Odessa

Odessa


II

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II

Peter Miller se llevó a su casa el paquete envuelto en papel marrón. Llegó poco después de las tres. Dejó el paquete encima de la mesa de la sala y, antes de sentarse a leer se fue a la cocina a hacer una buena jarra de café.

Sentado en su sillón favorito, con una taza de café a su lado y un cigarrillo encendido, abrió el paquete. El Diario estaba escrito en hojas encuadernadas en unas tapas rígidas de cartón forrado de vinilo y sujetas por una hilera de anillas situadas en el lomo, que se abrían por resorte y permitían quitar y añadir hojas.

Tenía una extensión de ciento cincuenta folios, escritos en una máquina que debía de ser muy vieja, pues algunas letras estaban mal alineadas, y otras, borrosas o deformadas. La mayor parte del Diario databa seguramente de varios años atrás, o había sido escrita durante un período de años, pues el papel, aunque limpio, tenía ese tinte inconfundible que el papel blanco adquiere con el tiempo. Pero al principio y al final, a modo de prólogo y epílogo, había varias hojas nuevas, escritas seguramente hacía pocos días. En efecto: llevaban fecha del 21 de noviembre, o sea, dos días antes.

Miller supuso que el hombre los había añadido una vez tomada la decisión de poner fin a su vida.

Tras echar una ojeada a los primeros párrafos, Miller advirtió, sorprendido, que el Diario estaba escrito en un estilo claro y conciso, es decir, en el lenguaje de una persona culta. En la cara anterior de las tapas había un cuadrado de papel blanco, cubierto de celofán, para que no se ensuciara, en el que, escrito con tinta negra y en letras mayúsculas, se leía: DIARIO DE SALOMON TAUBER.

Miller se arrellanó en la butaca, abrió el cuaderno por la primera página y empezó a leer:

DIARIO DE SALOMON TAUBER

Prólogo

Me llamo Salomon Tauber, soy judío y voy a morir. He decidido poner fin a mi vida, porque ésta no tiene ya valor para mí, y no me queda nada que hacer en este mundo. Todo lo que he intentado se ha malogrado, y mis esfuerzos siempre han sido estériles. Porque el mal que yo he visto sobrevive y triunfa, y el bien se ha perdido entre el polvo y el escarnio. Mis amigos, los que sufrieron, las víctimas, todos han muerto, y los verdugos, por el contrario, andan alrededor de mí. De día veo sus rostros en la calle y por la noche contemplo el rostro de Esther, mi esposa, muerta hace mucho tiempo. He seguido viviendo, porque quería hacer una cosa, ver una cosa; pero ahora sé que no podré.

No abrigo odio ni rencor hacia los alemanes, que son un buen pueblo. Los pueblos no son malos, sólo son malos los individuos.

Burke, el filósofo inglés, tenía razón al decir: «No conozco el modo de formular una acusación contra todo un pueblo». La culpa colectiva no existe, pues la Biblia cuenta que cuando el Señor quiso destruir a Sodoma y Gomorra por la maldad de sus habitantes, como quiera que entre ellos vivía un justo, antes hizo que se salvara el justo. Por tanto, la culpa es individual, como la salvación.

Cuando salí de los campos de concentración de Riga y Stutthof, cuando sobreviví a la «Marcha de la Muerte» hasta Magdeburgo, donde, en abril de 1945, fue liberado mi cuerpo mientras mi alma seguía cautiva, yo odiaba al mundo. Odiaba a la gente, odiaba a los árboles y a las piedras, porque habían conspirado contra mí y me habían hecho sufrir. Y, más que a nada, odiaba a los alemanes. Y seguía preguntándome, como me había preguntado durante los cuatro años precedentes, por qué el Señor no los aniquilaba a todos, hombres, mujeres y niños, y destruía sus ciudades y sus casas para siempre. Y como Él no me escuchaba, también lo odiaba a Él y clamaba que me había abandonado a mí y a mi pueblo, al que hizo creer que era su pueblo elegido. Incluso llegué a decir que Él no existía.

Pero, con los años, he aprendido otra vez a amar; amar a las piedras y a los árboles, al cielo y al río que pasa por la ciudad, amar a los perros y a los gatos extraviados, amar a la hierba que crece entre los adoquines y amar a los niños, que, al verme tan feo, echan a correr, asustados. Ellos no tienen la culpa. Hay un adagio francés que dice: «Comprenderlo todo es perdonarlo todo». Cuando uno puede comprender a la gente, su credulidad y su miedo, su codicia y su afán de poder, su ignorancia y su docilidad hacia el que más grita, uno puede perdonar. Sí, uno puede perdonar incluso lo que hicieron. Pero olvidar no puede.

Hay hombres cuyos crímenes están más allá de toda comprensión y, por tanto, de todo perdón. Y aquí está lo malo. Porque esos hombres siguen viviendo entre nosotros, andan por las ciudades, trabajan en las oficinas, comen en las cantinas, sonríen, estrechan manos y llaman Kamerad a hombres decentes. Y que ellos, en lugar de vivir apartados de la sociedad, estén considerados como ciudadanos respetables y envilezcan a toda una nación con su maldad individual, eso es lo malo. Y en esto hemos fracasado vosotros y yo, hemos fracasado todos, y fracasado de forma miserable.

Últimamente, con el tiempo, he vuelto a amar al Señor, y le he pedido perdón por las veces que he obrado en contra de su Ley, que son muchas.

SHEMA YISROEL, ADONAI ELOHENU, ADONAI EHAD…

En las veinte primeras páginas del Diario, Tauber se refería a su nacimiento; a su infancia, que había transcurrido en Hamburgo; a su padre, un obrero héroe de la Primera Guerra Mundial, y a la muerte de sus padres, ocurrida en 1933, poco después de que Hitler asumiera el poder. A fines de la década de los treinta, estaba casado con una muchacha llamada Esther, trabajaba como arquitecto, y hasta 1941 se había librado de ser internado, gracias a la intervención de su jefe. Pero, finalmente, fue aprehendido en Berlín, durante un viaje que efectuó para visitar a un cliente. Después de pasar algún tiempo en un campo de tránsito fue metido, con otros judíos, en un vagón de ganado de un tren que se dirigía al Este.

No recuerdo la fecha en que el tren se detuvo por fin en aquella estación. Me parece que desde que nos encerraron en el vagón en Berlín, habían transcurrido seis días y siete noches. De repente, noté que el tren se había parado. La luz que se filtraba por las rendijas indicaba que era de día. De la debilidad y el hedor, me daba vueltas la cabeza.

Fuera sonaban gritos y ruido de cerrojos. Bruscamente, se abrieron las puertas. Supongo que fue mejor para mí que no pudiera verme —en tiempos, llevaba camisa blanca y el pantalón bien planchado (la corbata y la chaqueta habían caído al suelo hacía ya mucho tiempo)—; pero bastante pena daba ver a los demás.

Cuando la luz del día invadió el vagón, muchos levantaron los brazos hacia los ojos, gritando de dolor. Yo, al ver abrirse las puertas, había apretado los párpados. Por la presión de los cuerpos, casi la mitad de los que estaban en el vagón salieron despedidos al andén en un amasijo de cuerpos malolientes. Yo estaba en el fondo, a un lado de las puertas centrales, por lo que pude zafarme del alud humano, y, entreabriendo un poco un ojo, pese al riesgo de deslumbramiento, pude salir al andén sin ser derribado.

Los guardianes de la SS que habían abierto las puertas —unos brutos con cara de malvados que rugían y gruñían en una lengua incomprensible— retrocedieron con expresión de asco. En el suelo del vagón quedaron treinta y un hombres pisoteados, que ya no volverían a levantarse. Los restantes, hambrientos, cegados, andrajosos y apestando se irguieron trabajosamente en el andén. A causa de la sed, teníamos la lengua hinchada, ennegrecida y pegada al paladar, y los labios agrietados.

Otros cuarenta vagones procedentes de Berlín, y dieciocho de Viena, vomitaban su carga en el andén. Aproximadamente la mitad de sus ocupantes eran mujeres y niños. Muchas mujeres y casi todos los pequeños estaban desnudos, sucios de excrementos, y en tan mal estado como nosotros. Algunas mujeres, al saltar al andén, llevaban en brazos el cuerpo sin vida de su hijo.

Los guardianes se movían arriba y abajo, blandiendo porras y haciendo formar a los deportados en una especie de columna, antes de conducirnos a la ciudad. Pero, ¿a qué ciudad? ¿Y en qué lengua hablaban aquellos hombres? Después averiguaría que la ciudad era Riga, y los guardianes de la SS, letones reclutados sobre el terreno, antisemitas tan feroces como los SS de Alemania, pero de una inteligencia muy inferior; prácticamente, animales con forma humana.

Detrás de los guardianes había un rebaño de hombres de expresión bovina, vestidos con camisa y pantalón muy sucios que, cosidos al pecho y a la espalda, llevaban grandes parches cuadrados con una J de gran tamaño en negro. Era una cuadrilla especial del ghetto, que tenía la misión de sacar de los vagones a los muertos y enterrarlos fuera de la ciudad. Estos, a su vez, estaban custodiados por media docena de hombres que, además de la J en el pecho y la espalda, llevaban un brazal y, en la mano, un palo. Eran los Kapos, judíos que, por hacer este trabajo, recibían mejor comida que los demás internados.

Bajo la marquesina de la estación había varios oficiales alemanes de la SS, a los cuales no pude distinguir hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. Uno de ellos estaba un poco apartado del resto, subido a una caja de embalaje y, con una leve sonrisa de satisfacción, contemplaba a los miles de esqueletos vivientes que salían del tren. Con un látigo negro de piel trenzada, se golpeaba el borde de la bota. Llevaba el uniforme verde con vueltas negras y plateadas de la SS, como si hubiese sido diseñado especialmente para él. En la solapa derecha lucía los dos rayos del emblema, y en la izquierda, la insignia de capitán.

Era alto y huesudo, con el pelo muy rubio, y los ojos, de un azul desteñido. Más adelante me enteraría de que era un gran sádico al que ya se conocía por el apodo que después le darían también los aliados: el Carnicero de Riga. Aquélla era la primera vez que veía al capitán Eduard Roschmann de la SS.

A las 5 de la madrugada del 22 de junio de 1941, las 130 divisiones de Hitler, divididas en tres cuerpos de ejército, habían cruzado la frontera y empezado la invasión de Rusia. Detrás de cada cuerpo de ejército iban los enjambres de escuadras de exterminio de la SS, encargadas por Hitler, Himmler y Heydrich de eliminar a los comisarios comunistas y a las comunidades judías de las zonas rurales de los grandes territorios que conquistaba el Ejército, y de encerrar a las comunidades judías de las ciudades en los ghettos de las capitales importantes, para ulterior «tratamiento especial».

El Ejército ocupó Riga, la capital de Letonia, el 1.° de julio de 1941, y a mediados del mismo mes llegaron los primeros comandos de la SS. La primera unidad in situ de las secciones SD y SP de la SS se estableció en Riga el 1.° de agosto de 1941, e inmediatamente comenzó el programa de exterminio que había de dejar libre de judíos todo el Ostland, como se rebautizó a los tres Estados bálticos de Estonia, Letonia y Lituania.

Berlín decidió entonces utilizar Riga como campo de tránsito hacia la muerte para los judíos de Alemania y Austria. En 1938, había 320 000 judíos alemanes y 180 000 judíos austríacos, en total, medio millón aproximadamente. En julio de 1941 ya se había liquidado a docenas de miles, principalmente en los campos de concentración de Alemania y Austria situados en Sachsenhausen, Mauthausen, Ravensbruck, Dachau, Buchenwald, Belsen y Theresienstadt en Bohemia. Pero ya empezaban a estar muy llenos, y las oscuras tierras del Este parecían un lugar excelente para acabar con los restantes. Se emprendieron las obras de ampliación o iniciación de los seis campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka, Belzec, Sobibor, Chelmno y Maidanek. Pero, mientras se terminaban, había que encontrar un lugar para exterminar a todos los que fuera posible y «almacenar» a los demás. Y se eligió a Riga.

Entre el 1.° de agosto de 1941 y el 14 de octubre de 1944, fueron deportados a Riga casi 200 000 judíos, alemanes y austríacos exclusivamente. Ochenta mil murieron allí, 120 000 fueron enviados a los seis campos de exterminio del sur de Polonia ya mencionados, y 400 salieron con vida, la mitad de los cuales morirían en Stutthof o en la «Marcha de la Muerte» hacia Magdeburgo, de regreso a Alemania. El transporte en el que iba Tauber fue el primero que entró en Riga, procedente del Reich, y llegó a las 3,45 de la tarde del 18 de agosto de 1941.

El ghetto de Riga se hallaba dentro de la ciudad, y anteriormente había sido lugar de residencia de los judíos de Riga, de los cuales, a mi llegada no quedaban más que unos centenares. En menos de tres semanas, Roschmann y su adjunto, Krause, habían supervisado el exterminio de la mayoría, de acuerdo con las órdenes de la superioridad.

El ghetto estaba en el límite norte de la ciudad, y por el norte daba a campo abierto. En el lado sur había un muro, y los otros tres lados estaban cerrados con alambre de espino. En el lado norte había una puerta, por la cual se efectuaban todas las entradas y salidas. Estaba guardada por dos torres-vigía ocupadas por SS letones. Desde esta puerta, atravesando todo el ghetto hasta la pared sur, discurría la Mase Kalnu Ilela, o calle de la Colina. A la derecha, mirando desde el sur hacia la puerta principal del norte, estaba la Blech Platz, es decir, plaza de la Lata, donde se escogía a los que iban a ser ejecutados, se pasaba lista, se formaban las brigadas de trabajo, se flagelaba y se ahorcaba. En el centro había un cadalso, con ocho ganchos de hierro, de los que permanentemente colgaban, balanceándose al viento, las correspondientes sogas con su lazo corredizo. Todas las noches lo ocupaban por lo menos seis desgraciados y, con frecuencia los ocho ganchos tenían que prestar servicio varias veces, antes de que Roschmann se sintiera satisfecho de su labor del día.

Todo el ghetto no debía ocupar más de dos kilómetros cuadrados y medio, y en él habían vivido entre 12 000 y 15 000 personas. Antes de nuestra llegada, los judíos de Riga, es decir, los 2 000 que quedaban, habían levantado la pared, y el sector utilizable por nuestro convoy, compuesto por unas 5 000 personas, resultaba espacioso. Pero los transportes seguían llegando a diario, hasta que la población de nuestro sector del ghetto ascendió a 30 000 o 40 000 personas. Entonces, cada vez que llegaba un nuevo transporte, había que ejecutar a tantos de los antiguos habitantes como supervivientes quedaban en el convoy, para dejar sitio a los nuevos. De lo contrario, la superpoblación hubiera sido un peligro para la salud de los que trabajábamos, y Roschmann no podía tolerarlo.

Aquella primera noche nos instalamos en las casas mejor construidas, en habitaciones individuales, y dormimos en camas de verdad, usando cortinas y abrigos a modo de mantas. Después de beber de un grifo hasta saciarse, mi vecino de cuarto comentó que tal vez aquello no fuera tan malo. Todavía no conocíamos a Roschmann.

A medida que el verano cedía paso al otoño, y éste, al invierno, las condiciones de vida en el ghetto iban empeorando. Cada mañana, la población, compuesta principalmente por hombres, pues las mujeres y los niños habían sido exterminados en mayor proporción que los hombres útiles para el trabajo, tenía que congregarse en la plaza, siendo empujada y zarandeada a punta de fusil por los letones, y se pasaba lista. No se nos llamaba por el nombre, sino que éramos contados y divididos en brigadas de trabajo. Casi toda la población, hombres, mujeres y niños, salía todos los días del ghetto, formada en columnas para trabajar durante doce horas en los talleres de las cercanías, que eran cada vez más numerosos.

Al llegar, dije que era carpintero, lo cual no era verdad; pero en mis tiempos de arquitecto había visto trabajar a los carpinteros y sabía lo suficiente para salir adelante. Suponía, y estaba en lo cierto, que siempre harían falta carpinteros. Fui enviado a trabajar a un aserradero cercano, en el que los abundantes pinos del lugar eran convertidos en barracones prefabricados para las tropas.

El trabajo era agotador y arruinaba la salud del más robusto, pues tanto en invierno como en verano trabajábamos casi constantemente a la intemperie, expuestos al frío y a la humedad de las tierras bajas de Letonia, próximas a la costa…

Nuestra comida consistía en medio litro de una mal llamada sopa, en la que casi todo era agua teñida, con algún que otro pedazo de patata, que nos distribuían por la mañana, antes de que saliéramos para el trabajo, y otro medio litro, con una rebanada de pan moreno y una patata rancia, cuando volvíamos al ghetto por la noche.

El hecho de introducir comida en el ghetto era inmediatamente castigado con la horca. Las ejecuciones se llevaban a cabo en la plaza, por la noche, después de pasar lista y en presencia de toda la población. A pesar de todo, para no morir de hambre, había que correr el riesgo.

Cuando las columnas volvían, Roschmann y varios de sus secuaces solían situarse junto a la puerta, y practicaban registros al azar. Elegían a un hombre, una mujer o un niño, lo hacían salir de la columna y desnudarse a un lado de la puerta. Si se le encontraba encima una patata o un pedazo de pan, lo obligaban a esperar a que todos hubieran desfilado, camino de la plaza, donde se pasaba lista.

Una vez todos reunidos, Roschmann se dirigía también a la plaza, seguido de los guardianes SS y de los condenados, que casi siempre sumaban una docena. Los hombres subían al cadalso y, con la soga al cuello, esperaban que se acabara de pasar lista. Luego, Roschmann se acercaba a ellos, sonriéndoles, y una a una iba derribando las banquetas a puntapiés. Le gustaba hacerlo por delante, de manera que el que iba a morir pudiera verle. A veces hacía sólo un amago de puntapié y se echaba a reír ruidosamente al ver que el hombre se estremecía, creyéndose ya colgado de la cuerda, antes de advertir que aún tenía la banqueta debajo.

Algunos condenados rezaban; otros pedían clemencia. A Roschmann le gustaba oírlos, fingía ser un poco sordo, se llevaba la mano a la oreja y les decía:

—¿Cómo? ¿No podrías hablar más alto?

Después de derribar la banqueta —en realidad era una especie de cajón—, se volvía hacia sus compañeros y comentaba:

—¡Pobre de mí! Necesito una prótesis auditiva.

En pocos meses, Eduard Roschmann se convirtió para nosotros, los prisioneros, en la encarnación del Diablo. No había tortura que él no pusiera en práctica.

Cuando se descubría a alguna mujer introduciendo comida en el campo, se la obligaba a mirar cómo eran ejecutados los hombres, especialmente si uno de ellos era su marido o su hermano. Después, Roschmann la hacía arrodillarse delante de los demás, que debíamos permanecer alineados en tres lados de la plaza, mientras el barbero le rasuraba el cráneo.

Después de pasar lista, la mujer era conducida al cementerio, situado fuera de la alambrada. Allí tenía que cavar una fosa poco profunda y arrodillarse al borde. Entonces, Roschmann o uno de los otros le disparaba un tiro en la nuca con la «Lüger». No se permitía a nadie presenciar estas ejecuciones; pero, a través de los guardianes letones, se filtraron revelaciones según las cuales algunas veces Roschmann disparaba su pistola al aire junto al oído de la mujer, haciéndola caer, de la impresión, en la fosa. Luego, la víctima tenía que subir y arrodillarse otra vez. O si no, apretaba el gatillo estando vacía la recámara, de modo que cuando la mujer creía que iba a morir sólo oía un chasquido. Los letones eran brutos; pero Roschmann lograba asombrarlos…

Había en Riga una muchacha que, para ayudar a los prisioneros arriesgaba la vida. Se llamaba Olli Adler, y creo que era de Munich. Su hermana Gerda había muerto en el cementerio, de un tiro en la nuca, por llevar comida al ghetto. Olli era muy hermosa, y Roschmann, que se encaprichó de ella, la hizo su concubina, aunque el título oficial era el de «sirvienta», ya que las relaciones entre los miembros de la SS y las judías estaban absolutamente prohibidas. Cada vez que podía ir al ghetto, Olli llevaba medicamentos, que robaba del almacén de la SS. Esto, naturalmente, se castigaba con la muerte. La vi por última vez cuando embarcábamos en el puerto de Riga…

A fines del primer invierno, yo estaba seguro de que no podría resistir mucho tiempo. El hambre, el frío, la humedad, el agotamiento y las constantes brutalidades, habían convertido mi robusto cuerpo en un saco de huesos. Cada vez que me miraba al espejo, contemplaba la imagen de un viejo consumido y decrépito con barba de rastrojo, los párpados enrojecidos y las mejillas hundidas. Acababa de cumplir treinta y cinco años, y aparentaba el doble. Pero lo mismo les ocurría a los demás.

Había visto partir, camino del bosque de las fosas, a docenas de millares de personas, sucumbir de frío y de fatiga a centenares, y morir ahorcados, fusilados o apaleados, a docenas. A los cinco meses de estar allí, ya había resistido más de lo normal. Las ansias de vivir que empecé a sentir en el tren se habían disipado, sin dejar más que una mecánica rutina de vida, que acabaría por romperse. Pero en marzo ocurrió algo que me infundió voluntad de resistencia para otro año.

Aún recuerdo la fecha. Era el 3 de marzo de 1942, el día del segundo convoy para Dunamunde. Hacía un mes que habíamos visto llegar, por primera vez, un extraño vehículo. Tenía el tamaño de un autobús de un piso, estaba pintado de gris acero, y carecía de ventanillas. Lo habían dejado a la puerta del ghetto. Aquella mañana, al pasar lista, Roschmann dijo que tenía que hacer un anuncio importante. Dijo que, en Dunamunde, a orillas del río Duna, a unos 100 kilómetros de Riga, acababa de instalarse una fábrica de conservas de pescado. Allí el trabajo era leve, la comida, abundante, y las condiciones de vida, buenas. Como el trabajo no era pesado, sólo se admitiría a los viejos, los débiles, los enfermos y los niños.

Naturalmente, eran muchos los que aspiraban a estas ventajas. Roschmann pasaba entre las filas y seleccionaba a los que debían ir. Esta vez los viejos y los enfermos no se escondían en las últimas filas, de donde, en otras ocasiones, los guardianes tenían que sacarlos a la fuerza, entre gritos y protestas, para llevarlos a la colina de las ejecuciones. Se eligió a un centenar, que subieron al furgón. Las puertas de éste se cerraron, y los que observaban la operación pudieron advertir que encajaban perfectamente. Luego, el vehículo se puso en marcha y se alejó sin emitir gases de escape. Después corrió la voz de que en Dunamunde no había fábrica de conservas y que el furgón era una cámara de gas. A partir de entonces, en el lenguaje del ghetto, la expresión «convoy para Dunamunde» era sinónimo de muerte por gas.

El 3 de marzo se decía en el ghetto que aquel día habría otro «convoy para Dunamunde». Efectivamente, aquella mañana, al pasar lista, Roschmann lo anunció así. Pero esta vez nadie se adelantaba, ansioso de ser de la partida, y Roschmann, sonriendo de oreja a oreja, se puso a pasear entre las filas señalando con el látigo a los elegidos. Astutamente, empezó por la cuarta y última fila, donde esperaba encontrar a los débiles, a los viejos y a los inútiles para el trabajo.

Una mujer vieja, que lo había previsto, se situó en primera fila. Tenía por lo menos sesenta y cinco años, pero, en su afán por salvar la vida, se había puesto zapatos de tacón alto, medias negras de seda, una falda que le quedaba por encima de las rodillas y un frívolo sombrerito. Llevaba polvos, colorete, y los labios pintados. En realidad, hubiera llamado la atención en cualquier lugar del ghetto; pero seguramente ella imaginaba poder pasar por una muchachita.

Al llegar donde ella estaba, Roschmann se detuvo, abrió mucho los ojos y la miró detenidamente. Luego, por su rostro se extendió una sonrisa de alegría.

—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó, señalándola con el látigo, para llamar la atención de sus camaradas, que en el centro de la plaza custodiaban a los cien prisioneros ya escogidos—. ¿No le gustaría que la llevaran a dar un paseíto hasta Dunamunde, señorita?

La mujer, temblando de miedo, respondió:

—No, señor.

—Di, ¿cuántos años tienes? —preguntó él, jovialmente, mientras sus camaradas de la SS ahogaban la risa—.

¿Diecisiete? ¿Veinte?

Las huesudas rodillas de la mujer entrechocaban.

—Sí, señor.

—¡Qué bien! Con lo que me gustan a mí las chicas bonitas… Ven acá, para que todos puedan admirar tu juventud y tu hermosura.

Tomándola del brazo, la llevó hasta el centro de la plaza y se retiró unos pasos.

—Bueno, señorita —dijo entonces—, ya que es usted tan joven y tan bonita, ¿por qué no nos baila algo?

La mujer tiritaba a causa del viento helado y del miedo. Susurró algo que no pudimos oír.

—¿Cómo? ¿Que no sabes bailar? Estoy seguro de que una chica tan linda tiene que saber, ¿no?

Sus secuaces de la SS alemana se retorcían de risa. Los letones, aun sin entender ni una palabra, empezaban a sonreír. La mujer movió negativamente la cabeza. La sonrisa de Roschmann desapareció.

—¡Baila! —bramó.

Ella hizo unos cuantos movimientos, arrastrando los pies, y se quedó quieta. Roschmann sacó su «Lüger», levantó el percutor y disparó a la arena, a dos centímetros de los pies de ella. Del susto, la mujer dio un salto de más de un palmo.

—¡Baila, báilanos algo, asquerosa perra judía! —gritaba, disparando a la arena, junto a los pies de la mujer, cada vez que decía «baila».

La obligó a bailar durante media hora, y agotó los tres cargadores que llevaba en la cartuchera. La mujer daba unos saltos cada vez mayores, y la falda se le subía hasta las caderas. Pero al fin cayó al suelo, y ni la amenaza de la muerte la hizo levantarse. Roschmann disparó sus tres últimos proyectiles cerca de su cara, salpicándola de arena. Entre disparo y disparo, en toda la plaza se oía el jadeo de la mujer.

Cuando se le acabaron las municiones, el hombre volvió a gritar: «¡Baila!», y le dio un puntapié en el estómago. Durante toda la escena, nosotros habíamos permanecido en silencio; pero en aquel momento el hombre que estaba a mi lado se puso a rezar. Era un hassid, barbudo y de escasa estatura, que, aunque hecho trizas, todavía llevaba su largo abrigo negro y, a pesar del frío, que a la mayoría nos obligaba a usar gorra con orejeras, él conservaba el sombrero de ala ancha de su secta. Una y otra vez recitaba la Shema con voz temblorosa, que poco a poco iba subiendo de tono. Yo, al ver que Roschmann tenía uno de sus peores días, empecé a rezar en silencio para que el hassid se callara. Pero él seguía cantando.

—Escucha, oh Israel…

—¡Cállate! —le murmuré, torciendo la boca.

Adonai elohenu… El Señor es nuestro Dios.

—¿Quieres callarte? Harás que nos maten a todos.

—El Señor es Uno… Adonai Eha-a-ad.

Arrastró la última sílaba, al estilo tradicional, como hizo el rabino Akiva cuando murió en el circo de Cesarea por orden de Tinio Rufo. En aquel momento, Roschmann dejó de gritar a la mujer. Levantó la cabeza, como la fiera que olfatea el aire, y se volvió hacia nosotros. Como yo era mucho más alto que el hassid, se fijó en mí.

—¿Quién estaba hablando por ahí? —gritó, acercándose a grandes pasos—. Tú, sal de la fila.

Me señalaba a mí, sin duda. «Esto es el fin —pensé—. Está bien, no importa. Tenía que ocurrir». Me adelanté y él se acercó. No dijo nada. Tenia las facciones crispadas, como un loco. Luego, pareció serenarse y esbozó su suave sonrisa de lobo, que aterrorizaba a todo el ghetto, incluidos los guardianes letones de la SS.

Su mano se movió tan rápidamente, que nadie la vio. Yo sólo sentí un choque en la mejilla izquierda, y una detonación, como si junto a mi tímpano acabara de hacer explosión una bomba. Luego, con perfecta claridad pero de un modo impersonal, advertí que, de la sien a la boca, mi piel se rasgaba como ropa vieja. Antes de que yo empezara a sangrar, ya había vuelto a moverse la mano de Roschmann, pero ahora del otro lado, y el látigo me abrió la mejilla derecha. Otra vez el estallido y el desgarrarse la piel. Era un látigo de medio metro, armado hasta la mitad —por el extremo del mango— con ánima de acero flexible, y la otra mitad era de tiras de cuero trenzadas, de modo que cuando era descargado sobre la piel humana, la rasgaba como si fuese papel de seda. Yo lo había visto hacer antes.

En pocos segundos, la sangre empezó a resbalarme por la barbilla, empapándome la chaqueta. Roschmann dio media vuelta para marcharse, mas en seguida se volvió otra vez hacia mi y, señalando a la mujer, que sollozaba en el centro de la plaza, me dijo como si ladrara:

—Levanta de ahí a esa vieja bruja y llévala al furgón.

Y, así, unos minutos antes de que se pusieran en marcha las otras cien víctimas, levanté en brazos a la mujer, llenándola de sangre, y la llevé, por la calle de la Colina, hacia el furgón, que esperaba a la puerta del ghetto. La deposité en la parte trasera del vehículo, y ya iba a marcharme cuando ella me cogió por la muñeca y, con una fuerza insospechada, tiró de mí, sacó un pañuelo de batista, reliquia de días mejores, y poniéndose en cuclillas en el suelo del furgón, me enjugó la sangre que aún me corría por las mejillas.

En su cara embadurnada de rimmel, colorete, lágrimas y arena, sus ojos brillaban como las estrellas.

—Hijo mío —susurró—. Tienes que vivir. Júrame que vivirás. Júrame que saldrás vivo de este lugar. Has de sobrevivir para contar a los otros, a los de fuera, lo que aquí le han hecho a nuestro pueblo. Prométemelo. Júralo por Sefer Torah.

Y yo le juré que viviría, a todo trance, costara lo que costara. Entonces me soltó. Yo volví al ghetto, tambaleándome, y a la mitad del camino me desmayé.

Poco después de volver al trabajo tomé dos decisiones. La primera, llevar un Diario secreto, tatuándome por las noches en pies y piernas, con un alfiler y tinta negra, nombres y fechas, para poder transcribir un día todo lo ocurrido en Riga y dar testimonio concreto con los responsables.

La otra decisión era hacerme Kapo, miembro de la policía judía del campo.

Esta decisión era grave y difícil, ya que éstos eran los que conducían a los demás judíos a los talleres, los traían de vuelta al ghetto y, muchas veces, los escoltaban hasta los lugares de ejecución. Llevaban un palo y, en ocasiones, cuando los miraba algún oficial alemán de la SS, se servían de él con liberalidad para azuzar a los demás judíos. A pesar de todo, el 1.° de abril de 1942, me presenté al jefe de Kapos y me ofrecí voluntario; con ello me convertía en un proscrito y renunciaba a la compañía de los demás judíos. Siempre había plaza para otro Kapo, pues a pesar de que sus raciones y condiciones de vida eran mejores y estaban exentos de los trabajos forzados, los candidatos escaseaban…

Ahora creo que debería describir el método empleado para las ejecuciones de los inútiles para el trabajo, puesto que de este modo fueron exterminados en Riga, bajo las órdenes de Eduard Roschmann, entre 70 000 y 80 000 judíos. Cuando el tren ganadero llegaba a la estación con un nuevo cargamento de prisioneros, generalmente unos cinco mil, casi un millar, llegaban muertos. Pocas eran las veces que, entre los cincuenta vagones, se recogían sólo unos centenares de cadáveres.

Cuando los recién llegados formaban en la plaza, se hacía la selección, pero no sólo entre los nuevos, sino entre todos. Este era el objeto de los recuentos de la mañana y de la noche. De los recién llegados se separaba a los débiles, a los viejos, a los enfermos, a la mayoría de las mujeres y a casi todos los niños, pues eran considerados no aptos para el trabajo, y los ponían a un lado. Luego se contaba al resto. Si sumaban 2 000, se separaba a otros 2 000 de los antiguos, de manera que si habían llegado 5 000 personas, se ejecutaba a 5 000 personas. Así se evitaba la aglomeración. Un hombre podía resistir seis meses de trabajos forzados; casi nunca más. Cuando perdía las fuerzas, un día el látigo de Roschmann le daba un golpecito en el pecho, y el hombre iba a reunirse con los muertos…

Al principio, las víctimas eran llevadas en columna a un bosque de las afueras. Los letones lo llamaban el Bosque de Bickernicker, y los alemanes, Hochwald, o Bosque Alto. En los claros de este bosque, los judíos de Riga habían cavado enormes fosas, y allí, bajo las órdenes y supervisión de Roschmann, los letones de la SS los ametrallaban de manera que fueran cayendo en las fosas. Los restantes judíos echaban tierra hasta que los cuerpos quedaban cubiertos, y así sucesivamente se iban añadiendo capas de cadáveres y de tierra hasta que la fosa estaba llena. Luego se pasaba a otra.

Desde el ghetto se oía el tableteo de las ametralladoras y, cuando la operación terminaba, se veía a Roschmann bajar por la colina y entrar en el ghetto en su coche descubierto…

Cuando me hice Kapo cesó toda relación entre los demás internados y yo. De nada hubiera servido explicar por qué lo hacía, decirles que un Kapo más o menos no importaba, ni aumentaría en un solo dígito la cifra de muertos, que lo verdaderamente importante era que quedara un testigo, no para salvar a los judíos de Alemania, sino para vengarlos. Esta era, por lo menos, la explicación que yo me daba. ¿Era el verdadero motivo? ¿No sería, sencillamente, que tenía miedo de morir?

Fuera lo que fuere, el miedo dejó pronto de ser factor, pues en agosto de aquel año ocurrió algo que hizo que mi alma se me muriera, dejando sólo esta carcasa peleando por sobrevivir…

En julio de 1942 llegó de Viena otro gran transporte de judíos austríacos. Por lo visto, todos, sin excepción, estaban señalados para «tratamiento especial», pues ni siquiera pasaron por el ghetto. Ni los vimos; fueron conducidos directamente desde la estación al Bosque Alto, y ametrallados. Aquella noche bajaron de la colina cuatro camiones llenos de ropas, que fueron descargadas en la plaza. Formaban un montón tan alto como una casa. Luego, fueron clasificadas, separándose los zapatos, calcetines, calzoncillos, pantalones, vestidos, chaquetas, brochas de afeitar, lentes, dentaduras, sortijas, gorras, etcétera.

Esta era desde luego, una operación rutinaria que seguía a cada ejecución en masa. A todos los que eran ejecutados en el Bosque Alto se los desnudaba, y sus efectos se llevaban al ghetto, se clasificaban y se enviaban al Reich. Roschmann se hacía cargo personalmente del oro, la plata y las joyas…

En agosto de 1942 llegó otro convoy de Theresienstadt, un campo de Bohemia en el que se congregaba a docenas de millares de judíos alemanes y austríacos antes de enviarlos al Este para su exterminio. Yo estaba en la plaza, observando cómo Roschmann hacía la selección. Los recién llegados llevaban ya el cráneo afeitado y no era fácil distinguir entre hombres y mujeres, a no ser por los vestidos improvisados que ellas llevaban. Me llamó la atención una mujer que estaba al otro lado de la plaza. Sus facciones me eran familiares, a pesar de que estaba demacrada, delgada como una espátula y tosía continuamente.

Al pasar por delante de ella, Roschmann la señaló con el golpecito de látigo y siguió andando. Inmediatamente, los letones que iban detrás de él la cogieron por los brazos y la llevaron al grupo que aguardaba en el centro de la plaza. En aquel convoy había muchos inútiles para el trabajo, y la selección fue laboriosa. Ello significaba que se seleccionaría a menos de los antiguos, aunque, en cualquier caso, yo no tenía de qué preocuparme. Era Kapo, llevaba un brazal y un palo, y las raciones extra habían aumentado un tanto mis fuerzas. Aunque Roschmann había visto las cicatrices de mi cara, no parecía acordarse de mí. Había golpeado a tantos, que uno más o menos no le llamaba la atención.

La mayoría de los que fueron seleccionados aquella tarde de verano fueron conducidos en columna, por los Kapos, hasta las puertas del ghetto. Allí se hicieron cargo de ellos los letones que los escoltarían durante los seis kilómetros que había que recorrer hasta llegar al Bosque Alto, donde serían ejecutados.

Pero como quiera que, además, en la puerta había un furgón de gas, se separó del grueso de la columna a un centenar de los más débiles. Yo iba a acompañar a los otros condenados hasta la puerta, cuando el teniente Krause, de la SS, señalando a cuatro o cinco Kapos, dijo:

—Vosotros, llevad a éstos al convoy de Dunamunde.

Cuando los demás hubieron salido, nosotros cinco acompañamos a los cien últimos, que cojeaban, se arrastraban o tosían, hasta el furgón. Entre ellos estaba la tuberculosa delgada. Ella sabía adónde iba; lo sabían todos; pero, como los demás, se acercó al furgón tambaleándose, obediente y resignada. La plataforma quedaba bastante alta, y ella no tenía fuerzas para subir. Se volvió hacia mí, buscando apoyo. Entonces nos miramos, asombrados y aturdidos.

Oí unos pasos a mi espalda, y los dos Kapos que estaban subidos a la plataforma se cuadraron y se quitaron la gorra. Suponiendo que el que se acercaba debía de ser un oficial de la SS, yo hice otro tanto. Era el capitán Roschmann. Hizo seña a los otros dos Kapos de que continuaran con su trabajo, y me miró con aquellos sus ojos azul pálido. Pensé que su mirada sólo podía significar que por la noche se me azotaría por haber tardado en quitarme la gorra.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó suavemente.

—Tauber, mi capitán —respondí, en posición de firmes.

—Bueno, Tauber, me parece que eres un poco lento. ¿No crees que esta noche tendríamos que sacudirte un tanto la pereza?

De nada hubiera servido contestar. La sentencia estaba dictada. Roschmann miró entonces a la mujer y entornó los ojos, como sospechando algo; luego, por su rostro se extendió lentamente su sonrisa de lobo.

—¿Conoces a esta mujer? —preguntó.

—Sí, mi capitán —respondí.

—¿Quién es?

No pude decírselo. Tenía los labios pegados, como si me los hubiesen untado de pegamento.

—¿Es tu mujer? —preguntó entonces. Yo asentí en silencio. Su sonrisa se ensanchó aún más—. Vamos, vamos, mi querido Tauber. ¿Qué modales son ésos? Ayuda a la señora a subir al coche.

Yo seguía paralizado. Él acercó entonces su cara a la mía y siseó:

—Tienes diez segundos para subirla. Si no lo haces, tú irás con ella.

Lentamente extendí el brazo, y Esther se apoyó en él y subió al furgón. Los otros dos Kapos esperaban para cerrar las puertas. Ella me miró desde arriba, y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. No me dijo nada. No habíamos hablado. Luego, las puertas se cerraron y el furgón se puso en marcha. Lo último que vi fueron sus ojos, que me miraban.

He pasado veinte años tratando de descifrar aquella mirada. ¿Era de amor o de odio, de desprecio o de compasión, de desconcierto o de comprensión? Nunca lo sabré.

Cuando el furgón se alejó, Roschmann se volvió hacia mí sin dejar de sonreír.

—Tú, Tauber, vivirás hasta que a nosotros nos convenga acabar contigo. Pero desde hoy estás muerto.

Tenía razón. Aquel día murió mi alma. Era el 29 de agosto de 1942.

A partir de aquel día, me convertí en un robot. Ya nada importaba: no sentía el frío, ni el dolor, ni nada. Miraba sin pestañear las brutalidades que cometían Roschmann y sus secuaces. Era inmune a todo lo que afecta al espíritu y a casi todo lo que afecta al cuerpo. Me limitaba a tomar nota de todo, hasta del menor detalle, tatuándome la fecha en la piel de las piernas. Los prisioneros llegaban, eran conducidos a la colina de las ejecuciones o a los furgones, morían y eran enterrados. A veces, mientras caminaba a su lado hacia las puertas del ghetto, con mi brazal y mi bastón, los miraba a los ojos y me venía a la memoria un poema inglés, que habla de un viejo marinero condenado a vivir, el cual miraba a los ojos a sus compañeros, que iban muriendo de sed, y en ellos leía la maldición. Mas para mí no había maldición: yo estaba inmunizado contra el sentimiento de culpabilidad. Éste llegaría años después. Sólo experimentaba el vacío de la muerte. Era un muerto que andaba.

Peter Miller siguió leyendo hasta muy tarde. El efecto que le producía la narración de aquellas atrocidades era monótono y mesmeriano a la vez. De vez en cuando se echaba hacia atrás en la butaca y respiraba profundamente durante unos minutos, para recobrar la calma. Después seguía leyendo.

A eso de las doce de la noche interrumpió la lectura y se fue a hacer más café. Antes de correr las cortinas, se quedó unos instantes tras los cristales, mirando a la calle. Un poco más abajo, al otro lado del Steindamm, brillaban las luces neón del «Café Chérie».

Una de las muchachas eventuales que lo frecuentaban para obtener un sobresueldo, salió del brazo de un individuo con aspecto de hombre de negocios. La pareja entró en una pensión situada unas puertas más abajo.

Miller corrió las cortinas, apuró su taza y volvió al Diario de Salomon Tauber.

En el otoño de 1943 llegó de Berlín la orden de exhumar las decenas de miles de cadáveres del Bosque Alto y destruirlos con fuego o con cal viva. Pero esto se dice pronto. Además, el invierno estaba al llegar, y el suelo se helaría. Roschmann estuvo furioso durante varios días, pero el trabajo de tipo administrativo que requería la ejecución de la orden le mantuvo ocupado y alejado de nosotros.

Día tras día, las nuevas brigadas de trabajo subían a la colina, armados de picos y palas, y día tras día se elevaban del bosque negras columnas de humo. Como combustible, se utilizaban los pinos del bosque; pero los cadáveres en avanzado estado de descomposición no arden fácilmente, por lo que el trabajo era lento. Al fin, se recurrió a la cal. Con ella se cubrían sucesivas capas de cadáveres, y en la primavera de 1944, cuando la tierra se ablandó, se rellenaron las fosas[1].

Las brigadas que hacían este trabajo no pertenecían al ghetto, y las mantenían totalmente aisladas de los demás. Eran judíos internados en uno de los peores campos de los alrededores, Salas Pils, donde después serían exterminados por el procedimiento de no darles de comer, de manera que todos murieron de hambre, a pesar de que muchos recurrieron a la antropofagia…

Cuando, en la primavera de 1944, se dio por terminado el trabajo, el ghetto fue definitivamente liquidado. La mayoría de sus 30 000 habitantes fueron llevados al bosque. Eran las últimas víctimas que recibían aquellos pinares. Unos 5 000 fuimos trasladados al campo de Kaiserwald; al salir nosotros, el ghetto fue incendiado, y sus cenizas, apisonadas. De lo que allí hubo no quedaba más que una extensión de varias hectáreas de ceniza[2].

Durante las veinte páginas siguientes, Tauber describía la lucha por la supervivencia —en el campo de concentración de Kaiserwald— contra el hambre, las enfermedades, la fatiga y la brutalidad de los guardianes. Durante aquellos meses, nada se supo del capitán Eduard Roschmann, de la SS. Más, al parecer, aún estaba en Riga. Tauber describía cómo a primeros de octubre de 1944, los SS, presa ya de pánico ante la idea de que los rusos pudieran cogerlos vivos y desahogar en ellos su afán de venganza, se preparaban para evacuar Riga por mar, a la desesperada, llevando consigo, a guisa de salvoconducto de regreso al Reich, a un puñado de los últimos prisioneros que quedaban con vida.

La tarde del 11 de octubre, nuestro grupo, compuesto por unas 4 000 personas, llegó a la ciudad de Riga. La columna fue conducida directamente al puerto. A lo lejos se oía un extraño fragor, como si tronara. Al principio, aquello nos intrigó, pues nunca habíamos oído el sonido de las bombas ni de la metralla. Luego, la verdad se abrió paso en nuestras mentes, enturbiadas por el hambre y el frío: en los suburbios de Riga estaban cayendo morteros rusos.

La zona del puerto era un hervidero de hombres de la SS de todos los rangos. Nunca había visto tantos juntos. Sin duda eran más que nosotros. Nos hicieron formar delante de unos tinglados, y muchos de los nuestros pensamos que allí moriríamos, frente a las ametralladoras. Pero no fue así.

Al parecer, los SS querían utilizarnos a nosotros, el resto de los cientos de miles de judíos que habían pasado por sus manos, como pretexto para escapar de los rusos. Nosotros seríamos un salvoconducto para volver al Reich. El medio de transporte estaba amarrado en el muelle número 6: era un carguero, el último que quedaba en el reducto. Mientras lo contemplábamos, unos enfermeros empezaron a subir a él a unos centenares de soldados heridos, que aguardaban en camillas en dos de los tinglados del muelle.

Era casi de noche cuando llegó el capitán Roschmann. Al ver que se estaba cargando el barco, se detuvo bruscamente. Cuando se percató de que se embarcaba a soldados heridos, se volvió y gritó a los enfermeros:

—¡Alto! Dejad eso.

Cruzó el muelle rápidamente y dio una bofetada a un enfermero. Luego, volviéndose hacia nosotros, los prisioneros, gritó:

—Vosotros, chusma. Sacad a ésos del barco y bajadlos aquí. Ese buque es nuestro.

Amenazados por las pistolas de los SS que habían llegado con nosotros, empezamos a avanzar hacia la pasarela. Cientos de SS, soldados y oficiales sin destino, que hasta entonces se habían mantenido a la expectativa, empezaron a avanzar, y nos siguieron hacia el barco. Cuando llegamos a cubierta, empezamos a coger las camillas para bajarlas al muelle. Mejor dicho, íbamos a cogerlas cuando otra voz nos obligó a detenernos.

Yo estaba al pie de la pasarela, cuando oí la voz y me volví para ver qué ocurría.

Por el muelle venía corriendo un capitán, que se detuvo muy cerca de la pasarela. Dirigiéndose a los que iban a bajar las camillas, gritó:

—¿Quién ha dado la orden de desembarcar a esos hombres?

Roschmann se le acercó por la espalda y le dijo:

—La he dado yo. Ese barco es nuestro.

El capitán giró sobre sus talones, metió una mano en el bolsillo y sacó un papel.

—Este barco ha sido enviado para recoger a los heridos del Ejército —dijo—. Y va a transportar heridos del Ejército.

Y dirigiéndose a los enfermeros, les ordenó que reanudaran la operación de carga.

Miré a Roschmann. Estaba temblando, supuse que de frío. Luego vi que estaba asustado. Tenía miedo de enfrentarse con los rusos. Ellos, a diferencia de nosotros, estaban armados.

Entonces empezó a gritar a los enfermeros:

—¡Dejad eso! ¡Yo he requisado el barco en nombre del Reich!

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