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Capítulo 5

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Si no hubiera sido por la reacción tan violenta de Linus a la amenaza de hablar con su madre, Billy T. lo habría hecho inmediatamente.

Aunque fueran las dos y diez de la madrugada del viernes.

Probablemente estaría despierta, como la mayoría de los noruegos, que eran incapaces de conciliar el sueño después del nuevo atentado terrorista. Ahora lo más importante era retener al muchacho, impedir que se mudara. Que Linus pasara con cierta regularidad por el piso de la curva de Refstad le daba a Billy T. un mínimo control sobre él. Una posibilidad de establecer contacto.

También tenía que reconocer que hablar con Grete era una de las cosas que menos le apetecía del mundo. Había relajado los hombros y respirado con gran alivio cuando dejaron atrás el dieciocho cumpleaños de Linus y no tuvo que verla más. Al menos no hasta una posible boda. Y eso parecía estar muy lejano en el tiempo en el caso de Linus.

Billy T. estaba en el salón de su casa viendo la televisión.

Seis personas habían muerto de manera instantánea cuando una bomba explotó en el restaurante vegetariano de moda, La Hierba Más Verde, en la calle Seilduksgata, en Grünerløkka. El número de heridos era tremendo. El local estaba destruido, pero los daños materiales no eran ni de lejos tan graves como los de las oficinas del ISAN. La policía se había negado, de momento, a pronunciarse sobre el tipo de explosivo empleado en esta ocasión, pero en todo caso estaba metido en una maleta debajo de una barra, no montado de manera experta en los elementos clave de carga del edificio.

La televisión pública NRK acababa de emitir en directo desde la comisaría.

Una pérdida de tiempo absoluta, ahí no había más información que rascar de momento. La comisaria Silje Sørensen había dado una breve rueda de prensa antes de la medianoche anunciando que la siguiente actualización no se daría hasta las nueve de la mañana del día siguiente.

Billy T. sintió pena por Silje. Parecía agotada y había envejecido diez años en los últimos días. En otro tiempo estuvo a punto de llevársela a la cama, una noche en que se dirigían a un seminario en el ferry que iba a Kiel. A pesar de que había bebido bastante, se rajó cuando llegaron a la puerta del camarote.

Los dos se alegraron de eso al día siguiente. Al menos ella, le pareció a él.

Una chica elegante, Silje. Lista. No era culpa suya que su padre, armador, la hubiera hecho riquísima adelantándole parte de la herencia cuando tenía veintipocos años. Se había licenciado en derecho en tan solo tres años, además de trabajar a media jornada en la policía, así que tampoco había nada que objetar a sus capacidades.

Y ahora iban a emitir un nuevo debate. Subió el volumen. En las dos últimas horas habían pasado por el estudio una serie de expertos, cada uno más serio y desconcertado que el anterior. Los políticos habían brillado por su ausencia, como si todos los partidos se hubieran puesto de acuerdo para dejar transcurrir al menos la noche antes de politizar una situación cada vez más tensa. Billy T. pensó que no era mala idea, a pesar de que tanto la primera ministra como el ministro de Justicia habían tenido que oír las críticas de los presentadores por su decisión de no decir nada.

Una mirada a la taza de café le dio náuseas. Fue a la cocina a buscar una cerveza fría.

—¿Cómo es posible? —susurró cuando regresó y vio a los participantes en el panel.

Uno de ellos era Fredrik Grønning-Hansen. Diputado del Partido del Progreso, estaba tan en el ala extrema del movimiento contra la inmigración que podría haber entrado directo en el partido ultraderechista de los Demócratas de Suecia. Era inconcebible que la televisión pública NRK diera acceso a un bala perdida como él pocas horas después del segundo atentado terrorista que sufría Noruega en menos de tres días. Billy T. le consideraba un tipo avinagrado rebosante de odio al islam, un quejica que exigía poder diseminar su mierda sin que nadie pudiera frenarle sin ser acusado de amordazarle. Un tipo que le ponía enfermo. No era extraño que fuera el único político de la escena nacional que no había aceptado el evidente acuerdo de darle a la policía y al gobierno las horas de la noche para centrarse antes de hacer declaraciones.

—Mierda de tío —murmuró Billy T. mientras volvía a sentarse—. Y mierda de NRK.

La televisión pública no se había conformado con Fredrik Grønning-Hansen. Junto al presentador, el diputado del Partido del Progreso estaba acompañado por Hilde Fossbakk. Estaba al frente de la fundación Documented Humanity, en la que Kari Thue era responsable de la web dochum.no.

Un malestar sordo, desconocido, le provocó a Billy T. una acidez tan intensa que dejó la cerveza.

«Es hora de recurrir a métodos más contundentes —dijo Fredrik Grønning-Hansen, alterado—. Por ello quiero presentar una proposición a título individual en el Congreso lo antes posible. Debe concederse a la policía la potestad de internar a los musulmanes en determinadas circunstancias».

El realizador saltó a un hombre sentado a su izquierda. Estaba, literalmente, boquiabierto. Con los ojos como platos y sin cerrar la boca miraba incrédulo de Grønning-Hansen a Hilde Fossbakk. El investigador del Centro de Estudios para la Paz siguió ocupando la pantalla incluso cuando Grønning-Hansen continuó:

«Yo y otros muchos llevamos tiempo advirtiéndolo. Muchos años. Hemos dejado que socaven nuestra patria desde el interior. Nuestra cultura está en el punto de mira por una ingenuidad tan llamativa que debería estar penada por ley. Los distintos gobiernos de los últimos veinte años han consentido una invasión silenciosa llevada a cabo por tropas bajo una bandera falsa. No existen los musulmanes moderados. Nadie…».

La imagen seguía enfocando al investigador, quien por fin parecía haberse recompuesto.

«¿Internar? ¿Estás diciendo en serio que quieres internar a los musulmanes noruegos? ¿Eres consciente de las implicaciones históricas de una propuesta así? ¿Me permites que te recuerde lo que los norteamericanos hicieron contra sus propios conciudadanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial? Es uno de los mayores errores de la historia de Estados Unidos y tú te permites afirmar…».

«Grønning-Hansen habla de darle una oportunidad a la policía —le interrumpió Hilde Fossbakk—. Y resulta interesante que saques a colación la Segunda Guerra Mundial. Porque la situación que ha surgido en nuestro país es comparable precisamente con una guerra. ¡Estamos en guerra! Contra una ideología que conlleva desechar todo aquello sobre lo que esta nación se sustenta, como la libertad de expresión, la igualdad y otros derechos humanos fundamentales».

El presentador levantó las manos para interrumpirla y se tocó la oreja. Mientras escuchaba, siguió hablando con veteranía:

«La verdad es que nadie ha asumido la responsabilidad del atentado de ayer todavía —dijo haciendo una pausa de un par de segundos antes de cambiar de expresión de manera dramática—. Sí, ahora sí. Acabamos de saber que la Umma del Profeta acaba de reclamar la autoría de la explosión en Grünnerløkka. No es…».

Bajó la mano y echó un vistazo al portátil que tenía delante.

«Repito: no es de la Verdadera Umma del Profeta, la organización de la que tuvimos noticia el martes pasado, de quienes se trata en esta ocasión. Esta noche estamos hablando de una organización mucho más conocida, que lleva mucho tiempo siendo el centro de atención de los servicios de inteligencia y los medios de comunicación».

Pasaron a emitir un vídeo en el que se veía a un hombre delante de una pared blanca y neutral. Llevaba el habitual pañuelo tapándole la cara, ropa suelta y en la cabeza algo similar a un turbante. Entre las manos sostenía, en ángulo sobre el pecho, una metralleta que Billy T. reconoció al instante como la rusa AK-47.

El hombre hablaba árabe. Un traductor simultáneo tartamudeaba en noruego durante los dos minutos de grotesca retórica.

«Allahu akbar», concluyó.

La grabación estaba colgada en YouTube.

Oyó que llegaba alguien.

Billy T. apagó el televisor, se levantó de la butaca de un salto y salió al pasillo.

—Linus.

—Hola.

—Es tarde.

—Sí.

—¿Tienes hambre?

—No.

Su hijo se quitó el abrigo y lo colgó en un gancho solitario en un lateral del armario ropero.

—Me voy a dormir —murmuró.

—¿Has estado con Arfan?

—Eso a ti no te importa.

—No. Pero debes escucharme, Linus. No tienes más remedio. Si no por mí, por ti. Mantente alejado de Arfan. ¿Me oyes? Arfan está bajo…

Decidió callárselo e intentó bloquear la puerta de la habitación de Linus.

—Debes mantenerte alejado de Arfan una temporada.

—Ya no se llama Arfan.

—¿Qué?

Linus le empujó para apartarle de la puerta. Billy T. no se resistió en contra de su voluntad.

—Al final ha decidido no convertirse —dijo Linus entrando en su habitación.

Por suerte dejó la puerta abierta mientras se sentaba en la cama y se quitaba el jersey.

—¿Sabes lo jodidamente fácil que es convertirse al islam? —resopló—. No hace falta una mierda. Si quieres hacerte católico, o judío por ejemplo, tienes que pasar por un montón de cosas. Estudios y confirmaciones y no sé cuántas cosas más. Por lo menos esa gente se toma su religión en serio. Para ser musulmán… —rio— solo tienes que decidir serlo. Como si fuera una cosa entre Alá y tú. Mejor si puedes recitar todo el Shahada de un tirón, pero nadie se mete en nada. Voilà, y eres musulmán. Menudo chiste.

Se puso de pie para quitarse los pantalones.

—Mantente alejado de Andreas —dijo Billy T. en voz baja—. Por favor, Linus. Una temporada.

—No hace falta que te preocupes —dijo Linus quitándose los calcetines y metiéndose debajo del edredón—. Apaga la luz, si no te importa.

—Ha habido otro atentado terrorista.

—Lo sé. Lo he oído en el centro.

—¿Has estado en el centro?

—Apaga la luz. La gente es idiota, ¿no? Mira que salir a un restaurante cuando esos locos habían amenazado con volver a atacar. Nosotros no haríamos eso.

—¿Puedes prometerme que mañana te mantendrás alejado de Arfan, o Andreas o como sea que se llame?

Linus no respondió. Se limitó a taparse la cabeza con el edredón y se giró hacia la pared. Billy T. se quedó parado unos instantes, con la mano en el pomo de la puerta, suspiró, bajó el interruptor de la luz y cerró la puerta con mucho cuidado.

Al darse la vuelta para volver al salón rozó el abrigo de Linus. Algo se desprendió de la manga y cayó al suelo con un movimiento lento y oscilante. Billy se agachó para recogerlo. Vio que era una pluma. Una pluma gris, bastante grande. La acercó a la lámpara del techo y vio que tenía un brillo azul. Parecía de paloma.

El hombre de Sandefjord había lanzado una paloma una vez más.

Esta había vivido unos días con él y le había empezado a gustar. Su arrullo resultaba tranquilizador. Como debía mantenerla dentro de casa —no convenía que los vecinos la vieran—, se había acostumbrado al profundo y cálido sonido que salía de su garganta cuando se acercaba la hora de comer. El pájaro estaba acostumbrado a las manos y era dócil.

La verdad es que había dejado un vacío, se dijo mientras apagaba la televisión. Se sentía profundamente intranquilo por todo lo que estaba ocurriendo. El hecho de poder contribuir era lo mejor que le había pasado nunca. Ahora trabajaba como químico en el departamento de I+D+I de la empresa Jotun, pero había residido en muchos lugares del mundo antes de que le aparcaran en un pequeño laboratorio sin mucho más que hacer que esperar a que le llegara la edad de la jubilación. Afortunadamente no faltaba mucho.

Había viajado mucho y conocido a mucha gente.

Tuvo amigos de variadas nacionalidades y distintas tonalidades de piel. Gente hacendosa que justificaba su existencia. La gente que había conocido en Dubái, Corea del Sur, Australia, o incluso en Finlandia, no era especialmente religiosa. Eran profesionales. Profesionales de trato agradable que se duchaban cuando tocaba y se ocupaban de sus familias. Que trabajaban duro y no suponían una carga para nadie. Que no tenían una docena de hijos ni esperaban que los impuestos les dieran de comer.

A Noruega llegaba la escoria.

Gentuza musulmana y pobre, que anteponía el islam a la Constitución.

Encendió el televisor y se sintió satisfecho. En guardia, alerta. Y satisfecho. Le había resultado duro estar tan solo en los años que habían pasado desde la muerte de su esposa, pero había merecido la pena. Le hubiera gustado ver a su hermana con más frecuencia, pero Peder había decidido varios años atrás que debía tener con ella un contacto limitado. Los contactos y las comunicaciones dibujaban un esquema. No debían dejar nunca ni esquemas ni huellas.

Todo iba como estaba previsto.

El plan era sencillamente genial.

—No hace falta ser Einstein para concluir que los sucesos de esta noche empeoran el asunto —dijo el director del PST Harald Jensen pasándose una mano ruda por la cara—. Si es que puede ser peor de lo que ya era.

El ministro de Justicia entornó los ojos.

—Así que, en tu opinión, ¿es peor que la Umma del Profeta esté involucrada que cuando esa… —respiró profundamente y movió un poco la cabeza— organización hermana, o como la quieras llamar, asumió la autoría?

Silje Sørensen estaba sentada al final de la gran mesa de la sala de juntas del despacho del ministro. El ministerio seguía alojado en unas oficinas temporales a la espera de la nueva «manzana» del gobierno. Daba la sensación de que iba para largo.

Fue una mañana espantosa.

Seis familias más hundidas en la tristeza. Muchas más angustiadas por cómo les iría a sus seres queridos heridos de menor o mayor gravedad. El país estaba en estado de aparente apatía, salvo en el caso de los que se oponían con fanatismo a la inmigración. Esos parecían estar de fiesta continua. La sola idea la hizo sentirse mal.

Además, estaba enferma. Le ardía la garganta, la cabeza no dejaba de dolerle y una hora antes tenía treinta y ocho y medio de fiebre.

Harald Jensen parecía estar tan cansado como ella. La reunión de la noche anterior había durado hasta las cuatro de la mañana, pero al menos ella se había tomado un descanso de cinco horas. Harald no había podido hacer lo mismo. Cuando colgaron en YouTube el vídeo de la Umma del Profeta, hacía exactamente cinco horas, ella se había tumbado en su despacho para dormir un poco más. Harald Jensen no.

—Yo diría que sí, sin duda —confirmó dedicándole al ministro de Justicia una mirada de conmiseración antes de ojear los documentos que tenía delante—. Como ya hemos explicado, durante un tiempo tuvimos serias sospechas de que la Verdadera Umma del Profeta podía ser tan solo una tapadera para fuerzas mucho más potentes. Cuando la Umma del Profeta hace su aparición en escena esa teoría se ve reforzada. It makes sense, por decirlo de una manera brutal. Al menos en un primer momento. Volveré sobre eso. Esa pandilla de amiguetes en su vida hubiera sido capaz de planificar y llevar a cabo un ataque como ese.

—Pero ¿la Umma del Profeta sí?

—No les hemos seguido porque sí. Es un grupo con sólidos contactos con organizaciones de Oriente Próximo a las que… tememos, por decirlo con prudencia. Tanto en lo que se refiere a conocimientos, acceso a materiales y no digamos voluntad… —hizo especial énfasis en esa última palabra— de atacar intereses noruegos, no tenemos ninguna razón para infravalorarles.

El largo y flacucho ministro de Justicia, original de Tromsø, se reclinó en su silla.

—¿Sabemos quién es el hombre del vídeo de YouTube?

—No. Expertos en idiomas están analizando su dialecto árabe. Tenemos a técnicos y a expertos revisando la grabación por si hay alguna información de utilidad. Lo que podemos decir con cierta seguridad es que no conocemos a este hombre de antes. Es decir, que quien habla no es ninguno de los yihadistas noruegos que creemos haber tenido controlados los dos últimos años.

—Pero ¿es auténtico?

—¿El vídeo?

—Sí.

—¿Auténtico?

Harald Jensen abrió los brazos desanimado.

—Existe. Hay un árabe que asume la responsabilidad de la explosión. Afirma ser representante de la Umma del Profeta. Existe, digo yo. Y le han filmado. Desde ese punto de vista el vídeo es auténtico. Pero ¿si es cierto?

Cogió la taza de café y se la acercó a la boca. Cambió de idea y la volvió a dejar en el platillo.

—Para ser sincero, ministro Michaelsen, tenemos bien poco que nos permita atribuir estos atentados a la Umma del Profeta.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que digo. —Se inclinó hacia delante y gesticuló, parecía casi sentirse animado—. Nuestro trabajo es tener a esa gente vigilada de cerca, y eso es lo que hacemos. Sabemos en cada momento dónde se encuentran los diez o doce miembros más destacados de la Umma del Profeta. Lo que hacen, con quién están en contacto. Podría decirse que hasta lo que comen. Estamos pendientes de ellos de muchas maneras cuando están en el país, y nos esforzamos por hacer lo mismo cuando van a Oriente Próximo. Es una organización abiertamente radical. No se esconden, más bien al contrario. Hablan en público y sin cortapisas de su visión del mundo: que Occidente está en conflicto con el islam. Como sabes por la información que recibes de manera continuada, los yihadistas son nuestra prioridad. Ellos representan la principal amenaza. Sin embargo… —hizo una pausa y paseó la mirada del ministro de Justicia a Silje Sørensen y de vuelta— no podemos creer que estén en condiciones de llevar a cabo dos ataques como los de esta semana. Como ya he dicho nos llevó poco tiempo confirmar que el grupo original no podía haber volado las oficinas del ISAN. Sus afirmaciones de, primero, existir como organización y, segundo, ser responsables del atentado contra el ISAN, se ven menoscabadas por el hecho de que uno de sus miembros estaba presente en el momento de la explosión. Y murió. Si hubiera sido un suicida cargado con una bomba, podría ser, pero estamos hablando de explosivos colocados de antemano. Todo indica que otro de sus miembros ha sido asesinado. No…

Suspiró desesperado, carraspeó y empezó otra vez:

—Muy pronto pusimos nuestra atención sobre otros grupos más serios y potencialmente mucho más peligrosos. El problema es que, a pesar de eso, nosotros… No encontramos indicio alguno de que lo hayan hecho.

—¿Así que el hombre del vídeo miente?

—Es demasiado pronto para saberlo.

—También es posible que… —el ministro entornó los ojos— hayáis pasado algo por alto —concluyó.

—Por supuesto.

Harald Jensen cogió un sándwich de huevo y tomate. Lo puso en su plato y meditó unos instantes antes de coger el salero y agitarlo sobre la intragable comida.

—Por supuesto que podemos equivocarnos. Pero no lo creo. Ni poniendo mi mejor voluntad, ni la peor.

Añadió en voz tan baja que Silje casi no se enteró:

—Hemos mejorado mucho desde el 22 de julio. Mucho.

—Bueno, eso está por demostrar —dijo el ministro del Partido del Progreso—, y hay mucha gente que desearía probar lo contrario. Esta semana les han provisto de mucha munición, ¿no os parece?

Ni Silje ni el director del PST contestaron.

—¿Y qué pasa con los de extrema derecha? —prosiguió el ministro en voz tan alta que Silje se enderezó en su silla al instante.

Harald Jensen sonrió con tristeza y negó con la cabeza antes de darle un mordisco a su sándwich. Masticó. Y masticó. Por fin tragó y dijo:

—Hay muchos idiotas por ahí. Pero eso es lo que son. Idiotas. Racistas escondidos detrás de un teclado y con las cortinas echadas. Cobardes. Perrillos falderos que ladran desde su cuartucho sin atreverse nunca a salir al mundo. Los cogería uno a uno y… —Se contuvo—. Hoy por hoy… —empezó de nuevo— no conocemos ningún grupo de extrema derecha que esté en condiciones de llevar a cabo dos ataques como los que acabamos de ver esta semana. Ninguno.

La sala quedó en completo silencio durante unos segundos.

—Tampoco había nada antes de… —El ministro se interrumpió y empezó de nuevo—. ¿Qué señales habríais detectado en su caso? Si por un momento dejamos en suspenso la cuestión de quién puede estar detrás, ¿qué habríais visto antes de unos ataques así?

Harald Jensen sonrió sin alegría.

—¿Visto? Mucho. Los servicios de inteligencia modernos son como un puzle mucho más grande de lo que puedas imaginar. Para empezar está toda la información que recogemos nosotros mismos. En parte mediante la investigación tradicional y agentes en la calle, pero, por supuesto, la mayoría por vía electrónica. Mucha información está disponible en la red. Es increíble lo que la gente publica sobre sus movimientos, motivos, acciones y sentimientos, sin pensar para nada en todo lo que están desvelando. En blogs y en comentarios. En todas partes. También hay foros cerrados de fácil acceso, como páginas cerradas de Facebook y cosas así. Las seguimos de cerca. Cuando las autorizaciones nos lo permiten, vigilamos las llamadas y en algunas ocasiones determinadas localizaciones.

—Escuchas —asintió el ministro.

—Sí. Y luego está la red profunda. Ahí es donde está la auténtica mierda.

Volvieron a quedar en silencio. Silje sintió una intensa necesidad de comprobar los mensajes que le habían llegado al móvil, pero antes del comienzo de la reunión les habían quitado todos los accesorios electrónicos.

—La red profunda es nuestra fuente más importante —prosiguió el director del PST en voz baja—. La profundidad oculta, encriptada, protegida por códigos y que requiere grandes conocimientos informáticos para poder maniobrar en ella, donde los hechos se suceden a tal velocidad que con frecuencia tenemos la sensación de andar un paso por detrás de los bad guys.

Se frotó la frente con tres dedos e hizo una mueca.

—Y eso es solo el principio —dijo—. Toda esa información, toda esa enorme corriente de investigación, no suele tener ningún valor en sí misma. Cuando sumamos lo que todas las organizaciones con las que colaboramos a nivel mundial también recogen, estamos hablando de un mar de pedazos y fragmentos caótico, colosal y sin perspectiva, medias verdades y mentiras, bravuconadas y verdades terroríficas.

Entró una mujer sin llamar a la puerta. Le susurró algo al ministro de Justicia al oído. Él le indicó que se marchara, algo irritado, y le hizo una señal a Harald Jensen para que continuara.

—La clave está en combinar todo eso —dijo el director del PST con énfasis—. En dar con los fragmentos que encajan con otros. Y ese es un arte muy complejo. Tenemos, al igual que todos los servicios de inteligencia modernos, sistemas informáticos para dar con patrones en el tsunami de información con el que nos encontramos de manera permanente. Tenemos códigos de alarma y sistemas de algoritmos que empiezan a ser muy buenos. Pero no son infalibles. Los ordenadores no piensan, cumplen órdenes. No interpretan, solo dan respuestas. Dicho de otra manera, nosotros y todos nuestros socios más o menos bienintencionados, seguimos dependiendo de… —de nuevo la sonrisa triste— recursos humanos. El cerebro humano con todas sus fortalezas y flaquezas. Y con esto he llegado a mi objetivo.

Silje creyó notar que la voz de Harald vibraba. Era difícil saber si estaba cansado, alterado o abatido. Seguramente se trataba de una combinación de factores.

—No hemos visto nada que nos indicara que se estuviera preparando algo como esto —dijo, y carraspeó—. Nada en la información en bruto, ni en las combinaciones que los ordenadores han hecho con ella. Ni en los informes y análisis que mi gente hace de manera continua. Ni la gente de otras agencias, por así decirlo. Ni la CIA, ni los británicos, ni siquiera el Mossad lo han visto venir. Nos lo han asegurado hoy mismo.

Se puso la cartera sobre las piernas, la abrió y sacó unos cuantos documentos. Se los pasó al ministro y Silje pudo ver el característico sello de «Top Secret» en la primera página.

El ministro de Justicia les dedicó una mirada, pero no los tocó.

—Así que el vídeo no es auténtico.

—Bueno, al menos hay pocos indicios de que sea real.

—Entonces ¿por qué se ha difundido?

Harald Jensen abrió las manos con gesto cansado.

—¿Para hacerse con el honor? ¿Para presumir? No tengo ni idea…

Se tapó la cara con las manos unos instantes y las puso de golpe sobre la mesa con las palmas hacia abajo. Tenía las mejillas algo enrojecidas y entornó los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas.

—Que alguien diga que ha hecho algo no quiere decir que sea cierto.

El ministro de Justicia se quedó pensativo unos segundos, luego empujó los documentos secretos con dos dedos hacia el otro lado de la mesa y se puso de pie. Se enderezó la corbata y se pasó una mano por su espeso cabello rubio.

—Gracias por ponerme al día —dijo abrochándose el último botón de la chaqueta del traje—, y por dedicarme vuestro tiempo. Si hay algo que podamos hacer por vosotros desde aquí, por favor, no dejéis de avisarnos.

—Tendría que ser que decretaras la obligación de llevar a los perros con correa —dijo Silje Sørensen sin mover un músculo de la cara.

Se puso de pie y volvió a meter los papeles en el bolso.

—¿Correa? —repitió el ministro, que ya estaba junto a la puerta.

—Sí, o mejor todavía, bozal.

Le miró de frente. Juraría haber observado el principio de una sonrisa, un movimiento en la comisura de los labios del ministro que también podría ser señal de que se había enfadado.

—Por consideración al estado de ánimo de la población en general, sería de gran utilidad que algunos tuvieran la boca cerrada —añadió ella.

Pero para entonces el ministro ya estaba saliendo por la puerta, y sintió que se ponía colorada por la mayor incorrección protocolaria que había cometido nunca.

Hacia el este el cielo estaba de color rosa. Una luz suave y hermosa sobre Oslo que prometía el primer día de buen tiempo desde hacía una eternidad. Henrik Holme había paseado y sentido cómo despertaba la ciudad desde el primer atisbo de luz. Había procurado estar en la cima del montículo de St. Hanshaugen en el momento de la salida del sol.

Caminar le daba calma. Le venía bien gastar energía. Su cabeza se despejaba, los tics se hacían menos acuciantes. Le había llevado tiempo acostumbrarse a la ciudad. Varios años. Pero ahora ya no se imaginaba volviendo al pueblo del que venía. Si alguna vez iba a residir en otro lugar que no fuera Oslo, tendría que ser en el extranjero. En una ciudad aún mayor. Con más gente todavía. No para llegar a conocerles, conocía a muy poca gente y vivía bien así, sino para poder integrarse. Aunque sus colegas opinaban que era rarito y a veces podían dejar demasiado clara la opinión que les merecía, ningún desconocido se había metido con él por la calle. Eso le pasaba constantemente de niño y de adolescente.

Soñaba con Nueva York.

Ahorraba para ir allí de vacaciones. Tendría que viajar solo, pero Nueva York debía de ser la ciudad perfecta para estar solo.

Se acercaba al parque de Frogner. Eran las ocho menos veinte. Había recorrido una parte de la calle Kirkeveien y dio la vuelta a la esquina de la calle Middelthun a buen paso.

Había resultado fácil dar con Abid Kahn. Henrik fue directo a la comisaría al salir de casa de Hanne la noche anterior. Allí tenía acceso al registro civil, que era un instrumento para localizar gente mucho más eficaz que la guía telefónica.

En Noruega residían tres Abid Khan. Uno tenía más de sesenta años, el otro solo dieciocho. El tercero había nacido en 1978. Encajaba a la perfección. El Abid Khan que buscaba había ido un curso por encima del de Karina Knoph en el instituto.

El hombre no solo seguía viviendo en Oslo, sino que era un colega de profesión. Tres años antes había ingresado en la Guardia Policial de la Casa Real y era lógico pensar que habría estado muy ocupado tras los acontecimientos de los últimos días. A pesar de eso había sido amabilísimo la noche anterior, cuando Henrik le llamó a las diez menos diez de la noche, justo al límite del horario que su madre le había impuesto en su infancia como tolerable para molestar a alguien.

Abid estaba haciendo guardias dobles, pero no podía dejar de entrenar, como hacía a diario, y si Henrik se encontraba con él en el parque de Frogner, en las grandes explanadas de césped del parking que estaba enfrente del edificio de la patronal NHO, podrían hablar mientras hacía los últimos ejercicios.

Henrik pasó por delante de las piscinas de Frognerbadet y pensó que llegaba algo pronto. Abid Khan le había dicho de ocho a ocho y cuarto, y había recalcado que no podría estar mucho más de un cuarto de hora antes de seguir su camino.

Un cuarto de hora debería ser más que suficiente, pensó Henrik reduciendo la marcha.

Se preguntó si luego podría ir a ver a Hanne. No había dicho nada de cuándo quería volver a verle. En realidad, las despedidas de Hanne eran bastante bruscas. Sus dos visitas habían acabado cuando Hanne anunciaba que debía marcharse. Breve y concisa. Y él se iba. En su casa le habían enseñado que nunca debía pedirles a los invitados que se marcharan, pero en realidad le gustaba más la actitud de Hanne. Se ahorraba estar dudando si todavía era bienvenido.

Cruzó el parking despacio, haciendo zigzag entre los coches que empezaban a llenar la zona asfaltada. Por los senderos que se adentraban en el parque de Frogner se veían muchos corredores. Se apoyó en un gran árbol y se preguntó qué satisfacción real les depararía tanto entrenar. Él solo se había dedicado al deporte para pasar las pruebas de acceso a la Academia Superior de Policía, y lo había logrado por los pelos. Desde entonces nunca había vuelto a entrenar.

Caminaba. Durante horas. Y montaba en bicicleta. A Henrik Holme le gustaba mirar alrededor, y moverse se había convertido en parte de un rito mental. Pensaba mejor. Resultaba curioso pero se sentía menos solo cuando caminaba que cuando estaba en su apartamento. Al aire libre iba de camino a algún lugar. Tenía un objetivo y en el movimiento había una decisión que le hacía formar parte del gran organismo que en su conjunto formaba la ciudad.

No había dormido más de cinco horas en total desde el martes. No le importaba nada. Estaba en su mejor edad y tenía una misión. Y había conocido a Hanne Wilhelmsen.

No se había sentido tan necesario desde que su abuela Inger Johanne estaba viva.

—¿Henrik Holme?

La voz venía de su espalda. Pegó un respingo y se dio la vuelta.

—¿Abid Khan?

—Así es. Buenas.

El hombre moreno de físico atlético e impresionante le tendió la mano. Olía a sudor reciente y tenía la palma de la mano mojada.

—Perdona que tengamos que vernos aquí —le dijo con una media sonrisa—. Pero seguro que te haces cargo de que en el trabajo tenemos mucho lío ahora mismo.

Henrik le devolvió la sonrisa.

—Por supuesto. Como te dije por teléfono, es en relación con Karina Knoph. La comisaria de la policía me ha encargado… Bueno, como te dije anoche trabajo en… un equipo, podríamos decir, que está revisando viejos casos sin resolver. Casos fríos.

Abid se sentó en la hierba empapada y empezó a hacer abdominales. Tenía las rodillas ligeramente flexionadas y los dedos entrelazados en la nuca.

—Karina Knoph —soltó—. La recuerdo bien. Una chica curiosa. Rara. Los últimos seis meses llevaba el pelo azul, ¿lo sabías?

—Sí.

—Pasamos mucho tiempo juntos cuando yo estaba en segundo y ella en primero. Si te soy sincero, creo que estaba un poco enamorada de mí.

Empezó a acercar el codo izquierdo a la rodilla derecha y al revés.

—Definitivamente, no era mutuo. No le decía que no a darnos un poco el lote de vez en cuando, pero no pasamos de ahí. No era mi tipo pero, como te he dicho, era bastante maja. Tocaba en un grupo. Era buena con la guitarra. Creo que los estudios no se le daban igual de bien, creo, aunque pensándolo bien…

Se tumbó boca arriba y estiró los brazos por encima de la cabeza. Levantó despacio el tronco y las piernas, y se quedó en esa postura durante diez segundos apretando los dientes y luego se dejó caer sin prisa.

—… puede ser una conclusión mía, sin más fundamento. Es que la chica no iba mucho por allí. Por Foss, quiero decir.

—¿No?

—Hacía muchísimos novillos. Yo me tomaba el instituto en serio, quería ser médico, o ingeniero o abogado.

Se puso de pie con un solo movimiento fluido.

—Mejor dicho… —sonrió enseñando unos anchos dientes de un blanco cegador y se secó el sudor de la frente con una muñequera—, lo quería mi padre. Las profesiones AMI, ya sabes.

Henrik asintió. Abogado, médico o ingeniero. El sueño de los padres inmigrantes para sus hijos.

Abid le hizo una señal a Henrik para que le siguiera hasta otro árbol. Agarró una robusta rama que estaba medio metro por encima de él y empezó a contar flexiones. Henrik le miraba en silencio.

—Diez —resopló Abid—. Once, doce…

Se dejó caer al suelo.

—Aquel verano nos fuimos a Pakistán —dijo—. En agosto. No volvimos a Noruega hasta que todo… hasta después de su desaparición.

—Lo sé —dijo Henrik.

Se quedó petrificado. Un perro se acercó moviendo el rabo. Iba suelto, claro, a pesar de que en el parque era obligatorio llevarlo atado todo el año. No es que fuera muy grande, pero eso no importaba.

—Fuera —dijo Abid amenazante golpeando un pie contra el suelo mientras movía los brazos—. Venga, fuera. ¡Vete!

El chucho se encogió y gimió antes de volver corriendo al lado de su amo.

—Es que no soporto a los perros, sobre todo si son pequeños.

—Estoy de acuerdo —dijo Henrik moviendo la cabeza con vehemencia.

—Drogas —dijo Abid poniéndose las manos en las caderas y girando de un lado a otro con movimientos regulares y amplios.

—¿Qué?

—Creo que Karina se drogaba. Puede que no mucho, y tal vez no fuera más que maría.

—¿Por qué crees eso?

—Porque ese verano, antes de que nos fuéramos a Rawalpindi, me preguntó si conocía a alguien que pudiera conseguir.

—¿Sí?

Henrik estaba en verdad sorprendido y sintió una fuerte necesidad de golpear los nudillos contra el árbol que tenía al lado. Logró reprimirse. En los informes policiales no se mencionaban las drogas. Nadie había dicho nada de drogas.

—¿Qué le respondiste?

—Me cabreé.

—¿Sí?

—Ha pasado mucho tiempo. No recuerdo con exactitud qué le contesté, pero fue algo así como… vete al infierno. Desde que tuvimos esa conversación, debió de ser más o menos una semana antes de que me marchara con mi familia, no volví a hablar con ella. La vi en Løkka un par de veces, pero estaba enfadado y no quería tener nada que ver con ella.

Se detuvo. Relajado, a pesar de que respiraba con fuerza.

—Es decir, que la última vez que nos vimos discutimos —dijo pensativo.

Unos segundos más tarde empezó a hacer estiramientos.

—¿Karina conocía a otros…?

Henrik tragó saliva y apretó el nudo de la bufanda que llevaba alrededor del cuello.

—¿Paquis? —preguntó Abid.

El rubor, sintió Henrik. El maldito y malvado rubor.

—Tranquilo —dijo Abid cogiendo una botella de agua que llevaba colgada de la cintura—. Conoces las reglas. Yo puedo decirlo, tú no. Y la respuesta es sí. Le llamaba mucho la atención la piel oscura.

Se inclinó hacia Henrik y susurró:

—A algunos de vosotros os pasa.

Consultó su reloj.

—¿Sabes quiénes eran? —se apresuró a preguntar Henrik—. ¿Sabes si había otros paquistaníes noruegos que conociera? ¿Con quienes tuviera trato?

Abid se bebió toda el agua que quedaba.

—No —dijo secándose alrededor de la boca con la muñequera—. O, en realidad, sí. Recuerdo a un par de no goods con los que pasó algo de tiempo aquel verano. Yo no les conocía. No puedo recordar sus nombres. No eran alumnos de Foss. Si te soy sincero, no creo que fueran a ningún instituto. Solo andaban por ahí. Serían raterillos. Recuerdo que advertí a Karina de que no le convenían. Eso fue antes de que me hablara de droga y yo dejara de relacionarme con ella.

—¿Y no tienes ni idea de cómo se llamaban?

—No. —Su cara adquirió un gesto de profunda concentración—. Creo que uno de ellos se llamaba Mohamed, tal cual. No es que vaya a servir de mucho, es uno de los nombres más frecuentes en Noruega. Pero… ¿el otro?

Volvió a quedarse pensativo.

Era un hombre extraordinariamente guapo. Su rostro era simétrico y tenía los ojos grandes. Llevaba una barba incipiente, a pesar de que su trabajo le exigiría tener un aspecto muy cuidado en todo momento. Tenía los hombros anchos y las caderas estrechas.

Henrik casi no tenía hombros.

Una noche, en un seminario, un colega le había dicho que parecía una botella de vino blanco de Riesling. Al día siguiente Henrik se había acercado a un lado del monopolio estatal de bebidas alcohólicas y cuando vio una botella de Riesling se puso tan triste que al llegar a casa se echó a llorar. Por lo demás era muy raro que llorara. Había acabado con eso en su infancia. En secundaria le habían llamado el Serpiente, además de otras muchas cosas. No entendió por qué hasta que se hizo adulto.

—No consigo acordarme —dijo Abid Khan por fin—. Pero ¿tienes una tarjeta de visita? Puedo mirar algunas cosas viejas de la época del instituto a y ver si doy con algo. ¿Vale?

—Muy bien —murmuró Henrik, y sacó una tarjeta de visita.

Hacía cinco años que las tenía, pero era la primera vez que alguien le pedía una.

—Gracias —añadió—. Solo una cosa más. ¿Recuerdas…? ¿Conocías a uno que se llamaba Gunnar Ranvik?

—No le conocía, pero le recuerdo bien. ¿No iba a la clase de Karina? Por lo menos al mismo curso, creo.

Henrik asintió.

—Un tipo majo —dijo Abid—. Por lo que puedo recordar.

—¿Karina y él eran novios?

Abid se encogió de hombros.

—¿Novios? No lo sé. Karina era un poco… ligera de cascos, por decirlo con suavidad. Dudo que fueran novios. Puede que él creyera que lo eran. Por lo menos pasaba mucho tiempo con Karina, supongo que por eso me acuerdo de él. No teníamos ninguna relación. Creo que era buen estudiante. Él… —Por unos instantes su mirada se hizo reflexiva, casi asombrada—. Creo que ganó uno de esos premios de investigación para jóvenes —dijo—. Uno que convocaba el Museo Tecnológico. ¿Jóvenes Investigadores? Algo así. Tenía…

Volvió a poner un gesto reflexivo.

—No, no recuerdo por qué ganó. Quedó algo… impedido, ¿no es cierto? ¿Sufrió un brutal ataque aquel otoño? Creo haber oído algo al respecto. Como te he dicho, no le conocía y Karina había desaparecido. Bueno… Solo me quedan un par de ejercicios por hacer. Pero te llamaré si recuerdo algo, ¿vale? Hasta luego. Me alegro de haberte conocido. Ha estado bien hablar de algo que no sean esas malditas bombas. Aunque tu caso tampoco es que sea muy alegre.

Abid Kahn se inclinó e hizo el pino. Despacio y con firmeza fue haciendo flexiones con las piernas en el aire, ligeramente separadas.

—Hasta luego —dijo Henrik, y empezó a andar.

Si supiera adónde iba, qué hacer con tantos pensamientos… Si al menos supiera eso…

Håkon Sand no tenía ni idea de dónde había dejado las llaves. Rebuscó en los bolsillos del pantalón y luego recordó que el despacho no estaba cerrado.

—Disculpa —dijo, y abrió—. Adelante.

El teniente coronel, de uniforme y con la boina correctamente colocada bajo el brazo, entró en la oficina.

—Siento el desorden —murmuró Håkon, y antes de sentarse escupió el tabaco de mascar en la papelera que estaba junto a su escritorio—. Como podrás suponer, no paramos.

—Lo entiendo —dijo Gustav Gulliksen mirando hacia la silla para las visitas que estaba al otro lado de la mesa.

—Por favor —dijo Håkon—, siéntate. ¿Te apetece un café? ¿Té?

—No, gracias.

Håkon iba de uniforme, igual que el teniente coronel. Y ahí se acababa cualquier parecido entre los dos hombres de la misma edad. La ropa del teniente coronel Gulliksen estaba planchada, con raya en los pantalones y un nudo de corbata tan apretado que Håkon no acababa de entender cómo podía respirar. Llevaba la chaqueta gris con dos estrellas en cada solapa con honroso orgullo, muy erguido y digno.

La corbata de Håkon colgaba ladeada y no se había cambiado de camisa desde la mañana anterior. Hacía mucho que había renunciado a la chaqueta y, en honor a la verdad, no estaba muy seguro de dónde la había dejado. Se le había caído un poco de Coca-Cola en los pantalones oscuros pero, afortunadamente, no se veía. Hacia las tres había notado que los zapatos le estaban haciendo rozaduras en los talones. Los zapatos negros eran nuevos, las rozaduras dolían y se los había cambiado por unas zapatillas de deporte. Naranjas con franjas verde neón.

—Debo decir que estoy un poco… derrotado. —Håkon se inclinó sobre la mesa y entrelazó las manos—. Creía que teníais los explosivos controlados, ¿no?

El teniente coronel carraspeó bajito tras el puño cerrado.

—Como ya hemos informado a la comisaria de la policía, se trata de un asunto muy delicado. Esperamos que lo traten como tal.

—Claro, claro. Delicado y bonito y discreto y… ¡Que os den, Gustav!

—Håkon…

El oficial tenía ronchas en el cuello, por encima de la apretada corbata, y carraspeó de nuevo.

—Habían pasado cuatro días desde el 22 de julio —dijo en voz baja—. Esperábamos que fuerais un poco más comprensivos. Había que… tener consideración.

—¿Consideración? ¿Tener consideración? —Håkon gimió con dramatismo—. ¡Consideración, Gustav! Eso era lo que había que tener contigo y todas tus alergias. Al polen y a las nueces y al final una cosa novedosa que llamaste intolerancia alimentaria. Que tu hermano se meara por las noches y que por eso tuviera que tener su propia cama cuando íbamos de excursión con los scouts y teníamos que hacer como si nada. Es en esas circunstancias en las que uno se muestra considerado.

Se rascó con fuerza la nuca e hizo una mueca.

—Uno no tiene consideración cuando una gran cantidad de C4 se esfuma sin más.

—Solo habían pasado cuatro días desde la tragedia de Oslo y de Utøya. Noruega era un caos, Håkon. Estupefacción e incredulidad. Pena y miedo. No era prudente dar a conocer esa historia.

—¿Dar a conocer? ¿Dar a conocer, Gustav? ¡Ir a la policía cuando desaparece una importante partida de C4 después de que se cancelen unas maniobras militares no puede llamarse dar a conocer!

—Bien. Es agua pasada. Poco podemos hacer al respecto ahora. La decisión se tomó en su momento, y seguimos opinando que fue acertada. Si había algo que Noruega no necesitaba en los días siguientes al 22 de julio era saber que una cantidad… importante de explosivos se había perdido. Las maniobras fueron prudentemente canceladas, era lo único correcto en vista de las circunstancias. No se descubrió la desaparición del cargamento de C4 hasta dos días más tarde. Desde entonces lo hemos mantenido… hemos sido discretos. Y como el jefe de Defensa ha dejado claro tanto ante el ministro de Justicia como ante la comisaria Sørensen, contamos con que siga así.

—¿Contáis? —La voz de Håkon se elevó y soltó un gallo—. No vengas aquí con exigencias, Guffen. ¡Ni lo intentes! Necesitamos saberlo todo. Absolutamente todo. Quiero los nombres, los lugares, las cantidades. Y una descripción detallada de…

Se dejó caer en la silla. Se puso la mano en la frente y abrió mucho los ojos para después cerrarlos. Una y otra vez.

—Perdona, Guffen. Es que…

—Lo entiendo —dijo Gustav Gulliksen con corrección y se metió la mano bajo la chaqueta del uniforme—. Son tiempos difíciles para todos.

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