Omnia

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14. Persecución trepidante

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Persecución trepidante

Nico corrió y corrió, zigzagueando por entre los anaqueles, en busca de los rincones más oscuros y alejados del almacén. Los robots rodaban tras él, rastreándolo como perros de presa, persiguiéndolo o dando rodeos para cortarle el paso, y Nico torcía a derecha o a izquierda, haciendo quiebros bruscos para esquivarlos. Derrapó en un par de ocasiones y estuvo a punto de caerse, pero se incorporó de nuevo y siguió corriendo. Ya no se trataba de obstinación, sino de puro terror. Aquellos robots, a los que hasta entonces había considerado poco más que muebles, se habían transformado de pronto en espeluznantes máquinas que lo acosaban sin tregua. Y, mientras que el niño se sentía cada vez más cansado, los robots no se detenían. Jamás.

Por un momento estuvo tentado de dejarse atrapar y salir por fin de aquel interminable almacén. Pero entonces se le ocurrió que, después de aquella fuga espectacular, si lo capturaban lo echarían directamente al mar. Con los tiburones.

De modo que siguió corriendo con todas sus fuerzas. Le pareció que, poco a poco, iba dejando atrás a los robots, que tardaban unos segundos en cambiar de dirección cuando giraba. Pero estaba ya agotado, y sabía que en algún momento tendría que parar. Y entonces los robots lo alcanzarían.

Miró a su alrededor en busca de una vía de escape. A pesar de todo lo que había corrido, aún no había salido de la sección de Juguetes. En las estanterías se amontonaban todo tipo de cunitas y cochecitos para muñecas, y a Nico se le ocurrió una idea. Respirando hondo, se metió dentro de una de las cunas más grandes y se hizo un ovillo en su interior.

Oyó a los robots, que rodaban pasillo abajo, y rezó por que no lo hubiesen visto. Cerró los ojos y contuvo la respiración, como si así pudiese desaparecer de allí y materializarse en un lugar seguro.

Los robots recorrieron el pasillo un par de veces pero, por suerte para él, no lo detectaron.

Un buen rato más tarde, cuando Nico dejó de oír el murmullo de sus ruedas sobre el suelo, se atrevió a asomar la cabeza.

Por fin estaba solo, pero no por mucho tiempo. Incluso aunque no lo estuviesen buscando, los robots entraban y salían constantemente del almacén, recorriendo todas sus secciones para organizar los estantes o para buscar los artículos indicados en los pedidos. Si quería encontrar el peluche para Claudia, tenía que darse prisa.

Salió de la cuna con precaución y siguió recorriendo la sección de Juguetes en silencio, asomándose a las esquinas para asegurarse de que no había nadie antes de abandonar la sombra protectora de los estantes. Al cabo de un rato, descubrió que los anaqueles estaban numerados: «12-25G», se leía en el estante que tenía ante él, repleto de dinosaurios de juguete. Nico recordó que los peluches estaban numerados como «34», y fue leyendo los códigos de las estanterías: «12-26G, 12-27G»… El siguiente anaquel era el número 11, por lo que retrocedió hasta encontrar el 13, y fue subiendo en la numeración.

Dos horas después, todavía iba por el anaquel número 25, repleto de pequeños vehículos teledirigidos. El almacén era inmenso y había tantísimos juguetes, y algunos tan fascinantes, que no podía evitar detenerse una y otra vez para echarles un vistazo.

Al final se sentó en el suelo, desanimado, porque le dolían mucho los pies, tenía hambre y sed y empezaba a sentir sueño. Pensó en que debería haber llevado su mochila preparada antes de internarse en el almacén…, pero ya era tarde. Suspiró y se acurrucó junto a la estantería, tratando de ignorar el sonido de sus tripas.

Tan concentrado estaba preguntándose qué haría a continuación que no oyó el sonido de las ruedas que se deslizaban hacia él.

Cuando alzó la cabeza ya era tarde: el robot estaba a diez pasos de distancia. Nico se levantó de un salto, pero los ojos mecánicos del operario ya estaban fijos en él. Se encendieron con una luz roja de alarma y el niño no esperó a ver qué pasaba después: dio media vuelta y echó a correr.

Tuvo la sensación de que volvía a repetirse la pesadilla. De repente, un montón de robots aparecieron desde todos los rincones del almacén, como si estuviesen obedeciendo una llamada silenciosa. Nico corrió con todas sus fuerzas, tratando de librarse de ellos…, dobló una esquina… y se encontró rodeado por robots.

Sonó de pronto una voz femenina que le resultaba familiar:

—Aprendiz Nicolás de Empaquetado: por favor, le rogamos que no se resista y que nos acompañe voluntariamente hasta la salida.

Nico reconoció a Nia. No veía el rostro de la asistente virtual en ninguna pantalla, pero le daba la sensación de que le hablaba desde todos y cada uno de los robots.

—Aprendiz Nicolás, de Empaquetado: le informamos de que permanecer en el interior de este almacén puede poner en peligro su seguridad y…

De pronto, Nico oyó un pequeño chirrido, como si una onda de electricidad estática hubiese cortado el discurso de Nia, y todos los robots se detuvieron de golpe. Miró al lugar del que procedía el sonido y vio un robot ligeramente diferente a los demás. Sus ojos no mostraban aquel resplandor rojizo y, pegado a la cabeza con un trozo de esparadrapo, lucía un alambre retorcido que parecía algún tipo de antena chapucera. De hecho, Nico habría jurado que antes había sido una percha.

El robot retrocedió por el pasillo hasta desaparecer por una esquina, dejando a Nico una vía de escape. El niño no lo dudó. Los otros operarios seguían parados en el sitio, como si algo los hubiese bloqueado, así que se apresuró a seguir al robot diferente por el hueco que había dejado.

Al doblar una esquina lo vio justo ante él y retrocedió de un salto, alarmado. El robot lo miró fijamente unos instantes. Nico dio un paso atrás, inseguro.

Y entonces oyó tras él el sonido de las ruedas de los robots, que reanudaban la caza.

Nico echó a correr, sin preocuparse más por el robot de la antena, tratando de alejarse todo lo posible de los demás.

Pero volvía a encontrárselo una y otra vez. El extraño operario le salía al paso constantemente, y al principio Nico lo evitaba igual que a los otros…, hasta que se dio cuenta de que no formaba parte del grupo. Aunque parecía que lo estaba siguiendo, no hacía nada por atraparlo. Por fin, cuando el niño se topó de nuevo con él en un pasillo, corrió el riesgo de detenerse y lo miró, interrogante.

Y entonces el robot dio media vuelta y se alejó rodando por el corredor.

Nico dudó un momento. Los otros operarios lo seguían y no tardarían en alcanzarlo, por lo que finalmente decidió arriesgarse… y corrió tras el robot de la antena retorcida.

Circulaba por entre las estanterías, girando a un lado y a otro con cierta torpeza, como si alguien tirase de él con una cuerda invisible. Nico lo seguía, tratando de no perderlo de vista. Los corredores eran cada vez más estrechos y oscuros y estaban más abarrotados, como si a aquel rincón del almacén hubiesen ido a parar todos los juguetes que, por unas razones o por otras, nadie compraba nunca, hasta el punto de que ni siquiera los robots se molestaban en ordenarlos.

De pronto, Nico torció a la izquierda… y se encontró con un callejón sin salida.

El corredor iba a parar directamente a la pared. Era la primera vez que Nico veía una pared desde que había entrado en el almacén, y una parte de él se sorprendió al comprobar que, en contra de lo que parecía, aquel enorme lugar sí tenía límites en alguna parte. Se dio la vuelta, desesperado; pero los robots ya lo estaban alcanzando.

Siguió corriendo hacia delante y descubrió un estrecho pasillo entre la pared y una enorme estantería repleta de muñecos que parecían llevar décadas allí. Era el único sitio por el que podía haberse marchado el robot de la antena, de modo que entró como pudo y se deslizó hasta el final del corredor.

Se detuvo, sin aliento, al comprobar que le cerraba el paso una estantería llena de muñecas peponas que lo miraban como si se burlasen de él.

Las ruedas de los robots se oían cada vez más cerca. No tardarían en acorralarlo de nuevo, y entonces…

Nico miró a su alrededor, desesperado. Y descubrió una rejilla de ventilación medio suelta en la pared, junto a sus pies.

Se agachó y la retiró sin dificultad. Al asomar la cabeza al interior vio que el conducto de ventilación parecía bastante amplio. Sin embargo, una parte de él se resistía a meterse ahí dentro.

—Aprendiz Nicolás de Empaquetado: por favor, le rogamos que no se resista y que nos acompañe voluntariamente hasta la salida.

La voz de Nia, transmitida a través de los robots, sonó tan cerca que le hizo dar un salto del susto. Nico comprendió que estaban al otro lado del anaquel que lo ocultaba, pero no tardarían en dar la vuelta y acorralarlo contra su rincón.

No lo pensó más: se coló por el respiradero, se acurrucó en el hueco y volvió a colocar la rejilla en su lugar. Después, esperó.

Los robots no llegaron a entrar en el estrecho pasillo de las muñecas peponas. Se limitaron a asomarse y a constatar que el niño que buscaban no se encontraba allí. Quizá, si lo hubiesen recorrido hasta el final, habrían reparado en la rejilla de ventilación mal cerrada. O tal vez no. Nico nunca llegaría a saberlo.

Pasó un buen rato escondido, sin atreverse a salir, hasta que le pareció que la actividad del almacén volvía a ser la habitual. Se atrevió entonces a asomarse un poco, y su mirada tropezó con algo que no había visto antes: allí, en el suelo, al pie de la estantería de las muñecas peponas, había una bolsa de tela gris. Nico alargó la mano, atrapó la bolsa y se la llevó rápidamente a su escondite. Cuando examinó su contenido, se quedó muy sorprendido: dentro había un sándwich de pollo frío, una botella de agua, una manta y una pequeña linterna. Nico volvió a asomar la cabeza para mirar al pasillo, pero no vio a nadie.

Devoró el sándwich, bebió el agua de la botella y se envolvió en la manta. Y, casi sin darse cuenta, se quedó dormido.

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