Odessa

Odessa


II

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Pero ellos no le hicieron el menor caso: obedecían al capitán de la Wehrmacht. Este se hallaba a unos dos metros de mí. Me fijé en su rostro. A causa del cansancio, lo tenía color ceniza, se le marcaban oscuras ojeras y, a cada lado de la boca profundos pliegues. Llevaba una barba de semanas. Al ver que se reanudaba la operación, se fue hacia sus enfermeros. De las camillas alineadas sobre el nevado muelle se alzó una voz que, en el dialecto de Hamburgo, gritó:

—¡Bravo, mi capitán! Deles una lección a esos cerdos.

Cuando el capitán pasó por el lado de Roschmann, éste lo agarró del brazo, le hizo dar media vuelta y lo abofeteó con su enguantada mano. Yo le había visto dar miles de bofetadas, pero ninguna había tenido la respuesta que tuvo aquélla. El capitán encajó el golpe, sacudió la cabeza, y con la mano derecha descargó un puñetazo fenomenal en la mandíbula de Roschmann, que salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas en la nieve, sangrando por la boca. El capitán siguió andando.

Entonces vi a Roschmann sacar su «Lüger» de oficial de la SS, apuntar cuidadosamente y disparar contra el capitán por la espalda. Al sonar el disparo, todo el mundo se quedó quieto. El capitán vaciló y se volvió. Roschmann disparó de nuevo, y el segundo proyectil alcanzó en la garganta al capitán, que giró sobre sí mismo. Antes de llegar al suelo, ya había muerto. Algo que llevaba colgado del cuello saltó al hacer impacto la bala. Yo, que tuve que arrojar el cuerpo al agua, pasé por el lado del objeto y vi que era una condecoración con una cinta: la Cruz de Caballero con Hojas de Roble…

Mientras leía esta página del Diario, Miller fue pasando, sucesivamente, del asombro a la incredulidad, a la duda, al convencimiento y, por último, a una viva indignación. Releyó la página una docena de veces, hasta convencerse de que no había duda posible, y luego siguió adelante.

Después se nos ordenó desembarcar a los heridos de la Wehrmacht y dejarlos en el muelle, donde ya empezaba a acumularse la nieve. Yo, sin saber cómo, me encontré ayudando a un soldado a bajar por la pasarela. Estaba ciego, y llevaba los ojos vendados con un sucio pedazo de tela arrancado del faldón de una camisa. Deliraba y llamaba a su madre. Tendría unos dieciocho años.

Por fin, todos quedaron en el muelle, y a nosotros se nos ordenó subir al barco. Nos metieron a todos en las bodegas, unos a proa y otros a popa, comprimiéndonos de tal modo que apenas podíamos movernos. Luego se fijaron los listones de los encerados de escotilla, y los SS empezaron a subir a bordo. Zarpamos poco antes de medianoche, ya que, seguramente, el capitán quería encontrarse mar adentro, en el golfo de Riga, antes de que amaneciera, para evitar ser descubierto y bombardeado por los «Stormoviks» rusos…

Tardamos tres días en llegar a Danzig, detrás de las líneas alemanas. Tres días de zarandeo en un infierno de bodega, sin agua y sin comida, durante los cuales murió la cuarta parte de los 4 000 prisioneros. No teníamos nada que vomitar, pero a causa del mareo, todos sufríamos espasmos secos. Muchos murieron agotados por los espasmos; otros, de hambre, de frío o de asfixia, y otros, al perder la voluntad de vivir, se tumbaban y se dejaban morir. Finalmente, el barco quedó amarrado otra vez, se retiraron los cuarteles de las escotillas, y ráfagas de viento helado entraron en las apestosas bodegas.

Cuando nos desembarcaron en el puerto de Danzig, los muertos fueron alineados al lado de los vivos, para que el número de prisioneros desembarcados cuadrara con el de los que subieron al barco en Riga. Los SS eran muy minuciosos en cuestión de números.

Después nos enteramos de que Riga había sido ocupada por los rusos el 14 de octubre, mientras nosotros navegábamos aún…

La dolorosa odisea de Tauber tocaba a su fin. De Danzig, los supervivientes fueron llevados en barcazas al campo de concentración de Stutthof, en las afueras de la ciudad, y hasta las primeras semanas de 1945 Tauber estuvo trabajando en los diques de submarinos de Burggraben durante el día, y viviendo en el campo de concentración por la noche. En Stutthof murieron de desnutrición varios miles más. Él los veía morir y, sin saber como, seguía viviendo.

En enero de 1945, cuando los rusos se acercaban a Danzig, los supervivientes de Stutthof fueron llevados hacia el Oeste, en la terrible «Marcha de la Muerte» hacia Berlín, entre la nieve. Por todo el este de Alemania avanzaban columnas de espectros que sus guardianes SS utilizaban como salvoconducto para alcanzar la seguridad en territorio de los occidentales. Y por el camino, entre la nieve y el hielo, los prisioneros iban muriendo como moscas.

Tauber sobrevivió también a esto y, finalmente, los que quedaban de la columna llegaron a Magdeburgo, al oeste de Berlín, donde los SS los abandonaron, para buscar el medio de salvarse a sí mismos. El grupo de Tauber fue alojado en la prisión de Magdeburgo, a cargo de los ancianos y aturdidos miembros de la Milicia Local. Ante la imposibilidad de dar de comer a los prisioneros y el temor de lo que dirían los aliados cuando los encontraran, sus nuevos guardianes permitían a los más fuertes salir a recorrer los alrededores en busca de comida.

La última vez que vi al capitán Roschmann fue en el muelle de Danzig, mientras nos contaban. Bien protegido contra el frío, subía a su coche. Entonces pensé que ya no le vería más; pero aún tuve ocasión de verlo otra vez: el 3 de abril de 1945.

Aquel día, tres compañeros y yo habíamos ido a Gardelegen, un pueblo situado al este de la ciudad, donde habíamos recogido unas cuantas patatas. Cuando volvíamos, cargados con el botín, pasó junto a nosotros un automóvil que iba también en dirección al Oeste. Frenó unos instantes, para sortear un carro, y yo sin gran curiosidad, me volví a mirarlo. En su interior viajaban cuatro oficiales de la SS que evidentemente se evadían hacia el Oeste. Detrás del conductor, poniéndose una guerrera de cabo del Ejército, iba Eduard Roschmann.

Él no me vio, pues yo llevaba un saco en la cabeza, a modo de capuchón, para protegerme del viento frío de la primavera. Pero yo sí lo vi a él. No existía la menor duda acerca de su identidad.

Los cuatro hombres estaban cambiándose el uniforme dentro del coche. Antes de que éste desapareciera de mi vista, por una ventanilla salió despedida una prenda de vestir, que fue a caer en el polvo. Cuando, al cabo de unos minutos llegamos al sitio en que había caído y nos agachamos para examinarla, pudimos ver que era una chaqueta de oficial de la SS con los dos rayos de plata y la insignia de capitán. Roschmann, de la SS, había desaparecido.

Veinticuatro días después fuimos liberados. Ya no salíamos a buscar comida, pues preferíamos quedarnos en la prisión, pasando hambre, que salir a la calle, donde reinaba la anarquía. Pero el 27 de abril amaneció la ciudad en calma. Hacia media mañana, yo estaba en el patio de la prisión, charlando con uno de los viejos guardianes de la Milicia, que parecía estar aterrorizado y había pasado casi una hora explicándome que ni él ni sus compañeros tenían que ver con Adolf Hitler ni con la persecución de los judíos.

Oí parar un coche, y unos golpes en la plancha de hierro de la puerta. El viejo guardián fue a abrir. El hombre que, cautelosamente, revólver en mano, entró en el patio, era un soldado con uniforme de campaña, uniforme que yo nunca había visto.

Evidentemente se trataba de un oficial, pues iba acompañado de un soldado cubierto con un casco redondo y achatado y llevaba un rifle. Se quedaron parados, sin hablar, mirando en su derredor. En un rincón del patio había unos cincuenta cadáveres amontonados. Eran los que habían muerto durante las dos últimas semanas y que, por falta de fuerzas, no habíamos podido enterrar. Otros, medio muertos, llagados y apestosos, yacían junto a la pared, tratando de calentarse un poco al sol de abril.

Los dos hombres se miraron y se volvieron hacia el septuagenario guardián, que los miró a su vez, violento. Entonces pareció recordar algo aprendido en la Primera Guerra Mundial, y dijo:

—Hello, Tommy.

El oficial lo miró fijamente, luego volvió a mirar al patio y silabeó claramente en inglés:

YoufuckingKrautpig! (¡Asqueroso cerdo alemán!)

Me eché a llorar.

No sé cómo, pero regresé a Hamburgo. Creo que deseaba averiguar si quedaba algo de mi antigua vida. No quedaba absolutamente nada. El barrio donde nací y me crié había desaparecido bajo la gran tormenta de fuego de los bombardeos aliados. De mi antigua oficina no quedaba ni rastro, y tampoco de mi piso, ni de nada.

Los ingleses me llevaron a un hospital de Magdeburgo, pero yo me marché y volví a casa haciendo autostop. Allí, al ver que no quedaba nada, sufrí una crisis nerviosa y quedé totalmente agotado. Estuve un año en otro hospital, como paciente, junto con otros que habían salido de un lugar llamado Bergen-Belsen, y otro año como enfermero, cuidando a los que estaban peor de lo que yo nunca lo estuve.

Cuando salí, busqué una habitación en Hamburgo, mi ciudad natal, donde quería pasar el resto de mis días.

El Diario terminaba con otras dos hojas nuevas y blancas, escritas recientemente, a modo de epílogo.

En este cuartito de Altona he vivido desde 1947. Poco después de salir del hospital, empecé a escribir el relato de lo que nos había sucedido, a mí y a los otros, en Riga.

Pero, ya antes de terminarlo, vi que habían sobrevivido otros, más capacitados y mejor informados que yo para dar testimonio de los hechos. Se han publicado cientos de libros que describen el holocausto, por lo que nadie se interesará por el mío. No se lo he dado a leer a nadie.

Ahora veo que mis esfuerzos por sobrevivir y poder dar testimonio han sido inútiles, pues otros lo han hecho mejor que yo. Ojalá hubiera muerto en Riga, con Esther.

Ni siquiera ha de cumplirse mi último deseo: ver a Eduard Roschmann ante el tribunal, y poder explicar a los jueces lo que hizo. Ahora estoy seguro de ello.

A veces salgo a pasear y me pongo a pensar en la vida de antes, pero ya nada volverá a ser como antes. Los niños se burlan de mí y, si intento hacerme amigo suyo, salen corriendo. Una vez estuve hablando con una niña que no se asustó: mas en seguida acudió la madre, gritando, y se la llevó. De manera que no hablo con mucha gente.

Un día vino a verme una mujer. Dijo que era de la Oficina de Indemnizaciones, y que yo tenía derecho a cobrar una cantidad de dinero. Le dije que no quería dinero. Ella se disgustó mucho, e insistió en que tenía derecho a ser recompensado por lo que había sufrido. Seguí negándome. Después mandaron a un hombre, y también le dije que no. Él quiso hacerme comprender que rechazar la indemnización era algo muy irregular. Me pareció que lo que más le molestaba era que así quizá no le salieran las cuentas. Pero sólo acepto lo que me corresponde.

Cuando estaba en el hospital inglés, uno de los médicos me preguntó por qué no emigraba a Israel, que pronto obtendría la independencia. ¿Qué podía decirle? No iba a explicarle que nunca me será posible ir a la Tierra Santa, después de lo que hice a Esther, mi esposa. Pienso en eso con frecuencia, e incluso sueño con hacerlo; pero no soy digno de ir.

No obstante, si estas líneas llegaran a ser leídas en la tierra de Israel, la cual nunca veré, ¿querría alguien hacerme la gracia de rezar el khaddish por mí?

Salomon Tauber

Altona, Hamburgo, 21 de noviembre de 1963

Peter Miller cerró el Diario y permaneció sentado en su butaca durante mucho rato, fumando y mirando al techo. Poco antes de las cinco de la madrugada, oyó abrirse la puerta del piso. Era Sigi, que volvía del trabajo. Se sorprendió al verle todavía despierto.

—¿Qué haces levantado a estas horas? —preguntó.

—He estado leyendo —respondió Miller.

Al cabo de un rato, cuando, al primer resplandor del amanecer, empezaba a dibujarse en el cielo la torre de St. Michaelis, estaban en la cama; Sigi, soñolienta y satisfecha, como una mujer que acaba de ser amada, y Miller, mirando al techo, silencioso y preocupado.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Sigi.

—Simplemente pensaba.

—Eso ya se ve. Pero ¿en qué pensabas?

—En mi próximo reportaje.

Ella se volvió a mirarle.

—¿Qué vas a hacer?

Miller se incorporó y apagó el cigarrillo.

—Voy a seguir la pista a un hombre.

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