Odessa

Odessa


III

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III

Mientras Peter Miller y Sigi dormían abrazados en Hamburgo, un gigantesco «Coronado» de «Aerolíneas Argentinas» viraba en la oscuridad sobre los montes de Castilla y se disponía a aterrizar en Barajas, el aeropuerto de Madrid.

En un asiento de ventanilla de la tercera fila, primera clase, viajaba un hombre de poco más de sesenta años, cabello gris y fino bigote.

De aquel hombre existía una fotografía en la que aparecía como de unos cuarenta años, con el pelo cortado a cepillo, sin bigote que cubriera su boca de ratonera, y una raya marcada a navaja en el lado izquierdo de la cabeza. De las contadas personas que habían visto aquella foto, ninguna hubiera reconocido al hombre del avión. Ahora peinaba su espeso cabello hacia atrás, sin raya. La fotografía del pasaporte reflejaba su nuevo aspecto.

El nombre que figuraba en aquel pasaporte era Ricardo Suertes, súbdito argentino, el nombre con el que desafiaba al mundo. Porque «suerte» en alemán es Glueck, y el pasajero se llamaba en realidad Richard Gluecks, en tiempos general de la SS, jefe de la Central de Administración Económica del Reich e Inspector General de campos de concentración. Figuraba en tercer lugar en las listas de «Reclamados» de Alemania Occidental y de Israel, detrás de Martin Bormann y de Heinrich Muller, antiguo jefe de la Gestapo. Estaba, incluso, por delante del doctor Josef Mengele, el diabólico médico de Auschwitz. En ODESSA era el Número Dos, delegado de Martin Bormann; en quien en 1945 había recaído la jefatura de la Organización.

El papel desempeñado por Richard Gluecks en los crímenes de la SS era único, y única fue también la maestría con que supo preparar su propia desaparición en mayo de 1945. Gluecks fue uno de los cerebros del holocausto, con mayor responsabilidad que el propio Adolf Eichmann. Y, sin embargo, nunca empuñó un arma.

Si a un pasajero que no estuviese al corriente le hubieran dicho quién era su vecino de butaca, se habría sorprendido de que el jefe de una central administrativa fuese tan buscado.

Pero, de haber hecho indagaciones, se hubiera enterado de que de los crímenes contra la Humanidad cometidos en Alemania entre 1933 y 1945, el noventa y cinco por ciento pueden ser atribuidos a la SS, y de éstos cabe achacar, entre el ochenta y el noventa por ciento, a dos secciones de la SS, a saber: la Central de Seguridad del Reich y la Central de Administración Económica.

Resulta extraño que un departamento económico esté involucrado en un genocidio; pero hay que comprender la manera en que se enfocaba la ejecución del plan. No sólo se trataba de exterminar a todos los judíos de Europa y, con ellos, a la mayor parte de las razas eslavas, sino que se pretendía que las víctimas pagaran por el favor. Antes de que se abrieran las cámaras de gas, la SS había perpetrado ya el mayor robo de la Historia.

Los judíos pagaban tres veces. En primer lugar, eran despojados de sus negocios, casas, fábricas, cuentas bancarias, muebles, coches y ropas. Luego los llevaban al Este, muchos de ellos en la creencia de que, tal como se les decía, sólo se trataba de trasladarlos de domicilio, con todo lo que pudieran llevar consigo, que generalmente era lo que cabía en dos maletas. En la plaza del campo se las quitaban, junto con lo que llevaban puesto.

Del equipaje de seis millones de personas se sacó un botín de varios miles de millones de dólares, pues los judíos europeos de la época, en especial los de Polonia y países del Este, solían llevar consigo, cuando viajaban, todos sus objetos de valor. De los campos de concentración partían trenes cargados de objetos de oro, diamantes, zafiros, rubíes, lingotes de plata, monedas de oro y billetes de todas clases y denominaciones, que eran enviados al cuartel general de la SS en Alemania. En toda su historia, la SS obtuvo siempre beneficios de todas sus operaciones. Una parte de estos beneficios, en forma de barras de oro estampadas con el sello del águila del Reich y los dos rayos de la SS, fue depositada, poco antes de que terminara la guerra, en Bancos de Suiza, Liechtenstein, Tánger y Beirut, para constituir el capital del que después se serviría ODESSA. Una buena parte de aquel oro sigue guardado bajo las calles de Zurich, custodiado por los serviciales y probos banqueros de la ciudad.

La segunda fase del expolio se llevaba a cabo en el propio cuerpo de las víctimas. En él había calorías y energía que aprovechar. En esta fase, los judíos eran colocados al mismo nivel que los rusos y polacos que habían sido capturados sin un céntimo. Los no útiles para el trabajo eran exterminados. Los que podían trabajar eran alquilados, ya fuera a las propias fábricas de la SS, ya a las industrias alemanas como Krupp, Thyssen, Von Opel, etc., a razón de tres marcos al día los peones, y cuatro, los obreros especializados. La frase «al día» significa el máximo trabajo que pudiera extraerse de un cuerpo humano durante veinticuatro horas por el mínimo alimento. Cientos de miles murieron en sus puestos de trabajo.

La SS era un estado dentro del Estado. Poseía sus fábricas, sus talleres, su departamento técnico, su sección de construcción, sus centros de reparaciones y mantenimiento, y su sastrería. Producía todo cuanto pudiera necesitar, utilizando para ello a los trabajadores eslavos que, según un decreto de Hitler, eran propiedad de la SS.

La tercera fase de la explotación se efectuaba sobre los cadáveres. Las víctimas morían desnudas, dejando tras sí vagones de zapatos, calcetines, brochas de afeitar, lentes, chaquetas y pantalones. Dejaban también su cabello, que era enviado al Reich para la fabricación de botas de fieltro destinadas a la campaña de invierno, y las fundas de oro de las dentaduras eran arrancadas de los cadáveres con unas tenazas, y fundidas en barras que eran depositadas en los Bancos de Zurich. Se hicieron pruebas para utilizar los huesos en la fabricación de fertilizantes y aprovechar las grasas para la elaboración de jabón; mas el plan resultó antieconómico.

Al frente de la parte económica o de extracción de beneficios del exterminio de catorce millones de personas, estaba la Central de Administración Económica del Reich, de la SS, dirigida por el hombre que aquella noche ocupaba el asiento B-3 del avión.

Gluecks, una vez consiguió escapar, prefería no arriesgar la libertad —volviendo a Alemania— para todo lo que le quedaba de vida. Bien respaldado por los fondos secretos, podía pasar tan ricamente el resto de sus días en América del Sur. Y allí sigue todavía. Su devoción por el ideal nazi permaneció inconmovible tras los acontecimientos de 1945, lo cual, unido a su antigua preeminencia, le aseguraba un puesto relevante entre los fugitivos nazis avecindados en la Argentina, desde donde se administraba ODESSA.

El avión aterrizó sin novedad, y los pasajeros pasaron la Aduana sin incidentes. A nadie causó extrañeza que el pasajero de la fila 3, de primera clase, se expresara en español con gran soltura, pues hacía ya mucho tiempo que se hacía pasar por sudamericano.

Gluecks tomó un taxi en la puerta de la terminal y, según una costumbre inveterada, dio al taxista unas señas que quedaban a una manzana de distancia del «Hotel Zurbarán». Al llegar al lugar indicado, situado en el centro de Madrid, pagó, se apeó y recorrió a pie los 150 metros que le quedaban para llegar al hotel.

Había hecho la reserva por télex, y después de firmar en el registro, subió a su habitación para tomar una ducha y afeitarse. A las nueve en punto, sonaron en la puerta de su habitación tres golpes suaves, seguidos de una pausa y dos golpes más. Abrió y, al reconocer a su visitante, retrocedió hacia el centro de la habitación.

El recién llegado cerró la puerta, se cuadró y levantó el brazo derecho con la palma hacia abajo, en el antiguo saludo.

Sieg Heil —dijo.

El general Gluecks asintió con gesto de aprobación y, a su vez, levantó la mano derecha.

Sieg Heil —respondió en tono un poco más bajo.

Con un ademán, invitó a su visitante a sentarse. El hombre que tenía frente a sí era otro alemán, antiguo oficial de la SS y, en la actualidad, jefe de la red de ODESSA en Alemania Occidental. Se sentía honradísimo de haber sido llamado a Madrid para entrevistarse con un tan alto jefe, y barruntaba que la conferencia tendría que ver con la muerte del presidente Kennedy, acaecida treinta y seis horas antes. Estaba en lo cierto.

El general Gluecks se inclinó sobre la bandeja del desayuno, se sirvió una taza de café y encendió cuidadosamente un gran «Corona».

—Puede usted suponer cuál es el motivo de esta súbita y un tanto arriesgada visita mía a Europa —dijo—. Como quiera que me desagrada permanecer en este continente más de lo estrictamente necesario, me propongo ir al grano y ser breve.

El subordinado venido de Alemania se inclinó expectante.

—Kennedy ha muerto —prosiguió el general—. Ello es una suerte para nosotros, y hemos de procurar sacar del hecho las mayores ventajas, ¿me sigue usted?

—En principio, si, mi general —respondió obsequiosamente su interlocutor—; pero ¿en qué forma, concretamente?

—Me refiero al acuerdo secreto sobre armamento concertado entre la chusma de traidores de Bonn y los cerdos de Tel Aviv. Está usted enterado, ¿no? Los tanques, cañones y demás que Alemania está enviando a Israel.

—Sí, por supuesto.

—Y sabrá también que nuestra Organización está haciendo cuanto puede por la causa egipcia, a fin de que, en la lucha que se avecina, Egipto pueda alcanzar la victoria.

—Desde luego. Con tal finalidad hemos organizado ya la captación de científicos alemanes.

El general Gluecks asintió.

—Después hablaremos de eso. Yo me refería, concretamente, a nuestra política de mantener a nuestros amigos árabes plenamente informados acerca de este vergonzoso pacto, a fin de que ellos puedan, por la vía diplomática, presionar en Bonn. Las protestas árabes han provocado en Alemania la formación de un grupo que, por razones políticas, se opone al acuerdo sobre armamentos, puesto que éste contraría a los árabes. Este grupo, sin proponérselo, nos está haciendo el juego al presionar al bobo de Erhard, incluso a nivel ministerial, instándole a que revoque el trato.

—Si, le sigo, mi general.

—Bien. Hasta ahora, Erhard no ha llegado a suspender los envíos de armas, pero ha vacilado varias veces. El argumento principal que han esgrimido hasta el momento los que quieren que se cumpla el acuerdo germano-israelí sobre suministro de armas es que éste tenia el apoyo de Kennedy. Y todo lo que pidiera Kennedy, Erhard tenía que dárselo.

—Sí, eso es cierto.

—Pero ahora Kennedy está muerto.

El más joven de los dos, el recién llegado de Alemania, se recostó en el sillón, con los ojos brillantes de entusiasmo al percatarse de las nuevas perspectivas. El general de la SS sacudió dos centímetros de ceniza del cigarro en la taza de café y, apuntando a su subordinado con la brasa, prosiguió:

—Por tanto, en lo que resta de año, la labor que se debe desarrollar en el interior de Alemania por nuestros amigos y partidarios consistirá en alzar a la opinión pública, en la mayor escala posible, contra este acuerdo de armamentos, predisponiéndola a favor de los árabes, los verdaderos y tradicionales amigos de Alemania.

—Sí, sí. Eso puede hacerse.

El más joven sonreía ampliamente.

—Ciertos contactos que tenemos con el Gobierno de El Cairo asegurarán una afluencia ininterrumpida de protestas diplomáticas a través de su propia Embajada y de otras —continuó el general—. Otros amigos árabes cuidarán de que se produzcan manifestaciones de estudiantes árabes, y alemanes amigos de éstos. Su trabajo consistirá en coordinar la publicidad en la Prensa, a través de los diversos folletos y revistas que subvencionamos bajo mano, de anuncios en los principales periódicos y revistas, y en predisponer oficiosamente a los funcionarios más allegados al Gobierno y a los políticos en favor del creciente movimiento de opinión contrario al convenio de armamentos.

El más joven frunció el ceño.

—Hoy es difícil suscitar en Alemania sentimientos de antipatía hacia Israel.

—Ni es necesario —replicó el otro con viveza—. El enfoque es sencillo: por cuestiones prácticas, Alemania no puede enemistarse con ochenta millones de árabes por culpa de estos estúpidos envíos de armas, supuestamente secretos. Hay muchos alemanes que prestarán oídos a este razonamiento, en especial los diplomáticos. También podemos atraer a la causa a ciertos amigos nuestros del Foreign Office. Este enfoque, puramente práctico, del asunto, resulta perfectamente lícito. Por supuesto, se dispondrá de fondos. Lo importante es que, muerto Kennedy, y dado que es poco probable que Johnson adopte la misma tesitura internacionalista y prosemita, se someta a Erhard a presión constante a todos los niveles, incluso al ministerial, para que dé carpetazo al acuerdo. Si demostramos a los egipcios que podemos conseguir que la política exterior de Bonn cambie de signo, nuestro papel en El Cairo subirá vertiginosamente.

El hombre de Alemania asentía, como si el plan estuviese tomando forma ante sus ojos.

—Así se hará —dijo.

El general rubricó:

—Excelente.

Su interlocutor le miró.

—Mi general, antes habló usted de los científicos alemanes que trabajan en Egipto…

—Ah, sí y le dije que volveríamos sobre ellos. Son nuestra segunda baza en la empresa de destruir definitivamente a los judíos. Usted, sin duda, está informado acerca de los cohetes de Helwan, ¿no?

—Sí, señor. Por lo menos, a grandes rasgos.

—Pero no sabe para qué van a ser utilizados.

—Bueno, supongo que…

—¿… que servirán para arrojar unas cuantas toneladas de explosivos sobre Israel? —el general Gluecks sonrió ampliamente—. Pues se equivoca. Y creo que ha llegado el momento de decirle por qué son tan importantes esos cohetes y los hombres que los fabrican.

El general Gluecks se recostó en el sillón, miró al techo y refirió a su subordinado la verdadera historia de los cohetes de Helwan.

Después de la guerra, cuando aún gobernaba en Egipto el rey Faruk, miles de nazis y de antiguos miembros de la SS que huían de Europa, encontraban refugio seguro a orillas del Nilo. Entre ellos figuraban numerosos científicos. Antes ya del golpe de Estado que derribó a Faruk, dos científicos alemanes habían recibido del monarca el encargo de hacer un primer proyecto para la construcción de una fábrica de cohetes. Esto ocurría en 1952, y los profesores eran Paul Goerke y Rolf Engel.

Cuando Gamal Abdel Nasser asumió el poder, el proyecto quedó en suspenso durante varios años; pero, tras la derrota sufrida por las tropas egipcias en la campaña del Sinaí de 1956, el nuevo dictador de Egipto hizo un juramento: Israel sería un día destruido por completo.

En 1961, cuando Nasser recibió de Moscú el «no» definitivo a su petición de cohetes de gran alcance, cobró nuevos bríos el proyecto Goerke-Engel para la construcción de una fábrica de cohetes en Egipto, y aquel mismo año, trabajando contra reloj y sin reparar en gastos, los profesores alemanes y los egipcios construyeron e inauguraron en Helwan, al norte de El Cairo, la «Fábrica 333».

Abrir una fábrica es una cosa, y proyectar y construir cohetes, otra. Hacía ya tiempo que los más influyentes colaboradores de Nasser, la mayoría simpatizantes de los nazis desde la Segunda Guerra Mundial, estaban en contacto con los representantes de ODESSA en Egipto. Estos resolvieron el mayor problema que tenían planteado los egipcios: el de hacerse con los científicos necesarios para fabricar los cohetes.

Ni la URSS, ni los Estados Unidos, ni Gran Bretaña, ni Francia les cederían un solo hombre. Pero ODESSA señaló que la clase de cohetes que necesitaba Nasser era muy similar, en tamaño y radio de acción, a los «V2» que Werner von Braun y su equipo habían construido en Peenemunde para pulverizar a Londres. Y muchos de los hombres de aquel equipo aún estaban disponibles.

A fines de 1961 empezó la captación de cerebros alemanes. Muchos trabajaban en el Instituto de Investigación Aerospacial de Stuttgart, pero se sentían frustrados porque el Tratado de París de 1954 prohibía a Alemania dedicarse a la investigación y a la fabricación en determinados campos, entre otros, el de la física nuclear y cohetes. Además, padecían una endémica escasez de fondos para investigación. Para muchos de aquellos hombres, la oferta de un lugar al sol, dinero abundante para la investigación y la oportunidad de construir cohetes de verdad, resultó excesivamente tentadora.

ODESSA nombró a un agente de reclutamiento para Alemania, el cual, a su vez, designó para el puesto de ayudante a un ex sargento de la SS, Heinz Krug. Ambos recorrieron Alemania en busca de hombres que estuvieran dispuestos a ir a Egipto para construir los cohetes de Nasser.

Con los sueldos que ofrecían, no les faltaban candidatos. Entre éstos figuraba el profesor Wolfgang Pilz, rescatado de entre las ruinas de Alemania por los franceses y que fue el padre del cohete francés «Véronique», fundamento del programa aerospacial del presidente De Gaulle. El profesor Pilz salió para Egipto a principios de 1962. Otro de los contratados fue el doctor Heinz Kleinwachter; marcharon también el doctor Eugen Saenger y su esposa Irene, ambos antiguos componentes del equipo de Von Braun para las «V2». Y para Egipto salieron también los doctores Eisig y Kirmayer, todos expertos en combustibles y técnicas de propulsión.

El mundo pudo ver los primeros frutos de su trabajo en un desfile celebrado por las calles de El Cairo, el 23 de julio de 1962, para conmemorar el octavo aniversario de la caída de Faruk. Ante la multitud, vociferante de entusiasmo, fueron remolcados dos cohetes, el «Kahira» y el «Zafira», de 500 y 300 kilómetros de alcance respectivamente. Aunque aquellos cohetes no tenían más que la carcasa, pues carecían de la cabeza nuclear y del combustible, estaban destinados a ser los primeros del lote de 400 que un día serían lanzados contra Israel.

El general Gluecks hizo una pausa, dio una chupada al cigarro y volvió al presente.

—El problema estriba en que, si bien hemos resuelto todo lo que se refiere a la fabricación de los revestimientos, las cabezas nucleares y el combustible, aún queda pendiente el sistema de la teledirección, que es, precisamente, la clave del cohete teledirigido. —Señaló con el cigarro a su interlocutor—. Y esto es lo que no hemos podido dar a los egipcios. Aunque en Stuttgart y en otros lugares había científicos y especialistas en sistemas de teledirección, no pudimos convencer a ninguno que valiera algo de que emigrara a Egipto. Todos los que enviamos eran especialistas en aerodinámica, en sistemas de propulsión o en el diseño de cabezas nucleares.

»Pero prometimos a Egipto que tendría sus cohetes, y los tendrá. El presidente Nasser está decidido a que un día haya guerra entre Egipto e Israel, y la habrá. Él cree que podrá ganarla sólo con sus tanques y sus soldados. Nuestros informes no son tan optimistas. A pesar de su superioridad numérica, tal vez no ganen. Ahora imagine usted cuál seria nuestro prestigio si, una vez hubiera fracasado todo el armamento soviético, adquirido a base de millones y millones de dólares, resultara que los cohetes fabricados por los científicos contratados a través de nuestra red ganaran la guerra. Quedaríamos en una situación inatacable. Habríamos alcanzado dos objetivos: granjearnos el eterno agradecimiento de los países del Próximo Oriente, refugio seguro y definitivo para los nuestros, y acabar para siempre con el cochino Estado judío, realizando así el último deseo del Fuhrer. Es un reto que hemos de aceptar, y en el que no podemos fracasar ni fracasaremos.

El subordinado miraba con respeto y con cierta perplejidad a su general, que paseaba por la habitación.

—Perdone, mi general, pero ¿podrán cuatrocientas cabezas nucleares de mediano calibre acabar definitivamente con los judíos? Pueden causar grandes daños, sí, pero la destrucción completa…

Gluecks giró rápidamente sobre sus talones y miró a su interlocutor con una sonrisa de triunfo.

—Pero, ¡qué cabezas nucleares! —exclamó—. No imaginará que vamos a malgastar potentes explosivos en esos cerdos. Hemos propuesto al presidente Nasser, propuesta que él ha aceptado sin titubear, que las cabezas nucleares que lleven los «Kahiras» y los «Zafiras» sean de tipo diferente. Unas llevarán cultivos concentrados de peste bubónica, y las otras explotarán a gran altura, rociando todo el territorio de Israel con una lluvia de «estroncio 90» irradiado. En cuestión de horas, todos estarán muriéndose de la peste o de la enfermedad de los rayos gamma. Eso es lo que les reservamos.

El otro lo miraba con la boca abierta.

—¡Fantástico! —susurró—. Ahora recuerdo algo que leí el verano pasado acerca de un proceso en Suiza. Simples resúmenes, pues la mayor parte de las sesiones se celebraron a puerta cerrada. Entonces era verdad… Pero, mi general, eso es brillante…

—Brillante, sí, e inevitable si nosotros, los de ODESSA, podemos dotar a esos cohetes de los sistemas de teledirección necesarios no sólo para dispararlos en la dirección correcta, sino también para hacerlos llegar al lugar exacto en que hayan de explotar. El hombre que tiene a su cargo los trabajos de investigación encaminados a desarrollar un sistema de teledirección para esos cohetes está en Alemania Occidental. Su nombre clave es Vulkan. Recordará que, en la mitología griega, Vulcano era el forjador que fraguaba los rayos de los dioses.

—¿Se trata de un científico? —preguntó el hombre de Alemania, con extrañeza.

—No, no es un científico. Cuando, en 1955, se vio obligado a desaparecer, normalmente hubiera debido volver a la Argentina; pero nosotros pedimos al predecesor de usted que le proporcionara inmediatamente un pasaporte falso para que pudiera permanecer en Alemania. Luego se lo proveyó con un millón de dólares, de los fondos de Zurich, para la construcción de una fábrica en Alemania. En principio se pensaba utilizar la fábrica como pantalla, y realizar, a su amparo, otro tipo de investigación en el que entonces estábamos interesados y que ahora hemos dejado en suspenso para dedicarnos a los sistemas de teledirección destinados a los cohetes de Helwan.

»La fábrica que ahora dirige Vulkan produce radios de transistores. Pero esto es sólo fachada. En el departamento de investigación de la fábrica, un grupo de técnicos se dedica actualmente a estudiar el desarrollo de los sistemas de teledirección que un día se montarán en los cohetes de Helwan.

—¿Y por qué no lo estudian en Egipto? —preguntó el otro.

Gluecks sonrió de nuevo y siguió paseando.

—Esta es la argucia más genial de la operación. Como le decía, en Alemania existen hombres capaces de desarrollar estos sistemas de teledirección para cohetes; pero ninguno de ellos ha querido emigrar. El grupo que está trabajando en el departamento de investigación de la fábrica de Vulkan cree de buena fe que lo hace para el Ministerio de la Defensa de Bonn, aunque, desde luego, en el más riguroso secreto.

Al oír esto, el subordinado se levantó de un brinco, derramando su café en la alfombra.

—¡Caray! ¿Y cómo lo han conseguido?

—En realidad, fue sencillo.

El Tratado de París prohibe a Alemania toda investigación en materia de cohetes. Los hombres que trabajan para Vulkan juraron (en presencia de un auténtico funcionario del Ministerio de Defensa de Bonn, que es también uno de los nuestros), guardar el secreto. Estaba acompañado por un general que ellos recordaban de la última guerra. Todos son hombres dispuestos a trabajar por Alemania, aun contra los términos del Tratado de París; pero no lo estarían a hacerlo por Egipto. Y están convencidos de que trabajan por Alemania.

»Desde luego, el coste es fabuloso. Normalmente, este tipo de investigación sólo pueden realizarlo las grandes potencias. Todo este programa ha mermado considerablemente nuestros fondos secretos. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de Vulkan?

—Naturalmente —respondió el jefe de ODESSA en Alemania—. ¿Y si le ocurriera algo? ¿Podría seguir adelante el programa?

—No. Él solo dirige la empresa. Es presidente consejero delegado, único accionista y pagador. Es el único que puede seguir pagando los salarios de los técnicos y los enormes gastos que origina la investigación. Ninguno de los técnicos tiene la menor relación con otras personas de la empresa, y en ésta nadie más conoce la verdadera índole de esa sección de investigación tan grande. Todos creen que en ella se estudia el desarrollo de circuitos microondas, dentro de un plan concebido para revolucionar el mercado de transistores. El secreto se justifica como medida de precaución contra el espionaje industrial. Vulkan es el único eslabón entre las dos secciones. Sin él, todo el proyecto se vendría abajo.

—¿Podría decirme el nombre de la fábrica?

El general Gluecks meditó un momento, y luego dio un nombre. El otro lo miró con asombro.

—Pero… si conozco esas radios.

—Naturalmente; es una empresa de verdad que fabrica radios de verdad.

—Y el director es…

—Sí. Es Vulkan. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de ese hombre y de lo que está haciendo? Por ello debo darle más instrucciones. Vea esto…

El general Gluecks sacó una fotografía del bolsillo interior del pecho y la tendió al hombre de Alemania. Después de mirarla detenidamente con gesto de perplejidad, le dio la vuelta y leyó el nombre escrito en el reverso.

—¡Vaya, creí que estaba en América del Sur!

Gluecks movió negativamente la cabeza.

—Pues no está. Este es Vulkan. En estos momentos, el trabajo se halla en un punto crítico. Por tanto, si por cualquier cauce llega usted a enterarse de que alguien hace preguntas impertinentes acerca de él, esa persona deberá ser, digamos, disuadida: una advertencia, y si no la atiende, la solución definitiva. ¿Me sigue usted, Kamerad? Nadie, absolutamente nadie, debe llegar a desenmascarar a Vulkan.

El general de la SS se levantó. Su visitante le imitó.

—Eso es todo —concluyó Gluecks—. Ya tiene usted sus instrucciones.

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