Odessa

Odessa


VII

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VII

Navidad era el miércoles de aquella semana. El hombre que había recibido la llamada del informador residente en Berlín no transmitió la noticia hasta después de las fiestas. Para ello, se puso al habla con el jefe supremo de la organización en Alemania Occidental.

El que contestó al teléfono le dio las gracias, colgó el aparato y se recostó en su confortable sillón giratorio tapizado de piel, mientras contemplaba por la ventana de su despacho los tejados de la Ciudad Vieja, blancos de nieve.

¡Verdammt y mil veces verdammt! —murmuró—. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Por qué?

Para sus conciudadanos, era éste un brillante abogado que contaba con una gran clientela. Para la veintena de subalternos que tenía diseminados por la República Federal y Berlín Occidental, era el jefe supremo de ODESSA en Alemania. Su teléfono no figuraba en la guía, y su nombre clave era Werwolf, es decir, licántropo u hombre-lobo.

A diferencia de su homónimo de la mitología de Hollywood y del cine británico, el Werwolf alemán no es un tipo raro al que le crecen pelos en las manos en las noches de luna llena. En la antigua mitología germánica, el Werwolf es una figura patriótica que, cuando los héroes teutónicos tienen que exiliarse, obligados por el invasor, él permanece en el país y, desde las sombras de los grandes bosques, dirige la resistencia. Actúa de noche, sin ser visto, y por todo rastro deja una huella de lobo impresa en la nieve.

Cuando acabó la guerra, varios oficiales de la SS, convencidos de que los invasores aliados serían destruidos en poco tiempo, adiestraron y adoctrinaron a unos grupos de mozalbetes fanáticos para que permanecieran en la brecha, saboteando a los ocupantes aliados. Los formaban en Baviera, que estaba ya siendo ocupada por los americanos. Aquéllos fueron los primeros werwolves. Afortunadamente para ellos, no llegaron a poner en práctica sus enseñanzas, ya que, después de descubrir Dachau, los GIs sólo estaban esperando que alguien hiciese algo.

Cuando, tres o cuatro años después de la guerra, ODESSA empezó a infiltrarse en la Alemania Federal, su jefe supremo era uno de los que adiestraron a los werwolves de 1945. Él adoptó el nombre para sí. Era lo bastante simbólico y melodramático para satisfacer la afición de los alemanes por el teatro. Ahora bien: la forma en que ODESSA despachaba a los que contrariaban sus planes, nada tenia de teatral.

El Werwolf de fines de 1963 era el tercero que ostentaba el titulo. Se trataba de un hombre fanático y astuto, y se mantenía en constante contacto con sus superiores de la Argentina, para velar por los intereses de todos los antiguos miembros de la SS que permanecían en Alemania Occidental y, muy particularmente, los de alta graduación o que figuraban en lugar preferente en las listas de reclamados.

Con la mirada fija en la ventana, el Werwolf pensaba ahora en el general Gluecks de la SS, que treinta y cinco días atrás, en un hotel de Madrid, le había hablado de la importancia de defender a toda costa el anonimato del propietario de la fábrica de radios, el llamado Vulkan, que preparaba los sistemas de dirección de los cohetes egipcios. Él era la única persona en Alemania que sabia que, en una época anterior de su vida, Vulkan era conocido por el nombre de Eduard Roschmann.

El Werwolf miró el bloc de notas en que había escrito el número de la matrícula del coche de Miller, y oprimió el pulsador. En seguida se oyó la voz de su secretaria, que le contestaba desde la oficina contigua.

—Hilda, ¿cómo se llama ese detective privado que empleamos el mes pasado en el caso de divorcio?

—Un momento. —Un roce de papeles, mientras ella buscaba en la carpeta—. Memmers, Heinz Memmers.

—¿Me da su número de teléfono? No, no le llame, sólo déme el número.

Lo anotó debajo de la matrícula del coche y retiró el dedo de la tecla del intercomunicador.

Luego se levantó y se acercó a una caja fuerte empotrada en la pared de hormigón de la oficina. De la caja sacó un grueso y pesado libro y lo llevó a su escritorio. Después de hojearlo brevemente, encontró lo que buscaba. Sólo había dos Memmers, Heinrich y Walter. Siguió con el dedo la línea correspondiente a Heinrich, Heinz en diminutivo. Anotó la fecha de nacimiento, calculó la edad que tenía en 1963 y recordó el rostro del detective privado. La edad concordaba. Anotó otros dos números que aparecían junto al nombre de Heinz Memmers, cogió el teléfono y pidió a Hilda una línea con el exterior.

Al oír la señal, marcó el número que le había dado su secretaria. Al cabo de una docena de timbrazos, contestó una voz femenina.

—Oficina Memmers de Investigación Privada.

—Póngame con Herr Memmers —dijo el abogado.

—¿Quién le llama? —preguntó la secretaria.

—No importa eso, pásemelo y dése prisa.

Hubo una pausa. El tono de su voz surtió efecto.

—Sí, señor —dijo ella.

Al cabo de un minuto, una voz ronca contestó:

—Aquí Memmers.

—¿Es usted Herr Heinz Memmers?

—Sí. ¿Con quién hablo?

—No se preocupe por eso. Mi nombre no importa. Dígame, el número doscientos cuarenta y cinco mil setecientos dieciocho ¿significa algo para usted?

Silencio en el teléfono, y después un profundo suspiro de Memmers al comprobar que acababan de darle su antiguo número de afiliado a la SS. El libro que ahora estaba abierto encima de la mesa del Werwolf era una lista de todos los miembros de la SS. Volvió a oírse la voz de Memmers, áspera y suspicaz.

—¿Qué puede significar?

—¿Le interesaría saber que mi propio número no tiene más que cinco cifras, Kamerad?

El cambio fue instantáneo. Cinco cifras sólo las tenían los oficiales de alta graduación.

—Sí, señor.

—Bien —continuó el Werwolf—. Tengo un trabajo para usted. Un intruso ha estado indagando sobre uno de nuestros Kameraden. Quiero saber quién es.

Zu Befehl! (A la orden).

—Muy bien. Pero, entre nosotros, es suficiente Kamerad. Al fin y al cabo somos compañeros de armas.

—Sí, Kamerad.

La voz de Memmers sonaba satisfecha por el halago.

—Lo único que sé de él es el número de matrícula de su coche. Es de Hamburgo. —El Werwolf la leyó lentamente—. ¿La tiene?

—Sí, Kamerad.

—Quisiera que fuera usted a Hamburgo personalmente. Del individuo me interesa nombre, dirección, profesión, familia, personas que dependen de él, posición social…, en fin, un informe en regla. ¿Cuánto tardaría?

—Unas cuarenta y ocho horas —dijo Memmers.

—Bien. Volveré a llamarle dentro de cuarenta y ocho horas. Y otra cosa: no debe entablar contacto personal con él. Si es posible, la información deberá hacerse de manera que él no sospeche que alguien ha indagado. ¿Está claro?

—Muy claro. No hay inconveniente.

—Cuando haya terminado, haga la cuenta y dígame por teléfono cuánto le debo. Le mandaré el dinero por correo.

—No habrá cargo, Kamerad —protestó Memmers—. Entre compañeros…

—Está bien. Le llamaré dentro de dos días.

El Werwolf colgó el teléfono.

Miller salió de Hamburgo aquella misma tarde y, por la misma autopista que había tomado dos semanas antes, vía Bremen, Osnabrück y Münster, se dirigió a Colonia, en Renania. Esta vez su punto de destino era Bonn, la pequeña y aburrida ciudad situada en la margen del río que Konrad Adenauer había elegido para capital de la República Federal porque él era oriundo de allí.

Al salir de Bremen, su «Jaguar» se cruzó con el «Opel» de Memmers, que iba hacia el Norte, con destino a Hamburgo. Los dos hombres viajaban en sentidos opuestos, cada uno a lo suyo, y no repararon el uno en el otro.

Había anochecido cuando Miller entró en la única calle larga de Bonn. Descubrió a lo lejos la gorra blanca de un agente de tráfico, se acercó y detuvo el coche a su lado.

—¿Podría indicarme por dónde se va a la Embajada británica?

—Cierran dentro de una hora —le advirtió el policía, un auténtico renano.

—Entonces tengo que apresurarme. ¿Dónde está?

El agente señaló en dirección al sur.

—Continúe por aquí, siguiendo la línea del tranvía. Más abajo, esta calle se convierte en la Friedrich Ebert Allee. Usted siga el tranvía. Cuando vaya a salir de Bonn para entrar en Bad Godesberg, la verá a su izquierda. Está iluminada y tiene la bandera inglesa en la fachada.

Miller le dio las gracias y siguió adelante. La Embajada británica estaba donde le había dicho el policía, entre un solar y un campo de fútbol, los dos hechos un mar de lodo y envueltos en la niebla de diciembre que subía del río, por detrás de la Embajada.

El edificio era de hormigón, construido de espaldas a la calle. Los corresponsales de Prensa británicos lo habían bautizado «La Fábrica Hoover». Miller dejó el automóvil en la zona de aparcamiento habilitada para los visitantes.

Penetró en la Embajada por una puerta vidriera con marco de madera y se encontró en un pequeño vestíbulo. A su izquierda había un escritorio ocupado por una recepcionista de mediana edad. Detrás de ella, en un despachito, había dos hombres vestidos de sarga azul que tenían la inconfundible estampa del sargento retirado.

—¿Podría hablar con el agregado de Prensa, por favor? —preguntó Miller con su oxidado inglés de colegio. La recepcionista le miró con gesto de preocupación.

—No sé si estará todavía. Como es viernes…

—Por favor, pregunte —dijo Miller, mostrándole su carnet de periodista.

La mujer miró el documento y marcó un número en su teléfono interior. Afortunadamente, el agregado de Prensa aún no había salido, aunque iba a hacerlo en aquel momento. Le rogó que esperase un instante, seguramente para quitarse el sombrero y el abrigo. Miller fue conducido a una salita adornada con grabados de los Cotswolds en Otoño, de Rowland Hilder. Encima de una mesa había varios números atrasados de Tatler, y folletos que describían el auge de la industria británica. A los pocos segundos, uno de los ex-sargentos fue a buscarle. Miller lo siguió por la escalera hasta llegar a un pequeño despacho del primer piso.

El agregado de Prensa, según advirtió Miller muy complacido, era un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto simpático.

—¿Qué desea? —preguntó.

Miller entró en materia sin preámbulos.

—Estoy escribiendo un reportaje para una revista —mintió—. Es sobre un capitán de la SS, uno de los peores, un hombre al que todavía buscan nuestras autoridades. Creo que también estaba en la lista de reclamados de las autoridades británicas cuando éstas administraban esta zona de Alemania. ¿Podría decirme cómo averiguar si llegaron a capturarlo y, en tal caso, qué fue de él?

El joven diplomático lo miraba, perplejo.

Good Lord! Eso sí que no lo sé. Verá: en 1949 traspasamos todos los expedientes a su Gobierno. Ellos continuaron el trabajo donde lo habían dejado nuestros muchachos. Supongo que esos datos los tendrán ustedes.

Miller trató de evitar toda alusión a la falta de colaboración de que habían dado prueba las autoridades alemanas.

—Cierto —dijo—, muy cierto. Sin embargo, de todas las pesquisas hechas hasta la fecha se deduce que, desde mil novecientos cuarenta y nueve, en la República Federal no se le ha juzgado. Ello indica que no ha sido detenido con posterioridad a dicho año. Sin embargo, en el Centro de Documentación Norteamericano de Berlín Occidental comprobé que en mil novecientos cuarenta y siete los británicos les pidieron copia del expediente. Sin duda tendrían motivo para ello.

—Es de suponer que sí —admitió el agregado.

Evidentemente tomó buena nota de que Miller había recurrido a las autoridades norteamericanas de Berlín Occidental, y frunció el ceño con aire pensativo.

—Así, pues, en el sector británico, ¿cuál pudo ser la autoridad encargada de la investigación durante el período de ocupación, quiero decir de administración?

—Pues, seguramente era asunto de la Policía militar. Además de los juicios de Nuremberg, los de los mayores crímenes de guerra, los aliados hacían también investigaciones por separado, colaborando entre sí cuando era necesario, desde luego. Excepto los rusos por supuesto. Estas investigaciones dieron ocasión a varios juicios por crímenes de guerra en las distintas zonas. ¿Me sigue usted?

—Sí.

—De las investigaciones se encargaba la Policía militar, y de los juicios, el departamento jurídico. Pero todos los archivos fueron entregados en mil novecientos cuarenta y nueve, ¿comprende?

—Seguramente los británicos conservarían copias, ¿no?

—Supongo que sí —dijo el diplomático—; pero ahora esas copias estarán ya en los archivos del Ejército.

—¿Y no pueden verse?

El hombre miró a Miller asustado.

—Me parece que no. Si un investigador académico necesita documentarse, presenta una solicitud… Pero se tarda mucho. Y no creo que a un periodista le permitiera verlos. Sin ánimo de ofender, desde luego.

—Desde luego.

—El caso es que usted no es oficial, ¿comprende? Y no queremos indisponernos con las autoridades alemanas.

—No lo permita el cielo.

El agregado se levantó.

—Me parece que la Embajada no va a serle de gran ayuda.

—A mí también me lo parece. Una última pregunta: ¿sabe usted si todavía hay aquí alguien que ya estuviera entonces?

—¿Entre el personal de la Embajada? ¡Oh, no! Ha cambiado muchas veces. —Acompañó a Miller hasta la puerta—. Aguarde un momento… Está Cadbury; él ya debió de estar aquí. Por lo menos, llegó hace muchísimo tiempo.

—¿Cadbury? —preguntó Miller.

—Anthony Cadbury, el corresponsal de Prensa. Es una especie de decano de la Prensa británica. Está casado con una alemana. Me parece que llegó poco después de la guerra. Podría preguntarle a él.

—¡Magnífico! —exclamó Miller—. Probaré. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Hoy es viernes… Seguramente, dentro de un rato estará en el bar del «Cercle Français». ¿Lo conoce?

—No; nunca estuve aquí.

—Es un restaurante regentado por los franceses. Dan una comida excelente. Es muy popular. Está en Bad Godesberg, cerca de aquí.

Miller no tuvo dificultad en encontrar el restaurante, que estaba a unos cien metros del río, en una calle llamada Am Schwimmbad. El barman conocía a Cadbury, pero aquella noche no le había visto. Dijo a Miller que si el decano de los corresponsales de Prensa británicos acreditados en Bonn no iba por allí aquella noche, seguramente iría al día siguiente a mediodía, a la hora del aperitivo.

Miller se inscribió en el «Dreesen Hotel», situado en aquella misma calle. Era un gran edificio fin de siglo que había sido el hotel favorito de Adolf Hitler y el lugar elegido por éste para entrevistarse con Neville Chamberlain, de la Gran Bretaña, en su primera reunión de 1938. Cenó en el «Cercle Français» y alargó la sobremesa, mientras tomaba café, esperando que Cadbury apareciera. Pero, a las once, el inglés no se había presentado aún, y Miller se fue a su hotel y se acostó.

Al día siguiente, pocos minutos antes de las doce, Cadbury entró en el bar del «Cercle Français», saludó a varios conocidos y se instaló en su taburete predilecto, en un extremo de la barra. Ya había tomado su primer sorbo de «Ricard» cuando Miller se levantó de su mesa de la ventana y se acercó a él.

—¿Míster Cadbury?

El inglés se volvió y le miró. Tenia el cabello blanco y suave, peinado hacia atrás, y un rostro que debía haber sido bastante atractivo. El cutis todavía joven, y en las mejillas se transparentaba una fina trama de venitas. Bajo las cejas hirsutas y grises, sus ojos azules miraban a Miller con recelo.

—Sí.

—Me llamo Miller, Peter Miller. Soy reportero de Hamburgo. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?

Anthony Cadbury señaló el taburete de su lado.

—Será mejor que hablemos en alemán, ¿no cree? —dijo en este idioma.

Miller se sintió aliviado de poder servirse de su lengua materna, y el alivio se reflejó en su rostro. Cadbury sonrió.

—¿Qué desea?

Miller miró los perspicaces ojos azules de su interlocutor y levantó un hombro. Contó a Cadbury toda la historia, empezando por la muerte de Tauber. El inglés era buen oyente. Cuando Miller acabó de hablar, el otro hizo una seña al barman para que le sirviera otro «Ricard», y a Miller, otra cerveza.

—Spatenbrau, ¿verdad?

Miller asintió y vertió la nueva cerveza en su vaso, formando una corona de espuma.

Cheers —dijo Cadbury—. Tiene usted un buen problema. Debo decirle que admiro su valor.

—¿Mi valor?

—No es un tema de investigación muy popular entre sus compatriotas, dado su actual estado de ánimo —dijo Cadbury—. Ya se dará usted cuenta.

—Ya me la he dado.

—¡Hum…! Lo que me figuraba —dijo el inglés. De pronto, le sonrió—. ¿Almorzamos? Mi mujer estará fuera todo el día.

Durante el almuerzo, Miller le preguntó si estaba en Alemania cuando terminó la guerra.

—Sí; era corresponsal de guerra. Yo era entonces mucho más joven, claro. Más o menos de su edad. Llegué con las fuerzas de Montgomery, no a Bonn, naturalmente. Por aquel entonces nadie había oído hablar de esta ciudad. El Cuartel General estaba en Luneburg. Y aquí me quedé. Asistí al final de la guerra, a la firma de la capitulación y demás, y luego el periódico me pidió que me quedara permanentemente.

—¿Informó usted sobre juicios por crímenes de guerra en el sector británico? —preguntó Miller.

Cadbury asintió mientras masticaba el filete.

—Sí, todos ellos. Para los juicios de Nuremberg vino un especialista; pero eso fue en la zona americana. Los criminales más importantes de nuestro sector fueron Josef Kramer e Irma Gresse. ¿Ha oído hablar de ellos?

—No, nunca.

Las fieras de Belsen los llamaban. En realidad, yo les puse el nombre. Y cuajó bien. ¿Ha oído hablar de Belsen?

—Vagamente —dijo Miller—. A los de mi generación no nos han contado muchas cosas de ésas. Nadie ha querido decírnoslo.

Cadbury le miró astutamente por debajo de sus pobladas cejas.

—¿Y ustedes quieren saber?

—Tenemos que enterarnos tarde o temprano. ¿Me permite que le haga una pregunta? ¿Odia usted a los alemanes?

Cadbury masticó en silencio durante un par de minutos, mientras meditaba la respuesta:

—Cuando se descubrió el campo de Belsen, un puñado de periodistas agregados al Ejército británico fuimos a echar un vistazo. En mi vida me había sentido tan horrorizado, pese a que en la guerra se ven cosas terribles. Pero como lo de Belsen, nada. Me parece que en aquel momento sí, entonces los odiaba a todos.

—¿Y ahora?

—No. Ahora ya no. En mil novecientos cuarenta y ocho me casé con una alemana, y todavía vivo aquí. Si hubiese seguido sintiendo lo mismo que en mil novecientos cuarenta y cinco, no hubiera hecho ninguna de las dos cosas y habría regresado a Inglaterra hace tiempo.

—¿Qué le hizo cambiar?

—El tiempo. Y con el tiempo comprendí que no todos los alemanes eran como Josef Kramer. Ni como ese, ¿cómo se llama? ¿Roschmann? Ni como Roschmann. Aunque, no crea usted, los alemanes de mi generación aún me inspiran cierta desconfianza.

—¿Y los de la mía?

Miller hizo girar la copa y observó la refracción de la luz a través del vino tinto.

—Son mejores —dijo Cadbury—; tienen que ser mejores.

—¿Me ayudará en mis indagaciones acerca de Roschmann? Nadie quiere hacerlo.

—Si yo puedo ayudarle, cuente con ello —dijo Cadbury—. ¿Qué quiere usted saber?

—¿Recuerda si fue juzgado en el sector británico?

Cadbury movió negativamente la cabeza.

—No. Dice usted que era austríaco. Por aquel entonces Austria también estaba ocupada por las cuatro potencias. Estoy seguro de que en el sector británico de Alemania no hubo ningún juicio contra Roschmann. Me acordaría del nombre.

—Entonces, ¿por qué pedirían las autoridades británicas a los norteamericanos en Berlín fotocopia de su expediente?

Cadbury reflexionó un momento.

—Roschmann debió de llamar la atención de los británicos por algo. Entonces nadie sabía lo de Riga. En los últimos años cuarenta, los rusos estaban más atravesados que nunca. No nos daban la menor información sobre el Este. Y, sin embargo, allí fue donde se cometieron las peores atrocidades. Se daba el caso de que el ochenta por ciento de los crímenes contra la Humanidad se habían perpetrado al este de lo que ahora es el Telón de Acero, y el noventa por ciento de los criminales estaban en las tres zonas occidentales. Los culpables se nos escurrían a centenares por entre los dedos, porque no sabíamos lo que habían hecho a mil kilómetros hacia el Este. De todos modos, si en mil novecientos cuarenta y siete se hizo una investigación acerca de Roschmann, ello indica que, por algún motivo, nos fijamos en él.

—Eso creo yo también —dijo Miller—. ¿Por dónde se podría empezar a buscar?

—Podríamos empezar por mi propio archivo. Vamos a mi casa; está cerca.

Afortunadamente, Cadbury era un hombre metódico y guardaba copia de todos sus despachos. Dos de las paredes de su estudio estaban cubiertas de estanterías, y en un rincón había dos archivadores grises.

—Yo trabajo en casa —dijo a Miller al entrar en el estudio—. Mi sistema de archivo es muy personal, y soy el único que lo entiende. Se lo explicaré. —Señaló los archivadores—. Uno contiene carpetas de personas por orden alfabético, y el otro se refiere a asuntos clasificados también alfabéticamente. Empezaremos por el primero. Mire en Roschmann.

La búsqueda fue breve. No había ninguna carpeta a nombre de Roschmann.

—Busquemos entonces por temas. Hay cuatro en los que podría encajar. Uno lleva el título de «Nazis», otro, el de «SS». Hay también una sección muy extensa con el epígrafe «Justicia», dividida en varios apartados, uno de los cuales contiene crónicas de juicios celebrados en Alemania Occidental desde 1949. Y el último tema que podría aclararnos algo es el de «Crímenes de guerra». Vamos a repasarlos.

A pesar de que Cadbury leía con gran rapidez, era ya de noche cuando acabaron de revisar todos los recortes y notas archivados en las cuatro carpetas. El inglés se puso en pie, suspiró, cerró la carpeta de «Crímenes de guerra» y la guardó en el archivador.

—Lo lamento —dijo—. Esta noche ceno fuera de casa. Lo único que nos queda por mirar es todo eso.

Señaló los clasificadores colocados en las estanterías a lo largo de dos de las paredes del estudio.

Miller cerró su carpeta.

—¿Y qué hay ahí?

—Diecinueve años de crónicas y despachos míos. Esos están en la última hilera. Debajo hay diecinueve años de recortes de periódicos con noticias y artículos sobre Alemania y Austria. Como es natural, aquí se reproducen muchas cosas de la hilera de arriba, es decir, todo aquello que me han publicado. Pero en esta segunda hilera también hay cosas que no han sido escritas por mí. El periódico tiene otros colaboradores. Por otra parte, algunas de las crónicas que envié no fueron publicadas.

»Cada año ocupa unos seis clasificadores. Hay un montón de cosas que mirar. Afortunadamente, mañana es domingo, y si usted quiere, podemos dedicar todo el día a buscar.

—Es usted muy amable al tomarse tanta molestia —dijo Miller.

Cadbury se encogió de hombros.

—Este fin de semana no tenía nada más que hacer. Y es que los domingos de fines de diciembre no son muy animados en Bonn. Mi mujer no regresa hasta mañana por la noche. ¿Qué le parece si nos encontramos en el «Cercle Français» a las once y media para tomar una copa?

A media tarde del domingo lo encontraron. Anthony Cadbury llegaba al final del clasificador correspondiente a noviembre-diciembre de 1947 de la serie que contenía sus despachos.

De pronto, gritó «¡Eureka!», abrió la pinza y extrajo una hoja, ya muy descolorida, escrita a máquina y fechada «23 de diciembre de 1947».

—No me sorprende que el periódico no lo publicara —dijo—. En vísperas de Navidad. Nadie iba a querer enterarse de que se había capturado a un antiguo miembro de la SS. De todos modos, con la escasez de noticias que hay para esas fechas, la edición de Nochebuena debió de ser muy corta.

Dejó la hoja sobre el escritorio y la enfocó con la lámpara de ángulo graduable. Miller se inclinó sobre el papel y leyó:

«Gobierno Militar Británico, Hannover, 23 de diciembre. Las autoridades militares británicas de Graz, Austria, han detenido a un ex-capitán de la infausta SS, al que se mantendrá bajo arresto mientras se investiga su caso, según ha manifestado hoy un portavoz del Cuartel General de la Policía Militar.

»El detenido, Eduard Roschmann, fue reconocido en una calle de la indicada ciudad austríaca por un antiguo recluso de un campo de concentración, el cual ha declarado que Roschmann fue el comandante del campo de Letonia.

»Después de la identificación, efectuada en la casa a la que le había seguido el antiguo recluso, Roschmann fue arrestado por miembros del Servicio de Seguridad Militar Británico de Graz.

»Se ha cursado al Cuartel General de la zona soviética en Potsdam una solicitud de información sobre el campo de concentración de Riga (Letonia), y se está practicando una búsqueda de nuevos testigos, según informó el portavoz.

»Entretanto, el detenido ha sido identificado como Eduard Roschmann, a la vista de su expediente personal del fichero de la SS que obra en poder de las autoridades norteamericanas en Berlín.

»Firmado: Cadbury».

Miller leyó el breve despacho cuatro o cinco veces.

—¡Bueno! —exclamó, respirando profundamente—. Lo cogieron.

—Opino que esto requiere un trago —dijo Cadbury.

Cuando, el viernes por la mañana, el Werwolf habló con Memmers por teléfono, no tuvo en cuenta que cuarenta y ocho horas después sería domingo. De todos modos, desde su casa llamó al despacho de Memmers a la misma hora en que, en Bad Godesberg, los dos periodistas hacían su hallazgo.

Nadie le contestó.

Pero al día siguiente, a las nueve en punto, ya estaba Memmers en su oficina. El Werwolf lo llamó a las nueve y media.

—Encantado de oírle, Kamerad —dijo Memmers—. Anoche a última hora regresé de Hamburgo.

—¿Tiene la información?

—Desde luego. Si quiere tomar nota…

—Adelante —apremió la voz por el teléfono.

Memmers carraspeó y empezó a leer sus notas:

—El dueño del coche es un reportero independiente llamado Peter Miller. Señas personales: veintinueve años, un metro ochenta, pelo castaño y ojos pardos. Su madre es viuda y vive en Osdorf, en las afueras de Hamburgo. Él tiene un piso en el Steindamm, en el centro de la ciudad. —Memmers leyó la dirección y el número de teléfono de Miller—. Vive con una muchacha, una bailarina de striptease, la señorita Sigrid Rahn. Trabaja principalmente para revistas ilustradas. Parece que le va bien. Se ha especializado en el periodismo de investigación. Como usted dijo, Kamerad, un fisgón.

—¿Tiene usted idea de quién le ha encargado su último trabajo? —preguntó el Werwolf.

—No, eso es lo más curioso. Nadie parece saber lo que está haciendo. Ni para quién trabaja. Le pregunté a la chica, haciéndome pasar por empleado de la redacción de una gran revista. Aunque por teléfono, como comprenderá. Ella me dijo que no sabía dónde estaba, pero que esperaba la llamase esta tarde antes de que ella se fuera a trabajar.

—¿Algo más?

—Sólo el coche; es muy llamativo: un «Jaguar» negro, de fabricación británica, con una franja amarilla en el costado. Es un coche deportivo, dos plazas, tipo berlina «XK ciento cincuenta». Me informé en su garaje.

El Werwolf almacenó la información.

—Quisiera saber dónde está ahora —dijo al fin.

—En Hamburgo no está —dijo Memmers rápidamente—. Se marchó el viernes, a la hora del almuerzo, cuando yo llegaba. Pasó allí la Navidad. Antes había estado en algún otro sitio.

—Eso ya lo sé —dijo el Werwolf.

—Me parece que podría averiguar qué clase de reportaje está preparando —dijo Memmers, servicial—. No he querido preguntar con demasiada insistencia, porque usted dijo que no quería que él supiera que lo estábamos vigilando.

—Lo que está preparando ya lo sé. Quiere denunciar a uno de nuestros camaradas.

El Werwolf reflexionó.

—¿Podría averiguar dónde está ahora? —preguntó.

—Me parece que sí —dijo Memmers—. Podría llamar a la chica esta tarde y decirle que soy de una gran revista y que necesito hablar urgentemente con Miller. Por teléfono, me dio la impresión de ser una muchacha sencilla.

—Sí, hágalo —dijo el Werwolf—. Volveré a llamarle esta tarde a las cuatro.

Aquel lunes por la mañana, Cadbury estaba en Bonn, donde debía celebrarse una conferencia de Prensa ministerial. Llamó a Miller al «Hotel Dreesen» a las diez y media.

—Me alegro de que aún no se haya marchado —le dijo—. Se me ha ocurrido una idea. Vaya a verme al «Cercle Français», a las cuatro.

Antes del almuerzo, Miller llamó por teléfono a Sigi, para decirle que se hospedaba en el «Dreesen».

Aquella tarde, cuando los dos hombres se reunieron en el «Cercle Français», Cadbury pidió té.

—Esta mañana, mientras no escuchaba esa dichosa conferencia, tuve una idea. Si Roschmann fue capturado e identificado como un criminal reclamado, su caso debió de pasar a manos de las autoridades británicas de la Zona. Por aquel entonces, tanto en Alemania como en Austria, se sacaban copias de todos los expedientes y se enviaban a ingleses, franceses y norteamericanos. ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Lord Russell, de Liverpool?

—No.

—Era el asesor jurídico del gobernador militar británico en los juicios por crímenes de guerra que nosotros celebrábamos durante la ocupación. Después escribió un libro titulado El azote de la esvástica. Ya puede usted imaginar de lo que trataba. Aquel libro no le congració con los alemanes, pero era exacto. En él describía todas las atrocidades que se cometieron.

—¿Es abogado? —preguntó Miller.

—Sí, y muy bueno; por eso fue designado para el cargo. Ahora está retirado, y vive en Wimbledon. No sé si se acordará de mí; de todos modos, le daré una carta de presentación.

—¿Cree que Lord Russell recordará algo sucedido hace tanto tiempo?

—Tal vez sí. Ya no es joven, pero tenía una memoria prodigiosa. Si tuvo que preparar la acusación contra Roschmann, recordará hasta el último detalle; estoy seguro.

Miller asintió y bebió un sorbo de té.

—Podría ir a Londres para hablar con él.

Cadbury sacó un sobre del bolsillo.

—Ya le había escrito la carta. —Entregó a Miller la carta de presentación y se puso en pie—. Buena suerte.

Cuando, poco después de las cuatro, llamó el Werwolf a Memmers, éste ya tenía la información.

—Su amiga habló con él —dijo—. Ahora está en Bad Godesberg y se aloja en el «Hotel Dreesen».

El Werwolf colgó el teléfono y hojeó una libreta de direcciones. Escogió un nombre, levantó otra vez el auricular y marcó un número del sector de Bonn/Bad Godesberg.

Miller volvió al hotel para llamar al aeropuerto de Colonia y reservar un pasaje para Londres, para el día siguiente, martes, 31 de diciembre. Cuando llegó a recepción, la muchacha del mostrador le sonrió afablemente y, señalando hacia la parte del salón situada cerca de la tribuna que daba al Rhin, le dijo:

—Un caballero le espera, Herr Miller.

Él miró los grupos de sillas tapizadas colocadas alrededor de unas mesas en la tribuna. En una de ellas se sentaba un hombre de mediana edad, con abrigo negro, que sostenía en la mano un sombrero «Homberg», también negro, y un paraguas.

Miller se acercó a él, sorprendido de que alguien hubiera podido localizarlo.

—¿Quería usted verme?

El hombre se puso en pie.

—¿Es usted Herr Miller?

—Sí.

—¿Herr Peter Miller?

—Sí.

El hombre hizo una leve inclinación de cabeza al viejo estilo alemán.

—Me llamo Schmidt. Doctor Schmidt.

—¿En qué puedo servirle?

El doctor Schmidt le dirigió una sonrisa suplicante y miró por la ventana hacia la oscura masa del Rhin, que se deslizaba bajo las brillantes luces de la desierta terraza.

—Me han dicho que es usted periodista, ¿no? Un periodista independiente. Y muy bueno. —Ensanchó su sonrisa—. Tiene usted fama de concienzudo y tenaz.

Miller guardaba silencio, esperando que su interlocutor entrara en materia.

—Unos amigos míos se han enterado de que está usted investigando acerca de unos hechos que ocurrieron…, digamos…, hace mucho tiempo, muchísimo tiempo.

Miller se envaró, y rápidamente empezó a pensar quiénes podían ser los «amigos» y cómo podían haberse enterado.

Entonces cayó en la cuenta de que había estado preguntando por Roschmann a todo lo largo y ancho del país.

—Una investigación sobre un tal Eduard Roschmann —dijo escuetamente—. ¿A eso se refiere?

—¡Ah, sí! Sobre el capitán Roschmann. Se me ocurre que yo puedo ayudarle. —El hombre apartó la mirada del río, para posarla en Miller con expresión bondadosa—. El capitán Roschmann murió.

—¿Que murió? —dijo Miller—. No lo sabía.

El doctor Schmidt parecía encantado.

—Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo? Pero es verdad. Indudablemente, está usted perdiendo el tiempo.

Miller puso cara de decepción.

—¿Podría usted decirme cuándo murió? —preguntó al doctor.

—¿No ha averiguado las circunstancias de su muerte?

—No, la última referencia suya que tengo data de finales de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en que fue visto con vida.

—Ah, sí, naturalmente. —El doctor Schmidt parecía muy contento de poder colaborar—. Lo mataron poco después. Regresaba a su Austria natal, y murió luchando contra los americanos.

Su cadáver fue identificado por varias personas que lo habían conocido en vida.

—Debió de ser un hombre extraordinario —comentó Miller.

El doctor Schmidt asintió.

—Bueno, algunos lo creían…, lo creíamos así.

—Extraordinario —repitió Miller, haciendo caso omiso del comentario del otro—, ya que desde Jesucristo él habrá sido el primer hombre que ha resucitado de entre los muertos. El veinte de diciembre de mil novecientos cuarenta y siete fue detenido, vivo, por los ingleses, en la ciudad de Graz, Austria.

La nieve que cubría la balaustrada de la terraza se reflejó en los ojos del doctor.

—Miller, eso que hace usted es una gran tontería. Una gran tontería. Siga usted el consejo de un hombre que es mucho más viejo que usted. Abandone esa investigación.

Miller le miró fijamente.

—Supongo que ahora tendré que darle las gracias —dijo, sin gratitud.

—Si sigue mi consejo, tal vez deba dármelas —dijo el doctor.

—Ya ha vuelto usted a confundirse —señaló Miller—. Roschmann seguía estando vivo, a fines de octubre de este año, en Hamburgo. Esta segunda aparición no estaba confirmada, pero ahora ya lo está. Acaba usted de hacerlo.

—Le repito que comete una tontería si no abandona esa investigación.

La mirada del doctor seguía siendo fría, pero ahora había en ella un matiz de perplejidad. En otros tiempos nadie discutía sus órdenes, y no acababa de acostumbrarse a la novedad.

Miller estaba enfadándose, sentía cómo el ardor de la indignación le subía lentamente por el cuello a la cara.

—Me dan ustedes asco, Herr doctor, usted y los de su calaña, hatajo repugnante. Tienen una fachada respetable, pero son basura que denigra a mi país. Sepa usted que voy a seguir investigando hasta que lo encuentre.

Dio media vuelta para marcharse, más el hombre lo cogió por el brazo.

Se miraron fijamente desde pocos centímetros de distancia.

—Miller, usted no es judío, es ario, es de los nuestros. ¿Qué le hemos hecho, dígame, por Dios, qué le hemos hecho?

Miller se desasió.

—Si todavía no lo sabe, Herr doctor, nunca lo comprenderá.

—¡Bah! Ustedes los jóvenes son todos iguales. ¿Por qué no pueden hacer lo que se les manda?

—Porque somos así. Por lo menos, yo soy así.

El hombre le miró entornando los ojos.

—Usted no es un estúpido, Miller; pero se porta como si lo fuese. Como una de esas ridículas criaturas que se demuestran gobernadas por lo que llaman su conciencia. Pero estoy empezando a dudarlo. Parece que tenga usted un interés personal en el asunto.

Miller dio media vuelta para marcharse.

—Puede que lo tenga —dijo, y empezó a alejarse por el vestíbulo.

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