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CAPÍTULO QUINTO

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—Mira, Richard, yo no sé qué pensarás tú, pero a mi todo esto me huele muy raro. No es normal que no tengamos noticias de Langley en tanto tiempo. Desde que sucedió aquello no hemos podido volver a conectar ni con la base ni con Johnson. ¡Por Dios, Richard, si no funciona ningún jodido aparato eléctrico! De no ser por ese mecánico loco y su disparatado plan aún estaríamos a la deriva, flotando sin rumbo sobre este condenado océano.

—Deja ya de quejarte, Steven. Estoy harto de tus gimoteos.

—¡No son quejas, joder! Es la pura realidad. ¿O es que tú no te das cuenta? Se suponía que teníamos que entregar la mercancía hace tres semanas. ¡Tres semanas, Richard! Que no estamos entregando una pizza precisamente. ¿Dónde se supone que están los refuerzos? ¿Y las instrucciones ante tanto retraso?

—Aún no lo sé, teniente Murphy, pero las recibiremos.

—¿Y si no lo hacemos? Estamos todavía a una semana de nuestro destino y no sabemos lo que nos va a pasar.

—¡Pues entonces continuaremos con el plan establecido cueste lo que cueste! Ya sabe que en ausencia de órdenes, priman las últimas. Así que no hay más que hablar, ¿me ha entendido, teniente?

—¿Adelante, capitán? ¿En serio? ¡Debe de estar loco, señor! ¿Seguir aquí otra semana más, viajando con una bomba de neutrones ines...

En ese momento otro tipo de voz llamó la atención de Diego.

—¡Diego! ¡Chiquito! ¿Ande andás? ¿Tas en la baulera?

Diego se estremeció al escuchar la voz de Guillermo. Su tono grave resonaba por cada rincón. Estaba tan concentrado en escuchar la conversación de los agentes que no había visto acercarse la luz que proyectaba la lámpara del contramaestre. Por un momento se quedó clavado en el sitio, sin saber cómo reaccionar. Si Richard salía le vería de inmediato. Trató de refugiarse de mejor manera detrás de una de las tuberías, aunque no cabía bien. De pronto la luz del pasillo se hizo más evidente, Guillermo estaba a pocos metros de su posición. Diego escuchó algo detrás de él y supuso que eran los agentes. Si salían ya podía darse por muerto. En ese momento escuchó un portazo y su corazón a punto estuvo de estallar. Afortunadamente no habían salido, simplemente habían cerrado la puerta. La pared quedó completamente sellada, ya no se veía signo alguno de que al otro lado hubiera algo. Diego se dio cuenta de que tampoco se oía nada. Supuso que la estancia estaba insonorizada para evitar precisamente el tipo de indiscreción que él acababa de realizar. Pensó rápidamente que ese era su momento, antes de que llegara Guillermo a su altura tenía que salir de allí y fingir estar recogiendo algo de la bodega. Si el contramaestre lo encontraba tras la tubería podría llegar a hacerle preguntas para las que no tenía respuesta.

Salió en dos zancadas en dirección al pasillo. Enseguida se topó con Guillermo.

—Guillermo —susurró, todo lo bajo de lo que fue capaz—. Qué alegría verte. Se me ha apagado la mecha justo cuando iba a coger una botella de vino.

—¡Ay, boludo! —gritó Guillermo—. Trae acá que te la prenda, hombre.

Ante la expresividad del contramaestre Diego se alejó un poco más y le contestó.

—No hace falta, usaremos la tuya. Vámonos.

—Aguarda un momento flaquito. ¿A qué tanto apuro? ¿Y el vino? ¿No venís a por el vino?

—No importa, no hay tiempo, Guillermo. Tú y yo tenemos que hablar y necesito que estés lo más concentrado posible. Y ahora, vámonos de una vez de aquí.

***

Dos días después de la charla con el teniente general Mora, el Luz Nocturna, un majestuoso tren de vapor construido completamente en madera, descansaba plácidamente sus más de doscientas toneladas de peso sobre las vías de la estación central de Torrejón de Ardoz.

Antes de La Desconexión, el Luz Nocturna gozaba de otro nombre y de un cometido menos ambicioso. Se le conocía como el Tren de la Fresa, un tren turístico que desde hacía más de treinta y tres años unía las localidades de Madrid y Aranjuez en un viaje que rememoraba el trayecto del primer tren construido en esa Comunidad y el segundo en la Península Ibérica. Pero tras el fatídico evento que había cambiado el curso de la humanidad los trenes de vapor se habían convertido en el único medio viable que el ejército había encontrado para realizar sus grandes desplazamientos por tierra.

En sus dos semanas de servicio militar, el Luz Nocturna había transportado multitud de soldados, víveres, armas y todo tipo de cargamento de una parte a otra de España. El viaje que se disponía a realizar supondría la primera incursión en otro país. Dada la trascendencia de la misión, el teniente general Mora, con plenos poderes ejecutivos, había autorizado mediante todo tipo de papeles el acceso del tren a través del territorio francés. Para mayor seguridad, había dispuesto que quince soldados perfectamente cualificados acompañaran a la pequeña expedición civil. Como añadido, habían transformado la estructura del tren. Le habían quitado un par de coches de pasajeros y, de los cuatro restantes, dos los habían transformado en vagones de mercancías. El primero llevaría el combustible y el último, el furgón de cola, los suministros, víveres y medicinas necesarios para el viaje.

No había ninguna garantía de éxito. En España había costado mucho esfuerzo retirar de las vías los trenes que se habían quedado parados en medio del camino. De Francia, nada se sabía. La única ventaja respecto a su país vecino, era que los galos contaban con más recorridos con doble vía, lo que, en gran medida, redundaba en una mayor seguridad. Sin mecanismos de control y aviso, podía ser relativamente sencilla una colisión. Con el sistema de doble vía se evitaban incómodos encuentros.

En cualquier caso, el recorrido no era el único inconveniente. Aunque se daba por sentado que Europa seguía siendo una e indivisible, nadie sabía en absoluto cómo se iban a tomar los vecinos el hecho de que un tren de vapor, con rumbo a Bruselas, cruzara un territorio devastado supuestamente por La Desconexión. En este punto, Mora había sido muy escrupuloso, haciendo mucho hincapié en los visados de todos y cada uno de los integrantes de la misión.

Eran las ocho de la mañana y el frío era el dueño absoluto de la estación. Corría una brisa helada que atravesaba por igual ropa, carne, huesos y esperanzas. María, a resguardo del frío dentro de la sala de espera, se había llevado a Peter y Susana para despedir a su marido. Lo que en coche eran poco más de diez minutos se había convertido en casi una hora andando. María estaba cansada, física y emocionalmente. Aunque se había alegrado de ver a Franz de nuevo feliz gracias a los progresos que habían realizado, no se había alegrado en absoluto de que se fuera. Seguía triste por las pocas atenciones que estaba recibiendo de él, y que ahora se marchara a Bruselas no hacía sino complicar las cosas y aumentar sus dudas. Y más aún sabiendo que se iba con esa tal Jessica. Guapa, joven y lista. Un cóctel muy peligroso en una mujer. Ya había oído hablar de ella y lo que había escuchado no le había gustado nada.

—Prométeme que no harás ninguna tontería, Franz.

—Tranquila mujer. Te lo prometo.

María le miró con ojos vidriosos. Se le notaba la tensión.

—Y sobre todo no quiero que te hagas el héroe si se presenta una situación de peligro.

—No te preocupes. Nunca he tenido alma de aventurero, ya lo sabes. No llores, anda. Volveré muy pronto. No creo que el viaje dure más de un par de días. En Bruselas no nos vamos a quedar mucho tiempo. Si todo sale bien, para el fin de semana estaré de vuelta. Luego ya veremos —respondió Franz con voz tierna. Acariciaba el pelo de su mujer con la mano, tratando de tranquilizarla.

—¡Franz! Perdona que te interrumpa, pero tenemos que irnos ya, aquel soldado nos está haciendo señas para que subamos al tren —interrumpió Jessica.

María puso cara de desagrado. Aquella chica había logrado romper su momento de ternura. Definitivamente no le caía bien.

—Perdona, cariño, pero me tengo que ir —dijo Franz, apartándose de María—. Cuida de los niños y tampoco te metas en líos. No salgas de casa. Los soldados se ocuparán de vosotros. Está todo hablado.

María no pudo resistirse y se lanzó a sus brazos, dándole un beso apasionado al que los labios de Franz respondieron con ternura. Por un momento los dos cuerpos fueron uno, deteniendo el tiempo en un instante eterno que obedecía a unas leyes más profundas que las naturales. Las leyes del amor.

Jessica, que estaba al otro lado de la sala de espera, en el marco de la puerta de entrada, observaba la escena con cierto celo. Vio como poco a poco la pareja se fue separando, devolviendo a Franz y a su mujer al mundo real y a sus temores.

Por alguna razón, María tenía miedo de desprenderse de Franz. Era más un miedo a lo conocido que a lo desconocido. No temblaba por La Desconexión en sí misma ni por cómo ésta había moldeado un nuevo sistema mundial. Sus temores eran algo más simples y más reales. Más cercanos.

—Me marcho —dijo Franz en voz baja. Dejó a su mujer y fue a darle un fuerte achuchón a Peter. El chiquillo estaba tranquilo, no comprendía muy bien la situación y no parecía nervioso. Más bien todo lo contrario. Parecía más atento a lo que pasaba fuera que a su propio padre. Ver a tantos soldados subiéndose a un tren tan bonito le tenía cautivado. Captar la atención de Susana resultó más sencillo. La niña se limitó a hacer lo que mejor sabía: balbucear y poner carantoñas mirando a su padre.

Terminadas las despedidas, llegó el momento de ponerse en camino. Se fijó en que Jessica parecía nerviosa. Ansiosa por marcharse ya. Antes de subirse al tren se giró una vez más. Allí estaba su familia al completo: María, Peter y Susana. Una idea peregrina cruzó por su cabeza: pasado, presente y futuro. Volvió a mirar al frente. Hacía el tren y hacía Jessica. La chica le estaba mirando con cara risueña.

—¿Vamos? —insinuó ella.

—Vamos —respondió él.

***

Xiao no podía ocultar las lágrimas en su rostro. Hacía cosa de cinco minutos que había sido arrastrada valle abajo por su profesor, por un camino lleno de piedras que se le clavaban en los pies y por unos arbustos que le arañaban la piel. Pero las lágrimas no eran consecuencia del trato cruel que le estaba brindando la naturaleza, se debían a un sentimiento más profundo. Sus padres se habían quedado arriba y no bajaban junto a ella. Su madre le había dicho esa mañana que iban a venir unos señores malos y que tenían que esconderse. Y por lo visto, eso es lo que estaban haciendo.

Minutos antes, Xin había oído gritar a Li y a continuación había escuchado por dos veces el sonido del estremecimiento. Dos ruidos secos, profundos y desgarradores que se llevaron parte de su alma. Instintivamente el profesor le había tapado la boca y los oídos a Xiao y la había llevado detrás de unos matorrales. Allí se habían quedado por un rato, agazapados y temblorosos, mientras dos hombres con una extraña insignia en la gorra, miraban por encima del muro por donde habían saltado. Xiao se había quedado muy quieta, como le habían dicho, para que todo saliera bien. Al rato, aquellos hombres dejaron de buscar y tanto Xin como ella misma pudieron salir de su escondite. Xiao creyó que entonces sus padres saltarían por el muro, como habían hecho ellos, pero no sucedió. Pensó que sus padres no se habrían escondido tan bien como ellos y les habrían encontrado. Xiao quiso subir a buscarlos, pero el brazo fuerte de Xin se lo impidió. Al final no le quedó otra que continuar valle abajo, con su profesor como única compañía y con las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

—No llores, Xiao. Todo saldrá bien, ya verás —dijo Xin, con toda la ternura que fue capaz de transmitir en ese momento, aunque por dentro estaba tan asustado y triste como ella.

Xiao se paró de nuevo. Se agarró el brazo derecho con la mano izquierda y elevó la vista. Desde la altura de la pequeña, Xin parecía un gigante, a pesar de su mediana estatura. La cara de la niña era una mezcla de pena e incertidumbre. Se había serenado un poco, pero la tristeza no le había abandonado todavía.

—Señor Dong, ¿usted es bueno o es malo? —preguntó con ojos llorosos.

Xin se giró extrañado. Era una pregunta tan inocente y dulce...

—¿Por qué me preguntas eso, Xiao?

—Porque mi papá dice que me fíe sólo de las personas buenas. Dice que los buenos siempre intentarán hacer cosas buenas.

En ese momento Xin se dio cuenta de que la pequeña Xiao parecía el ser más vulnerable del Universo. Ahí de pie, con los ojos bañados en lágrimas, vio a una personita de apenas un metro de altura y quince quilos de peso repletos de temores y dudas, enfrentándose a un mundo cruel que le había arrebatado de un plumazo todo cuanto tenía. Xin se enamoró en aquel instante de Xiao. Juró que la protegería de todo mal hasta que todo acabara. Que erradicaría de su rostro los temores y las dudas, hasta verla de nuevo feliz y sonriente.

La cogió en brazos, la abrazó fuertemente y ambos rompieron a llorar.

—Soy de los buenos, pequeña. Soy de los buenos.

***

Un enorme edificio de apartamentos en forma de dos cruces unidas le anunció que se aproximaba a su destino. A su derecha, por fin, apareció el bloque que buscaba.

—8th Street con la West 28th Street. Aquí es —confirmó Jack.

Plegó la bicicleta y miró hacia arriba. El edificio era mayoritariamente de cristal. Parecía apagado y sin vida. No sólo por el hecho de que no se viera ninguna luz eléctrica, sino porque sus inquilinos, que serían numerosos, no parecían tener ganas de hacerse notar. La gente, en general, se había vuelto muy desconfiada.

Jack se dirigió directamente al apartamento de Julia. Pensó que más tarde se acercaría con ella a ver a Sam. No tenía manera de avisarles con antelación así que tendría que empezar por uno cualquiera. Y, realmente, con quien más deseaba hablar era con la mujer.

La tenía que convencer para que se marchara con él. Para huir de Nueva York y de La Desconexión, de las guerrillas y del aislamiento.

Jack no sabía si Julia se encontraba en casa. Ni en qué estado se la iba a encontrar. Habían pasado cinco días desde que se vieran. Cinco días muy intensos en los que los pensamientos más oscuros podían arraigar en la mente. La tristeza, la desesperación y la soledad. Todos ellos eran peligrosos aliados. Jack se maldijo por haber dejado sola a Julia tanto tiempo. Pero qué podía hacer. Tampoco eran una pareja oficial. Y cada uno tenía su parcela, su vida con sus propios problemas.

Llegó al sexto piso. Torció a mano derecha y se adentró en el pasillo transversal. Buscaba la letra E. Unos cuantos metros más adelante llegó hasta la puerta. Llamó al timbre por instinto. Tras un par de segundos en los que se sintió estúpido llamó con el nudillo. Un escalofrío de duda le recorrió el cuerpo. Esperaba que Julia le abriera con los brazos abiertos. Que le invitara a pasar, a tomar una copa, o a cenar. Luego harían el amor, con la pasión de siempre, como si fuera la primera vez. El ruido del pestillo le sacó de su imaginación. Estaba calado, era muy temprano en la mañana y los acontecimientos presentes no invitaban a ningún evento de los que había sugerido su mente.

La puerta se entreabrió. Una cadena impedía que se pudiera abrir más de una rendija.

—¿Jack? —preguntó Julia un tanto sorprendida.

—Sí, soy yo. Ábreme por favor.

Julia abrió enseguida. Invitó a Jack a pasar agarrándole del brazo y antes de cerrar miró a ambos lados del pasillo. Se la notaba nerviosa, preocupada por algo. Jack no entendía muy bien el motivo, más allá de lo evidente de la situación.

En cuanto cerró la puerta y se sintió de nuevo a salvo, Julia se giró y se fundió en un abrazo con Jack. Se dejaron llevar por un rato. Disfrutando de sus cuerpos unidos. Intentando transmitirse paz el uno al otro.

—Es la segunda vez que te abrazo y estás completamente mojado. Dime por favor que no has rescatado a otro piloto del agua —dijo al fin la mujer, disolviendo el abrazo.

Jack sonrió. La ironía de Julia implicaba que no podía estar tan asustada como parecía. Todo serían imaginaciones suyas.

—Digamos que he tenido un pequeño incidente viniendo hacia aquí.

—Ahora me lo cuentas, ¿quieres un café? ¿Te preparo algo de desayunar? —preguntó Julia mientras se dirigía toda resuelta hacia la cocina.

<<Se la ve muy bien>>, pensó Jack. No sabía porqué se había preocupado tanto. Era un alivio.

—Tendrás que cambiarte de ropa, Bradley te echará la bronca si te vuelve a ver mojado —mencionó Julia desde la cocina.

Jack no comprendió. ¿Había escuchado bien? ¿Había dicho Bradley? Julia había desaparecido por la puerta del recibidor que conducía a la cocina, sin darle tiempo a Jack de seguirla. ¿Estaba bromeando?

En ese momento volvió. Traía una bandeja con una cafetera y dos tazas.

—¿Qué haces ahí? Vamos, al salón. Que el café se va a enfriar —le espetó a Jack.

Jack no se lo podía creer. ¿Qué estaba pasando? Se dejó arrastrar por la mujer al salón. La escena era tan surrealista que no sabía si le estaba tomando el pelo.

—¿Has dicho antes que Bradley me iba a echar la bronca por llegar mojado?

—Claro, acuérdate que hoy tenemos reunión de seguimiento y no consiente que no estemos presentables. Tendrás que intentar plancharte la ropa para que se te seque. Ya sabes que aquí yo no tengo trajes de hombre.

—Pero… —Fue lo único que acertó a decir Jack. Estaba en estado de shock. ¿Había perdido la cabeza Julia o le estaría tomando el pelo? De ser así era una broma de muy mal gusto.

—Toma, tu café. Cuidado que quema.

Julia le echó en la taza que había dispuesto al lado de Jack un poco del líquido que había en la cafetera. A todas luces parecía café, pero no despedía ni el olor, ni el característico humito blanco signo del café recién hecho. Jack lo olió. Olía a café. Pero sin duda a un café hecho hacía muchos días. No supo definir cuántos. Ese hecho no pareció importarle a Julia, que saboreaba el líquido de su taza como si se tratase de un café colombiano recién molido.

—¿Es que no quieres? —preguntó Julia sorprendida, señalando la taza que había vuelto a dejar Jack sobre la mesa.

—Julia, ¿qué te pasa? —respondió con otra pregunta Jack. Le cogió la mano para parecer más cercano y sincero.

—¿A mi? ¿Por qué? No me pasa nada. Estoy perfectamente. Ahora que trabajo desde casa todo me va mucho mejor. Figúrate que estoy ganando mucho más dinero que antes.

—Pero… Julia, ¡estás loca! ¿Cómo que estás trabajando desde casa? ¿Sabes lo que está pasando? —Jack había perdido la compostura. De cogerle la mano había pasado a levantarse para asirla con ambas manos por los hombros.

Julia no reaccionó. Simplemente se le quedó mirando con ojos distraídos.

—Anda, anda. Que ya sé por dónde vas —respondió tranquilamente la mujer—. Claro que sé lo que está pasando. Tú te refieres al lío con las cotizaciones del petróleo, ¿no? ¡Buah! Ha sido una pasada. Déjame que te lo enseñe. Voy a traer el portátil.

No podía ser. Jack no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Julia se había levantado como si tal cosa y se había dirigido a su habitación. Seguramente a traer el maldito portátil. Un sentimiento de angustia le empezó a aflorar. No estaba preparado para asumir lo que estaba pasando. Julia había decidido hacer lo mismo que había hecho la electricidad con el mundo. Había desconectado de él.

—Mira, aquí están los gráficos de las cotizaciones —continuó Julia, que venía con el portátil desplegado.

Evidentemente la pantalla estaba apagada.

—Sí, Julia. Ya lo veo. Ya lo veo —respondió Jack con lágrimas en los ojos—. Déjame que vaya a por Sam. Le alegrará saber también lo que me quieres enseñar.

—¡Claro! ¡Qué buena idea! Ve a por él. Yo te espero aquí. Haré más café.

—Estupendo, Julia —contestó Jack, dándole un beso en la frente. Tenía que salir de allí cuanto antes. No podía aguantar ni un minuto más sin derrumbarse allí mismo—. Ahora vuelvo —dijo al fin. Se dio la vuelta y se marchó. Cuando salió por la puerta y la cerró tras de sí no pudo más. Se echó al suelo y se derrumbó. Un sinfín de lágrimas le recorrían las mejillas. No se podía creer lo que estaba pasando. Tenía que ser una pesadilla, un mal sueño o una broma pesada. Cómo era posible que en cinco días aquella mujer tan maravillosa hubiera perdido la cabeza de tal manera. El asesinato de Bradley, el accidente de Tom y la maldita Desconexión, habían sido demasiado para su mente. Le había resultado más fácil abandonarse a sí misma. Apagar el interruptor de la razón y vivir sin sentir. Sin miedo. Sin preocupaciones. Jack no lo podía entender. Al otro lado de esa puerta se encontraba una mujer que quería, que apreciaba. Y ahora... No podía seguir con sus pensamientos. Tenía que saber qué había pasado. Quizá Sam supiera algo. Dos pisos más arriba encontraría la respuesta. O eso esperaba. No podría soportar que a Sam también le hubiera pasado algo fuera de lo normal.

Se levantó y se dirigió a las escaleras de subida. Se limpió las lágrimas y se dio fuerzas a sí mismo.

<<Vamos Jack, seguro que todo se arreglará>>, fue su último pensamiento antes de empezar a subir.

***

El viaje en tren, aunque agradable, estaba resultando lento y pesado. El antiguo tren de vapor no tenía la fuerza, empuje y comodidades de los modernos. La locomotora que tiraba del Luz Nocturna, de nombre <<La Garrafeta>>, había sido construida en Bilbao hacía más de cincuenta años y no pasaba de los ochenta kilómetros por hora, y eso que había sido acondicionada para exprimir al máximo su caldera.

Franz, Jessica, Joseph, Patrick y el pequeño destacamento militar, habían atravesado media España hasta el paso de Irún-Hendaya, que cruzaba la frontera con Francia. Llevaban cerca de seis horas de viaje y todavía les quedaban más de dos tercios del camino. Siempre y cuando todo saliera bien. La frontera era el primer punto importante donde la misión podía fracasar, y eso estaba presente en la mente de todos.

—Señores, hemos llegado a Irún. Vamos a hacer un alto en el camino —informó el teniente al cargo de la expedición—. Tenemos que dar cuenta de nuestros planes en el control fronterizo, realizar el cambio de ancho de los ejes y repostar. Espero que no nos pongan muchos problemas. En cualquier caso no hace falta que saquen ningún papel, ya nos encargamos nosotros.

—Gracias, teniente. ¿De cuánto tiempo cree que estamos hablando? —preguntó Franz.

—Aproximadamente de veinte minutos. Con este tren, el cambio de ancho no es automático, y habrá que realizar algunos ajustes manualmente, además de dar las explicaciones oportunas.

—¿No sería conveniente que fuéramos con usted?

—Prefiero que no, no se preocupe. Nosotros nos encargamos. Creo que así seremos más ágiles con los trámites.

—¿Y si aprovechamos para estirar las piernas fuera del tren? —preguntó Joseph, entrando en la conversación. Se moría de ganas de salir de allí y le pareció el momento oportuno para hacerlo.

El teniente se encogió de hombros en señal de que no había problema. Franz pensó que, al fin y al cabo, no era mala idea. Todavía quedaba un largo viaje por delante.

Patrick y Jessica también estuvieron de acuerdo, ansiosos como el muchacho de salir de la caja de madera en la que llevaban encerrados tantas horas. Joseph saltó de su asiento hacia la puerta de salida. Los demás le siguieron.

Una vez fuera, comprobaron que el frío y el mal tiempo que habían dejado en Torrejón había viajado también con ellos. Intensas nubes de color negruzco dieron la bienvenida a los forasteros.

—¡Qué ganas tenía de estirar las piernas! A pesar de este frío gélido que se me está metiendo por el cuerpo —dijo Jessica, encogiendo el cuerpo para retener el calor.

A Franz le dieron ganas de ir a abrazarla, aunque se contuvo. En cambio, le ofreció la chaqueta gentilmente, aunque la chica la rechazó con educación.

—¿Qué tal si damos una pequeña vuelta? Sobre todo para entrar en calor —propuso Joseph, el más activo de los cuatro. El chico era pura energía y necesitaba estar en constante movimiento. Franz no se imaginó como lo habría que tenido que pasar las seis horas anteriores a bordo del tren.

Empujados por el ímpetu de Joseph, los cuatro empezaron a caminar estación arriba. Tras cinco minutos llegaron al límite meridional de la bahía del Bidassoa, frontera natural entre los dos países, donde una barandilla les protegía de caer al agua. Joseph saltó la barandilla y bordeó la estrecha rivera de tierra que aún quedaba hasta las aguas. Le encantaba tocar el agua y no se quería perder esa oportunidad. Patrick, cansado, se dejó caer sobre un banco próximo, a la espera de que les llamaran de nuevo. Jessica, que iba un poco más retrasada caminando al lado de Franz, se acercó al borde, agarró con ambas manos el frío metal de la barandilla y se asomó al río. Allí abajo estaba Joseph, cogiendo un par de piedras y lanzándolas todo lo lejos que podía.

—Es curioso —dijo de repente—. A cada paso que doy, me voy alejando más y más de mi hogar.

Franz se acercó a la barandilla, al lado de la mujer. El pelo largo y castaño de Jessica empezó a ondear acompasado con el viento, ocultando, a intervalos, su delicado perfil. En ese momento Franz se dio cuenta que no conocía mucho de su vida. Llevaba cerca de un año en el CSUE y apenas habían compartido una conversación que no fuera acerca del trabajo. Pensó que ese podía ser un momento como otro cualquiera para saber algo más de ella.

—¿Qué quieres decir con eso, Jessica?

—Nada en particular, simplemente… —Jessica no estaba segura de querer entrar en el terreno personal. Había lanzado la frase al aire, como queriendo que se la llevara el viento, sin pretender dar a entender que quisiera conversación.

—¿Echas de menos Estados Unidos?

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