todas las comunicaciones con Lesaca e Irún estaban cortadas debido a la crecida del Bidasoa, no había forma de que los sanitarios que se encontraban en aquellas plazas se desplazaran hasta Vera. Por esa razón, habían decidido enviar a Vera a los dos médicos de Echalar, junto con los soldados sanitarios. Russell, por supuesto, estuvo de acuerdo, nadie discutía que aquello había que hacerlo así, pero los tres se mostraron muy preocupados por las posibles consecuencias de aquella decisión. El hospital había sujetado el resentimiento del pueblo, si se cerraba de golpe, hasta los que estaban empezando a ponerse de su parte se iban a enfadar y la situación podía explotar.

Los tres hombres estuvieron un rato en silencio, finalmente, acordaron que nada podían hacer salvo atajar los problemas a medida que surgieran. Y confiar en que la situación de Vera se controlara pronto y los médicos volvieran a Echalar.

Antes de despedirse, Gabriel les comunicó la noticia de la desaparición de O'Leary y de Gurutze. Tellechea y Von Müeller se mostraron preocupados y dispuestos a ayudar, pero Gabriel vio algo más en la expresión del alcalde. Una mezcla de alarma y recelo que no le gustó.

 

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El resto del día y el día siguiente transcurrieron sin noticias. Ninguna de las pesquisas relacionadas con Gurutze y O´Leary estaba dando frutos: habían desaparecido del pueblo sin dejar rastro. Entre los soldados nadie sabía nada, nadie les había visto desde la tarde del día 31. Higgins había sido el último en ver a O'Leary, cuando le vio salir por el camino trasero de Gaztelu en busca de la joven, e Irene había sido la última en ver a Gurutze, aproximadamente a la misma hora, cuando se despidió de ella al salir de la escuela.

A partir de ahí: nada. Las investigaciones del alcalde tampoco estaban dando resultados, aunque a este respecto Russell tenía sus dudas, ya que seguía notando algo turbio en aquel hombre cuando se tocaba el tema. Al anochecer del día dos de agosto, cuando se reunió con él por enésima vez, Gabriel estuvo seguro de que le ocultaba algo. El hombre insistía en dar por zanjado el asunto repitiendo que “habrán huido juntos”, algo que ninguno de los tres hombres alojados en Gaztelu ni Irene tenían claro.

Respecto a las batallas que se mantenían cerca en la frontera, el día dos recibieron un despacho de Wellington que les comunicaba la toma de San Sebastián por parte de los aliados y la retirada del ejército francés, que se encontraba ya al otro lado de la frontera. Se les informaba también sobre lo ocurrido en San Marcial, una batalla en la que habían tomado parte soldados franceses y varios batallones aliados de españoles y portugueses. Los soldados franceses en retirada de esta batalla habían sido los que habían llegado al puente de Vera y habían provocado la muerte de Daniel Cadoux y sus hombres. La comunicación oficial ensalzaba la actuación valerosa de los soldados aliados, tanto en San Sebastián como en San Marcial y Vera. Elogiaba también a los hombres muertos en combate, pero aquello no consoló a Russell. Menos aún lo hizo saber qué había ocurrido realmente en San Sebastián, San Marcial y, sobre todo, en Vera.

La batalla de San Sebastián había sido dura para el ejército inglés, que había perdido numerosos hombres en ella, pero, más aún, para los franceses y, sobre todo, para la población autóctona. Las noticias oficiales suavizaban lo ocurrido, pero el soldado correo que las trajo les contó que la entrada de las tropas en San Sebastián no había sido tan modélica como se daba a entender. No se extendió mucho explicando lo ocurrido, pero al parecer se habían dado numerosos actos de vandalismo. Russell esperaba que no se tratara de una repetición de lo que había sucedido en Badajoz un año antes. En aquella ocasión, las tropas inglesas se habían portado de manera infame. Violaciones, saqueos y asesinatos habían sido la norma. Por primera vez, se había sentido avergonzado de la actuación de su ejército. Ahora esperaba que lo que les estaba contando el mensajero fuera tan solo el relato de unos pocos casos aislados, como el que había ocurrido en Echalar cuando dos de sus hombres atacaron a Irene. Esperaba también que los mandos, con Wellington a la cabeza, tomaran medidas contra quienes así se habían comportado, tal y como había hecho él con sus dos soldados.

En San Marcial, la lucha había sido tan intensa y encarnizada que el despacho señalaba que se había tratado de una de las batallas más cruentas del último año. Las fuerzas aliadas —españolas y portuguesas en esta ocasión— se habían portado de manera heroica. Habían perdido gran cantidad de hombres, pero habían conseguido que los franceses se batieran en retirada. Pero lo que había acabado como una victoria se había convertido en la puerta de entrada a una derrota: la ocurrida en el puente de San Miguel en Vera. El despacho mencionaba que debido a la crecida del río Bidasoa por la tormenta, los franceses en retirada de San Marcial no habían podido regresar a Francia por dónde habían entrado: los vados del Bidasoa entre Irún y Hendaya. No les había quedado más opción que ir subiendo el río por el lado español, hasta llegar al único puente que lo cruzaba que se mantenía en pie: el de San Miguel, en Vera. Allí se habían encontrado con un pequeño grupo de ingleses, capitaneados por Daniel Cadoux, que habían defendido el puente con bravura. A pesar de su inferioridad numérica, habían aguantado horas hasta que al final se habían visto sobrepasados.

Tras leer el relato, a Russell su parte racional le señaló que algo fallaba. Si era cierto que el ataque había durado horas, tal y como se señalaba, era incomprensible que no les hubieran enviado refuerzos, teniendo en cuenta, además, que a poca distancia del puente había miles de soldados ingleses acampados. Había algo que no encajaba y Russell se hizo a sí mismo la promesa de averiguar qué había ocurrido en realidad. En cualquier caso, la lectura de lo sucedido le dejó un poso de amargura que se vino a sumar a la tristeza que le acompañaba desde que había conocido la noticia: la muerte de su amigo había sido en vano, ya que la mayor parte de los franceses había cruzado el puente y, finalmente, la frontera. Con aquella batalla no se había conseguido nada. Solo muertes baldías. El único consuelo que quedaba tras la muerte en la batalla: pasar a los anales de la historia militar, no iba a ocurrir con Daniel Cadoux.

A la tristeza por la pérdida de Daniel y la preocupación por lo que pudiera haberle ocurrido a O'Leary, hubo que añadirle la inquietud por la situación en el pueblo. Efectivamente, tal y como habían sospechado, a las pocas horas de que se marcharan los médicos y hubiera que cerrar el dispensario, el ambiente en el pueblo se enrareció. Se produjo, incluso, una pelea entre soldados y jóvenes del pueblo. La rápida intervención de otros soldados y del alcalde hizo que la cosa no fuera a mayores, pero lo cierto era que se respiraba tensión en el ambiente. Los dos coroneles y el alcalde decidieron entonces mantener el hospital abierto y dejar al frente a las mujeres del pueblo que se habían ofrecido como voluntarias y a algunos soldados. Entre las elegidas no estuvo Rosi Yndaburu, que tuvo que volver al establo con su hermana. Sin la protección del médico, ni el pueblo ni sus padres iban a permitir que continuara trabajando en el hospital.

 

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