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Capítulo 3

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Estaba claro que Linus se esforzaba para que no le oyeran. Salió de su cuarto con las zapatillas de deporte puestas y pasó de puntillas por delante del ropero del recibidor sin pararse a coger ninguna prenda de abrigo. Abrió y cerró la puerta de la calle con mucho cuidado sin darse cuenta de que su padre le observaba desde su dormitorio con la pupila azul pegada a una rendija de la puerta.

Billy T. dejó pasar treinta segundos. Seguramente Linus bajaría por la escalera, el ascensor hacía mucho ruido y eran las dos de la madrugada pasadas. Se obligó a esperar en el dormitorio. Minuto y medio.

A toda prisa se calzó las deportivas en el recibidor y agarró la cazadora vaquera que colgaba de un clavo junto al armario. Comprobó que tenía las llaves en el bolsillo y salió corriendo.

Al salir se vio envuelto en el frío aire de la noche. Los meteorólogos habían prometido temperaturas primaverales, pero era evidente que los dioses del clima habían decidido dar un poco la nota. La sensación térmica era equivalente a tres grados bajo cero. La vestimenta de Linus parecía indicar que no iba muy lejos. La nieve húmeda caída la noche anterior estaba seca y gruesa y le permitía ver hacia dónde había ido Linus. A juzgar por la distancia que separaba las pisadas iba a la carrera. Billy T. corrió siguiendo las nítidas huellas con la vista fija alternativamente en el suelo y la noche que se abría frente a él.

Hacia el final de la curva que rodeaba los altos bloques de viviendas vio que Linus había bajado el ritmo. Billy T. anduvo más despacio y al llegar a la altura de la calle Refstad se detuvo por completo. Hacia el sur pudo ver a Linus que subía corriendo las escaleras que llevaban a la explanada frente a la biblioteca y el pequeño restaurante chino. Billy T. esperó a que hubiera salido por completo de su campo de visión antes de seguirle. Su hijo subía por el parking del supermercado Rema 1000. Desde la carretera de Trondheim llegaba el sonido del motor de algún que otro coche, pero no el zumbido constante del intenso tráfico diario.

Era evidente que Linus iba a utilizar la pasarela que cruzaba la carretera nacional. Billy T. vio que tenía frío, llevaba las manos dentro de los bolsillos de sus ceñidos pantalones y los hombros levantados. Eso le hacía ir más despacio, hasta el punto de que Billy T. se vio obligado a detenerse en varias ocasiones para no acercarse demasiado a él.

El chico no echaba la vista hacia atrás.

Al otro lado de la carretera de Trondheim prosiguió su camino hacia Årvoll. Billy T. se mantuvo a entre cien y ciento cincuenta metros de distancia y ya no tenía tanto miedo a ser visto.

Nunca había llegado a saber con seguridad si a su hijo sencillamente le habían echado de casa. Unos meses antes se había presentado de pronto en la puerta de su viejo piso de dos dormitorios para vivir con su padre. Como su hijo era un adulto, al menos según el calendario, Billy T. no se había molestado en contactar con Grete. Dio por terminada la obligación de hablar con ella el día en que Linus cumplió los dieciocho. Suponía que, si hubiera estado preocupada por su hijo, habría llamado.

El chico solo había murmurado que no le gustaba el nuevo novio de su madre. Podía ser cierto. O no. Hasta hacía poco a Billy T. no le había importado gran cosa. Al principio sintió una rara alegría porque Linus quisiera vivir con él. Las primeras semanas se esforzó para que se sintiera a gusto, limpiando la casa y preparando la comida. Compró un televisor nuevo y una PlayStation y alimentó la esperanza de que entre ellos pudiera surgir algo parecido a su antigua complicidad.

Pero, cuando estaba en casa, Linus se pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto. Y cuando no se encontraba en casa, solía decir que estaba en el instituto. Las pocas veces que Billy T. le preguntaba adónde iba solía contestar malhumorado que a un grupo de debate. Al menos parecía que era cierto que estaba preparándose para volver a presentarse al examen de bachillerato. Cuando alguna vez accedía a cenar con su padre dejaba los libros junto al plato y solo levantaba la vista para pedir más.

Al parecer, la transformación había empezado antes de que se mudara con su padre. Linus seguía vistiendo pantalones caídos y chaqueta militar con los codos agujereados, pero se había rapado el pelo. Con el paso de las semanas y los meses la desastrada ropa juvenil fue desapareciendo. Como regalo de Navidad solo pidió una gabardina corta y Billy T. fue a la tienda Ferner Jacobsen y gastó más dinero del que debía con la intención de alegrar a Linus. Y funcionó. Su hijo le dio las gracias por la prenda de la marca Boss con un beso desganado y algo parecido a una sonrisa.

Esos eran los únicos momentos en los que sonreía, cuando quería algo o le regalaba algo: una camisa, incluso una corbata. Con frecuencia le pedía dinero para ir al cine o para un bonobús. Esto último se le hacía raro a Billy T., puesto que Linus había utilizado el transporte público durante años sin pagar nunca el billete.

Esta noche iba a pie con un pantalón de vestir azul marino y un jersey de ochos a juego. Parecía tener cada vez más frío, correteaba sin sacarse las manos de los bolsillos. Cada pocos pasos estaba a punto de perder el equilibrio.

Seguía sin mirar hacia atrás.

Billy T. redujo la distancia que les separaba. Recorrieron unos cientos de metros de la calle Årvoll. Un par de taxis pasaron a su lado. Un tipo con pinta de ir borracho que paseaba a un perro hizo que Linus diera un rodeo a la altura del centro cultural de Årvoll. El resto del tiempo caminaba por el carril derecho de la carretera con una determinación que hizo pensar a Billy T. que quizá iba más lejos de lo que había creído. El chico giró a la derecha antes de que tuviera tiempo de seguir especulando. Sacó las manos de los bolsillos y volvió a correr por la calle Rødberg. Una decena de viejos bloques de pisos se apiñaban en torno a parches de césped embarrado con restos de nieve. Al llegar a la altura del segundo bloque Linus cruzó la calle con tanta prisa que Billy T. se detuvo de golpe por temor a ser visto. Solo le separaban cincuenta metros de su hijo y se agachó detrás de un Mazda mal aparcado encima de la acera.

En cuanto Linus desapareció detrás del edificio, Billy T. siguió a la carrera. Tardó menos de un minuto en cruzar la calle un poco más adelante sin ser descubierto. Desde esa posición, resguardado tras un contenedor verde de basura, podía ver el primero de los tres portales de la calle Rødberg número 2.

Linus parecía indeciso, porque se quedó un rato parado sobre unos pocos escalones de hormigón. Había vuelto a meter las manos en las profundidades de los bolsillos, como si quisiera evitar la tentación de llamar a uno de los timbres que flanqueaban la puerta. Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra con aire nervioso y luego retrocedió un par de pasos. Se detuvo apoyando el trasero sobre una barandilla oxidada, pero seguía con la vista clavada en el portal.

De pronto Linus se adelantó y acercó la mano a uno de los timbres. Billy T. entornó los ojos detrás del contenedor y se inclinó un poco hacia delante sin darse cuenta.

Vio que era el segundo del lado izquierdo empezando por abajo.

—El segundo por la izquierda —murmuró tres veces seguidas.

Apenas pudo oír el zumbido del portero automático. Linus entró. Billy T. contó hasta veinte y volvió a la calle. Se aproximó al bloque dando un rodeo y se acercó a la puerta que se había cerrado tras su hijo, tan pegado a la pared como le fue posible.

—El segundo por la izquierda —susurró acercándose al telefonillo.

Cuando leyó el nombre en el cartoncito sujeto con celo sintió una descarga de adrenalina. Estaba escrito a mano, pero se leía con facilidad. Billy T. tragó saliva y se humedeció los labios. Se sintió mareado y tragó de nuevo. Procuró respirar con tranquilidad, aspirar por la nariz, espirar por la boca. Se mareó e hizo un intento de ajustar mejor el ritmo. Puede que Linus tuviera un buen motivo para visitar a alguien en plena noche un día laboral. Seguro que había miles de razones posibles. El problema era que a Billy T. solo se le ocurría una a la vista de quién vivía allí. Era lo que había temido, sin llegar a reconocérselo ni siquiera a sí mismo. En las últimas semanas una difusa intranquilidad se había convertido en preocupación. Después, al encontrar la valiosa figura de Darth Vader de Linus en manos de un musulmán muerto cuando habían pasado pocos minutos desde la explosión, se transformó en una profunda angustia. Ahora estaba aterido e intentó sin éxito abrocharse del todo la estrecha cazadora antes de echar a correr.

—Hammo, ¿qué quiere decir un caso frío?

Ida Wilhelmsen, de diez años y medio, estaba tumbada boca arriba y muy despierta sobre la cama de sus madres.

—Solo es una expresión tomada del inglés —murmuró Hanne dándose la vuelta por tercera vez en un minuto—. Cold case. Y ahora, ¡a dormir!

—No puedo. ¿Y si nos levantamos de una vez?

—Son las dos y media de la madrugada, Ida. Dentro de pocas horas tienes que ir al colegio. Si no te duermes ya, será mejor que vuelvas a tu cama. Estoy agotada.

—Pero ¿qué quiere decir? ¿Y por qué nunca quieres contarme nada de cuando trabajabas en la policía? Parece emocionante. ¿Has atrapado a algún ladrón?

Hanne no pudo reprimir una sonrisa cuando su hija apoyó la cara a unos centímetros de la suya. En sus ojos brillaba el reflejo de la luz azulada del rúter que estaba junto a la ventana.

—Pues no, no recuerdo haber detenido a ningún ladrón —dijo Hanne—. Llevaba casos bastante peores.

—¿Como qué? ¿Terroristas? ¿Como los que han puesto una bomba hoy? ¿Asesinatos y cosas así?

La niña se incorporó de golpe.

—¿Has atrapado asesinos, Hammo?

Hanne se tapó la cabeza con una almohada.

—Tenemos que dormir —dijo con voz medio ahogada por las plumas.

—¿Qué?

—¡Ida!

Hanne tiró la almohada, suspiró con fuerza y se sentó empujándose con los brazos. Ida se inclinó hacia la mesilla y encendió una lámpara.

—Ahora sí que no voy a poder dormir —lamentó—. ¿De verdad que has detenido a asesinos, Hammo? ¿Y qué son esos casos fríos en los que vas a trabajar? ¿Esos también son de asesinos?

—Entre otras cosas. Supongo que la mayoría. Pero también habrá casos de personas desaparecidas, y algún asunto más. Y se dice homicida, no asesino.

—Pero ¿vas a…? ¿Vas a hablar con asesinos? ¿Tendrás que verte con ellos y eso?

Parecía muy asustada. Se deslizó bajo el edredón y se puso de rodillas mirando a su madre.

—No dejaré que hagas eso. ¿Lo sabe mamá?

—Por supuesto —dijo Hanne con aire abatido—. Y ya te he dicho que apenas notarás ningún cambio. Trabajaré casi todo el tiempo desde casa, mientras estés en el colegio. Los cold cases son expedientes antiguos que la policía ha desistido de aclarar. Será sobre todo papeleo y mucho ordenador, claro. No dejaré que ningún asesino venga por aquí.

Puso una mano sobre la piernecita de Ida.

—Te lo prometo.

—El que vino esta tarde parecía un asesino.

—¿Eso te ha parecido?

—Estaba un poco sucio, ¿no?, y con unos ojos que daban miedo.

—Bueno…

Hanne agarró una almohada, la sacudió un poco y la colocó a su lado.

—No es ningún asesino. Ya no lo trato, pero antes era una persona muy bondadosa. Y ahora acuéstate. ¡Ya!

Su voz había adquirido un tono que hizo que la niña de diez años se dejara caer sobre la cama y se subiera el edredón hasta la barbilla.

—Si dejas la luz al mínimo. Buenas noches.

Bajó la intensidad de la luz. Un reflejo suave, casi rosado, invadió el amplio dormitorio. Hanne dio la espalda a su hija y cerró los ojos. Tras sus párpados apareció la mirada entre azul y castaña de Billy T. Los abrió.

—Echo de menos a Marry —susurró Ida en la penumbra.

—Todas la echamos de menos, pero estaba cansada y era vieja, y ahora está muerta. Duerme.

—Echo de menos a mamá.

—¡Ida!

—Pero es que la echo de menos.

—El viernes estará de vuelta, tontita. Y ahora a dormir, o me enfadaré, y no me apetece nada. ¿Tienes ganas de que me enfade?

—Buenas noches.

Hanne intentó pensar en otra cosa. En nada. Intentó relajar sus piernas insensibles, dejar que sus pensamientos siguieran sus propios derroteros. Ir hacia el futuro, no mirar hacia atrás. Soñar en lugar de tener pesadillas. Cuando notó que el sueño llegaba Ida susurró en voz muy alta:

—Si quien quiere que vuelvas es la comisaria en persona es que tienes que haber sido muy buena.

—La mejor —dijo Hanne Wilhelmsen, y se quedó dormida.

—Pero ¿es que ya no te acuerdas de lo buena que era?

La comisaria de la policía abrió los brazos. Håkon Sand se llevó las manos a la cabeza y puso los ojos en blanco.

—¿Buena? ¡Era jodidamente eficaz! La mejor. Y hacia el final también estaba como una cabra. Rara, difícil, y la persona más testaruda que haya conocido.

—Era la mejor, Håkon. Y tiene ganas de hacerlo, de verdad.

Eran las cinco de la mañana y Håkon Sand estaba tan recién duchado que se le dibujaban manchas húmedas bajo la camisa del uniforme. No se había ido a casa, pero había seguido las órdenes de la comisaria y había robado hora y media de sueño en un sofá para luego ponerse el uniforme, también obligado. A sus cincuenta y dos años seguía teniendo un pelo envidiable, que llevaba húmedo y peinado hacia atrás.

—¿Y se puede saber quién te ha autorizado? ¿Por qué no he sabido nada? Al fin y al cabo, estamos hablando de…

Se interrumpió y se quedó de pie, respirando por la boca con los hombros caídos.

—Hanne Wilhelmsen —dijo Silje acabando la frase por él—. La que fuera una de tus mejores amigas. Si no recuerdo mal, estaría loca, pero eso no impidió que tu familia y tú celebrarais la Nochebuena en su casa pocos días antes de que le dispararan.

—Y esa fue la última vez que la vi. ¿Tienes idea de cuántas veces intenté visitarla en el hospital? ¿Y luego en Sunnås durante su rehabilitación? ¿Y en su casa? ¿Sabes…?

—Déjalo estar, Håkon. No podemos perder el tiempo con esto. Debemos centrar toda nuestra atención en el atentado terrorista. ¿De acuerdo?

—Pero…

—Te he dicho que lo dejes. Nos han llegado noticias de que el nuevo ministro de Justicia tiene intención de crear una comisión nacional para los casos fríos. Me parece buena idea. En vista de que hay un par de funciones que no están muy claramente atribuidas, he querido cogerle la delantera creando un pequeño equipo de dos personas de la casa. De momento es solo un proyecto piloto de un año. Vale la pena intentarlo. Y Hanne fue la primera persona en que pensé. En el incidente de Finse demostró que su instinto de policía sigue intacto y, sorprendentemente, aceptó.

Håkon se dejó caer sin prisa en una de las butacas para visitas. Se agarró al apoyabrazos y movió la cabeza despacio.

—Ni siquiera fue al entierro de Harrymarry —dijo en voz baja—. Vi la esquela por pura casualidad, y fui. Nefis estaba allí. La niña también y… me alegré de verla. La hija de Hanne, ¿no?, no la conocía. Una niña preciosa. No paró de llorar. Quise pasar desapercibido y me senté en la última fila. Pero Hanne… —levantó la vista de golpe y tomó aire— ni siquiera estaba allí. En el entierro de su propia ama de llaves, que la quería todo lo que un ser humano es capaz de querer a otro. ¿Y vas a dar empleo en la policía a alguien así?

Silje abrió la boca para contestarle, pero unos golpes vehementes en la puerta la interrumpieron. El secretario, que seguía impecablemente vestido como si veintidós horas de servicio ininterrumpido no le afectaran, entró en tromba sin esperar respuesta.

—Han identificado al hombre de la cinta —dijo en voz tan alta que dejó escapar un falsete—. Es el de… la Verdadera Umma del Profeta. El jefe de los servicios secretos ha adelantado la reunión. Llegará dentro de media hora, igual que la directora de… Está en la línea… —el secretario señaló el teléfono de la comisaria— cinco. Deberías contestar inmediatamente.

Lo haría sin dilación. Billy T. ya se había planteado antes la posibilidad de registrar la habitación de Linus, pero más de una década revolviendo en la intimidad ajena como investigador le había provocado un fuerte rechazo a seguir haciéndolo en su tiempo libre. Del mismo modo que exigía a sus hijos que respetaran su vida privada siempre les había correspondido con el mismo trato.

Pero el momento había llegado.

Su decisión se había hecho más firme mientras corría de vuelta desde Årvoll pisando las mismas huellas que había dejado tan solo unos minutos antes. Pero al llegar a casa había dudado de nuevo. Se preparó una gran jarra de café y se sentó en el cuarto de estar deseando intensamente que Linus regresara, que su hijo entrara por la puerta con la amplia y cariñosa sonrisa ladeada que parecía haber perdido definitivamente. Se sentaría y le pediría que le sirviera un café. Le contaría su excursión nocturna, le daría una explicación, tal vez algo un poco embarazoso sobre una mujer que había conocido y con la que mantenía una relación. O tal vez fuera un hombre. De verdad que a Billy T. eso no le importaría lo más mínimo. Linus se reiría al saber lo preocupado que estaba su padre por su visita a ese apartamento; el cartelito con un nombre pegado al telefonillo de la calle Rødberg número 2 era del anterior dueño. Así se quedarían, Billy T. y Linus, viendo la luz de la mañana deslizarse grisácea hacia el interior del pequeño y desvencijado apartamento, los dos juntos.

Pero Linus no apareció.

Y Billy T. lo haría ahora. Inmediatamente.

Se levantó con fingida determinación. Dejó la taza de café en la cocina. Se lavó las manos con mucho cuidado, sin saber muy bien por qué, y fue hacia el cuarto de Linus. La lamparita de la mesilla estaba encendida junto a la estrecha cama. Billy T. había sugerido la posibilidad de comprarle una de matrimonio, pero Linus era de la opinión de que apenas quedaría espacio en la habitación. La cama estaba hecha, las cortinas cerradas. Sobre el escritorio, un pupitre escolar que Billy T. había comprado en un mercadillo y reparado, había un estuche de lápices y un libro. Un manual de historia, dedujo Billy T. al echar un vistazo a la portada, o tal vez de ciencias sociales. Nunca se le habían dado bien ninguna de las dos. En realidad, lo único que indicaba que alguien vivía allí y que no era una habitación alquilada era la colección de minerales de Linus. La mayor parte estaba guardada en el interior de un arcón colocado en el rincón, junto al armario. Sobre la tapa se exhibían seis piedras semipreciosas especialmente bonitas.

La impresión que daba aquel cuarto era, sobre todo, de vacío. No solo estaba falta de espíritu por la ausencia de pertenencias personales, sino vacía. El chaval pasaba allí muchas horas, pero no se veía ni un plato usado o una taza de café. Ni una revista. Todo estaba limpio y ordenado. Billy T. nunca había visto a su hijo llevar la aspiradora o el cubo de fregar a su habitación, así que debía de hacer las tareas domésticas cuando su padre estaba trabajando. Sobre la mesilla había un ordenador portátil con la tapa cerrada. En la pequeña estantería, sobre el escritorio, se alineaban varios libros, todos ellos eran libros de texto. Junto a la mesa estaba la vieja cómoda de cuando Billy T. era un niño. Dudó unos instantes y abrió el primer cajón. Le costó un poco, la había hecho su abuelo paterno y nunca fue muy dócil.

Sorprendido, levantó el primer calzoncillo. Estaba recién planchado. Cuidadosamente doblado, descansaba sobre uno de los tres pulcros montoncitos de ropa interior. Billy T. no había visto un calzoncillo planchado en su vida, ni siquiera en la mili. Pasó los dedos con cuidado sobre las prendas, volvió a cerrar el cajón rebelde y abrió el siguiente. Un libro. Nada más. Era verde y llevaba el título enmarcado en dorado.

El Corán, simple y llanamente.

Billy T. notó que le temblaban las manos al levantarlo con mucho cuidado. Lo abrió, y sus ojos se fijaron en la oración inicial:

¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!

Alabado sea Alá, Señor del Universo,

el Compasivo, el Misericordioso,

Dueño del Día del Juicio,

a Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.

Dirígenos por la vía recta,

la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados.

La oración estaba destacada en amarillo. Las dos últimas líneas estaban entre paréntesis y al lado había un grueso signo de exclamación.

Billy T. dejó caer el Corán y se echó a llorar. Hacía once años, tres meses y unos cuantos días de la última vez.

La paloma a la que Gunnar de Korsvoll llamaba Winnie-the-Pooh tenía más de once años. Era el hermano pequeño del fallecido Coronel. El hombre que transportaba a Winnie en una jaula entre las rocas, junto al mar, no entendía qué sentido podía tener ponerles nombres a los pájaros. En realidad no le gustaban los animales, así, en general, pero comprendía que los perros y los gatos podían aportar algo a la vida doméstica. Y había que llamarlos de alguna manera. También resultaba razonable poner nombre a los caballos, aunque vivieran por su cuenta, pero bautizar a ese montoncito de plumas como Winnie-the-Pooh era una de las cosas más idiotas de las que había tenido noticia.

Pero, claro, el hijo mayor de su hermana era bastante idiota, en el sentido literal de la palabra. El chico, o mejor dicho el hombre, puesto que pese a su escasa inteligencia no dejaba de ser un adulto, daba pena, claro. Estuvo a punto de morir siendo adolescente, cuando unos jóvenes, a los que por supuesto nunca detuvieron, le golpearon brutalmente para robarle. Unos malditos extranjeros, cómo no. A su pobre sobrino le había dado tiempo de darse cuenta de ello.

—Un instante eres consciente de todo —murmuró mientras observaba las rocas resbaladizas—, y al siguiente estás completamente ido.

Se detuvo.

Había llegado a su destino. Amanecía. El mar estaba sereno y el tiempo era tan gris que al frente se fundían el mar y el cielo, tras los ramilletes de islotes y rocas de Stauper.

El hombre se puso en cuclillas y abrió la jaula. Cogió al pájaro con mucho cuidado. Algo temeroso de que le picara, comprobó que el aro que sujetaba el minúsculo cilindro siguiera en su sitio en la pata de Winnie. Luego se incorporó, levantó los brazos hacia el cielo y dejó que el ave volara a casa, con el tonto.

—Idiota.

El joven policía se maldecía entre dientes.

—¡Idiota!

Henrik Holme se dio tres tortas en la mejilla derecha con la mano abierta y luego se golpeó la frente con el puño. Estaba indeciso frente a un bloque de pisos de ladrillo rojo del barrio de Frogner.

Había vuelto a ocurrir.

Cuando Oslo fue sacudida por una de las mayores tragedias de su historia, el 22 de julio de 2011, era un policía recién salido de la academia. Le mandaron a investigar lo que aparentemente era un accidente doméstico de un niño. El caso había resultado ser interesante y trágico pero, en aquel momento, la explosión en el centro de Oslo era el destino que todos anhelaban. Y ahora, poco más de tres años después, cuando la ciudad era víctima de otro ataque terrorista, Henrik Holme volvía a estar en fuera de juego y debía funcionar como una especie de enlace entre la comisaria de la policía y una señora de la que había oído contar rumores inauditos. Y que no tenía ni la más mínima relación con los dramáticos sucesos acaecidos unas pocas manzanas más allá.

Podría haber protestado, haberse negado, pero la comisaria le había elegido.

—Mierda —susurró mirando hacia el noroeste, donde aún, casi veinticuatro horas después de la explosión, creía ver una columna de humo.

Tomó una gran bocanada del húmedo aire de la mañana y acercó el índice al telefonillo en que ponía, sencillamente, «Wilhelmsen».

Aún dudaba. Era como si su dedo no quisiera obedecerle. Tal vez fuera la sonrisa de Silje Sørensen la que le detenía. La recordaba demasiado bien. Cuatro días antes estaba en su despacho, ocupando la butaca de las visitas, cuando ella remató sus breves palabras diciendo:

—Hanne Wilhelmsen es un poco… exigente. Pero es muy, muy competente. No es una mujer cualquiera, no. Pero tú tampoco eres del montón, Henrik Holme, así que seguro que os entenderéis.

Y luego sonrió de manera un poco extraña, casi en contra de su voluntad, como si le hiciera gracia mandarle precisamente a él a tratar con esa loca y no quisiera, de ninguna manera, admitirlo.

Desde entonces no podía quitarse esa sonrisa de la cabeza.

Dejó que su dedo se posara sobre el timbre y lo dejó allí apoyado.

Hanne Wilhelmsen apretó el mando a distancia con el pulgar y buscó el canal público NRK. Era evidente que los periodistas y los entrevistados habían hecho cambio de guardia después de una larga noche de emisiones en directo. El nuevo presentador vestía un traje negro y dialogaba con tres hombres de vestimenta igualmente tétrica.

Llamaron a la puerta, pero ella no se inmutó. Cuando no esperaba visitas, que eran muy poco frecuentes, no abría la puerta.

«Para poner al día a los espectadores que acaban de incorporarse esta mañana a nuestra emisión —dijo el presentador—, ¿podría explicarnos brevemente qué es lo que diferencia la Verdadera Umma del Profeta de otros grupos islámicos noruegos? Hasta hoy no se les había mencionado en ninguna parte. ¿Se sabe algo, lo que sea, de esta organización?».

Volvieron a llamar al timbre.

Hanne cogió la taza de café y se bebió el último trago. Ya estaba enfriándose. Molesta, dejó la taza sobre la mesa y agarró su iPhone. Apretó la app del telefonillo y le echó un vistazo.

No le había visto antes. Era bastante joven, tenía el pelo rubio y lo llevaba muy corto, demasiado. Miraba fijamente al telefonillo y el ángulo hacía que su nariz pareciera enorme.

Hanne se percató de que era un policía de uniforme y, de pronto, cayó en la cuenta de que sí que esperaba a alguien. Se sintió invadida por el malestar habitual, ligeras náuseas y un repentino dolor en las muñecas. Sintió unos pinchazos tras los ojos y se quitó las gafas. Con la explosión del día anterior y la inesperada visita de Billy T. había olvidado la cita por completo. Y la intranquilidad de la noche, con Ida muy alterada, no había contribuido a mejorar las cosas. Notó muy cerca las dentelladas de un ataque de pánico. Dos semanas atrás había dedicado tres días a prepararse para el reencuentro con su amiga Silje Sørensen. Y este era un tipo que no conocía de nada.

Imposible.

Hanne permaneció inmóvil, sin cambiar de postura, y contuvo la respiración intentando combatir el mareo.

—Vete —susurró cuando tuvo que tomar aire.

Miró la app. Seguía allí parado.

Del recibidor llegó otra vez el insistente sonido.

—Joder —dijo en voz alta, y se sorprendió al darse cuenta de que había apretado el botón que abría la puerta de abajo.

«Acabamos de recibir un comunicado del servicio de inteligencia —oyó que decían en la televisión—. El representante de la Verdadera Umma del Profeta, que ayer se atribuyó la autoría del atentado, acaba de ser identificado. Se nos informa de que el grado de alerta se ha incrementado tras la reunión mantenida esta mañana por la policía de Oslo, el servicio de inteligencia, el PST y la Dirección General de la Policía. Conectamos con…».

El policía debía de haber subido las escaleras corriendo, porque ya estaba llamando otra vez.

Llevaba mucho tiempo sin correr, correr de verdad, con zapatillas y chándal. Sin más objetivo que cansarse. Y no tardó mucho en conseguirlo. Billy T. apenas había llegado hasta la estación de autobuses de Lofthus y ya no podía más. Echándole buena voluntad podría decirse que había corrido un kilómetro. Le ardían los pulmones y tenía los muslos cargados de ácido láctico antes de empezar a subir la ligera cuesta que discurría paralela al césped. Había salido con la esperanza de aclararse las ideas, pero solo había obtenido un dolor intenso que irradiaba desde la nuca. Se detuvo por completo.

Linus no había vuelto a casa la noche anterior.

Después de registrar a fondo el cuarto de su hijo, Billy T. se había quedado sentado en una butaca del cuarto de estar, en penumbra, esperando. Se había tomado otras cuatro tazas de café sin leer ni ver la televisión. Se había limitado a dejar pasar el tiempo.

Con la llegada de la luz del día al pequeño apartamento de Refstadsvingen, la decisión de aclarar las cosas de una vez por todas con Linus había palidecido. En las últimas semanas había evitado preguntar mucho al chico por lo que hacía, por respeto a su vida privada. Y porque cada vez tenía más miedo de saber cuál sería la respuesta verdadera. Durante la noche, cuando se dio cuenta de que Linus se había metido en algo que era mucho peor que cualquier cosa que Billy T. pudiera imaginar siquiera, comprendió que tendría que actuar.

Pero su hijo no regresó.

Eran algo más de las ocho de la mañana cuando Billy T. intentó hacer estiramientos apoyando el pie en un banco roto, después de una carrera de novecientos metros escasos. Cuando ya había decidido volverse andando a casa, y se sentía cada vez más ridículo enfundado en unas mallas demasiado ajustadas y una sudadera de Nike verde fosforescente, su mirada se cruzó con la de un corredor que venía en sentido contrario. Le resultaba familiar. Billy T. vio que era de mediana edad, un tipo grandote de complexión atlética.

El hombre redujo la velocidad. Se quedó mirándole unos instantes, medio desconcertado, y de pronto le dedicó una amplia sonrisa.

—Vaya, pero si es Billy T. ¡Cuánto tiempo!

Billy T. estrechó la mano que le tendía.

—¿Yngvar? ¡Vaya! Veo que te has puesto en forma de verdad.

—No me quedaba más remedio.

—Sí…

Billy T. le soltó la mano.

—Mi más sentido pésame —murmuró al recordar que el hombre había enviudado por segunda vez.

Miró con los ojos entornados hacia la colina de Grefsen, donde las nubes colgaban tan bajas que no podía verse la cima.

—Gracias —le dijo su colega de los primeros años noventa—. Ya ha pasado bastante tiempo.

—¿Te va…? —No tuvo tiempo de decir nada más.

—Sí —contestó el hombre—. Me va bastante bien. Tengo que ocuparme de la niña, ya sabes. Al menos yo tengo que seguir vivo. He empezado a entrenar, y esas cosas. Voy corriendo hasta el trabajo, aunque me pilla lejillos.

—Vaya —asintió Billy T.

Quería marcharse, pero si se daba la vuelta para volver a casa, como había sido su intención, tendría que ir en compañía de su excolega, que, evidentemente, estaba en mucho mejor forma que él.

Optó por preguntarle:

—¿Sigues en la policía judicial?

El hombre negó con la cabeza y se secó el sudor de la frente con la manga.

—Me harté de tanta mierda —dijo con firmeza—. El 22 de julio, la muerte de mi mujer y… Era suficiente. ¿Tú también lo has dejado? Creo recordar que alguien me comentó que estás en una empresa de seguridad.

—Sí. Es un trabajo cómodo, bien pagado y con pocos marrones. ¿Y tú?

—Estoy en la comisaría de Stovner —dijo señalando hacia el norte—. Coordino un proyecto de prevención entre los jóvenes de origen inmigrante.

—¡Qué bien! —dijo Billy T. intentando de nuevo distinguir la cima de la colina de Grefsen.

Tragó saliva con tanta fuerza que él mismo pudo oír el sonido que produjo.

—Es interesante, de verdad —prosiguió el otro—. Una cosa es prevenir la delincuencia tradicional, pero ahora también debemos tener en mente la radicalización de los jóvenes musulmanes. No es menos relevante después de lo que ocurrió ayer. Incluso chicos noruegos, aparentemente bien integrados, se convierten de pronto y en pocos meses…

—Entiendo. Claro. Que te vaya bien. Me alegro de haberte visto.

Billy T. dio unos saltos sin moverse del sitio y movió la cabeza de un lado a otro, como si se estuviera preparando para una carrera rápida.

—Pero oye… —Yngvar puso la mano sobre el hombro de Billy T.—. ¿Te apetecería dar una charla un día? Tú eres uno de esos tipos que los chicos admiran. ¿Recuerdas…?

Se interrumpió. Dos patrullas de la policía subían por la calle Årrund. Sin sirenas, bastante despacio. Cuando llegaron a la barrera que impedía el paso a todos los vehículos que no fueran autobuses, el primer vehículo se desvió sin acelerar hacia la plaza de Mons Søvik y se detuvo. El otro coche aparcó justo detrás.

Las dos patrullas encendieron la luz azul de la sirena.

Yngvar hizo una mueca de desagrado y cogió la botella de agua que llevaba sujeta a la espalda con una correa.

Abrieron las puertas del coche más cercano y bajaron dos agentes de uniforme, uno mucho mayor que el otro. Yngvar empezó a caminar hacia ellos. Billy T. se quedó parado. La visión de la botella de agua le había producido una sed insoportable.

El policía no prestó atención al exagente de la policía judicial. Siguió hacia delante con gesto inexpresivo y se detuvo a un metro de Billy T.

—Debes acompañarnos —dijo en voz baja—. Ahora mismo. Lo siento, lo siento de veras, Billy T.

—Perdona que haya tardado en abrirte —dijo Hanne Wilhelmsen al entornar la puerta—. Llevas los galones al revés.

—¿Qué?

La nuez de Henrik Holme subía y bajaba como si estuviera a punto de desprenderse. Confuso, intentó mirarse los hombros, pero le dolieron los ojos y el cuello.

—¿Al revés?

—Olvídalo. Supongo que eres Henrik Holme.

—Sí.

Levantó una mano pálida y sudada, pero se sintió desconcertado por la silla de ruedas y la retiró de golpe.

—Pasa —dijo ella impulsándose hacia el salón—, y cierra la puerta.

Henrik Holme no sabía qué hacer. Se miró fijamente los pies. Iba en contra del reglamento llevar el uniforme descalzo. Pero tenía delante una gran estantería para dejar el calzado y el imponente suelo de tonos claros parecía nuevo.

—¿Vienes?

Su voz parecía llegar de muy lejos.

—Sí —dijo él en voz alta—. Es solo que…

—Descálzate aunque vayas de uniforme. Los suelos son nuevos y no pienso chivarme.

Henrik Holme respiró aliviado y desató los cordones con cuidado antes de liberar sus pies. Limpió una mancha del tacón izquierdo con el pulgar y dejó los dos zapatos bien colocados en el estante con los cordones estirados hacia delante en paralelo. Los cuatro medían exactamente lo mismo. Colgó la chaqueta del uniforme de una percha en el ropero. Luego cogió el gran archivador que había traído de la comisaría y entró en el salón con toda la decisión que le permitieron sus pies descalzos.

—Qué bonito es esto —dijo muy serio.

—Un momento, por favor.

Henrik nunca había visto un televisor tan grande salvo en una tienda. Debía de medir al menos setenta pulgadas. Incluso la barra de sonido era más larga que el viejo televisor de tubo que había heredado de su abuela y que era tan grande y aparatoso que casi no dejaba espacio para nada más en su estudio.

—¿Noticias? —dijo, y volvió a sonrojarse.

Los dos presentadores que hablaban a la cámara y el logo del programa hacían que la pregunta resultara innecesaria.

La delgada mujer de la silla de ruedas ni siquiera se molestó en contestar.

En la pantalla pasaron la conexión a una rueda de prensa. Henrik reconoció al instante a los protagonistas sentados tras una estrecha mesa en una estancia repleta de periodistas y fotógrafos.

La comisaria Silje Sørensen parecía muy menuda, casi perdida, pensó Henrik al verla colocada entre el director de los servicios de inteligencia, un tipo robusto de cabello y barba roja, y la directora de la policía, Caroline Bae. La directora Bae pesaría más de cien kilos, pero como medía casi un metro noventa y además era lo que la madre de Henrik llamaba «guapa de cara», parecía más una impresionante amazona que gorda.

La comisaria de la policía de Oslo era bajita y menuda. Hasta que empezó a hablar.

«En esta ocasión seremos bastante breves —dijo en voz tan alta e investida de autoridad que un técnico de sonido alargó el brazo a la velocidad del rayo para alejar el micrófono—. Tenemos prevista una sesión más larga por la tarde. Nuestro objetivo principal en estos momentos es hacer un breve resumen de tres aspectos. Quiero, ya desde el primer momento, hacerles saber que la policía conoce la identidad del hombre que ayer por la noche envió un vídeo a la TV2 en el que asumía la autoría del atentado en nombre de la, hasta ahora, desconocida organización la Verdadera Umma del Profeta. Pero no haremos público su nombre todavía. Les puedo asegurar…».

La cartera que contenía la documentación pesaba mucho. Henrik volvió a observar el suelo recién barnizado. La cartera podía haberse ensuciado en el maletero del coche patrulla que le había acercado desde la comisaría a Frogner. Así que en lugar de dejarla en el suelo se la cambió de la mano derecha a la izquierda.

«… que la investigación será exhaustiva, y en ella…».

Hanne Wilhelmsen todavía no le había invitado a sentarse.

Henrik estaba molesto consigo mismo por haber dejado que la silla de ruedas le desconcertara. Sabía bien que ella estaba inválida. El tiroteo que casi le había costado la vida y provocó su retirada total del servicio, era parte de la mitología que todos los miembros de la policía de Oslo debían conocer. La silla era pequeña y ligera, con grandes ruedas oblicuas. Se sorprendió al darse cuenta de que le recordaba a las que había visto usar en el deporte para discapacitados. Corrían rumores de que casi nunca salía a la calle, pero aquel salón era lo bastante grande para jugar un partido de baloncesto. O más.

La verdad es que era bastante guapa, aunque fuera vieja. Tendría por lo menos cincuenta. Tan mayor como su madre, tal vez más, aunque su cabello aún no estaba del todo gris.

Tenía los hombros muy estrechos.

Permanecía inmóvil.

Henrik intentó retener todo el aire que pudo en los pulmones porque tenía hipo. Tal vez pudiera ir al baño a beber agua.

«… y no se trata de un explosivo casero. Al contrario. No estamos ante una bomba de grandes dimensiones que hayan transportado en un vehículo».

Silje Sørensen seguía teniendo la palabra en la conferencia de prensa.

«Hasta este momento las investigaciones indican que estamos ante una bomba compacta y profesional, montada en el edificio antes de la explosión. No podemos revelar más información al respecto en esta fase para no interferir con la labor policial».

Sus declaraciones fueron seguidas por un jaleo tremendo. A pesar de las claras indicaciones de la comisaria en el sentido de que se mantuvieran en silencio hasta que los tres comparecientes hubieran terminado, fue sometida a un bombardeo de preguntas en varios idiomas.

Hanne Wilhelmsen apagó el televisor.

—¿Quieres agua? —le preguntó sin mirarle.

—Sí, gracias.

—Los vasos están en el armario de encima del fregadero. Hay un dispensador de hielo y agua.

Señaló a su espalda con un índice largo y delgado.

—¿Sabes lo que me parece extraño? —preguntó mientras volvía a cambiar el maletín de mano.

—No. ¿Te importa traerme un vaso a mí también?

—Que esa panda… —hipó— tenga capacidad para fabricar una bomba profesional.

—¿Qué panda?

—La Verdadera Umma del Profeta, ¿no?

Hanne Wilhelmsen se encogió de hombros y se deslizó hacia la mesa del comedor.

—Sabemos tan poco que no podemos pronunciarnos sobre sus posibles capacidades —dijo con indiferencia—. ¿Traes el agua?

Henrik notó que volvía a sonrojarse. Con la mano que tenía libre se tocó tres veces la aleta nasal derecha con un movimiento rápido y ligero. Como no sabía dónde dejar el maletín cargó con él en la dirección que ella le había indicado.

—Ya me ocupo yo del agua —dijo ella—. Deja la cartera ahí, anda. Y siéntate.

Se dio la vuelta, sin mirarle todavía, y a Henrik le pareció ver que sonreía cuando posó la mano sobre una gran mesa de comedor junto a la ventana.

—Eh… claro, sí.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el ventanal estaba rajado en diagonal. La explosión, claro, en línea recta estaban a unos pocos cientos de metros. Colocó el maletín con mucho cuidado en un extremo de la mesa. Y como ella le había indicado, tomó asiento.

—Verás —empezó él cuando ella volvió poco después con dos vasos de agua entre las piernas—, si se trata de una bomba compacta solo podemos estar ante dos opciones. Puedes colocar detonadores repartidos con cargas de explosión rápida o puedes utilizar una bomba que se activa al entrar en contacto con la atmósfera y…

—Aquí tienes —le interrumpió ella, y puso uno de los vasos de agua sobre la mesa.

—Con tapa —murmuró esforzándose en quitarla—. Qué… práctico… para alguien que de alguna manera usa una silla de ruedas —hipó.

—No uso esta silla de ruedas «de alguna manera», y no me explico por qué no podrían haber mandado estos archivos por mensajería.

—Bueno… Se supone que te voy a poner al día y a lo mejor servirte de apoyo si…

—Tú mismo. Ponme al día, venga.

Apartó una silla de la mesa y se colocó frente a él.

—¿Por qué sabes tanto de explosivos?

—Sé mucho de bastantes cosas.

Una vez más sintió que el sofoco ascendía por su cuello, sabía que sería a ronchas y de un tono bastante oscuro. Abrió el maletín y sacó con prisa un grueso montón de papeles metidos en una funda verde.

—Una desaparición —aclaró—, de 1996.

Reprimió el hipo.

Hanne Wilhelmsen observó el voluminoso archivo unos instantes. Después de un rato lo agarró con las dos manos y se lo acercó a la nariz.

—¿Lo hueles? —se le escapó a él.

Ella no respondió. Tenía los ojos cerrados. Estaba nada menos que olisqueando ese viejo caso. Como no era la documentación original sino una copia reciente, no podía oler a nada. De pronto, de manera totalmente inesperada, golpeó la mesa con el grueso fajo de papeles. Un estallido que a él le hizo dar un bote tremendo. La silla retrocedió con fuerza y estuvo a punto de caerse.

—¿Qué…? ¿Qué haces? —balbuceó cuando recuperó el equilibrio.

—Chsss…

—Pero…

—Chsss…

Cerró la boca. Le zumbaban los oídos, un molesto acúfeno que siempre le asaltaba cuando estaba estresado.

—¿Ves? —dijo ella por fin—. Se te ha pasado el hipo.

Había hecho aparecer un ordenador portátil como por arte de magia. Henrik no pudo resistirse a pasar los dedos por debajo de la mesa para ver si había un cajón. No encontró nada. No pudo ver qué escribía, pero después de unos segundos apartó el portátil con la pantalla abierta hacia ella.

—Una desaparición —dijo con voz inexpresiva, y empezó a pasar páginas.

—Sí. Una chica, Karina Knoph, tenía diecisiete años cuando desapareció volviendo del instituto a casa.

—Por la tarde, entonces.

—Sí, hacía primero de bachillerato en el instituto de Foss. Está en Grunnerløkka.

Ella le miró por encima de los cristales de sus gafas. Su mirada no era despreciativa, pero sí lo bastante irónica para que su maldita nuez se descontrolara de nuevo. Volvió a tocarse tres veces la aleta de la nariz a toda velocidad y escondió las manos debajo de las piernas.

—Ya lo sabes, claro. Era un poco… —se humedeció los labios— rara, un poco artística, creo.

—¿Por qué crees eso?

—Bueno… hay una foto en el expediente. Llevaba el pelo teñido de azul.

Hanne se concentró en los informes. Dedicaba un buen rato a algunos y pasaba otros con prisa. Marcaba páginas con pósits amarillos que habían aparecido también como por arte de magia. Pensó que tal vez tuviera una especie de bolsa debajo del asiento de la silla de ruedas, y tuvo que contenerse para no agacharse a mirar.

De vez en cuando Hanne levantaba la vista de los papeles y comprobaba la pantalla del ordenador. Él estaba deseando poder verla.

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