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CAPÍTULO QUINTO

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Saltó la valla y ayudó al resto a pasar. El jardín estaba completamente descuidado, lleno de maleza, montículos de arena y socavones por todos lados. Al final del mismo, un murete de piedra que llegaba a media altura, separaba el límite del pueblo con el valle.

Chen se asomó al muro para inspeccionar el terreno. La bajada era escarpada, llena de peñascos sueltos y con poca vegetación. Tan sólo unos cuantos arbustos desperdigados que se afanaban en brotar por entre las piedras. Una especie de sendero mal definido bajaba desde la colina hasta el fondo del valle, donde se agolpaban los bancales de arroz.

—Chen, déjame pasar a mi primero, como antes. Así me pasas las mochilas y a Xiao —opinó el maestro.

Chen estuvo de acuerdo. Se hizo a un lado y dejó pasar a Xin. El profesor apoyó el pie en una de las piedras del muro y de un salto enérgico pasó al otro lado.

Xin era un hombre ágil, no era demasiado corpulento, pero para el tipo de trabajo que llevaba no lo necesitaba para nada.

—Ahora, Chen, pásame a Xiao —dijo, extendiendo los brazos.

Chen elevó a su pequeña en alto y la encaramó al muro, donde los brazos de Xin tomaron el relevo, pasándola al otro lado. A continuación Chen lanzó las mochilas, que hicieron un poco de ruido al caer.

—¿Qué es eso? —preguntó de repente Li sobresaltada.

Chen se giró. También había oído un ruido extraño, como de muchos pasos acercándose. Desde su posición, la pared posterior de la casa le tapaba toda la visión. Dio unos cuantos de pasos hacia atrás para ver mejor y comprobó horrorizado que Mao Po ya no estaba tumbado en el sofá. No había rastro del hombre. El ruido de pasos se acrecentó. Chen se puso nervioso.

—Rápido, Li. ¡Salta!

Su mujer se quedó helada ante el grito. Chen se acercó a ella a la carrera, pero tropezó en un montículo de arena y fue a dar con sus huesos en el suelo, llenándose de polvo.

—¡Vamos, vamos! —gritó Xin desde el otro lado.

Xin alzó la vista y vio aparecer con espanto unas cabezas al otro lado del jardín, por encima de la valla de acceso principal. Se agachó instintivamente para que no le vieran.

En ese momento, Chen fue consciente de lo que estaba a punto de suceder.

—Marchaos —dijo, hablándole a Xin a través del muro—. Llévate a Xiao de aquí, por favor. Que no os cojan.

Li no daba crédito a lo que estaba oyendo. Se giró a un lado y a otro y por fin comprendió. Mao Po entraba por la puerta completamente encolerizado, con un par de soldados de custodia.

—¡Esos son! —gritó—. ¡Han entrado en mi propiedad sin permiso!

***

—¿A Bruselas dices? ¿Quieres ir a Bruselas ahora?

Franz miró al teniente general Mora. Sabía de antemano que su petición le iba a sorprender. A juzgar por los movimientos que estaba haciendo el hombre para acomodarse en el sillón de su despacho, había acertado. Y eso que sólo le había contado la mitad del plan. Prefería ir dando pasitos cortos para no asustar tan rápidamente al militar.

Se alegraba de que por fin tuviera algo importante que decirle. Se había pasado las últimas dos semanas buscando el consejo del general. Ya era hora de que fuera al revés. Como había esperado, la reunión que había mantenido con su equipo había resultado todo un éxito. Todos habían hecho un magnífico trabajo, aportando ideas que podrían funcionar. Ahora era tiempo de ponerlas en práctica, pero para eso necesitaba de los recursos del ejército. Eran los únicos con plenos poderes operativos tras La Desconexión.

—No es que quiera general. Es que necesito ir a Bruselas. Allí debo hablar con mi superior, Peter Koch, el alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad.

—¿Y puedo saber con qué fin o es alto secreto? —preguntó incrédulo Mora. Se volvió a revolver en el sillón, se le notaba incómodo con la conversación.

—Evidentemente que puede. Mi fin no es otro que coordinar con él la estrategia para el restablecimiento de las comunicaciones. Allí cuentan con los medios suficientes para ello.

Mora se quedó un momento en silencio. Incrédulo a lo que acababa de escuchar.

—Franz, no te sigo —respondió—. ¿De qué estrategia estás hablando?

—De la que nos permita comunicarnos de nuevo con nuestros aliados.

Mora se acomodó una vez más en su sillón. Cruzó las manos y se relajó.

—Ves, Franz. Ahora sí que has conseguido captar mi atención. ¿Y cómo pretendes exactamente realizar eso?

—Pues verá general, deje que le explique. La teoría es fácil, lo que me preocupa más es ponerla en práctica.

***

La pequeña cesta de mimbre estaba cargada hasta los topes. Dos kilos de patatas, uno de puerros, unos cuantos pimientos de color rojo intenso y un par de manojos grandes de hierbas aromáticas formaban un bodegón de aspecto más que apetecible. Salud en estado puro.

Habían pasado cuatro días desde la asamblea en la plaza de toros. Cuatro días de intenso ajetreo en el pueblo, de preguntas y respuestas, de dudas resueltas y sin resolver. Después de la asamblea, el alcalde quería actuar deprisa. Sin dejar pasar más tiempo. El discurso que había dado en la plaza había calado hondo y no quería que se perdiera la mecha que había encendido en los corazones de sus ciudadanos. Nada más salir de la plaza, dio órdenes para comenzar el acondicionamiento de la misma para albergar el mercado local donde se probaría el nuevo sistema. Se trataría de un espacio común en el que todos los comerciantes pudieran ofrecer sus productos. De esta manera los vecinos no tendrían que desplazarse por los distintos establecimientos esparcidos por el pueblo, fomentando así el intercambio de productos. Dado que no había transporte motorizado fue una solución que contentó a la mayoría.

Luz se había hecho con uno de los puestos de la plaza. Se había apuntado al grupo de servicios básicos. Ofrecería los productos que todavía almacenaba en su tienda. Principalmente pastas y arroces, dado que las carnes y lácteos hacía tiempo que se los había comido o se habían echado a perder. En cuanto a las algas, tés y demás hierbas aromáticas, todavía no tenía muy claro si iban a tener salida. Prefería esperar unos días y ver la evolución del nuevo mercado. Por último, también había reservado una pequeña sección para su huerto. Vendería unas cuantas verduras, hortalizas y hierbas de las que cultivaba, más que nada para darle color al puesto y porque ella no necesitaba tanto para vivir.

Resultaba paradójico estar a tan pocos metros de <<Tan natural como tú>> y no poder utilizarla. Por lo menos el transporte de una ubicación a la otra no le supondría mucho esfuerzo. En eso había tenido suerte.

Luz repasó el listado de los productos con los que pretendía abrir el puesto ese día. El listado no era más que una hoja con el membrete del Ayuntamiento que cada productor debía rellenar y presentar en el mismo Consistorio con anterioridad a la apertura diaria para su revisión y posterior visto bueno. Sin la hoja sellada no había licencia de uso y venta. Luz la había rellenado la tarde anterior y no había tenido ningún problema para sellarla. Junto con el visto bueno, a la derecha de cada producto que había relacionado, la concejalía de comercio y desarrollo económico le había consignado a mano los precios de intercambio y su equivalencia en tiempo, la nueva moneda social que iban a emplear. Dependiendo de la demanda prevista y del stock de cada día, la concejalía asignaba un determinado precio por cada producto. Igual que se hacía en un mercado tradicional, con la peculiaridad que en este caso el Ayuntamiento se había convertido en gestor y banco del propio sistema económico. Todo estaba de acuerdo a las nuevas normas establecidas.

Para fomentar la transparencia se habían instalado en la plaza un par de pizarras, extraídas de uno de los colegios locales, que servirían para informar de los precios de intercambio de los distintos productos, y de las transacciones que se iban haciendo. De esta manera la comunidad entera estaría al tanto de lo que se compraba y vendía, y se podía hacer un seguimiento más cómodo del sistema. Para evitar problemas de competencia desleal, todos los productores estaban obligados a ofrecer el mismo precio por el mismo tipo de producto. La idea no era enriquecerse en el nuevo marco económico, se trataba de remar contra corriente mientras los efectos de La Desconexión perdurasen.

Luz entró en la plaza con su cesta de mimbre. Era su segundo viaje con lo que los policías locales que estaban en la puerta la dejaron pasar sin volverle a pedir la documentación. La plaza estaba a rebosar. El ambiente era festivo, como de mercadillo de domingo. El Ayuntamiento había recibido multitud de solicitudes de vecinos que se querían apuntar al nuevo sistema, y los puestos se habían ocupado con avidez. Todas las tramitaciones se habían tenido que registrar en papel, escritas a mano, haciendo más trabajosa la comprobación de cada nombre y puesto asignado.

Luz se encaminó hacia el lado izquierdo de la plaza. La arena del ruedo se había dividido en pasillos, dependiendo de cada tipo de producto que se fuera a ofrecer. Así, por ejemplo, a la izquierda del todo, se podía encontrar el pasillo de los alimentos de primera necesidad como el pan, la leche, los cereales, las frutas, las verduras y las hortalizas. El siguiente era el pasillo de los alimentos de segunda necesidad como las carnes y los pescados. El tercero contenía alimentos elaborados y enlatados. Guisos preparados, pollos asados en hornos de leña, latas de conservas y un largo etcétera. Pero no todo eran productos alimenticios destinados a un mercado de abastos. Había cabida para géneros de muchas otras clases. Ropa, calzado, complementos, higiene personal y artesanía variada también tenían su sitio en la arena. Por último, también se había reservado su parte a la zona dedicada a los servicios generales. Entre ellos había gente apuntada a la visita a mayores y a enfermos, clases particulares, limpieza, peluquería, jardinería y una multitud de servicios más de toda índole.

Luz llegó a su puesto en el primer pasillo de la izquierda. Era el cuarto puesto según se contaba desde la puerta principal. Entre Juan Salgado, dueño de una de las tiendas de ultramarinos de la calle Huerta y el señor Alonso, que a pesar de no contar con tienda propia, era uno de los mayores ganaderos del pueblo. Luz estaba contenta con la situación de su puesto. No era ni muy buena ni muy mala. En cualquier caso, estaba convencida de venderlo todo ese mismo día. La demanda superaba con creces la oferta y la gente no se andaría especulando con las mercancías. Había muchas bocas que alimentar.

—Buenos días, señor Salgado. ¿Listo para abrir? —le preguntó Luz a Juan Salgado nada más llegar.

Aquel tipo era un hombre mayor, de los que transmitían experiencia en sus ojos. Aunque también era un hombre peculiar. Luz le había visto llevar sólo dos tipos de prendas. Cuando no llevaba la bata blanca para despachar en la tienda, vestía siempre con una chaqueta y pantalón de pana marrón, a juego con las incontables arrugas que poblaban su cara. Según le había contado en unas cuantas ocasiones, había trabajado en la tienda de ultramarinos desde que tenía uso de razón. Desde que su padre la heredara de su abuelo, que fue el que la inauguró muchos años atrás. Luz creía que aquel hombre sabía todo lo que había que saber acerca de llevar un negocio y le respetaba por ello.

—Buenos días tengas tú también, Luz. Estoy listo. Como podrás observar ya he colocado todo el género y ahora estoy ansioso de que comience esta pantomima.

—¿Pantomima? —preguntó Luz un tanto extrañada, dejando la cesta que había traído sobre la mesa de su puesto.

—Sí, pantomima. Has oído bien. Comedia, farsa o como quieras llamarlo. Este simulacro de buenos propósitos en el que nos ha embarcado nuestro querido alcalde. Aquí estamos prestos a hacerle caso. Sonrientes y con ganas de que todo salga bien. No nos queda otra, ¿verdad? —respondió Juan con la mayor de las sonrisas de la que fue capaz.

Luz se quedó sorprendida al escuchar esa contestación. No se esperaba una reacción tan sarcástica de Juan. Ni la contestación ni la sonrisa burlona que le había transformado la cara en una gran pasa gigante. Era evidente que estaba hablando en serio. Luz pensó que la amplia experiencia de Juan en cuanto a economía no debía contemplar los sistemas de intercambio sociales. Se debatió por un momento en continuar dándole conversación a su compañero o dedicar el tiempo a terminar de ordenar su puesto.

La curiosidad acabó por ganar la partida y, mientras sacaba las patatas y demás enseres que había traído de la cesta y los iba poniendo en sus respectivos lugares, siguió preguntándole a Juan.

—Pues es cierto que no nos queda otra. Por lo menos así lo veo yo —respondió Luz llevándose una mano al pecho—. ¿Por qué dices entonces que esto es una farsa? Yo creo que puede ser una buena solución.

Juan Salgado sonrió. Estaba claro que le gustaba la charla y la estaba llevando por el camino que él quería. Pero sobre todo tendría la oportunidad de dar una lección a alguien más joven. Algo con lo que disfrutaba enormemente.

—Verás, te lo voy a explicar, dado que insistes —Juan salió de detrás de la mesa de su puesto y se acercó al de Luz. Se puso del lado de la mujer y empezó a señalar a gente que estaba en otros puestos, unos cuantos pasillos más allá—. ¿Ves aquellos puestos de allí? ¿Los de artesanía, ropa y demás? —Luz asintió—. Dime, ¿cuántas veces vas a ir tú a gastar tu supuesto tiempo en un bonito jersey para el invierno, o una cajita pintada a mano? Tal y como yo lo veo, esos servicios no tienen ningún tipo de sentido en nuestra situación actual. Lo único importante es abastecerse de víveres suficientes y aguantar el temporal.

Luz hizo un gesto de desaprobación. Dedujo enseguida el error en el que estaba incurriendo el hombre. Por lo visto todavía no había asimilado completamente cómo iba a funcionar el sistema.

—Hombre, señor Salgado. No estoy completamente de acuerdo con usted —respondió, torciendo el gesto—. Es posible que los puestos más importantes ahora sean los de alimentos. Eso es cierto, pero eso no significa nada. Creo sinceramente que aún no entiende la belleza de este sistema.

El señor Salgado volvió a sonreír.

—Me caes bien, Luz —respondió aguantando todavía la sonrisa—. Ves la vida de una manera muy peculiar. Buscando siempre el lado positivo de las cosas. Pero desgraciadamente el mundo no funciona así. Dime, anda, ¿dónde radica la belleza de todo esto?

Luz no sabía si le estaba tratando con condescendencia o estaba preguntando en serio. En cualquier caso ella confiaba en el sistema. Confiaba en la buena voluntad de la gente y en que se podía salir adelante. Así que no le importó darle una explicación coherente a su interlocutor.

—Pues verá. No se trata de que yo quiera o no quiera una bonita caja pintada a mano. No tengo porqué ser yo, basta con que exista alguien entre los diez mil que somos que la compre. Antes de La Desconexión la gente las compraba, ¿por qué ahora tendría que ser distinto? Estoy con usted que en los primeros días casi todo el mundo querrá hacer acopio de comida. Es lo normal. Usted y yo ganaremos mucho tiempo, y mucha otra gente lo deberá. Ahí es donde está la gracia y la belleza de esto. Con mi tiempo, o sea, con mi dinero, ya iré viendo en qué lo gasto. No podemos vivir sólo de la comida. Tenemos que tratar de volver a vivir una vida normal en cuanto podamos. Y este sistema nos puede ayudar mientras tanto.

En ese momento la campana de la puerta volvió a sonar. Era la hora de la apertura. Luz y Juan intercambiaron una mirada rápida.

—Luego seguimos si quiere, señor Salgado. Ahora veamos quién de los dos tiene razón —dijo Luz mientras terminaba de colocar su género.

Juan Salgado asintió y le volvió a sonreír a la mujer. Volvió a su sitio, se ajustó la bata blanca, suspiró y se preparó para la nueva manera de hacer negocios. Tan solo sería cuestión de tiempo acostumbrarse.

***

Tratar de imaginarse las dimensiones del Océano Pacífico sería un ejercicio de completa insensatez e irracionalidad. Sus más de ciento sesenta y cinco millones de kilómetros cuadrados de superficie con setecientos millones de kilómetros cúbicos de agua desbordarían incluso la mente del más audaz. Esa ingente cantidad de líquido elemento lo cubre todo por doquier, en una irritante monotonía yerma, adornada únicamente por erráticas olas, como las dunas de un desierto acuático.

Diego nunca había estado tanto tiempo a bordo de un barco y no lograba acostumbrarse. A pesar de ser un prominente empresario dedicado al transporte marítimo, rara vez viajaba en ellos. Y menos en un trayecto tan largo. Sólo recordaba una ocasión en la que había hecho un crucero de más de una semana por la Patagonia, invitado por uno de sus antiguos clientes de la Rojas International Trading Company. El viaje había consistido en una ruta por los canales y fiordos chilenos, desde Punta Arenas en Chile, por el Estrecho de Magallanes, hasta Ushuaia en Argentina, por el Cabo de Hornos. La espectacularidad de ese paisaje nada tenía que ver con la uniformidad del actual. Al menos en aquel, Diego podía distraer la vista con los milenarios glaciares de nieves perpetuas.

Para el resto de tripulación pasaba algo parecido. A pesar de que los primeros días tras el arreglo del motor habían traído de nuevo la euforia, poco había tardado en difuminarse otra vez. El Impostor navegaba seguro, implacable y directo a su destino, pero lo hacía de manera escandalosamente lenta. Las horas pasaban interminables, confundiéndose con los días e incluso con las semanas. Diego no hacía otra cosa que contemplar el horizonte, aburrido y taciturno. Como respuesta, la sempiterna horizontal de lontananza, última frontera entre lo terrenal y lo divino, siempre le respondía con la misma mueca de indiferencia.

Tal cantidad de tiempo muerto atraían de nuevo los peores pensamientos a la mente de Diego. Llevaba días atormentándose con la idea que había tenido nada más salir del contenedor que albergaba la bomba. En aquellos días, tanto Richard como Steven le habían presionado hasta más allá de la impertinencia. Recordaba cómo, momentos después, había tenido la conversación con Guillermo en la que este había mostrado la misma antipatía por los dos agentes. Ante ese hecho, se le había ocurrido que podía utilizar al contramaestre como cómplice para deshacerse de ellos.

Aquellos días distaban de éstos. Desde que ocurrió el percance con el motor, hacía más de cinco semanas, raras habían sido las ocasiones en las que había tenido oportunidad de hablar con los agentes. Lo cierto era que le habían dejado bastante tranquilo. Puede que estuvieran más preocupados de restablecer la marcha que de fijarse en su persona, y después de eso, habían seguido a lo suyo. Seguros de mantener el plan establecido una vez se había acordado seguir hasta Hong Kong.

La ira que tiempo atrás había corrido por las venas de Diego, ya no lo hacía de igual manera, aunque seguía sin fiarse de aquellos hombres. Sobre todo de Richard.

Diego estaba seguro de que le habían preparado un plan y eso era lo que más le preocupaba. Se les podía ocurrir cualquier cosa: desde una simple acusación por transporte de mercancía ilegal hasta un tiro en la cabeza, pasando, por supuesto, por sacar a la luz la ominosa condición que él mismo había exigido para realizar el trabajo. Sabía que una cosa así, tarde o temprano, le pasaría factura.

La mente de Diego era un hervidero. Análisis y conclusión. Resultado y reflexión. Estaba jugando con la CIA una partida de ajedrez y sabía que no iba ganando. Tenía que mover ficha, o al menos, pensar en sus siguientes movimientos de cara a la posición final.

Por lo pronto, iría a buscar a Guillermo. Charlar un rato con el contramaestre era el único lujo que se podía permitir en el barco y al que ambos se habían acostumbrado muy rápidamente. Se recordaban mutuamente anécdotas de su tierra y de los buenos tiempos. Para Diego era un bálsamo que curaba su malestar a bordo y que le permitía, por breves, instantes evadirse de sus problemas. Además, su bodega personal ayudaba a tal fin. La única pega era que el Luigi Bosca que tanto les había gustado hacía tiempo que se había acabado, aunque el presidente de la TOCC era un hombre de recursos. Su bodega no se limitaba únicamente a esa marca. Había traído muchos otros que, a pesar de no ser igual de buenos, sí cumplían con creces con el objetivo para el que habían sido abiertos: disfrutar de un breve momento de paz al margen de la situación actual.

Al ver que el sol se empezaba a ocultar tras la popa del barco, anunciando el ocaso, Diego se levantó de su cama y abrió la pequeña despensa con la que contaba su camarote.

—No puede ser —dijo tras inspeccionar minuciosamente las baldas que contenían los vinos—. ¿Ya nos lo hemos bebido todo? —se preguntó en alto.

<<Creía que la última vez ya había repuesto la despensa>>, pensó un tanto desconcertado.

Salió de su camarote con la idea de subir un par de botellas de la bodega del barco antes de que llegara su invitado. Pensó que, para variar, le vendría bien estirar un poco las piernas. Se había pasado buena parte del día entre sentado y tumbado y le empezaba a doler la espalda. Bajo las escaleras y poco a poco se fue adentrando en el interior de El Impostor. No era un lugar muy agradable. Bajo la cubierta del barco no había sitio para la ostentación y el lujo. Enrevesados pasillos, surcados por infinidad de tuberías que salían y entraban como un sistema circulatorio gigante, adornaban el inframundo. La sala de máquinas era la estancia más amplia y, por así decirlo, más cómoda a ese lado del hemisferio naval. Por lo demás, un número indeterminado de tanques de lastre lo salpicaban todo alrededor. Sólo se habían diseñado un par de habitáculos operativos más, destinados al almacenaje en general de las cosas de la tripulación. En uno de ellos, Diego guardaba bajo llave todo aquello que no le cabía en su camarote y que no quería que cayera en manos ajenas.

A Diego no le gustaba bajar ahí abajo. El motor del barco hacía un ruido insoportable, las escaleras se estrechaban, la movilidad se reducía y la luz natural era escasa o nula. Toda una ensalada de sensaciones que le agobiaban hasta los límites de la claustrofobia.

A la altura de la sala de máquinas, miró a través del ojo de buey de la puerta. La pequeña lámpara de gasoil que llevaba en la mano derecha no fue suficiente para iluminar toda la estancia. La luz no atravesó más que unos pocos metros. Aún así, fue suficiente para comprobar que no había nadie en su interior. Roberto, el mecánico, seguramente estaría arriba, haciendo cualquier otra cosa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aceleró el paso y continuó por el angosto pasillo. A pocos metros de su destino, nervioso por salir de una vez de esa ratonera metálica, tropezó con un escalón. Siempre se olvidaba que en ese punto había un pequeño desnivel que un par de escalones solventaban. Casi dio con sus huesos en el suelo. A pesar de no ser muy ágil, consiguió agarrarse a la barandilla a tiempo. Lo único que se perdió por el camino fue la lámpara, que había soltado instintivamente para agarrarse con las manos. El golpe que había recibido contra el suelo la había apagado. Afortunadamente Diego no creyó oír cristales rotos.

—¡Mierda! —gritó.

<<¿Y ahora qué hago?>>, pensó a continuación.

Tanteó el suelo en busca de la lámpara y la encontró a pocos pasos de los escalones. La inspeccionó con las manos. No parecía dañada, hecho que lo alegró. La tripulación había construido unas cuantas lámparas tras el apagón, pero no es que abundaran. Rebuscó en sus bolsillos por si encontraba alguna cerilla o un mechero, pero sabía que no llevaba. Se los había dejado en el camarote. La oscuridad en ese punto era total y la situación no invitaba a permanecer allí mucho tiempo. Hacía bastante calor y el rugido del motor seguía siendo ensordecedor.

—¡Mierda! —volvió a gritar.

Estaba a pocos metros de su destino, pero sin luz no vería lo que tenía que coger. Decidió dar la vuelta, aunque justo en ese momento algo llamó su atención. Tras el rato de ciega incertidumbre sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Unos cuantos metros más adelante, en un recodo del pasillo, asomaba un leve resplandor, justo a la altura de la bodega.

Eso le hizo cambiar de idea. En la bodega había alguien, no cabía duda. La luz que se filtraba en la oscuridad no era natural. Decidió seguir adelante. Sus improvisados compañeros tendrían a mano algo con que encender su lámpara. Había sido una suerte. No le apetecía en absoluto tener que dar media vuelta y recorrer de nuevo lo andado a oscuras. Era un buen trecho.

A tientas fue avanzando por el pasillo. Iba con cautela, tratando de no tropezarse con nada más. Con cada nuevo paso, el ruido del motor iba menguando más y más, al mismo ritmo que el agobio de su cabeza. Tomó el recodo del pasillo y la luz se hizo más visible, pero se sorprendió al ver que no venía de ninguna de las dos bodegas de carga. En su lugar, salía de entre dos grandes tuberías, a su derecha. Diego se quedó parado, como congelado, lo único que le distinguía de una figura inerte eran las copiosas gotas de sudor que le resbalaban por la frente a causa del calor. La luz que estaba observando no salía de un lugar lógico. Reaccionó y se puso a inspeccionar sigilosamente el hueco entre las tuberías. Se dio cuenta de que tras ellas, en la pared, había una pequeña apertura que disimulaba una puerta tras la cual se podía apreciar una estancia escondida. Alguien se la había dejado entreabierta, permitiendo así su localización. Lo insólito del lugar le hizo extremar las precauciones. En seguida supo que ese habitáculo debía pertenecer a los dos agentes de la CIA. Una especie de centro secreto de operaciones. No había pasado demasiado tiempo en los camarotes de los agentes, pero por el poco tiempo que había estado en ellos no había visto nada particularmente extraño. Estaba claro que tenían que tener otro lugar en otro sitio. Algo lejos de las miradas indiscretas.

Diego se acercó un poco más a la pared, tratando de ocultarse de la rendija de luz. El corazón le palpitaba en el pecho. Miró de reojo y pudo reconocer a Richard. Estaba de espaldas a su posición. No vio a Steven, aunque intuía que se tenía que encontrar allí. En seguida, la voz del ingeniero de cargo, al otro lado de la pared, delató su presencia. Diego se agazapó un poco más, tratando de no hacer el más mínimo ruido.

—¡Joder, Richard! ¡Esto es una mierda! —escuchó, seguido de un tremendo golpe, como de un objeto contundente cayendo al suelo.

—Tranquilízate, Steven, y recoge el micro. ¿Has probado en todas las frecuencias?

—¡Que sí, joder! ¡Que no funciona! Ya no sé ni el tiempo que llevo haciendo lo mismo. Repitiéndolo una y otra vez. No sé qué hacer, lo he probado todo. Esto me supera, ¿qué coño estará pasando?

—No lo sé.

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