Omnia

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13. Patas de araña

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Patas de araña

Nico se dio la vuelta y gritó, aterrado, al descubrir tras él a un monstruo inmenso, mitad hombre, mitad araña. Su gesto furibundo no daba menos miedo que las gigantescas patas de artrópodo que se cernían sobre él para atraparlo. Nico trató de huir, pero la criatura lo enganchó hábilmente por el cuello del uniforme y lo alzó en el aire. El niño pataleó, luchando por soltarse; el monstruo lo sujetaba con uno de sus ocho apéndices articulados y lo sostenía cinco metros por encima del suelo, a la altura de su rostro, para verlo mejor.

—¡Déjame, déjame! —gritaba Nico.

El ser arácnido frunció el ceño y preguntó:

—¿Es esa forma de hablarle a tu Supervisor?

Nico dejó de patalear y lo miró, desconcertado.

Descubrió entonces que no se trataba de ningún monstruo. Era un hombre de unos sesenta años, de largo cabello gris recogido en la nuca y espesas cejas que cobijaban una mirada feroz y sagaz a partes iguales. Lo que le daba aquel aspecto de bicho gigante era el vehículo que lo transportaba, que no se desplazaba sobre ruedas, sino mediante ocho larguísimas patas articuladas controladas por un panel de mandos que operaba con dos manos perfectamente humanas.

—¿Mi… Supervisor? —repitió Nico, aturdido.

Había oído hablar de él. Sus compañeros de Empaquetado lo mencionaban a menudo y, por lo que el niño sabía, era prácticamente el jefe de la tienda, por debajo solo del mítico señor Baratiak, que dirigía la compañía. Decían del Supervisor que estaba en todas partes, que todo lo sabía y todo lo controlaba, pero Nico nunca lo había visto hasta aquel momento.

—¿No te ha dicho nadie que está prohibido entrar en el almacén? —gruñó el Supervisor.

—S-sí, pero…

—¡Ni peros ni peras! —bramó el Supervisor—. Lo dice el Reglamento, capítulo veintitrés, sección doce, párrafo cinco jota: «Está terminantemente prohibido que los empleados y los aprendices entren en el almacén, de acceso permitido únicamente a los operarios». ¿Queda claro?

—S-sí…

—¿Eres un aprendiz o no eres un aprendiz?

—Y-yo… —balbuceó Nico; pero el Supervisor no le permitió terminar de explicarse:

—¡Claro que eres un aprendiz! ¡Aprendiz Nicolás de Empaquetado! ¿Te crees que no sé cómo te llamas? ¡Yo lo sé todo! ¿Queda claro?

—S-sí… —Por fin Nico reunió valor para replicar—. P-pero usted no es un robot…

El Supervisor entornó los ojos y miró al niño como si estuviera considerando convertirlo en su almuerzo. Pero finalmente sonrió de medio lado y gruñó:

—Soy un operario, en parte. Mira.

La pata mecánica izó a su presa por encima de la cabeza del Supervisor. Nico gritó, asustado; pero estaba firmemente sujeto y no se cayó. Cuando se atrevió a mirar hacia abajo, descubrió que el artefacto arácnido era algo más que un vehículo.

El Supervisor no tenía piernas.

Nico se preguntó, impresionado, si era algún tipo de ser mitad humano, mitad máquina; si aquella araña mecánica formaba parte de su cuerpo o era solo un aparato para facilitar su desplazamiento. Estiró el cuello para ver mejor, pero entonces el apéndice mecánico lo depositó bruscamente en el suelo.

—Ay —dijo Nico, frotándose su trasero magullado.

El Supervisor se limitó a gruñir y su vehículo-araña dio media vuelta. Aunque parecía que lo manejaba con gran habilidad y precisión, Nico se apresuró a situarse fuera del alcance de aquellas enormes patas, solo por si acaso.

—Vamos, sígueme —ordenó el Supervisor sin volverse a mirarlo siquiera.

Nico dio un par de pasos adelante y se detuvo, indeciso.

—Es que… ¡Ay! —se interrumpió cuando una de las patas de la araña le dio un golpe en la espalda y lo obligó a avanzar—. Un momento… ¿Adónde vamos?

—A Seguridad, por supuesto —fue la respuesta—. Has violado el código y es a ellos a quienes corresponde decidir si te devuelven a Empaquetado… o al mar, con los tiburones.

Dijo esto último con una extraña sonrisa que puso a Nico los pelos de punta.

—N-no pueden echarme al mar —protestó—. Soy un ciudadano de Omnia —recordó oportunamente.

—Aún no —replicó el Supervisor; su cuerpo se balanceaba rítmicamente con el movimiento de las largas patas de araña, y Nico desvió la mirada, incómodo—. Solo eres un aprendiz; mientras no firmes un contrato de trabajo estándar podemos echarte por la vía rápida. ¿Queda claro?

Se volvió hacia él; sus ojos echaban chispas, y Nico tragó saliva, intimidado, y asintió.

—S-sí.

—Así me gusta —gruñó el Supervisor.

Nico lo siguió a través del laberinto de estanterías, con las piernas temblando como flanes y el corazón encogido de terror. Caminaron en silencio por entre los anaqueles, hacia la salida del almacén, arrullados por el leve zumbido que emitía la araña mecánica. Pero los pensamientos de Nico bullían.

El Supervisor iba a entregarlo a los de Seguridad. Quizá lo expulsasen de Omnia «por la vía rápida», y Nico recordó con pesar que todavía no sabía nadar muy bien. Por no hablar de los tiburones, claro. Tal vez lo devolviesen a Empaquetado, pero ¿qué sucedería después? Era evidente que a Danil y a Marlene no les caía bien. Quizá hablasen mal de él, y probablemente Belay estaría enfadado porque le había dado esquinazo para colarse en el almacén. Quizá, después de pasar tantos días en Empaquetado, el Supervisor decidiese que no era apto, que no quería tenerlo allí, y entonces lo echarían al mar de todos modos, como un condenado a muerte en un barco pirata. En cualquier caso, no lo dejarían volver a acercarse por el almacén. Y por tanto, no podría regresar a casa con el peluche para Claudia.

Nico volvió a la realidad de repente cuando su guía se detuvo ante él para dar instrucciones a un par de robots que iban cargados con un armario que parecía demasiado grande incluso para portearlo entre dos. El niño esperó, inquieto. Un poco más adelante se vislumbraba ya la puerta de salida del almacén. Inspiró hondo, imaginándose lo que podría estar esperándolo al otro lado.

Y entonces dio un paso atrás, despacio. El Supervisor no lo notó. Estaba enfrascado en una conversación que mantenía con la pantalla de su consola de mandos.

Nico dio otro paso atrás. Y después un tercero.

Las cabezas de los robots se alzaron, y sus anillos oculares giraron un momento y se detuvieron, enfocándolo directamente.

El Supervisor se volvió para mirarlo.

Nico giró sobre sus talones y echó a correr.

—Cogedlo —dijo el Supervisor solamente.

Y los robots echaron a rodar, persiguiendo al niño que se precipitaba hacia el corazón de aquel extraordinario almacén.

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