Odessa

Odessa


I

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I

Todo el mundo parece recordar con absoluta claridad lo que estaba haciendo el 22 de noviembre de 1963, en el instante en que se enteró de la muerte del presidente Kennedy. Este cayó herido a las 12,22 de la tarde hora de Dallas, y el anuncio de su muerte fue dado a las 13,30 de la misma zona horaria. Eran las 2,30 en Nueva York, las 7,30 en Londres y las 8,30 de una fría noche de aguanieve en Hamburgo.

Peter Miller regresaba al centro de la ciudad en su coche, después de visitar a su madre, que vivía en las afueras, en un barrio llamado Osdorf. Iba a ver a su madre cada viernes por la noche; por un lado, porque quería asegurarse de que tenía todo lo necesario para pasar el fin de semana y, por otro, porque estimaba que debía ir a verla una vez a la semana. De haber tenido ella teléfono, la habría llamado; pero como no lo tenía, iba a su casa en el coche. Y ésta era la razón por la cual no quería la mujer el teléfono.

Miller, como de costumbre, tenía puesta la radio, y estaba escuchando un programa musical de la emisora del Noroeste. A las ocho y media estaba en la carretera de Osdorf, a diez minutos del piso de su madre, cuando la música se interrumpió y sonó, tensa de emoción, la voz del locutor:

Achtung, Achtung! Noticia de última hora. El presidente Kennedy ha muerto. Repito: el presidente Kennedy ha muerto.

Miller apartó los ojos de la carretera y miró fijamente la tenue luz del cuadrante de frecuencias del borde superior de la radio, como si sus ojos pudiesen desmentir lo que sus oídos acababan de captar, revelándose que tenía equivocadamente sintonizada la emisora: la que sólo radia disparates.

—¡Jesús! —murmuró.

Pisó el pedal del freno y se arrimó al lado derecho de la carretera. En la ancha y recta autopista que atraviesa Altona hacia el centro de Hamburgo, otros conductores que habían oído la noticia se estacionaban al lado de la carretera como si conducir y escuchar la radio se hubieran convertido de pronto en ocupaciones incompatibles, y así era en cierto modo.

Miller, desde donde se hallaba detenido, veía brillar las luces de frenado de los automóviles que iban delante de él, a medida que los conductores los iban deteniendo en el arcén, para escuchar las nuevas informaciones que brotaban de sus receptores. A la izquierda, los faros de los coches que salían de la ciudad oscilaban violentamente al virar, a su vez, para salirse de la calzada. Dos automóviles le adelantaron, el primero haciendo sonar furiosamente el claxon, y Miller pudo ver cómo el conductor se llevaba el índice a la frente, en ese grosero ademán con que el conductor alemán tilda de loco al que lo irrita.

«No tardará mucho en enterarse», pensó Miller.

En la radio, la música ligera había cedido el paso a la marcha fúnebre, que, al parecer, era lo único que el disk-jockey tenía a mano. A intervalos, el locutor daba nuevos detalles de la noticia, a medida que éstos iban llegándole de la sala de teletipos. Empezaban a conocerse los pormenores: la llegada a Dallas en coche descubierto, el tirador en la ventana del almacén de libros… No se hablaba de ningún arresto.

El conductor del coche de delante se apeó y se acercó a Miller. Se dirigió a la ventanilla de la izquierda, pero, al observar que, inexplicablemente, aquel coche tenía el volante a la derecha, dio la vuelta y se situó al otro lado. Llevaba una chaqueta con cuello de piel sintética. Miller bajó el cristal.

—¿Lo ha oído? —preguntó el hombre, inclinándose hacia la ventanilla.

—SÍ.

—¡Qué espanto! —exclamó el otro.

En todo Hamburgo, en toda Europa, en todo el mundo, la gente se acercaba a los desconocidos para comentar el caso.

—¿Le parece que pueden haber sido los comunistas? —inquirió el hombre.

—No lo sé.

—Eso podría provocar la guerra.

—Quizás —admitió Miller.

Estaba deseando que el hombre se fuera. Él, en su condición de periodista, podía imaginar el caos que se produciría en todas las redacciones de los periódicos, desde las que se llamaría a todos los hombres de la plantilla, con objeto de lanzar una edición especial que llegara a los lectores antes del desayuno. Habría que preparar notas biográficas, ordenar y componer comentarios… Los teléfonos estarían bloqueados por hombres que vociferarían pidiendo más y más detalles. Y todo, porque un hombre yacía, con el cuello destrozado, sobre una mesa de mármol en una ciudad de Texas.

En aquel momento casi deseaba figurar otra vez en la plantilla de un periódico, para poder intervenir en el jaleo, pues desde que —tres años antes— se independizara, habíase especializado en noticias de carácter nacional, sobre todo las relacionadas con el crimen, la Policía y los bajos fondos. A su madre no le gustaba este trabajo, y solía decir que «andaba con malas compañías», y por más que él aseguraba que estaba a punto de convertirse en uno de los reporteros-investigadores más solicitados del país, no lograba convencerla de que el oficio de periodista era digno de su único hijo.

Mientras por la radio iban llegando noticias, Miller pensaba con rapidez, tratando de decidir si el suceso ofrecía alguna faceta que pudiera encararse desde Alemania en un reportaje complementario. La reacción del Gobierno de Bonn sería comentada desde esta ciudad por los hombres de las plantillas periodísticas, y el recuerdo de la visita de Kennedy a Berlín en junio ultimo sería glosado desde Berlín. No parecía, pues, que el caso diera para un buen reportaje, con fotografías, susceptible de vender a cualquiera de la veintena de semanarios alemanes que constituían los mejores clientes de su especialidad periodística.

El hombre que estaba apoyado en la ventanilla del coche advirtió que Miller no le prestaba atención, y supuso que era por el dolor que le había causado la muerte del presidente. De modo que interrumpió su charla sobre guerra mundial y adoptó una compungida expresión.

Ja, ja, ja —suspiró, con aire de entendido, como si él ya lo hubiese previsto—. Gente violenta esos americanos… Tienen un fondo de violencia que nosotros, los de aquí, nunca comprenderemos.

—Sin duda —admitió Miller, aún distraído.

Finalmente, el desconocido se desanimó.

—Bueno, tengo que irme a casa —dijo, enderezándose—. Grus Gott.

Echó a andar hacia su automóvil. Miller advirtió entonces que el otro se alejaba.

Ja, gute Nacht —le gritó a través de la ventanilla, y subió el cristal, a fin de resguardarse del aguanieve que las ráfagas del viento del Elba lanzaban contra el coche. La radio transmitía ahora una marcha lenta. El locutor acababa de anunciar que aquella noche no habría más música ligera; sólo boletines de noticias, que se alternarían con melodías adecuadas.

Miller se arrellanó en el cómodo asiento de piel de su «Jaguar» y encendió un «Roth-Handl», cigarrillo de tabaco negro, sin filtro, que olía de un modo espantoso, otra de las cosas que reprochaba su madre a aquel hijo que tantos desengaños le deparaba.

Es difícil no caer en la tentación de preguntar qué habría ocurrido si uno hubiese hecho o dejado de hacer… Ello suele ser una especulación inútil, pues lo que hubiera podido ser y no ha sido constituye el mayor de los misterios. Pero tal vez se pueda decir que si aquella noche no hubiera escuchado Miller la radio, no habría parado el coche ni pasado media hora a un lado de la carretera. Tampoco habría visto la ambulancia ni oído hablar de Salomon Tauber ni de Eduard Roschmann. Y, probablemente, cuarenta meses después hubiera dejado de existir la República de Israel.

Miller terminó el cigarrillo mientras seguía escuchando la radio; bajó el cristal y tiró la colilla. Apenas accionó el contacto, el motor de 3,8 litros situado bajo el largo y aerodinámico capó del «Jaguar XK 150 S» dio un rugido y en seguida ajustó la voz a su leve gruñido habitual, cual el de la fiera que trata de escapar de la jaula.

Miller encendió las luces de cruce, miró atrás y se incorporó al creciente aluvión de coches que circulaban por la carretera de Osdorf.

Se hallaba detenido en el semáforo de la calle Stresemann, cuando oyó acercarse la ambulancia. Esta pasó por su izquierda haciendo sonar acompasadamente la sirena en dos tonos, agudo y grave; aminoró la marcha antes de rebasar la luz roja y entrar en el cruce; torció hacia la derecha, por delante de Miller, y tomó por la calle Daimler abajo. Miller actuó movido sólo por reflejos. Soltó el embrague, y el «Jaguar» salió disparado detrás de la ambulancia, a unos veinte metros.

Casi inmediatamente, Miller se arrepintió de su impulso y pensó que hubiera sido mejor seguir hacia su casa. Seguramente allí no habría nada; aunque nunca se sabe. Las ambulancias sugieren una perturbación, y en según qué perturbaciones podía haber un reportaje, sobre todo si uno acudía el primero y la cosa se arreglaba antes de la llegada de los reporteros de plantilla. Podía tratarse de un grave accidente de tráfico, de un incendio en los muelles o de una casa de vecinos envuelta en llamas, con niños dentro. Podía ser cualquier cosa. Él llevaba siempre en la guantera del coche una pequeña «Yashica» con equipo de flash, ya que nunca sabía uno lo que podía ocurrir ante sus ojos.

Miller conocía a un hombre que el 6 de febrero de 1958 se encontraba en el aeropuerto de Munich, esperando subir a un avión, cuando a unos cientos de metros de donde él estaba se estrelló el aparato en que viajaba el equipo de fútbol del Manchester United. El hombre ni siquiera era fotógrafo profesional, pero inmediatamente se echó a la cara la cámara que llevaba para sus vacaciones en la nieve, y tomó las primeras fotos exclusivas del avión incendiado. Las revistas ilustradas le pagaron por ellas más de cinco mil libras.

La ambulancia se metió por el laberinto de calles estrechas y sórdidas de Altona, dejando a la izquierda la estación del ferrocarril y manteniéndose siempre en dirección al río. El conductor del vehículo —una furgoneta «Mercedes» alta y achatada— conocía bien su ciudad, y maniobraba con pericia. A pesar de que el «Jaguar» tenía mayor potencia de aceleración y una suspensión muy dura, Miller sentía patinar las ruedas traseras sobre los adoquines mojados.

Observó que pasaban por delante del almacén «Menck», de repuestos de automóviles, y dos calles más allá supo ya cuál era su destino. La ambulancia se detuvo en una mísera y oscura calle, de casas de vecinos y pensiones, que, bajo la oblicua cortina de aguanieve, presentaba un aspecto sombrío y tétrico. La ambulancia se había parado delante de una pensión, cerca de un coche de la Policía, en cuyo techo giraba una luz azul que ponía un tinte macabro en el rostro de los curiosos que estaban congregados frente al portal.

Un fornido sargento de Policía gritó a la gente que abriera paso a la ambulancia. Se hizo un hueco, y en él entró suavemente el vehículo. El conductor y su ayudante saltaron a tierra, abrieron la puerta trasera y sacaron una camilla. Después de hablar brevemente con el sargento, ambos hombres entraron con paso rápido en el portal.

Miller estacionó el «Jaguar» en el lado opuesto de la calle, unos quince metros más abajo, y arqueó las cejas. Ni choque, ni fuego, ni niños en peligro. Probablemente, un simple ataque al corazón. Se acercó al grupo que el sargento mantenía a distancia formando un semicírculo, para dejar paso libre desde el portal hasta la parte trasera de la ambulancia.

—¿Se puede subir?

—No se puede. No es asunto suyo.

—Prensa —dijo entonces Miller, sacando su carnet.

—Y yo policía —dijo el sargento—. No se sube. La escalera es estrecha y, además, insegura. Los de la ambulancia bajarán en seguida.

Era un tipo corpulento, como cumple a un buen sargento de Policía de uno de los distritos más difíciles de Hamburgo. Con su metro noventa de estatura, su capa impermeable y los brazos extendidos para contener a la gente, parecía tan sólido e inamovible como una muralla.

—¿Qué ha ocurrido?

—No puedo decírselo. Pregunte en la Comisaria.

Del portal salió un hombre vestido de paisano. La luz giratoria del techo del «Volkswagen» de la Policía le iluminó la cara, y Miller lo reconoció. Habían estudiado juntos en el Instituto Central de Hamburgo. Ahora era detective inspector de la Policía de esta ciudad y se hallaba destinado en la central de Altona.

—¡Eh, Karl!

Al oír su nombre, el joven inspector se volvió y miró al grupo que estaba detrás del sargento. Al siguiente destello azul descubrió a Miller, que tenía la mano levantada. Le sonrió, entre afable y resignado. Hizo al sargento una seña con la cabeza.

—Déjele pasar, sargento. Es casi inofensivo.

El policía bajó el brazo, y Miller se adelantó rápidamente. Él y Karl Brandt se estrecharon la mano.

—¿Qué haces tú aquí?

—Vine siguiendo la ambulancia.

—Eres un buitre sanguinario. ¿A qué te dedicas ahora?

—A lo de siempre. Trabajo por mi cuenta.

—Y, por lo visto, te estás forrando. Siempre veo tu firma en las revistas.

—Me defiendo. ¿Te has enterado de lo de Kennedy?

—Sí. Horroroso. Esta noche estarán revolviendo todo Dallas. Me alegro de que no esté en mi sector.

Miller señaló, con un movimiento de cabeza, el portal de la casa de huéspedes, en el que una bombilla de pocos vatios proyectaba su luz amarilla sobre el deteriorado papel de la pared.

—Un suicidio —dijo Karl—. Con gas. Los vecinos notaron el olor que salía por debajo de la puerta, y nos avisaron. Menos mal que a nadie se le ocurrió encender un fósforo. Toda la casa apestaba.

—¿No se tratará, por casualidad, de alguna estrella de cine? —preguntó Miller.

—¡Seguro! Como siempre viven en sitios así… No; ha sido un viejo. De todos modos, parece que, en realidad, llevaba ya años muerto. Todas las noches se mata alguien.

—Bueno, adondequiera que haya ido, no será peor que esto.

El inspector esbozó una sonrisa y volvió la cabeza hacia la casa. Los dos enfermeros, con su carga, acababan de bajar la escalera y cruzaban el portal.

—Abran paso —dijo Brandt.

El sargento se apresuró a repetir la orden e hizo retroceder a la gente un poco más. Los de la ambulancia salieron a la acera y se acercaron a la parte trasera del «Mercedes». Brandt los siguió, y Miller se fue tras él. No es que quisiera ver al muerto; ni siquiera se le había ocurrido. Se limitaba a seguir a Brandt. Cuando el primero de los enfermeros enganchó las varas de la camilla en las guías y el otro se preparaba ya para empujarla, dijo Brandt:

—Esperen un momento. —Levantó una punta de la manta y miró la cara del muerto—. Es puro formulismo —comentó, por encima del hombro—. Tengo que escribir en mi informe que acompañé el cadáver a la ambulancia y al depósito.

Las luces interiores de la furgoneta eran potentes, y durante dos segundos pudo Miller ver el rostro del suicida. Su primera y única impresión fue que nunca había visto a un hombre tan feo y arrugado. Aun dejando aparte los efectos de la intoxicación por gas —manchas en la piel y labios amoratados—, aquel hombre tampoco debió de ser muy guapo en vida. Unos mechones de pelo pegados al cráneo; los ojos cerrados, y las mejillas, sin la dentadura postiza, tan hundidas que parecían tocarse, le daban aspecto de vampiro de película. Casi no tenía labios, y la piel, alrededor de su boca, formaba unos frunces profundos que recordaron a Miller una cabeza que vio tiempo atrás, procedente de la cuenca del Amazonas, a la cual los indígenas le habían cosido los labios. Para acabar de rematar el efecto, el hombre presentaba a cada lado de la cara dos cicatrices pálidas y rugosas que le surcaban la mejilla desde la sien hasta las comisuras de la boca.

Tras un rápido vistazo, Brandt volvió a taparlo con la manta, hizo una seña al enfermero que estaba detrás de él y se apartó a un lado en tanto éste encajaba la camilla en su anclaje, cerraba las puertas y subía a la cabina, donde estaba ya su compañero. La ambulancia se alejó rápidamente, y la multitud empezó a dispersarse, mientras el sargento gruñía a media voz:

—Vamos, circulen, ya pasó todo. No hay más que ver. ¿Es que no tienen casa?

Miller miró a Brandt, arqueando las cejas.

—Muy bonito.

—Sí. Pobre hombre. Pero en este caso no hay nada para ti.

Miller hizo un gesto de contrariedad.

—En absoluto. Como tú dices, hay uno cada noche. En este momento, en todo el mundo está muriendo gente, y nadie demuestra el menor interés por esas muertes. Como Kennedy ha sido asesinado…

El inspector Brandt rió burlonamente.

—Estos periodistas sanguinarios…

—Hay que reconocerlo: la gente quiere leer lo de Kennedy. Para eso compra el periódico.

—Cierto. Bueno, tengo que volver a la Comisaría. Adiós, Peter.

Se estrecharon nuevamente la mano y se separaron. Miller tomó la dirección de la estación de Altona, entró en la avenida principal, camino del centro, y veinte minutos después estaba guardando su «Jaguar» en el garaje subterráneo de la plaza Hansa, situado a unos ciento cincuenta metros de la casa en cuyo ático vivía.

Dejar el coche todo el invierno en un garaje subterráneo resultaba caro; pero éste era uno de los lujos que él se permitía. También el piso era caro; mas a Peter le gustaba porque era alto y tenía vistas al bullicioso bulevar de Steindamm. A su atuendo y comida no dedicaba mucha atención, y a la edad de veintinueve años, con su casi metro noventa de estatura, su cabello castaño y sus ojos pardos, no necesitaba gastar mucho en vestir para tener éxito con las mujeres. Un amigo le dijo una vez, con envidia:

—Tú harías estragos hasta en un convento.

Él se echó a reír, halagado, pues pensaba que su amigo tenía razón.

Sus grandes pasiones eran los coches deportivos, el periodismo y Sigrid, aunque, a veces, no sin cierto sonrojo, pensaba que si tuviese que escoger entre Sigi y el «Jaguar», Sigi habría de buscarse otra pareja.

Una vez hubo colocado el «Jaguar» en su sitio, se quedó contemplándolo a las luces del garaje. No se cansaba de mirarlo. Incluso cuando se acercaba a él en la calle, tenía que pararse a admirarlo. A veces, algún transeúnte, sin saber que el coche fuera suyo, se detenía y comentaba:

—¡Eso es un motor!

Los jóvenes reporteros independientes no acostumbran tener un «Jaguar XK 150 S». Por cierto que en Hamburgo casi no se encontraban repuestos, ya que la serie «XK», de la cual el modelo «S» había sido el último, dejó de fabricarse en 1960. Peter lo cuidaba personalmente, y el domingo pasaba horas enteras, en mono, metido bajo el chasis o revolviendo en el motor. La gasolina que se necesitaba para alimentar sus tres carburadores «SU», al precio a que había que pagarla en Alemania, era un gran agobio para su economía; mas Peter se sacrificaba gustoso. Se sentía recompensado al oír el brioso rugido de los tubos de escape, cuando pisaba el acelerador por la autopista, y el brío con que tomaba los virajes en las carreteras de montaña. Incluso había tensado la suspensión independiente de las ruedas delanteras, y como el coche poseía suspensión rígida en las de atrás, tomaba las curvas firme como una roca, mientras los otros conductores que trataban de desafiarlo empezaban a brincar furiosamente sobre sus muelles y ballestas. Poco después de comprarlo, lo hizo repintar de negro, con una franja amarillo avispa a cada lado. Como el coche había sido fabricado en Coventry (Inglaterra) y no estaba destinado a la exportación, tenía el volante a la derecha, lo cual era un inconveniente en los adelantamientos, pero, en cambio, le permitía cambiar la marcha con la mano izquierda y sostener el tembloroso volante con la derecha, y ello era una gran ventaja.

Nada más pensar en las circunstancias que le habían permitido comprarlo, se maravillaba de su suerte. El verano anterior, mientras esperaba su turno en la peluquería, se puso a hojear una revista pop. Generalmente, no leía los chismes sobre las celebridades del mundo pop; pero allí no había nada más que leer. El reportaje de la página central trataba de la meteórica ascensión a la fama y al estrellato internacional de cuatro jovencitos ingleses con flequillo. El que aparecía a la derecha de la foto, con una nariz bastante grande, no le decía nada; pero las otras tres caras despertaron un eco en su memoria, que era una especie de archivo.

Los títulos de las dos canciones que lanzaron al cuarteto a la fama, Please Please Me y Love Me Do, tampoco le decían nada; pero aquellas tres caras le hicieron cavilar durante un par de días. Entonces se acordó. Dos años antes, en 1961, cantaban en un pequeño cabaret del Reeperbahn. Tardó otro día en recordar el nombre del local, pues sólo había entrado una vez a tomar una copa y charlar con un personaje del bajo mundo, del que necesitaba información acerca de la pandilla de Sankt Pauli. El «Star Club».

Fue al local, buscó en las notas de 1961, y dio con ellos. Entonces eran cinco: los tres que él había reconocido, y otros dos, Pete Best y Stuart Sutcliffe.

De allí fue a casa del fotógrafo que hizo las fotos publicitarias para Bert Kaempfert, el empresario, y adquirió los derechos de todas ellas. Su reportaje Hamburgo descubrió a los Beatles fue publicado en todas las revistas de música pop de Alemania, y en muchas del extranjero. Con el producto se compró el «Jaguar», que había visto en un garaje-exposición, al cual lo había vendido un oficial inglés cuya esposa estaba embarazada y ya no cabía en él. Incluso, en prueba de agradecimiento, compró varios discos de los Beatles; pero sólo los ponía Sigi.

Miller se alejó del coche, salió por la rampa a la calle y se fue a su casa. Eran casi las doce, y aunque a las seis de la tarde su madre le había dado una de aquellas enormes cenas que preparaba cada vez que a iba a verla, ahora volvía a tener hambre. Se hizo una fuente de huevos revueltos, y puso la radio, a fin de escuchar las noticias de la noche. Sólo hablaban de Kennedy, mas se referían a la repercusión que el hecho había tenido en Alemania, ya que de Dallas apenas llegaban más noticias. La Policía seguía buscando al asesino. El locutor se extendía acerca de la simpatía demostrada por Kennedy hacia Alemania, su visita del verano anterior a Berlín y su declaración, hecha en alemán: Ich bin ein Berliner.

Después se dio lectura al panegírico que, con voz temblorosa de emoción había pronunciado Willy Brandt, alcalde-gobernador de Berlín Occidental y a los del canciller Ludwig Erhard y el ex canciller Konrad Adenauer, que se había retirado el 15 de octubre anterior.

Peter Miller desconectó la radio y se fue a la cama. Habría deseado que Sigi estuviera en casa, porque cuando se sentía deprimido arrimábase a ella en busca de consuelo y en seguida se animaba, hacían el amor, y él se quedaba dormido como un leño, con gran disgusto de Sigrid, que en tales casos deseaba siempre hablar de matrimonio y de hijos.

Pero el cabaret en que ella bailaba no cerraba hasta casi las cuatro de la madrugada, y los viernes, más tarde aún, ya que los turistas y los provincianos invadían la Reeperbahn, dispuestos a comprar champaña a un precio diez veces superior al que costaba en el restaurante, con tal de estar con una chica de seno alto y escote bajo. Y Sigi tenía lo uno y lo otro en grado superlativo.

De manera que Peter se fumó otro cigarrillo, y a la una y cuarto se quedó dormido y empezó a soñar con la fea cara del viejo que se había suicidado con gas en los barrios bajos de Altona.

A medianoche, mientras Peter Miller comía huevos revueltos en su piso de Hamburgo, en un confortable salón de una casa contigua a una escuela de equitación situada en las afueras de El Cairo, cerca de las pirámides, cinco hombres charlaban y bebían. Allí era la una de la madrugada. Los cinco hombres habían cenado bien, y estaban de muy buen humor a causa de la noticia de Dallas, que habían oído unas horas antes.

La escuela de equitación era uno de los puntos de reunión predilectos de la buena sociedad de El Cairo y de la colonia alemana, compuesta por varios miles de personas. De los cinco hombres, tres eran alemanes, y los otros dos, egipcios. La esposa del anfitrión se había ido a la cama, y su marido y los invitados prolongaban la tertulia hasta la madrugada.

En una butaca tapizada de piel situada junto a la ventana, cuyos postigos estaban cerrados, se hallaba sentado Bodden, en otro tiempo experto en asuntos judíos del Ministerio nazi de Propaganda del doctor Joseph Goebbels. Desde poco después de la guerra vivía en Egipto —adonde fue trasladado por obra y gracia de ODESSA—, había adoptado el nombre egipcio de El Gumra y trabajaba en el Ministerio egipcio de Orientación en calidad de experto en asuntos judíos. En la mano tenía un vaso de whisky. A su izquierda estaba otro antiguo experto del personal de Goebbels, Max Bachmann, que también estaba empleado en el Ministerio de Orientación. Este, que abrazó la religión musulmana, había ido en peregrinación a La Meca y se hacía llamar El Hadj. En honor a su nueva religión, bebía zumo de naranja. Ambos eran nazis acérrimos.

Los dos egipcios eran el coronel Chams Edine Badrane, ayudante de campo del mariscal Abdel Hakim Amer, que con el tiempo sería nombrado ministro de Defensa de Egipto, y después, a raíz de la Guerra de los Seis Días, en 1967, condenado a muerte por traición. El coronel Badrane caería en desgracia con él. El otro era el coronel Ali Samir, jefe del Mukhabarat, el servicio secreto de Egipto.

En la cena hubo un sexto comensal, el invitado de honor, que regresó apresuradamente a la capital cuando, a las nueve y media de la noche, hora de El Cairo, se dio la noticia de que el presidente Kennedy había muerto. Era Anuar el Sadat, presidente de la Asamblea Nacional de Egipto e íntimo colaborador del presidente Nasser, al que habría de suceder.

Peter Bodden levantó su vaso.

—De modo que Kennedy, el amigo de los judíos, ha muerto. Caballeros, un brindis.

—¡Pero los vasos están vacíos! —protestó el coronel Samir. El anfitrión se apresuró a llenarlos, de una botella de escocés que cogió del aparador.

Ninguno de los reunidos se sorprendió al oír llamar a Kennedy amigo de los judíos. El 14 de marzo de 1960, siendo Dwight Eisenhower presidente de los Estados Unidos, David ben Gurion, primer ministro de Israel y Konrad Adenauer, canciller de Alemania, sostuvieron una entrevista secreta en el hotel «Waldorf-Astoria» de Nueva York, reunión que hubiera parecido imposible diez años antes. Pero el tema que se trató en ella parecía imposible, incluso en 1960; por eso tardaron varios años en trascender los pormenores, y aun a fines de 1963 el presidente Nasser se resistía a tomar en serio la información que ODESSA y el Mukhabarat del coronel Samir le pusieron encima de la mesa.

En aquella reunión, los dos hombres de Estado firmaron un acuerdo por el cual Alemania Occidental accedía a conceder un crédito a favor de Israel a razón de cincuenta millones de dólares al año, sin contrapartida. Pero Ben Gurion había de averiguar muy pronto que una cosa es tener dinero, y otra muy distinta, contar con abastecimientos seguros de armas. Seis meses después, el acuerdo del «Waldorf» era completado con otro, suscrito por los ministros de Defensa de Alemania y de Israel, Franz Josef Strauss y Shimon Peres, respectivamente, en el que se estipulaba que Israel podría utilizar el dinero alemán para comprar armas en Alemania.

Adenauer, comprendiendo que la índole del segundo acuerdo era más heterodoxa que la del primero, demoró la firma durante varios meses, hasta noviembre de 1961, en que se reunió, en Nueva York, con el nuevo presidente, John Fitzgerald Kennedy. Y Kennedy le forzó la mano. Él no quería que los Estados Unidos suministraran armas a Israel directamente; pero le interesaba que las armas llegasen allí, fuera como fuera. Israel necesitaba aviones de caza y de transporte, piezas de artillería «Howitzer» de 105 mm, carros y camiones blindados para el transporte de tropas, y tanques, sobre todo, tanques.

Alemania tenía de todo principalmente de fabricación americana, ya fuera comprado en Estados Unidos para paliar el coste de mantenimiento de las tropas estadounidenses estacionadas en Alemania en virtud del acuerdo de la OTAN, ya fabricado en Alemania con licencia.

Gracias a la presión ejercida por Kennedy, el acuerdo Strauss-Peres entró en vigor.

Los primeros tanques alemanes llegaron a Haifa a últimos de junio de 1963. Fue difícil mantener el secreto; intervenía ya mucha gente en la operación. ODESSA se enteró a fines de 1962 y se apresuró a informar a los egipcios, con los que sus agentes de El Cairo mantenían constantes relaciones.

A finales de 1963, las cosas empezaron a cambiar. El 15 de octubre se retiraba de la política Konrad Adenauer, el Zorro de Bonn, el Canciller de Granito, y su puesto era ocupado por Ludwig Erhard, hombre muy popular por ser el artífice del milagro económico alemán, pero débil e indeciso en política exterior.

Incluso estando todavía Adenauer en el poder, había en el Gobierno federal un grupo que pedía enérgicamente la anulación del acuerdo con Israel y la supresión de los envíos de armas. Pero el anciano canciller había sabido hacerlos callar con frases claras y terminantes. Y era tal su poder, que nadie había vuelto a protestar.

Erhard era un hombre muy distinto, que ya se había ganado el apodo de el Leon de Goma, y en cuanto ocupó el sillón de canciller, volvió a la carga el grupo contrario al suministro de armas, que estaba apoyado por el ministro de Asuntos Exteriores, muy interesado en mejorar sus ya buenas relaciones con el mundo árabe. Erhard vacilaba. Pero detrás de unos y de otros estaba la voluntad de John Kennedy: Israel obtendría sus armas a través de Alemania.

Y ahora Kennedy había sido asesinado. La pregunta crucial que se planteaba aquella madrugada del 23 de noviembre era, sencillamente: ¿Retiraría el presidente Lyndon Johnson la presión de los Estados Unidos y dejaría al indeciso canciller de Bonn las manos libres para deshacer el trato? En realidad, no la retiró; mas en El Cairo existían grandes esperanzas de que lo hiciera.

El anfitrión de aquella cena celebrada en la casa de las afueras de El Cairo, una vez hubo llenado los vasos de sus invitados, se volvió otra vez hacia el aparador para colmar el suyo. Se llamaba Wolfgang Lutz y había nacido en Mannheim, en 1921.

Fue comandante del Ejército alemán, antisemita fanático, y en 1961 hubo de emigrar a El Cairo, donde estableció una escuela de equitación. Era rubio, con los ojos azules y perfil aguileño, y gozaba de gran simpatía en las altas esferas de la política de El Cairo y entre los expatriados alemanes, nazis en su mayoría, afincados en las riberas del Nilo.

Lutz se volvió hacia sus invitados y les dirigió una amplia sonrisa. Si la sonrisa era falsa, nadie lo notó. Y falsa era. En realidad, él era judío y, aunque había nacido en Mannheim, a los doce años, es decir, en 1933 emigró a Palestina. Su verdadero nombre era Ze’ev, y ostentaba el grado de Rav-Seren (comandante) del Ejército de Israel. En aquellos momentos era también el principal agente del Servicio de Inteligencia israelí en Egipto. El 28 de febrero de 1965, después de un registro efectuado en su casa, en el cual se descubrió un transmisor de radio escondido en la báscula del cuarto de baño, fue arrestado. Juzgado el 26 de junio de 1965, se le condenó a trabajos forzados a perpetuidad. Al terminar la guerra de 1967, fue incluido en una operación de canje, a cambio de varios miles de prisioneros de guerra egipcios, y el 4 de febrero de 1968 él y su esposa volvían a pisar el suelo de su patria en el aeropuerto de Lod.

Pero la noche en que murió Kennedy, todo esto, su detención, las torturas y las múltiples violaciones de su esposa, estaban todavía en el futuro. Con el vaso en alto, miró aquellos cuatro rostros sonrientes.

Estaba deseando que se fueran, pues durante la cena uno de sus invitados había dicho algo que era de vital importancia para Israel, y ahora estaba impaciente por librarse de ellos, subir a su cuarto de baño, sacar de la báscula el transmisor y enviar un mensaje a Tel Aviv. Pero tenía que seguir sonriendo.

—¡Mueran los amigos de los judíos! —brindó—. Sieg Heil!

A la mañana siguiente, Peter Miller se despertó poco antes de las nueve y se revolvió blandamente bajo el enorme edredón que cubría la cama de matrimonio. Aun sin estar del todo despierto, sentía el calorcito del cuerpo de Sigi. Instintivamente, se acercó a ella hasta que la espalda de la mujer apretó la base de su estómago.

Sigi, que se había acostado hacía apenas cuatro horas, gruñó por lo bajo y se alejó hacia el borde de la cama.

—Vete —murmuró en sueños.

Miller suspiró, se volvió de espaldas y miró el reloj. Entornando los ojos en la semioscuridad del dormitorio. Luego se levantó sigilosamente, se puso el albornoz y salió a la sala. Descorrió las cortinas, y la luz acerada de noviembre entró en la habitación, haciéndole guiñar los ojos. Enfocó la mirada hacia el Steindamm. Era sábado, y sobre el oscuro asfalto mojado no se veía mucho tránsito. Bostezó y entró en la cocina para preparar el primero de sus innumerables cafés del día. Tanto su madre como Sigi le reprochaban que viviera casi exclusivamente de café y cigarrillos.

En la cocina, mientras bebía el café y fumaba el primer cigarrillo, pensó si tenia que hacer algo de particular, y decidió que no. Durante días, o incluso semanas los periódicos y revistas no hablarían más que de Kennedy. Eso por un lado. Y, por otro, no tenía ningún reportaje entre manos. Además, el sábado y el domingo son días poco propicios para localizar a la gente en el despacho, y a nadie le gusta que le molesten en casa. Poco antes había terminado una serie, que fue bastante bien recibida —y que por cierto no había cobrado aún—, acerca de la constante infiltración de gángsters austríacos, parisienses e italianos en la mina de oro que era el Reeperbahn, con su casi un kilómetro de clubes nocturnos, burdeles y antros de vicio. Pensó en llamar a la revista que se la había comprado, pero desistió. Ya le pagarían, y de momento no estaba escaso de dinero.

Precisamente hacía tres días que el Banco le había mandado el estado de cuentas, y en él aparecía un saldo a su favor de más de cinco mil marcos, unas noventa mil pesetas, que lo mantendrían a flote durante algún tiempo.

—Lo malo de ti, amigo —dijo, dirigiéndose a su imagen, que se reflejaba en las relucientes cacerolas de Sigi—, es que eres un vago.

Diez años antes, cuando acabó su servicio militar, un funcionario del servicio de Orientación Profesional le había preguntado qué quería ser. «Un rico sin profesión», y a los veintinueve años, aunque no lo había conseguido todavía ni, probablemente, lo conseguiría en su vida, seguía considerándolo una ambición razonable.

Se llevó la radio de transistores al cuarto de baño, cerró la puerta para que Sigi no la oyera, y escuchó las noticias mientras se duchaba y se afeitaba. Lo más importante era que, en relación con el asesinato del presidente Kennedy, se había arrestado a un hombre. Tal como él suponía, no figuraban en el boletín más noticias que las que se referían al asesinato de Kennedy.

Cuando se hubo secado, volvió a la cocina y preparó más café, esta vez, dos tazas. Las llevó al dormitorio, las dejó encima de la mesita de noche, se quitó la bata y se acostó otra vez al lado de Sigi, cuya ondulada cabellera rubia se destacaba sobre la almohada.

Ella tenía veintidós años y había sido campeona de gimnasia en el colegio. Solía decir que hubiera podido alcanzar nivel olímpico de no habérsele desarrollado el busto hasta el extremo de llegar a estorbarle los movimientos y no encontrar un maillot que pudiera contenerlo de modo seguro. Al terminar sus estudios, se hizo instructora de educación física en un Instituto femenino. El paso a bailarina de striptease en un cabaret de Hamburgo se produjo un año después, y se debió a los más poderosos y obvios motivos: los económicos. Ganaba allí cinco veces más que haciendo de profesora.

A pesar de la desenvoltura con que se desnudaba en la pista, le producían vivo sonrojo los comentarios obscenos que acerca de su figura pudiera hacer alguien al que ella estuviera viendo en aquel momento.

—Lo bueno es que cuando estoy en la pista no puedo ver a nadie que esté detrás de los focos, y eso hace que no me sienta cohibida —explicó una vez con gran seriedad a Peter Miller, que la escuchaba divertido—. Creo que si pudiese ver al público, saldría corriendo.

Ello no le impedía que después, ya vestida, se sentara a una mesa y esperase que algún cliente la invitara a una copa. La única bebida permitida era champaña, en medias botellas o, mejor, en botellas enteras. Sobre éstas ella percibía una comisión del quince por ciento. Aunque la mayoría de los que la invitaban a champaña esperaban conseguir bastante más que la oportunidad de admirar su despampanante escote durante una hora, nunca pasaban de ahí. Ella era amable y comprensiva, y su actitud ante las empalagosas atenciones de los sobones era de sincero pesar y estaba exenta del desdén y repugnancia que las otras muchachas escondían tras sus sonrisas de neón.

—Pobrecillos —dijo a Peter Miller—. Deberían tener en casa una mujer carnosa.

—¡Qué es eso de «pobrecillos»! —protestó Miller con enfado—. Son unos viejos verdes repugnantes, con la cartera bien repleta.

—No lo serían si tuviesen a alguien que los cuidara —repuso Sigi con inamovible lógica femenina.

Miller la había descubierto por casualidad, en una visita que hizo al bar de Madame Kokett, al lado del «Café Keese», en el Reeperbahn, adonde había ido a charlar y tomar una copa con el dueño, antiguo amigo y fuente de información. Sigi era muy alta, medía casi un metro ochenta, y estaba bien proporcionada. Sus medidas de contorno hubieran sido excesivas para una muchacha más baja. Se desnudaba al son de la música con los ademanes de rigor y frunciendo los labios con esa convencional expresión de sensualidad que suelen adoptar las bailarinas de striptease. Miller lo había visto hacer otras veces, e iba bebiendo sin inmutarse.

Pero cuando cayó el sujetador, incluso él se quedó pasmado, con el vaso en el aire. Su anfitrión le miró sardónicamente.

—Soberbia, ¿eh?

Miller tuvo que reconocer que, a su lado, las modelos del Playboy de aquel mes parecían casos graves de desnutrición. Además, era tan musculosa que, aun sin vestigio de sostén, su busto se mantenía alto y turgente.

Al terminar su actuación, cuando empezaron los aplausos, la muchacha abandonó su actitud de hastío de bailarina profesional, hizo una leve reverencia, un tanto encogida, y sonrió ampliamente, con la expresión del perro perdiguero poco entrenado que, contra todo pronóstico, acaba de volver con la perdiz. Y la sonrisa aquella, no el baile ni la figura, cautivó a Miller. Preguntó si podía invitarla a una copa, y fueron a buscarla.

Puesto que Miller estaba con el jefe, ella pidió un gin-fizz en lugar de champaña. Muy sorprendido, Miller descubrió que la muchacha era muy agradable, y le preguntó si, después del espectáculo podría acompañarla a casa. Ella accedió, aunque con evidentes reservas. Miller decidió proceder con cautela, y aquella noche no le hizo insinuaciones. Era a principios de primavera, y cuando cerraron el cabaret salió ella envuelta en un abrigo de paño grueso y peludo que no tenía nada de arrebatador. El periodista supuso que el efecto era intencionado.

Aquella noche sólo tomaron café, y charlaron. Poco a poco, ella fue abandonando sus recelos y le contó que le gustaba la música pop, la pintura, los paseos por la orilla del Alster, la casa y los niños. Y empezaron a salir una vez a la semana, la noche que ella tenía libre. Iban a cenar o a un espectáculo, pero todo acababa ahí.

A los tres meses, Miller se la llevó a la cama, y poco después le propuso que fuera a vivir con él. Sigi, que encaraba las cosas importantes de la vida con gran simplicidad, había decidido casarse con Peter Miller, y la única duda estribaba en si había de conseguirlo negándose a dormir con él, o accediendo. Al observar la facilidad con que Peter se hacía acompañar de otras muchachas, Sigi decidió mudarse al ático y hacerle la vida tan agradable, que a él le entraran deseos de casarse. A fines de noviembre, hacía seis meses que vivían juntos.

Incluso Miller, que no era hombre casero, tenía que reconocer que Sigi llevaba la casa primorosamente. Y, además, hacía el amor con una sana y exuberante alegría. Directamente, ella no le hablaba de matrimonio; pero procuraba insinuárselo. Miller no se daba por enterado. A veces, mientras tomaban el sol a la orilla del lago Alster, ella se acercaba a algún niño pequeño y, bajo la mirada complacida de los padres, le hacía una carantoña.

—¡Qué mono! ¿Verdad, Peter?

—Monísimo —gruñía Miller.

Entonces ella le trataba fríamente durante más de una hora, por no haber captado la indirecta. Pero eran felices, sobre todo Peter Miller, a quien el plan convenía admirablemente, pues además de reunir todas las comodidades del matrimonio y las delicias de una vida amorosa ordenada y regular, estaba exento de compromisos.

Miller tomó la mitad de su café, se metió en la cama y, abrazando a Sigi por la espalda, le acarició suavemente, seguro de que así se despertaría. A los pocos minutos, ella murmuró de placer y se volvió de cara a él. Todavía adormilada, Sigi siguió ronroneando y deslizó las manos suavemente por la espalda de él. Diez minutos después hacían el amor.

—Vaya manera de despertarme —refunfuñó ella después.

—Las hay peores —dijo Miller.

—¿Qué hora es?

—Casi las doce —mintió él. Sabía que si ella se enteraba de que eran las diez y media y sólo había dormido cinco horas, le tiraría algo a la cabeza—. Pero si tienes sueño, puedes seguir durmiendo.

—Hum… Gracias, mi vida. Eres muy bueno conmigo —dijo ella, y volvió a quedarse dormida.

Miller, después de terminar su café y el de Sigi, iba camino del cuarto de baño, cuando sonó el teléfono. Se desvió hacia la sala y contestó.

—¿Peter?

—El mismo. ¿Quién es?

—Karl.

Aún tenía la cabeza espesa y no reconoció la voz.

—¿Karl?

—Karl Brandt. —La voz se impacientó—. ¿Qué te ocurre? ¿Todavía duermes?

—¡Ah, sí! Claro, Karl. Lo siento, acababa de levantarme. ¿Qué ha sucedido?

—Se trata de ese judío que se mató. Quiero hablar contigo.

Miller tenía la mente en blanco.

—¿Qué judío?

—El que anoche se suicidó con gas en Altona. ¿Puedes recordarlo todavía?

—Claro que lo recuerdo —dijo Miller—. No sabía que fuera judío. ¿Qué ocurre?

—Me gustaría hablar contigo —dijo el inspector—. Pero no por teléfono, ¿podríamos vernos?

La mente reporteril de Miller entró inmediatamente en acción. Si alguien tiene algo que decir y no quiere decirlo por teléfono, es que debe de considerarlo importante. Y tratándose de Brandt mucho más. Miller no podía imaginar a un policía haciendo tantos remilgos por una tontería.

—Claro que sí. ¿Almorzamos juntos?

—Podría arreglármelas.

—Está bien. Si crees que la cosa merece la pena, te invito.

Nombró un pequeño restaurante del Mercado de Aves y quedaron citados para la una. Miller, perplejo, colgó el auricular. No le parecía que en el suicidio de aquel viejo, en los barrios bajos de Altona, pudiera haber algo interesante. Ni aunque se tratara de un judío.

Durante el almuerzo, el joven detective eludió el tema que le había inducido a solicitar la entrevista; pero al llegar el café, dijo, simplemente:

—Ese hombre de anoche…

—Sí, cuenta…

—Tú, como todo el mundo, habrás oído hablar de lo que los nazis hicieron a los judíos durante la guerra, e incluso antes, ¿verdad?

—¿Cómo no? En la escuela nos lo hicieron tragar.

Miller se sentía desconcertado y violento. Como a casi todos los niños alemanes, cuando tenía nueve o diez años le dijeron que él y sus compatriotas eran culpables de infinidad de crímenes de guerra. Y él lo creyó, aun sin saber de qué le hablaban.

Más adelante fue difícil averiguar a qué se referían los maestros cuando, inmediatamente después de la guerra, les decían aquellas cosas. No había a quién preguntar. Nadie quería hablar de ello, ni los maestros ni los padres. Cuando se hizo hombre, pudo empezar a leer algunas cosas y, aunque aquellos relatos le horrorizaban, no podía imaginar que tuvieran algo que ver con él. Eran otros tiempos y otros lugares. Todo quedaba muy lejos. Él no estaba allí cuando ocurrió, ni estaba su padre, ni su madre. Según él, aquello nada tenía que ver con Peter Miller, de manera que no inquirió nombres, fechas ni detalles.

Y ahora se preguntaba por qué Brandt sacaría a relucir el tema.

El policía removía su café. También él estaba violento y no sabía cómo continuar.

—El viejo de anoche era un judío alemán —dijo al fin—. Había estado en un campo de concentración.

Miller recordó la cara de calavera que contempló la noche antes en la camilla. ¿Así acababan, entonces? Era ridículo. El hombre debió ser liberado por los aliados dieciocho años atrás y había llegado a viejo. Pero aquella cara le volvía a la mente una y otra vez. Nunca tuvo ocasión de ver a alguien que hubiera estado en un campo de concentración; por lo menos, que él supiera. Y tampoco había visto a ningún asesino de la SS; de esto estaba seguro. Uno forzosamente tenía que notarlo. Debían de ser distintos.

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