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Capítulo 4

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—¿Me haces un breve resumen antes de irte? —preguntó Håkon dejándose caer en una silla—. Joder, qué bien me ha venido dormir.

—Me lo imagino. Podría entrar en coma aquí mismo.

—Arreglaste lo del tunecino ese antes de que me fuera, así que no hace falta que lo comentemos.

Abrió la boca para echarle la bronca otra vez, pero no tuvo fuerzas.

—El explosivo —dijo en su lugar.

—¿Sí?

—Los análisis preliminares indican que se trata del C4 que utiliza la OTAN. En otras palabras, puede proceder de nuestras propias filas. Desgraciadamente, o por suerte, todo depende de cómo lo mires. Si fuera de Oriente Próximo tendríamos un megaproblema porque alguien habría conseguido introducirlo en el país. Si es noruego, alguien va a tener un problema para justificarse, por decirlo con suavidad.

—Defensa —corroboró Håkon.

—Sobre todo ellos, imagino, pero también se utiliza C4 en la vida civil. Muy poco, pero se da. Trabajamos a tope para concretar la composición y así esperamos averiguar de dónde procede. Además, este tipo de bombas pueden contener trazas de otras sustancias. Trabajan a un ritmo explosivo, por emplear una expresión tal vez no muy adecuada a las circunstancias.

—Tendremos que ser pacientes —dijo él con una media sonrisa.

—Dile eso a la gente —suspiró ella tapándose la cara con las manos.

—¿Y el asesinato? ¿Jørgen alias Abdalá?

Silje se dejó caer despacio en la gran silla de oficina. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—Sin novedad —murmuró.

—Nunca puede decirse que no haya nada nuevo —objetó Håkon—. ¿Algo relativo a la hora de la muerte, por ejemplo?

—Los indicios preliminares indican que en algún momento entre el sábado por la noche y el domingo por la tarde. Lo que confirma el problema.

—¿Qué problema?

Silje abrió los ojos y le miró fijamente.

—Cualquiera diría que la que ha descansado soy yo, no tú. La secuencia de los hechos, ¡claro! En el vídeo que nos mandaron el martes por la tarde, Abdalá lee un mensaje en el que comunica que han volado las oficinas del ISAN. Pero cuando el ISAN estalló, nuestro amigo ya estaba descuartizado en medio de un pedregal en Marka. Según todos los indicios.

Cerró los ojos con fuerza y los abrió del todo.

—Quiero decir… —murmuró—, pueden haberle descuartizado un tiempo después de matarle. Y también el transporte puede ser posterior.

—¿Hemos conseguido establecer un buen contacto con el ISAN?

Silje se encogió de hombros.

—Hay bastantes… rutinas con las que deben cumplir estos primeros días. Y supongo que están bastante noqueados. Ya sabes que su líder murió, pero por fin hemos conseguido establecer un contacto permanente con la segunda. ¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo. Me llevó dos años recordar los nombres de políticos nacionales como Abid Raja y Hadia Taijik. ¡Es que nos faltan referencias para todas esas extrañas combinaciones de letras! Ola es Ola, ¿no?, Marius es Marius y Mohamed tiene un pase. Pero todos esos otros nombres resultan incompren…

—¡Håkon!

—Uy —dijo dándose un golpecito en la boca—. Por unos instantes he olvidado ser políticamente correcto.

Se quedaron en silencio.

Silje imaginó que si cerraba los ojos podría oír a todos los periodistas que se acumulaban frente a la recepción, incluso desde aquel sexto piso con las ventanas cerradas. Cuando abrió los ojos el murmullo se extinguió.

—¿Hemos consultado a los norteamericanos? —dijo Håkon.

—¿Sobre imágenes de satélites? Sí. No les gusta reconocer que tienen Noruega tan vigilada, pero sus satélites pasan por encima de nosotros a intervalos regulares. Es seguro que tienen imágenes de la sierra de Nordmarka. Pueden ser increíblemente detalladas. Si tuviéramos muchísima suerte puede que hayan tomado algunas cuando tiraron el cadáver. En el caso de un crimen normal y corriente se habrían limitado a mirarnos con aire interrogante y ligeramente ofendido. En un caso de terrorismo como este…

Tragó saliva y se llevó la mano a la garganta.

—Creo que me estoy poniendo enferma.

—No puedes.

—En un caso como este quizá los norteamericanos sean un poco más flexibles. Con toda la discreción del mundo, claro. No nos darán permiso para contárselo a nadie, por así decirlo. Los del Ministerio de Asuntos Exteriores están en ello. Ya veremos.

Håkon se puso de pie y se acercó a la cafetera. Apretó un par de botones y se oyó el habitual rugido bajo y profundo.

—¿Te apetece?

—No, gracias —dijo ella—. Espero dormirme en cuanto llegue a casa.

—He pensado en una cosa —dijo él mientras esperaba a que la cafetera acabara de ronronear.

Silje no respondió. Intentaba reunir fuerzas para levantarse, pero no sabía si sería capaz.

—¿A quién le beneficia que el ISAN se haya visto tan mermado?

—Solo los terroristas se benefician de las acciones terroristas —dijo ella con voz inexpresiva.

—Pero…

Håkon cogió su espresso doble y volvió a sentarse.

—… en realidad, los dos extremos salen ganando con esto, ¿no es cierto?

—No tengo ni idea —murmuró ella—. Quiero irme a casa. ¿Podrías hablar con el servicio de conductores? No debería conducir en este estado.

—La gente como Kari Thue tiene su día de gloria. Y también los oligofrénicos del ala más derechista del Partido del Progreso.

—Håkon…

Ya no tenía fuerzas para corregirle con severidad.

—Pero ¿no les has oído? Se lo están pasando pipa con su retórica desmadrada del tipo «Ya te lo advertí». Y a la vez resulta evidente que al menos los musulmanes más extremistas disfrutan de la idea de que el ISAN tiene una vía de agua. Literalmente.

—Pues no, literalmente no. No iban en ningún barco. En sentido figurado.

Él parecía no haber oído sus palabras. Siguió adelante sin inmutarse.

—Mi vecino pertenece al ISAN. Menos mal que no estaba allí el martes. Es un tipo estupendo. Es conductor de autobús, pero ganó nueve millones de coronas en la lotería primitiva unos años atrás y se compró un adosado cerca de nuestra casa. Es paquistaní, como casi el 70 por ciento de los miembros del ISAN. Asif, ese es su nombre. Asif Afidri.

—Así que de ese nombre sí te acuerdas…

Håkon la miró sorprendido.

—¡Claro, le conozco! Un tipo estupendo, ya te lo he dicho antes. Más dispuesto a ayudar a la comunidad de vecinos que todo el barrio de Langmyrgrenda junto. Tres hijos estupendos. Dos niños y una niña. Su mujer es un poco reservada, eso sí, y sospecho que no habla muy bien noruego que digamos, a pesar de que lleva aquí por lo menos veinte años. Pero siempre sonríe. Nunca han dado un problema. Y, Silje, no es que el ISAN represente lo que queremos…

Se interrumpió y dudó unos instantes. Dio un sorbo a su café.

—Son musulmanes de esos que deseamos tener en el país —dijo inusualmente pensativo.

—O musulmanes que son como quieren ser —dijo Silje bostezando—. Noruegos, eso es todo. Más noruegos que musulmanes, como dijo el profesor Siddiqui.

—Sí, claro.

Håkon estaba animado, se inclinó hacia delante con las piernas abiertas y un codo en cada rodilla.

—Pero es que suponen una amenaza para los dos extremos de la escala, ¿no crees?

—Sí. ¿Llamarías a ver si hay un conductor?

—La gente como ese troll de Fjord y Kari Thue y la escoria del Partido del Progreso no quieren que haya musulmanes como los del ISAN. Quieren locos como Mohamed… ¿cómo se llamaba?

—Awad.

—Como Mohamed Awad y el mulá Krekar. Quieren a los locos. Los que amenazan al presidente del gobierno, emiten fetuas y cosas así.

—Nunca he oído de una fetua en Noruega. Y ahora tengo que irme a casa, Håkon.

—Lo paradójico es que los musulmanes más extremos buscan lo mismo —prosiguió casi entusiasmado—. No quieren musulmanes noruegos de verdad. No quieren gente que celebre la fiesta nacional del Diecisiete de Mayo con trajes regionales y banderas al viento. Ni concejales, ni médicos de familia ni entrenadores de fútbol en la liga infantil. No quieren mujeres musulmanas que se casan con noruegos y escriben el nuevo noruego mejor que el 90 por ciento de los noruegos de origen.

—Ya hablaremos de eso en otro momento.

—Pero ¿no ves adónde quiero ir a parar? —casi gritó mientras se levantaba de un salto—. El PST trabaja con la teoría de que este grupo de jovencitos perdedores, encabezados por un listillo con la carrera de derecho a medias, son manipulados por yihadistas. Pero ¿no podrían igualmente haber sido incitados por ultraderechistas?

La comisaria se detuvo camino de la puerta.

—Llámame si pasa algo relevante. Pero tiene que ser algo importante de verdad.

—Sí, claro. Pero ¿estás de acuerdo?

—¿Con qué?

—Que cuando se trata del ISAN los islamistas y los racistas tienen intereses comunes.

—Puede ser —dijo ella, y salió por la puerta sobre unos tacones que hacía horas que se arrepentía de haberse puesto—. Puede que tengas razón.

Quizá debería haberle hablado a mamá de la visita inesperada. En el momento en que el policía de cabeza grande se marchó de allí, estuvo seguro de que lo haría. Pero entonces se puso a cuidar de las palomas. Olvidó a Henrik. Ya ni siquiera estaba seguro de que su nombre fuera Henrik. Sí, era Henrik, pero no había dicho su apellido.

Cuando mamá volvió, recordó la visita inesperada.

Pero mamá estaba muy estresada.

Intranquila, de la manera que a Gunnar no le gustaba nada que estuviera. Iba de habitación en habitación sin tener nada que hacer allí, y cuando dijo que Peder tenía que llevarse a dos de las palomas, Gunnar se enfadó. Mamá no soportaba que se enfadara. Su mirada se oscurecía y su voz sonaba aguda otra vez, y todo se detenía.

Solo él sabía manejar a las palomas. Peder lo hacía bastante bien, pero mamá era demasiado brusca. Había que llamarlas con voz amorosa y manos cálidas, no había que agarrarlas en el nido. Él hacía que cada paloma, salvo las más jóvenes, entraran en la jaula de transporte por su propia voluntad.

—No —se quejó oscilando de un lado a otro en el sofá.

—Sí —dijo su madre con firmeza—. Y tú te vas a quedar aquí mientras Peder atiende a las palomas.

Se marchó.

Gunnar se echó a llorar. Aprovechó la ocasión mientras ella no estaba. Mamá siempre se enfadaba cuando él lloraba, salvo que de verdad se hubiera hecho daño. A veces pensaba que era porque los hombres adultos no lloran. Que él llorara era la prueba de que no había llegado a hacerse mayor. Mamá odiaba que nunca se hubiera hecho adulto de verdad.

En realidad, a mamá le disgustaban muchas cosas, pero no todas eran por culpa de Gunnar, afortunadamente. Se acercó a la ventana, aunque le había dicho que se quedara en el sofá hasta que ella volviera.

Peder era un buen hermano, pero a Gunnar no le gustaba que estuviera en el palomar sin él. Vio que estaban trajinando allí. Mamá salió con la primera jaula. Estaba demasiado lejos como para que pudiera ver quién había dentro, pero temía que fuera Brumm. Brumm necesitaba descanso y cacahuetes sin sal, una golosina que Gunnar guardaba para los mejores pájaros.

A las palomas no les convenía la sal.

Las vacas tenían rocas de sal entre el pasto, lo había visto el año anterior cuando fueron de vacaciones a Valdres. A los perros les gustaban los cacahuetes, pero seguramente no les hacían bien. A él no le gustaban las patatas si no llevaban un montón de sal, y por unos instantes intentó recordar el nombre del hombre desconocido que había llamado a la puerta por la mañana.

Gunnar tenía muchas ganas de que llegara el verano.

Entonces se bañaría, y sería muy interesante seguir la evolución de los nuevos polluelos que pronto saldrían del cascarón. Mamá le había dicho que había varios compradores para los últimos descendientes del Coronel.

Ganaría dinero.

Tal vez pudiera comprarle algo bonito a Karina, pensó de repente, y su cara se abrió en una gran sonrisa mientras sus ojos subían hacia la izquierda.

No. No sabía dónde estaba Karina. El chico paquistaní la había empujado y Gunnar no sabía muy bien lo que había pasado después.

Ese policía tenía una cabeza grande de verdad, pensó volviendo a sentarse en el sofá. Seguro que allí dentro había sitio para muchos pensamientos.

En su cerebro no, recordó, y empezó a llorar otra vez. Dejó que las lágrimas rodaran para acabar de una vez. Dentro de no mucho mamá estaría de vuelta, y para entonces tenía que haber recuperado su sonrisa.

Esa sonrisa que a mamá le gustaba tanto.

—Me encanta el pescado —dijo Henrik Holme, y volvió a servirse palitos de pescado caseros—. ¿Cómo los haces?

—Se compra merluza fresca —dijo Ida Wilhelmsen muy seria mientras sus ojos seguían el camino de los trozos desde la fuente al plato de Henrik—. Luego se corta en trozos rectangulares. Después se mojan en huevo. En otro cuenco hay que tener Corn Flakes machacados con la mano. Y sal y pimienta, claro. Luego haces rodar los trozos de pescado por la masa y se fríen a temperatura media con buena mantequilla. Hasta que estén dorados y bonitos.

—Buena mantequilla —repitió Henrik con una sonrisa—. Nunca había oído a nadie de menos de cincuenta decir eso.

Ida seguía mirándole muy seria.

—No quisiera parecer descarada —dijo ella—. Pero tienes una nuez muy grande.

Henrik sonrió.

Le gustaba Ida. Ida no hablaba en clave.

—Lo sé. Me molesta con bastante frecuencia. Mi madre dice que debería plantearme una operación.

—¿Una como las que se hacen los trans? —preguntó curiosa.

—Es hora de acostarse —dijo Hanne.

—Pero si él no ha acabado de comer —protestó Ida—. Es de mala educación marcharse de la mesa antes de que los invitados terminen de comer.

—No es de peor educación que comentar el aspecto físico de los invitados —dijo Hanne tajante—. Ve a prepararte. Iré a darte las buenas noches dentro de veinte minutos exactos.

—La verdad es que podéis ser bastante maleducadas las dos —dijo Henrik secándose los labios con una servilleta atravesada por letras doradas que decían «Feliz Navidad»—. Bueno, de vez en cuando. Y, para ser sincero, me gusta.

—Mañana vuelve mamá —dijo Ida llevando su plato a la cocina—. ¿Conoces a mamá?

—No.

—Te gustará. A todo el mundo le gusta mamá.

—A diferencia de…

Hanne sonrió con la boca torcida a su hija, que desapareció en la cocina. Oyeron que pasaba el plato por el grifo y lo metía en el lavaplatos antes de regresar.

—Tú le gustas a todo el mundo que te conoce —dijo—. El problema es que no te conoce casi nadie. Y todo el mundo conoce a mamá.

La niña se frotó las manos, como si hubiera hecho un trabajo sucio. Por un momento pareció dudar y luego se acercó a Henrik y le dio un beso.

—Buenas noches, Henrik. Vuelve pronto.

—Acabas de portarte de manera muy educada —sonrió notando que el rubor, ese maldito rubor, le subía por el cuello.

En cascada.

Nunca le había dado un beso una niña.

No desde que era muy pequeño.

Fue un instante de puro bienestar.

Agarró el vaso de agua y bebió un sorbo como si fuera el mejor de los vinos.

—Buenas noches, Ida —dijo—. Ha sido muy agradable haberte conocido. Y debo decir que eres una cocinera estupenda. Cuando yo tenía tu edad solo sabía freír un huevo.

Ida se marchó.

—Una chica muy maja —dijo al oír una puerta que se cerraba.

—Sí. Un pelín resabiada de vez en cuando, pero buena niña. ¿Te importa recoger el resto?

Henrik se levantó. Intentó recordar si alguna vez había quitado una mesa que no fuera la suya propia o la de casa de sus padres. Mientras metía los platos y los cubiertos en el lavaplatos, concluyó que nunca le habían invitado a cenar. Aparte de la familia.

—Ya está —dijo al regresar a la mesa del comedor con un paño—. Muchas gracias por invitarme a cenar.

—Así que Karina estaba con ellos aquella tarde —dijo ella mientras él secaba la enorme mesa de roble con ahínco.

—Eso dijo Gunnar. Se fue de la lengua, eso es evidente. Es bastante probable que sea la primera vez que lo cuenta. ¿Sabes lo que creo?

—¿Recuerdas lo que te he dicho esta mañana?

—Que no debemos creer sin más. Sí, claro. Pero escucha esto…

Pasó el trapo una última vez por el final de la mesa y se sentó.

—Mejor que ese trapo no se quede ahí, dejará una mancha —dijo Hanne señalando.

—Perdón.

Se levantó de un salto y lo llevó a la cocina.

—No hace falta que pidas perdón por todo —gritó ella, y le pareció notar algo de irritación en su voz.

—No —dijo levantando las manos al entrar—. Disculpa. Ya no lo haré más.

Ella le miró con un ligero aire de reproche.

—¿Bebes vino?

—No. Sí. Quiero decir que claro que bebo vino, pero no me gusta demasiado.

—Entonces ¿qué te apetece?

—Nada. Estoy bien.

Cogió el vaso de agua que quedaba sobre la mesa.

—Bien —dijo ella—. ¿Qué ibas a decir?

—La lesión cerebral de Gunnar parece severa —dijo Henrik—. Diría que su edad mental ronda los seis años. Puede que ocho. Pero, a diferencia de la mayoría de los niños de seis años, tiene una capacidad limitada para memorizar. Tuve la sensación de que olvida las cosas de un segundo al siguiente. Pero a la vez hay bastantes cosas que puede recordar. Por ejemplo se ocupa de sus palomas. Palomas de competición. Supongo que eso exige conocimientos y rutinas, lo que a su vez presupone capacidad de recordar cosas y organizarse. No es que yo sea un experto en cerebros, pero… —Reflexionó unos instantes intentando reconstruir la conversación que había mantenido con Gunnar—. Recuerda algunas cosas del pasado, eso es evidente —dijo por fin—. No ha olvidado a Karina. Se ha aferrado a la historia de los dos paquistaníes desde que fue capaz de hablar después del ataque. Y si…

Miró por la ventana, hacia el norte. El cristal seguía atravesado en diagonal por una grieta casi recta.

—Karina y Gunnar estaban junto a la presa —empezó otra vez—. Creo que Gunnar no es capaz de mentir.

—¿Por qué no?

—Es demasiado difícil. Demasiado complicado. Ya le resulta bastante difícil retener información, no contar todo lo que sabe. Creo que ese es el límite de sus capacidades. Cuando se refirió a Karina, y sobre todo cuando mencionó que se había caído al agua, o mejor dicho que la empujaron, parecía bastante desesperado. De hecho, puede ser la primera vez que lo haya contado.

Hanne entornó un poco los ojos.

—¿Por qué ibas tú, un desconocido, a conseguir que hablara de algo que no ha mencionado a nadie en dieciocho años?

Henrik se puso de pie. Se tocó la aleta de la nariz tres veces con una tímida sonrisa. Se dio un golpe en la sien con los nudillos de la mano izquierda y se tiró del lóbulo de la oreja derecha.

—Porque hablé con él, no de él. ¿Sabes, Hanne…? —Volvió a sentarse y se metió las manos debajo de los muslos—. Ser diferente es bastante complicado.

—De eso lo sé todo.

—No, con todos mis respetos: no lo sabes.

Pudo sostener su mirada azul glaciar sin titubear.

—Sigue —dijo ella pasados unos segundos.

—Tu manera de ser diferente despierta admiración. También ira, creo, tal vez impotencia.

Iba a añadir «amor», pero no se atrevió.

—En la comisaría todavía hablan de ti —optó por decir—. Tu diferencia es en cierta manera… algo elevado. La mía, por el contrario, a la gente le provoca risa. En el peor de los casos les doy asco. En el mejor, pena. A mí se me define hacia abajo, a ti hacia fuera. O hacia arriba, para muchos. La primera vez que oí hablar de ti fue casi como si fueras una semidiosa.

Ella sonreía, incluso con los ojos.

—Por el contrario, con la gente como Gunnar la diferencia se intensifica. Para empezar su aspecto es todavía más llamativo que el mío. No es muy guapo, a decir verdad. Tal vez lo fuera alguna vez, pero sus muecas son… feas. Por otra parte, hablar con él es todo un reto. Con frecuencia responde a las preguntas de manera extraña y poco apropiada. Y sus propias afirmaciones también. Por ejemplo, puede decir que se va a marchar, y no moverse del sitio. Creo que pasado un tiempo, no demasiado, es fácil que las personas que le cuidan dejen de verle. Quiero decir que…

Ladeó la cabeza y observó el vaso de agua.

—Seguro que su madre le ama tanto como cualquier otra madre quiere a su hijo. Pero es fácil que sus cuidados se confundan con un papel de… ¿jefe? Tiene un hijo que de pronto volvió a ser pequeño, y que será su responsabilidad mientras viva. Tiene que tomar todas las decisiones por él. Probablemente hasta detalles como cuándo debe darse una ducha o cambiarse de ropa.

Volvió a mirar a Hanne. Parecía a la vez escucharle concentrada y un poco distante, como si estuviera prestando mucha atención a lo que decía y a la vez pensando en otra cosa.

—Creo que Kirsten Ranvik le habla a su hijo. Pero no habla con él. Si Gunnar le hubiera contado alguna vez que Karina iba con ellos aquella tarde, ¿no habría ido a decírselo a la policía? ¡Por la documentación del caso sabemos que estaba cuando menos alterada por la falta de avances en el caso!

Hanne se apartó el flequillo de la frente y asintió.

—Apúntate un tanto —dijo sin más.

—Y cuando Gunnar menciona que Karina cayó al agua creo que ella… —levantó el vaso de la mesa— cayó al agua. Y tiene que referirse al río Aker. El lago Maridalen está cercado por tratarse de agua potable.

—Es fácil saltar esa valla —objetó ella con lo que él interpretó como una sonrisa—. Bill… un amigo mío y yo nos dedicábamos a la pesca ilegal de cangrejos cuando íbamos al…

—¿Y volvió a pasar por encima de una valla alta con la cadera rota y grandes lesiones craneales? Gunnar apareció en el exterior de la cerca, Hanne. Eso quiere decir que estamos hablando del río. Y en ese punto el río Aker tiene fuerza y está lleno de piedras. Me acerqué a comprobarlo después de haber estado con Gunnar.

Volvió a saltar de la silla y luego se sentó otra vez para continuar:

—Si Karina cayó al agua tuvo que ser muy dramático.

—Lo haces bien.

—¿Qué?

—¿Tienes Asperger?

—Asperger ya no es un diagnóstico. Pero no. La verdad es que me han hecho pruebas porque sospechaban que podía tener un grado leve de autismo. Cuando era más joven. Pero los psicólogos opinan que mi capacidad de establecer lazos afectivos es demasiado buena como para que se trate exactamente de eso. Quiero mucho a las personas que me dejan quererlas. Y también me gusta el contacto físico. Mucho. Aunque no me den mucho, precisamente.

Notó con sorpresa lo tranquilo que estaba.

—Y entonces ¿qué es lo que te pasa?

—No lo sé. Un poco de una cosa y otro poco de la otra, tal vez. En las pruebas que me hicieron quedó claro que tengo problemas para interpretar los subtextos. Como la ironía, por ejemplo. Prefiero que la gente diga lo que opina de verdad. Pero, según los psicólogos, a la vez entiendo bastante bien a otras personas. Al menos en teoría. Puede que Tourette, pero ¿sin los tics verbales? No lo sé. A lo mejor solo soy un tipo muy tímido con una nuez grandísima.

Ella sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Le gustaba que se lo hubiera preguntado. A Henrik le gustaría que todo el mundo se lo preguntara.

—En todo caso, resultas fascinante —dijo Hanne—. Esto está muy bien, Henrik. Sigue.

—¿Y si…?

Puso la mano izquierda sobre la mesa y empezó a tamborilear. El pie izquierdo seguía el ritmo contra el suelo.

—Deja que pruebe con un «¿Y si…?», Hanne. Solo uno.

—Vale.

—¿Y si lo que pasó aquella tarde junto al lago Maridalen no solo fuera una agresión? ¿Y si también estuviéramos hablando de un asesinato?

—Si hubieran empujado a Karina al agua y hubiera muerto la habrían encontrado enseguida. Ese río cruza todo Oslo.

—Pero ¿y si se la llevaron? ¿La sacaron y se la llevaron? ¿Y si…?

Se contuvo de golpe. Solo le habían dado permiso para un «¿Y si…?».

Hanne miraba al infinito con aire ausente. Ida la llamó desde el interior del piso. No reaccionó. Permaneció inmóvil. Henrik intentó con todas sus fuerzas hacer lo mismo.

—Los paquistaníes —dijo ella por fin—. No tenemos ni idea de quiénes son.

—No.

—Pero puede que Abid Kahn sí.

—¿El chico de tercero B? ¿El que estaba en Rawalpindi cuando sucedió todo?

—Sí, búscale. Habla con él lo antes posible. Es una pista muy endeble, pero es la única que tenemos. Y ahora debes marcharte.

Henrik se puso de pie.

—Por cierto, Gunnar es un poco racista —dijo sonriendo y remetiéndose la camisa en el pantalón—. Opina que en Noruega hay demasiados paquistaníes.

—No es el único, me temo. No es el único en absoluto.

Una joven sola ocupaba una mesa en el rincón, con auriculares conectados a un móvil colocado junto al plato. Comía su ensalada lentamente. No parecía importarle ser la única de todo el restaurante que no estaba acompañada.

Eran las diez de la noche. El sitio estaba a tope. La ciudad estaba mucho más tranquila por la noche desde dos días antes, pero el restaurante vegetariano de la calle Seilduksgata se había puesto muy de moda, aunque solo llevaba abierto un par de meses. Desde que le hicieran un auténtico panegírico en el diario económico Dages Næringsliv, había una lista de espera de tres semanas. Y también una cola de gente a la puerta, con la esperanza de que alguien hubiera cancelado su reserva. Algunos clientes habían conseguido sitio en el bar, pero no todos, y había un auténtico follón.

Pero no para la mujer pelirroja del rincón.

Había pedido una copa de vino blanco para acompañar la comida, siguiendo el consejo del camarero. Había aceptado el vino español con cierto escepticismo, pero no se había arrepentido. La comida también respondía a sus expectativas, y la música que tenía en el oído era mejor que la que atronaba el local mezclada con el jaleo de los que esperaban impacientes en el otro extremo del restaurante.

Si no hubiera habido tanta gente, puede que hubiera sido la testigo decisiva que la policía nunca encontraría. Los demás comensales eran dos en cada mesa, o tres o cuatro o más, y estaban distraídos los unos con los otros. La mujer pelirroja estaba decidida a ser escritora, aunque estudiara en una prestigiosa escuela de negocios. Le gustaba observar a la gente. Inventarse historias sobre ellos.

Pero aquello era un caos.

En algún momento de la noche habían metido una maleta debajo de la barra. No era muy grande, casi como una bolsa de viaje. Apenas se veía entre los paraguas y las mochilas que la gente había dejado allí.

Hasta que explotó.

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