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Capítulo 2

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Silje Sørensen infló los carrillos y dejó escapar el aire poco a poco. Luego abrió mucho los ojos y se pasó el dedo índice por debajo para quitarse el rímel que estaba segura de que había empezado a correrse.

—Eso es lo que tenemos, Silje.

Al menos de momento.

—Pues algo es algo.

—La investigación está en una fase muy temprana.

—Es jodidamente tarde, eso es lo que es.

Ahora era ella quien bostezaba intentando mantener la boca cerrada y tapándosela con una mano menuda en la que un diamante enorme brillaba a la luz de la lámpara del escritorio. Luego se reclinó en la silla y cerró los ojos.

—¿Pertenece a algún grupo? —murmuró.

—No que los de inteligencia sepan. Tiene alguna relación con los Seguidores del Profeta a través de un amigo de la infancia de Furuset, pero no está registrado como… miembro de pleno derecho, o como sea que se organicen.

—Los Seguidores del Profeta —repitió ella, desanimada.

—Esa gente está loca.

—¿Quiénes son «esa gente»?

—Venga ya, Silje.

Håkon Sand se levantó. Se puso las manos a la espalda y se balanceó levemente hacia atrás.

—Te pasas de sensible, la verdad. Después de tantos años, deberías conocerme lo suficientemente bien como para saber que no soy racista. Al contrario, he aportado mi granito de arena trabajando activamente a fin de reclutar gente para la policía de otro origen étnico que no fuera el paliducho que representamos tú y yo. Mis hijos tienen muchos amigos musulmanes. Unos niños estupendos, buenos estudiantes que juegan muy bien al fútbol y no sé cuántas cosas más. Y frecuentan mi casa. Así que contrólate.

—No me gustan expresiones como «esa gente».

—¡Me refiero a los sinvergüenzas, Silje! Exactamente igual que me disgustan los traficantes, la mierda de los pedófilos, los ladronzuelos y las bandas, vengan de donde vengan. Y de la misma manera que me cabrean los jóvenes a los que les tocó la lotería el día que sus padres llegaron a Noruega y les dieron posibilidades que ellos nunca tuvieron, para luego agradecérnoslo con verborrea religiosa, odio y maldad.

—Tu forma de expresarte no es propia de un subdirector de la policía.

—A la mierda. No tengo tiempo que perder con chorradas.

Trotó hacia la puerta y estuvo a punto de tropezarse con el borde de una gruesa alfombra de un precio muy superior al que permitían los presupuestos públicos. Se detuvo de golpe y lanzó un vistazo iracundo a la habitación, como si fuera ahora, varias semanas después de que la nueva comisaria de la policía de Oslo se hubiera instalado en la última planta de Grønlandsleiret 44, cuando veía por primera vez que se había convertido en un escaparate del buen gusto.

—¿Has pagado todo esto de tu bolsillo?

—Sí.

Él movió la cabeza despacio.

—Hay gente con suerte, vaya que sí. Heredera y comisaria de la policía de Oslo. Comisaria. Y eso que solo hace tres años que hiciste el máster. Si no te importa, me voy a mi casa. Volveré dentro de unas horas —dijo sin mirarla.

—¿Cuánto hace que nos conocemos? —le dijo ella a su espalda.

—¿Qué?

—Tú y yo. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

—Pues… ¿quince años?

—Dieciocho. Nos conocemos desde que entré aquí como agente y tú eras un asistente que estudiaba derecho en sus ratos libres. Y hemos sido amigos durante más de once años. Desde que le pegaron un tiro a Hanne Wilhelmsen y tú, Karen y Billy T. iniciasteis una cruzada para intentar abrir un hueco en el muro del que se rodeó.

—Vale.

—¿Sabes cuántas veces has comentado, como de pasada, que soy rica?

—No. Nos vemos… —levantó la vista para comprobar la hora en un precioso reloj de roble pulido— a las siete.

—Todas las semanas, como mínimo, durante once años. Una impertinencia por aquí, un comentario sarcástico por allá. Y va a peor, Håkon. Has ido a más desde que me dieron un puesto que pensabas merecer más que yo. ¿Es porque tú estás licenciado en derecho y yo solo tengo un máster en jurisprudencia? —dijo dibujando unas comillas en el aire—. ¿Porque eres mayor que yo o porque eres un hombre?

Håkon Sand se encogió de hombros y abrió la puerta.

—Soy del sexo equivocado. Eso quedó claro desde que presenté mi solicitud… Y si ahora… —se pasó la mano lentamente por la cara— vas a decirme que además de racista soy antifeminista, te recordaré que llevo un cuarto de siglo casado con una mujer que hoy sería magistrada del Tribunal Supremo si no fuera porque mi puesto podría inhabilitarla para el cargo. No parece que yo tenga nada en contra de que hagáis carrera.

—Pero ¿no se te ha ocurrido la posibilidad de cambiar de trabajo para que Karen pueda ascender?

—Joder, Silje, mira que te pones difícil. Mi argumento se sostiene. Adiós.

Håkon Sand se detuvo de golpe cuando estaba a punto de salir por la puerta. Casi chocó con un hombre de unos treinta años, con un traje de raya diplomática, camisa de un blanco inmaculado y una corbata tan bien anudada que parecía que se la acababa de poner.

—Enciende la tele —dijo echándose hacia atrás la espesa cabellera con un gesto nervioso, casi femenino—. Han enviado un vídeo a la TV2.

—¿Quiénes?

Silje agarró un mando a distancia y encendió el televisor del rincón, un Bang & Olufsen de 46 pulgadas montado sobre un mueble lacado en negro, y repitió:

—¿Quiénes?

Su secretario no contestó. Se limitó a cogerle el mando sin pedir permiso y apretó una tecla.

«… nombre de Alá, el misericordioso, el compasivo».

Un hombre muy serio, tocado con un kufi y con la cara tapada por un pañuelo, pestañeó.

—Noruego —dijo Håkon Sand bajito—, habla noruego.

«Allahu akbar», pronunció el hombre de la pantalla.

La imagen se fundió en negro unos instantes y, a continuación, un presentador de aire solemne tomó la palabra desde los estudios de la televisión.

«Este vídeo nos ha sido entregado hace veinte minutos. Lo remitimos a la policía de forma inmediata, por supuesto, pero en TV2 consideramos que es nuestra obligación dar a conocer toda la información de la que disponemos en un caso tan serio como este».

—Mierda —susurró la comisaria de la policía—. ¿Se han atribuido el atentado?

—Sí —dijo el secretario—. De momento nadie tiene ni idea de quiénes son. Pero el director de los servicios de inteligencia nos ha pedido una reunión. ¿Quieres que insista en que sea aquí?

—Sí. ¿Qué ha dicho? —Señaló la pantalla del televisor.

—Por lo que he podido entender, se responsabilizan de la explosión. La Verdadera Umma del Profeta. Una organización de la que no había oído hablar. La verdad es que me cuesta entender todos esos conflictos entre los islamistas, ¿no?

Se cepilló una imperceptible mota de polvo del hombro izquierdo y estiró la espalda.

—No es que quiera criticar, pero resulta casi incomprensible todo el lío que se trae esta gente, ¿no? —Abrió mucho los ojos, como si estuviera horrorizado por su propia afirmación—. Pero, claro, no es asunto mío opinar al respecto. La reunión será aquí, ahora mismo doy aviso.

—La Verdadera Umma del Profeta —murmuró Håkon Sand tapándose la cara con las manos—. ¿Qué coño es eso? Nunca los había oído mencionar. —Empujó el tabaco de mascar húmedo para sujetarlo mejor bajo el labio—. Digo yo que habría que expulsarles de una patada en el culo. Fuera.

Pero lo dijo tan bajito que nadie le oyó.

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