Odessa

Odessa


IV

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IV

—Ni siquiera sabes si está vivo.

Peter Miller y Karl Brandt hablaban dentro del coche del primero, delante de la casa del detective inspector, donde Miller había localizado a su amigo en su día libre, el domingo, a la hora del almuerzo.

—No; no lo sé. Y eso es lo primero que tengo que averiguar. Naturalmente, si Roschmann ha muerto, todo acabó. ¿Puedes ayudarme?

Brandt reflexionó y movió negativamente la cabeza.

—No. Lo siento, no puedo.

—¿Por qué no?

—Oye, yo te di ese Diario para hacerte un favor. Era un asunto entre tú y yo. Me indigné, y creí que podrías sacar de él una historia. Pero no se me ocurrió que fueras a seguir la pista a Roschmann. ¿Por qué no te limitas a hacer un reportaje con el material que hay en el Diario?

—Porque no da para un reportaje —dijo Miller—. ¿Qué podría decir? ¡Sorpresa, sorpresa…! He encontrado un cuaderno en el que un viejo que acaba de suicidarse con gas relata lo que sufrió durante la guerra. ¿Crees tú que un editor me compraría eso? Yo considero que es un documento aterrador, pero ésta es sólo mi opinión. Desde la guerra se han escrito Memorias a centenares. La gente ya empieza a cansarse. Ese Diario, solo, no lo compraría ningún editor de Alemania.

Brandt preguntó:

—Y entonces, ¿qué pretendes?

—Sencillamente, que, a la vista de este Diario, la Policía emprenda una operación, en gran escala, de busca y captura de Roschmann. Y ya tengo el reportaje.

Lentamente, Brandt sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero del coche.

—La Policía no va a emprender una operación de busca y captura —dijo—. Mira, Peter, tú conoces el periodismo, pero yo conozco a la Policía de Hamburgo. Nuestra misión es mantener a Hamburgo limpio de crímenes ahora, en 1963. Nadie va a destinar a unos detectives sobrecargados de trabajo a buscar a un hombre por lo que hizo en Riga hace veinte años. No puede hacerse.

—Por lo menos, podrías proponerlo —dijo Miller.

Brandt movió negativamente la cabeza.

—No; no puedo.

—¿Y por qué no? ¿Qué ocurre?

—Porque no quiero verme envuelto en ello. Tú no tienes de qué preocuparte. Eres soltero y libre. Si se te antoja, puedes dedicarte a perseguir fuegos fatuos. Pero yo tengo mujer y dos hijos, y una buena carrera. Y no pienso poner en peligro esa carrera.

—¿Por qué había esto de hacer peligrar tu carrera en el Cuerpo? Roschmann es un criminal, ¿no? Y la misión de la Policía es perseguir a los criminales. ¿Dónde está, pues, el problema?

Brandt aplastó la colilla.

—Es difícil concretarlo. Pero existe cierta actitud en la Policía, algo impalpable, sólo una impresión. La impresión de que el hurgar con demasiada insistencia en los crímenes de guerra de la SS no ha de hacer ningún bien a la carrera de un joven policía. Y tampoco se consigue nada. La solicitud sería simplemente denegada. Pero esa solicitud quedaría registrada y archivada. Y entonces, adiós al ascenso. Nadie habla de ello, pero todo el mundo lo sabe. De modo que si pretendes dar la campanada, allá tú. A mí me dejas al margen.

Miller miraba fijamente a través del parabrisas.

—Está bien —dijo al fin—. Si eso es lo que hay… Pero tengo que empezar por algún sitio. ¿Dejó Tauber algo más?

—Sí, una carta. Tuve que incluirla en mi informe del suicidio. Ya estará archivada. Pero el archivo está cerrado.

—¿Y qué decía la carta? —preguntó Miller.

—No mucho —dijo Brandt—. Sólo que había decidido suicidarse. ¡Ah!, sí y otra cosa: que dejaba todos sus efectos a un amigo, un tal Herr Marx.

—Bueno, algo es algo. ¿Y dónde está ese Marx?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Entonces, ¿en la carta no ponía más que eso, Herr Marx, sin dirección?

—Nada más. Sólo Marx. Ni el menor indicio de dónde vive.

—Tiene que estar en algún sitio. ¿Lo habéis buscado?

Brandt suspiró.

—¿Quieres meterte esto en la cabeza? La Policía tiene muchísimo trabajo. ¿Puedes hacerte una idea de cuántos Marx hay en Hamburgo? En la guía de teléfonos figuran cientos de ellos. No podemos pasarnos semanas enteras buscando a ese Marx. De todos modos, lo que dejó el viejo no vale ni diez pfennigs.

—Conque, ¿eso es todo? —preguntó Miller—. ¿Nada más?

—Nada más. Si quieres buscar a Marx, puedes probar.

—Gracias, probaré —dijo Miller.

Los dos hombres se estrecharon la mano, y Brandt volvió a su almuerzo con la familia.

Miller comenzó sus averiguaciones a la mañana siguiente con una visita a la casa en que había vivido Tauber. Salió a abrirle la puerta un hombre de mediana edad, que llevaba los pantalones, manchados, sujetos con un cordel, la camisa sin cuello y desabrochada y una barba de tres días.

—Buenos días. ¿Es usted el propietario?

El hombre miró a Miller de arriba abajo y asintió. Olía a coles.

—Aquí se suicidó un hombre la otra noche —dijo Miller.

—¿Es policía?

—No. Periodista.

Miller le enseñó su carnet.

—No tengo nada que decir.

Miller, sin gran dificultad, metió un billete de diez marcos en la mano del hombre.

—Sólo quiero echar un vistazo a su cuarto.

—Ya lo he alquilado.

—¿Y qué ha hecho con sus cosas?

—Están en el patio. No hay absolutamente nada que se pueda aprovechar.

Los cachivaches estaban en un montón, bajo la fina lluvia. Todavía olía a gas. Había una máquina de escribir vieja y deteriorada, dos pares de zapatos muy gastados, ropa, libros y un chal de seda blanca con fleco que, según Miller, debía de tener algo que ver con la religión judía. Rebuscó en el montón, pero no pudo encontrar libreta de direcciones ni nada dirigido a Marx.

—¿Esto es todo?

—Todo —respondió el hombre, mirándole torvamente desde el umbral de la puerta trasera, al abrigo de la lluvia.

—¿Hay en la casa algún huésped que se llame Marx?

—No.

—¿Conoce usted algún Marx?

—No.

—¿Tenía Tauber algún amigo?

—Ninguno, que yo sepa. Siempre andaba solo. Paseando continuamente arriba y abajo. Me parece que estaba un poco chalado. Pero pagaba puntualmente el alquiler y no molestaba.

—¿Le vio con alguien alguna vez? Quiero decir, en la calle.

—No. Me parece que no tenía amigos. No me extraña. Hablaba solo. Chalado.

Miller se despidió, y estuvo preguntando en la calle. La mayoría recordaban al viejo. Lo conocían de verlo pasar arrastrando los pies, con un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, un gorro de lana en la cabeza y los guantes agujereados.

Pasó tres días indagando en el sector en que había vivido Tauber. Preguntó en la lechería, en la verdulería, en la carnicería, en la ferretería, en la cervecería, en el estanco, e interceptó al cartero y al lechero. El miércoles por la tarde vio a unos chiquillos que jugaban al fútbol al lado del almacén.

—¿El viejo judío? ¿Solly el Loco? —dijo el jefe de la pandilla en respuesta a su pregunta.

Los demás se acercaron.

—El mismo —afirmó Miller—. Solly el Loco.

—Estaba chalado —dijo uno del grupo—. Siempre andaba así.

El chico hundió el cuello entre los hombros, se ciñó la chaqueta al cuerpo y dio unos pasos arrastrando los pies, murmurando entre dientes y mirando a uno y otro lado. Los demás se echaron a reír a carcajadas, y uno de ellos dio al imitador un fuerte empujón que lo tiró al suelo.

—¿Alguno lo vio con alguien? —preguntó Miller—. Quiero decir, hablando con otra persona, otro hombre.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó el jefe, con suspicacia.

—Nosotros no le hicimos nada —terció otro.

Miller sacó una moneda de cinco marcos, la lanzó al aire y volvió a atraparla. Ocho pares de ojos siguieron el salto de la reluciente moneda de plata. Ocho cabezas se movieron en señal de negación. Miller dio media vuelta y se alejó.

—¡Oiga, señor!

Miller se detuvo y volvió la cabeza. El más pequeño del grupo le había alcanzado.

—Una vez lo vi con otro hombre. Estaban los dos sentados. Hablando.

—¿Dónde los viste?

—Abajo, en el río. En la orilla verde. Hay bancos, y estaban sentados en uno de ellos, hablando.

—¿Era viejo el otro?

—Muy viejo. Con mucho pelo blanco.

Miller le lanzó la moneda, pensando que era un gesto inútil. Pero se acercó al río y miró a uno y otro lado en la orilla cubierta de hierba. Había una docena de bancos, todos vacíos. En verano habría mucha gente sentada en la Elbe Chaussee, viendo entrar y salir los grandes barcos, pero no a fines de noviembre.

A su izquierda estaba el puerto de pescadores, en cuyos muelles había amarrados media docena de barcos de arrastre descargando arenques y caballas o preparándose para salir de nuevo.

Cuando era niño y volvió —de la granja en el campo adonde había sido evacuado durante el bombardeo— a la destruida ciudad, solía jugar entre los escombros y las ruinas. Su lugar favorito era aquel puerto de pescadores de Altona, situado en el río.

Le gustaban los pescadores, toscos y joviales, que olían a sal, a brea y a tabaco fuerte. Pensó en Eduard Roschmann, en Riga, y se preguntó cómo una misma tierra había podido dar hombres tan distintos.

Su pensamiento volvió a Tauber, y repasó nuevamente el problema. ¿Dónde podía él haber conocido a su amigo Marx? Sabía que algo se le escapaba, pero no podía dar con ello. Y no lo consiguió hasta que, de nuevo en su coche, se hubo detenido a repostar cerca de la estación de ferrocarril de Altona. El dependiente del surtidor le dijo que había aumentado el precio de la gasolina super y, para dar conversación a su cliente, agregó que el dinero valía cada vez menos. Se alejó en busca de cambio, dejando a Miller con la mirada fija en su billetero abierto.

Dinero. ¿De dónde sacaba Tauber el dinero? No trabajaba, ni había querido aceptar compensación alguna del Estado alemán. Sin embargo, pagaba puntualmente el alquiler, y además debía quedarle algo para comer. Tenía cincuenta y seis años, de manera que no podía cobrar pensión de vejez; pero una pensión de invalidez, tal vez sí.

Eso tenia que ser.

Miller se guardó el cambio, puso en marcha el «Jaguar» y se fue a la oficina de Correos de Altona. Se dirigió a la ventanilla de «Pensiones».

—¿Podría decirme cuándo cobran los pensionistas? —preguntó a la gruesa señora sentada detrás de la ventanilla.

—El último día del mes, naturalmente.

—¿Entonces, el sábado?

—Menos cuando coincide con el final de semana. Este mes cobrarán el viernes, pasado mañana.

—¿También los que cobran pensión de invalidez? —preguntó.

—Absolutamente todos los pensionistas cobran el último día del mes.

—¿Aquí, en esta ventanilla?

—Si residen en Altona, sí —respondió la mujer.

—¿A qué hora?

—Desde que abrimos.

—Gracias.

El viernes por la mañana volvió Miller a Correos y se puso a observar a los hombres y mujeres que hacían cola a la puerta cuando se abrieron las oficinas. Se situó en la pared de enfrente, para ver qué dirección tomaban al salir. Había muchos con el pelo blanco, pero la mayoría llevaban sombrero a causa del frío. El tiempo se había puesto otra vez seco, soleado pero frío. Poco antes de las once, un hombre con una mata de pelo blanco que parecía caramelo hilado salió de la oficina de Correos, contó su dinero para asegurarse de que no le faltaba nada, lo guardó en el bolsillo interior y miró a derecha e izquierda, como buscando a alguien. Al cabo de unos minutos, dio media vuelta y echó a andar lentamente. En la esquina, miró otra vez arriba y abajo y torció por la calle del Museo, en dirección al río. Miller se despegó de la pared y lo siguió.

El viejo tardó veinte minutos en recorrer los ochocientos metros que faltaban para llegar a la Elbe Chaussee, giró hacia la margen del río, cruzó sobre la hierba y se sentó en un banco. Miller se le acercó lentamente por la espalda.

—¿Herr Marx?

El viejo se volvió en el momento en que Miller rodeaba al extremo del banco. No parecía sorprendido, como si estuviese acostumbrado a ser abordado por desconocidos.

—Sí —dijo gravemente—, ¡yo soy Marx!

—Me llamo Miller.

Marx inclinó la cabeza, dándose por enterado.

—¿Espera usted a… Herr Tauber?

—Sí —respondió el hombre, sin demostrar sorpresa.

—¿Puedo sentarme?

—Encantado.

Miller se sentó a su lado. Los dos estaban de cara al Elba. Río abajo, aprovechando la marea, navegaba un gran mercante, el Kota Maru, de Yokohama.

—Siento decirle que Herr Tauber ha muerto.

El viejo miró fijamente el barco. No exteriorizó dolor ni sorpresa, como si recibiese a menudo noticias como aquélla. Tal vez así era.

—Ya —dijo.

Miller le refirió brevemente los sucesos de la noche del viernes anterior.

—No parece usted sorprendido. Quiero decir, de que se matara.

—No —dijo Marx—. Era muy desgraciado.

—Ha dejado un Diario, ¿sabe?

—Sí, me habló de él.

—¿Lo ha leído usted? —preguntó Miller.

—No; no lo dejaba leer a nadie. Pero me habló de él.

—Explica lo que tuvo que pasar en Riga durante la guerra.

—Sí, él me dijo que había estado en Riga.

—¿Usted también estuvo allí?

El hombre se volvió y le miró con ojos tristes y cansados.

—No. Yo estuve en Dachau.

—Necesito que usted me ayude, Herr Marx. Su amigo habla en su Diario de un hombre, un oficial de la SS llamado Roschmann, el capitán Eduard Roschmann. ¿Se lo mencionó a usted alguna vez?

—¡Oh, sí! Me habló de Roschmann. En realidad, lo que le hacía seguir viviendo era la esperanza de poder testificar contra Roschmann algún día.

—Eso dice en su Diario. Lo he leído después de su muerte. Soy periodista. Quiero tratar de encontrar a Roschmann y llevarlo a juicio, ¿me entiende?

—Sí.

—Pero de nada serviría intentarlo si Roschmann hubiera muerto. ¿Recuerda usted si Herr Tauber llegó a averiguar si Roschmann vive y está libre?

Marx estuvo contemplando unos minutos la popa del Kota Maru, que se alejaba.

—El capitán Roschmann vive —respondió con sencillez—. Y está libre.

Miller se inclinó con ansiedad.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque Tauber lo vio.

—Sí; eso ya lo leí. Fue a principios de abril de mil novecientos cuarenta y cinco.

Marx sacudió lentamente la cabeza.

—No; fue el mes pasado.

Durante varios minutos más, permanecieron en silencio, Miller mirando al viejo, y Marx, al agua.

—¿El mes pasado? —repitió Miller al fin—. ¿Y dijo cómo lo había visto?

Marx suspiró y se volvió hacia Miller.

—Sí. Una noche estaba paseando por la ciudad, como acostumbraba hacer cuando no podía dormir. Al pasar por delante del Teatro de la Opera, de regreso a su casa, vio que empezaba a salir el público. Se detuvo en el momento en que un grupo cruzaba la acera. Dijo que eran gente rica; los hombres, de smoking, y ellas, con pieles y joyas. Junto al bordillo había tres taxis esperándolos. El portero cortó el paso a los transeúntes para que sus clientes, pudieran subir a los coches. Y entonces Tauber vio a Roschmann.

—¿Entre los que salían de la Opera?

—Sí. Subió a un taxi con otras dos personas.

—Bueno, Herr Marx, atienda, por favor, que esto es importante. ¿Estaba seguro de que era Roschmann?

—Sí, dijo que estaba seguro.

—Sin embargo, hacía diecinueve años que no lo veía. Debe de haber cambiado mucho. ¿Cómo podía estar tan seguro?

—Dijo que le vio sonreír.

—¿Que le vio qué?

—Sonreír. Que vio sonreír a Roschmann.

—¿Y eso tiene algo de particular?

Marx asintió varias veces.

—Decía que el que hubiera visto sonreír a Roschmann de aquel modo, nunca podría olvidarlo. No supo describirme esa sonrisa, pero estaba seguro de reconocerla entre un millón, y en cualquier lugar del mundo.

—Ya. ¿Y usted lo creyó?

—Sí. Estoy seguro de que vio a Roschmann.

—Está bien. Supongamos que yo lo creo también. ¿Tomó el número del taxi?

—No. Me dijo que se quedó tan aturdido, que no supo hacer más que mirar cómo se alejaba.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Miller—. Seguramente los conduciría a algún hotel. Si tuviésemos el número, podría preguntar al taxista adónde los llevó. ¿Cuándo le contó esto Herr Tauber?

—El mes pasado, cuando cobramos la pensión. Aquí mismo, en este banco.

Miller se levantó y suspiró.

—¿Se da usted cuenta de que nadie creería esa historia?

Marx apartó la mirada del río y se volvió hacia el periodista.

—¡Oh, sí! —exclamó en voz baja—. Y él lo sabía también. Ya lo ve usted: por eso se suicidó.

Aquella noche, Peter Miller hizo a su madre su acostumbrada visita del fin de semana y, como de costumbre, ella lo acribilló a preguntas: que si comía lo suficiente; que cuántos cigarrillos fumaba al día; que cómo le lavaban la ropa…

Era una mujercita metida en carnes, de unos cincuenta años, que no acababa de resignarse a la idea de que su único hijo se conformara con ser un simple reportero.

Durante la cena le preguntó qué estaba haciendo en aquellos momentos. Él se lo explicó brevemente, y aludió a su propósito de intentar descubrir el paradero del desaparecido Eduard Roschmann. La mujer se quedó horrorizada.

Peter siguió comiendo estoicamente, ante el alud de reproches y recriminaciones.

—Como si no fuese bastante que siempre tengas que ocuparte en las gentes del hampa, ahora quieres meterte con los nazis. No sé qué hubiera pensado tu pobre padre. Yo, verdaderamente, no…

Peter tuvo una idea.

—Mamá…

—Dime, hijo.

—Todas esas cosas que la SS le hacía a la gente durante la guerra… ¿Sospechaste alguna vez…? ¿Tú imaginabas lo que ocurría?

Ella se puso afanosamente a quitar la mesa. Al cabo de unos segundos, respondió:

—Cosas horribles. Espantosas. Los ingleses nos hicieron ver las películas después de la guerra. No quiero oír hablar más de eso.

Salió precipitadamente. Peter se levantó y la siguió a la cocina.

—¿Recuerdas que en mil novecientos cincuenta, cuando tenía dieciséis años, fui a París con un grupo de la escuela?

Ella se interrumpió, mientras llenaba el fregadero.

—Sí, lo recuerdo.

—Nos llevaron a visitar una iglesia llamada el Sacré Coeur. Estaban acabando un oficio, un funeral en memoria de un hombre que se llamaba Jean Moulin. De la iglesia salía un grupo. Al oírme hablar en alemán con un compañero, uno de los que salían se volvió y me escupió. Recuerdo cómo me corría la saliva por la chaqueta. Cuando regresé a casa y te lo conté, ¿te acuerdas de lo que me dijiste?

La señora Miller restregaba furiosamente los platos de la cena.

—Dijiste que los franceses eran así. Que tenían hábitos sucios.

—Y los tienen. A mí nunca me han sido simpáticos.

—Mamá, ¿tú sabes lo que le hicimos a Jean Moulin antes de que muriera? No tú, ni papá, ni yo, sino nosotros, los alemanes, mejor dicho, la Gestapo, que para millones de extranjeros viene a ser lo mismo.

—No, no quiero saberlo. Y dejemos eso.

—No puedo decírtelo, porque no lo sé. Sin duda consta en algún sitio. Pero lo cierto es que a mí me escupieron no por ser de la Gestapo, sino por ser alemán.

—Y deberías sentirte orgulloso de serlo.

—Y me siento orgulloso, créeme. Pero eso no quiere decir que deba sentirme orgulloso de los nazis, de la SS, ni de la Gestapo.

—Ni tú ni nadie; pero hablar de ello no remedia nada.

Estaba acalorada, como siempre que discutía con su hijo. Se secó las manos con el paño de la vajilla y salió a la sala. Peter se fue tras ella.

—Oye, mamá, trata de comprenderlo. Hasta que leí ese Diario, ni siquiera se me ocurría preguntarme qué era exactamente lo que se presumía que habíamos hecho. Ahora, por lo menos, empiezo a comprender. Por ello quiero encontrar a ese hombre, ese monstruo, si aún vive. Hay que llevarlo ante los tribunales.

Ella se sentó en el canapé, a punto de echarse a llorar.

—Te lo ruego, Peterkin, no te mezcles en eso. No sigas hurgando en el pasado. No servirá de nada. Todo acabó ya. Es mejor olvidarlo.

Peter Miller estaba de cara a la chimenea. En la repisa, al lado del reloj, estaba el retrato de su padre. Llevaba su uniforme de capitán del Ejército, y tenía aquella sonrisa cariñosa y un tanto triste que Miller recordaba.

Se había hecho la foto durante su último permiso, poco antes de volver al frente.

Diecinueve años después, al mirar aquella fotografía, mientras su madre le pedía que abandonara la búsqueda de Roschmann, Peter recordaba a su padre con una claridad asombrosa. Se acordaba de antes de la guerra, cuando él tenia cinco años y su padre lo llevaba al zoo de Hagenbeck, le enseñaba todos los animales, uno a uno, y con gran paciencia leía la placa de cada jaula, para responder a la interminable retahíla de preguntas del niño.

Se acordaba del día en que se alistó, en 1940, de cómo lloraba su madre, y de que él pensó que las mujeres eran bobas al llorar por algo tan estupendo como tener un padre vestido de uniforme. Y se acordaba del día de 1944 —él tenía once años— en que un oficial del Ejército se presentó en la casa y le dijo a su madre que su heroico esposo había caído en el frente del Este.

—Además, nadie quiere ya más denuncias. Ni más juicios horribles de esos que hay cada dos por tres en los que salen a relucir semejantes atrocidades. Nadie va a darte las gracias, aunque lo encuentres. Sólo conseguirás llamar la atención. Nadie quiere más juicios ya. Es demasiado tarde. Por favor, Peter, déjalo. Hazlo por mí.

Él recordaba la lista de nombres que aparecía con una orla negra en el periódico. Todos los días tenía la misma longitud, pero aquel día de fines de octubre era diferente, porque hacia la mitad se leía:

«Caído por el Fuhrer y por la Patria. Miller, Erwin, capitán, el 11 de octubre. En Ostland».

Y nada más. Ni el menor indicio de dónde, ni cuándo, ni por qué. Uno más entre las decenas de miles de nombres que eran comunicados desde el Este y publicados en aquellas largas listas orladas de negro; hasta que el Gobierno decidió suspender la publicación, porque minaba la moral.

—Por lo menos —decía la madre a su espalda—, podrías pensar en la memoria de tu padre. ¿Crees que él querría que su único hijo se dedicara a remover el pasado para provocar otro juicio por crímenes de guerra? ¿Crees que le gustaría?

Miller giró rápidamente sobre sus talones, se acercó a su madre y, poniéndole las manos en los hombros, miró sus asustadas pupilas azul porcelana. Se inclinó y la besó suavemente en la frente.

—Sí, Mutti —dijo—. Creo que esto es precisamente lo que él querría que hiciera.

Salió de la casa, subió a su coche y, lleno de ira, emprendió el regreso a Hamburgo.

Todos los que le conocían, y muchos que no le conocían, estaban de acuerdo en que Hans Hoffmann parecía hecho a la medida para el cargo. Frisaba los cincuenta años, tenía apostura juvenil, el cabello gris cortado a la última moda y las uñas bien cuidadas. Su traje era de «Savile Row», y su corbata, de gruesa seda, de «Cardin». Tenía una elegancia depurada y muy cara.

Pero si su prestancia personal hubiera sido su única cualidad, Hoffmann no habría llegado a ser uno de los más prósperos editores de revistas de Alemania Occidental. Al terminar la guerra imprimía carteles para las autoridades británicas de ocupación, en una prensa manual, y en 1949 fundó uno de los primeros semanarios ilustrados del país. Su fórmula era simple: decirlo con palabras, crudamente, y respaldarlo con unas fotografías que dejasen a la competencia como unos novatos con su primera «Brownie». Y era una fórmula eficaz. Su cadena de ocho revistas, que abarcaba desde novelas de amor para jovencitas hasta las relumbrantes crónicas de las andanzas de los ricos y los guapos, lo había hecho multimillonario; pero su favorita era Komet, una revista de actualidades.

El dinero le había proporcionado una lujosa casa estilo rancho en Othmarschen, un chalet en las montañas, una torre en la costa, un «Rolls-Royce» y un «Ferrari». Además, se había hecho con una esposa hermosísima, que se vestía en París, y dos hijos encantadores, a los cuales no veía casi nunca. Hans Hoffmann era el único millonario de Alemania cuyas amiguitas, que mantenía con discreción y sustituía con frecuencia, nunca aparecían retratadas en su revista de chismorreos. Y era hombre sagaz.

Aquel miércoles por la tarde, cerró el Diario de Salomon Tauber, después de leer el prólogo, se recostó en su sillón y miró al joven reportero, sentado frente a él.

—Bueno, el resto puedo imaginarlo. ¿Qué quiere usted?

—Me parece que es un gran documento —dijo Miller—. En todo el Diario se habla de un hombre llamado Eduard Roschmann, capitán de la SS, que fue comandante del ghetto de Riga mientras éste existió. Asesinó a ochenta mil hombres, mujeres y niños. Creo que está vivo y que reside aquí, en Alemania Occidental. Quiero encontrarlo.

—¿Cómo sabe que está vivo?

Miller se lo explicó sucintamente. Hoffmann frunció los labios.

—Es una prueba muy endeble.

—Cierto. Pero creo que valdría la pena investigar. Con mucho menos, he conseguido buenas historias.

Hoffmann sonrió al recordar la maestría con que Miller sacaba a relucir los trapos sucios del sistema. Él estaba encantado de publicar aquellos reportajes, una vez debidamente comprobados. Hacían subir vertiginosamente la circulación.

—Pero ése, ¿cómo ha dicho que se llama? ¿Roschmann?, ya estará en la lista de reclamados. Y si la Policía no ha podido encontrarlo, ¿qué le hace suponer que usted va a dar con él?

—¿Lo busca realmente la Policía? —preguntó Miller.

Hoffmann se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Para eso les pagamos.

—No estaría de más ayudarles un poco, ¿no cree? Sólo averiguar si realmente vive todavía, si llegaron a cogerlo, y, en este caso, qué ha sido de él.

—¿Y qué quiere usted de mí? —preguntó Hoffmann.

—El encargo de intentarlo. Si no consigo nada, lo dejo.

Hoffmann hizo girar su sillón, situándose de cara al ventanal que miraba hacia los muelles, kilómetros y kilómetros de grúas y atracaderos situados veinte pisos más abajo y a un kilómetro de distancia.

—Eso se aparta un poco de su especialidad, Miller. ¿Por qué ese repentino interés?

Miller pensó con rapidez. Tratar de vender la idea era siempre lo más difícil. El reportero independiente tiene que vender su historia, o el proyecto de la historia, al editor. Este es el primer paso. El público entra en juego mucho después.

—Es una historia con mucho interés humano. Si Komet encontrara a ese hombre, después de que la Policía del país ha fracasado, sería un triunfo. Estas cosas interesan.

Hoffmann miró el horizonte que se recortaba sobre el cielo de diciembre, y lentamente movió la cabeza en signo de negación.

—Se equivoca. Por eso no le daré el encargo. Estas cosas no interesan.

—Pero, Herr Hoffmann, éste es un caso aparte. Las personas que mató Roschmann no eran polacos ni rusos. Eran alemanes, judíos alemanes, sí, pero alemanes. ¿Por qué no había de interesar?

Hoffmann se volvió nuevamente hacia él, apoyó los codos en la mesa, y el mentón, en los nudillos.

—Miller, usted es un buen periodista. Me gusta su manera de llevar las cosas; tiene estilo. Y es buen sabueso. Yo podría contratar a veinte, a cincuenta o a cien hombres sólo con coger el teléfono, y todos harán lo que les mande y escribirán los reportajes que yo les encargue. Pero ninguno es capaz de descubrir por sí mismo una historia. Y usted sí. Por eso le doy tanto trabajo, y seguiré dándoselo. Pero no este trabajo.

—¿Y por qué no? Es una buena historia.

—Escuche, es usted muy joven. Deje que le explique algo sobre el periodismo. El periodismo es, en un cincuenta por ciento, escribir buenas historias y, en otro cincuenta por ciento, venderlas. Usted puede hacer lo primero; pero yo hago lo segundo. Por eso yo estoy aquí, y usted, ahí. A usted le parece que todo el mundo va a querer leer esa historia, porque las víctimas de Riga eran judíos alemanes. Pues bien: yo le aseguro que precisamente por eso nadie va a querer leerla. Y mientras no haya una ley que obligue a la gente a comprar revistas y a leer lo que es bueno para ella, la gente seguirá leyendo lo que quiere leer. Y eso es lo que yo le doy. Lo que quiere leer.

—¿Y por qué no ha de querer leer lo de Roschmann?

—¿Todavía no lo comprende? Yo se lo explicaré. Antes de la guerra, en Alemania todo el mundo conocía a algún judío. Lo cierto es que, antes de que Hitler la tomara con ellos, en Alemania no se odiaba a los judíos. Este era el país de Europa que mejor los había tratado siempre. Mejor que Francia, mejor que España, e infinitamente mejor que Polonia y Rusia, donde los pogromos eran horrendos.

»Luego vino Hitler, y empezó a decir a la gente que los judíos tenían la culpa de la primera guerra, del paro, de la pobreza y de todo lo malo. La gente no sabía qué pensar. Casi todo el mundo conocía a un judío que era una excelente persona o, simplemente, un sujeto inofensivo. La gente tenía amigos judíos, buenos amigos; jefes judíos, buenos jefes; empleados judíos, buenos trabajadores. Obedecían la ley y no hacían daño a nadie. Y ahora Hitler venia con que ellos tenían la culpa de todo.

»Por eso, cuando llegaban los camiones y se los llevaban, la gente no hacía nada por impedirlo. Se mantenía al margen, sin abrir la boca. Incluso algunos empezaron a creer al que más gritaba. Porque la gente es así, y especialmente los alemanes. Somos un pueblo obediente. Esa es nuestra mayor fuerza y nuestra mayor debilidad. Ello nos permite realizar un milagro económico mientras los ingleses van a la huelga, y nos permite también seguir a un hombre como Hitler hasta la fosa común.

»Durante muchos años, nadie ha preguntado qué les pasó a los judíos alemanes. Sencillamente, desaparecieron. Bastante triste es tener que leer en las crónicas de los procesos por crímenes de guerra lo que les ocurrió a los desconocidos y anónimos judíos de Varsovia, Lublin o Bialystok, a los judíos polacos y rusos. Y ahora pretende usted explicar, con pelos y señales, lo que les ocurrió a sus vecinos de al lado. ¿Lo ha entendido ya? Estos judíos —golpeó el Diario— eran conocidos, eran gente a la que saludaban por la calle, gente en cuyas tiendas compraban ellos, gente a la que se llevaban ante sus propias barbas, para que su Herr Roschmann se ocupara de ella. ¿Y cree que eso ha de gustar a sus lectores? No podía escoger una historia menos de su gusto.

Cuando terminó de hablar, Hans Hoffmann, se recostó en el sillón, escogió del humector un fino «panatella» y lo encendió con un «Dupont» de oro. Miller iba digiriendo lo que no había podido descubrir solo.

—Eso debe de ser lo que quiso decir mi madre —dije al fin.

—Probablemente —murmuró Hoffmann.

—Pero yo sigo deseando dar con ese asesino.

—Déjele, Miller. Renuncie. Nadie se lo agradecerá.

—¿Verdad que la reacción del público no es el único motivo? Hay más, ¿no?

Hoffmann lo miró fijamente a través del humo del cigarro.

—Sí —dijo escuetamente.

—¿Todavía les tiene miedo? —preguntó Miller.

—No. Simplemente, no quiero problemas. Eso es todo.

—¿Qué clase de problemas?

—¿Ha oído usted hablar de un tal Hans Habe?

—¿El novelista? Sí, ¿qué le pasa?

—Antes dirigía una revista en Munich. Allá por el año mil novecientos cincuenta y dos o cincuenta y tres. Una buena revista, y él era un reportero estupendo, como usted. Eco de la Semana se llamaba. Odiaba a los nazis y publicó una serie de reportajes sobre antiguos miembros de la SS que vivían tranquilamente en Munich.

—¿Y qué le ocurrió?

—A él, nada. Un día recibió más correo que de costumbre. La mitad de las cartas eran de sus anunciantes, comunicándole que le retiraban sus encargos. Otra era del Banco, rogándole que fuera a verles. Cuando se presentó allí le dijeron que se le retiraba el crédito. Antes de una semana, tuvo que cerrar la revista. Ahora escribe novelas, muy buenas por cierto; pero ya no dirige una revista.

—¿Y qué hemos de hacer los demás? ¿Seguir corriendo espantados?

Hoffmann se quitó, con brusquedad, el cigarro de la boca.

—No tengo por qué aguantarle eso, Miller —dijo con mirada dura—. Yo odiaba a esos asesinos antes, y sigo odiándolos ahora. Pero conozco a mis lectores. Y ellos no quieren saber nada de Eduard Roschmann.

—Está bien. Perdóneme. De todos modos, pienso buscarlo.

—Si no le conociera, Miller, creería que hay algo personal en todo eso. No permita nunca que el periodismo le afecte personalmente. Es malo para el reportaje y para el reportero. ¿Y cómo piensa financiarlo?

—Tengo unos ahorros.

Miller se levantó para marcharse.

—Buena suerte —dijo Hoffmann, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio—. ¿Sabe qué voy a hacer? El día en que Roschmann sea arrestado por la Policía de Alemania Occidental, yo le encargaré a usted el reportaje. Eso sería algo de actualidad, algo de dominio público. Y aunque luego decida no imprimirlo, se lo pagaré de mi bolsillo. Eso es todo lo que puedo hacer. Pero mientras ande usted buscando por ahí, no quiero que se sirva del nombre de mi revista.

Miller asintió.

—Volveré —dijo.

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