Odessa

Odessa


VIII

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VIII

Miller no tuvo dificultad en encontrar la casa, situada en una tranquila calle residencial adyacente a la vía principal del municipio londinense de Wimbledon. Salió a abrir el propio Lord Russell, hombre de casi setenta años, con un cárdigan de punto y una corbata de lazo. Miller se presentó.

—Ayer almorcé con míster Anthony Cadbury en Bonn —dijo. Me dio una carta de presentación para usted. Quisiera que me permitiese hablar con usted, señor.

Lord Russell lo miró, con extrañeza, desde el umbral.

—¿Cadbury? ¿Anthony Cadbury? No recuerdo…

—Es un corresponsal de Prensa británico —dijo Miller—. Estaba en Alemania cuando terminó la guerra. Informaba acerca de los juicios por crímenes de guerra en los que usted actuó de juez auditor. Josef Kramer, y otros, de Belsen. ¿Recuerda esos juicios?

—Claro que los recuerdo. Sí, Cadbury, el periodista, ahora me acuerdo. Hace años que no lo veo. Bueno, no se quede ahí, hace frío y yo ya no soy joven. Pase, pase.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y cruzó el recibidor. Miller entró y cerró la puerta al viento helado del primer día de 1964. A una indicación de Lord Russell, colgó el abrigo en el recibidor y siguió al dueño de la casa hasta la sala de estar, donde ardía un buen fuego.

Miller le entregó la carta de Cadbury. Lord Russell la leyó rápidamente y arqueó las cejas.

—¡Hum…! Ayudarle a descubrir el paradero de un nazi. ¿Eso le trae hasta aquí? —Miró a Miller fijamente y, antes de que el alemán pudiera responder, continuó—: Bueno, siéntese, siéntese, no ganaremos nada quedándonos de pie.

Se sentaron en unas floreadas butacas, frente a la chimenea.

—¿Cómo es que un joven reportero alemán se dedica a perseguir nazis? —preguntó Lord Russell sin preámbulos.

Miller quedó desconcertado ante tan brusca acometida.

—Será mejor que empiece por el principio —dijo.

—Sí, será lo mejor.

El inglés se inclinó y sacudió el resto de tabaco de la pipa en un rincón del hogar. Mientras Miller hablaba, él llenó la pipa, la encendió, y cuando el alemán terminó su relato, estaba lanzando bocanadas de humo, muy satisfecho.

—Espero que mi inglés resulte inteligible —dijo Miller, al ver que el antiguo letrado no hacía comentarios.

Lord Russell pareció salir de un ensueño.

—¡Oh, sí, sí! Mucho más que mi alemán, después de tantos años. Eso se olvida, ¿sabe?

—Respecto al asunto de Roschmann… —empezó Miller.

—Sí, interesante, muy interesante. Y usted quiere encontrarlo. ¿Por qué?

La pregunta estaba hecha a bocajarro. Miller vio que los ojos del anciano le miraban con perspicacia.

—Tengo mis razones —dijo fríamente—. Creo que debería comparecer ante los jueces.

—Eso creemos todos; pero, ¿se logrará?, ¿se logrará algún día?

Miller respondió con decisión:

—Si lo encuentro, será juzgado. Le doy mi palabra.

El Lord inglés no parecia impresionado. De la pipa se elevaban, en perfecta cadencia, ligeras nubes de humo. La pausa se prolongaba.

—Lo importante, Milord, es: ¿se acuerda usted de él?

Lord Russell pareció sobresaltarse.

—¿Que si me acuerdo? ¡Oh, sí! Me acuerdo de él. Por lo menos, del nombre. Ojalá me acordara también del rostro. Con los años va perdiendo uno la memoria, ¿sabe? Y por aquel entonces había tanta gente de ésa…

—Su Policía Militar lo detuvo en Graz el veinte de diciembre de mil novecientos cuarenta y siete.

Miller sacó del bolsillo interior las dos fotocopias de los retratos de Roschmann y las entregó a su interlocutor. Lord Russell examinó las dos fotos, la de frente y la de perfil, se levantó y se puso a pasear por la sala, pensativo.

—Sí —dijo al fin—. Ya lo tengo. Ahora lo recuerdo. La Seguridad Militar de Graz me envió el expediente a Hannover unos días después. De ahí, de nuestra oficina de Hanover, obtendría Cadbury la información. —Se detuvo y se volvió hacia Miller—. ¿Dice usted que el tres de abril de mil novecientos cuarenta y cinco lo vio Tauber pasar por Magdeburgo en un coche con otros hombres?

—Eso dice en su Diario.

—¡Hum! Dos años y medio antes de que lo detuviéramos nosotros. ¿Sabe dónde estuvo durante todo ese tiempo?

—No.

—En un campo de prisioneros de guerra británico. ¡Qué cara! Sí, joven; procuraré ayudarle a llenar huecos.

El coche que llevaba a Eduard Roschmann y sus compañeros de la SS pasó por Magdeburgo, e inmediatamente viró hacia el Sur, en dirección a Baviera y Austria. Antes de finalizar el mes de abril, habían llegado a Munich, donde se separaron. Por aquellas fechas, Roschmann vestía uniforme de cabo del Ejército alemán. Su documentación estaba a su nombre pero en ella se le describía como miembro del Ejército.

Al sur de Munich, las columnas del Ejército norteamericano barrían Baviera. Su mayor preocupación no era la población civil, quebradero de cabeza puramente administrativo, sino el rumor de que la plana mayor nazi iba a atrincherarse en los Alpes bávaros, en torno a la casa que Hitler tenía en Berchtesgaden, y resistir hasta la muerte. Las columnas de Patton, que avanzaban por Baviera, apenas prestaban atención a los centenares de soldados alemanes que deambulaban sin armas por la región.

Marchando de noche a campo traviesa y escondiéndose de día en cabañas de leñadores y graneros, Roschmann cruzó la frontera de Austria, frontera que no había existido desde que en 1938 se anexionó Hitler a la nación austríaca, y se dirigió hacia el Sur, camino de Graz, su ciudad natal. Allí conocía a gente que le ayudaría a esconderse.

Al llegar a las afueras de Viena, dio un rodeo, rehuyendo la capital. Casi había conseguido su propósito cuando, el 6 de mayo, una patrulla británica le dio el alto. Él cometió la tontería de echar a correr. Cuando se metía entre los matorrales que crecían al borde de la carretera, una lluvia de balas cayó sobre los arbustos. Uno de los proyectiles le atravesó el pecho, perforándole un pulmón. Los soldados británicos, tras un rápido registro en la oscuridad, siguieron su camino, dejándolo herido en el bosque desde donde, arrastrándose, consiguió llegar hasta una granja situada a un kilómetro de distancia.

Dio al granjero el nombre de un médico de Graz, conocido, y el hombre sacó la bicicleta y se fue a buscarlo, en plena noche, desafiando el toque de queda. Roschmann tardó tres meses en curar, siendo atendido por sus amigos, primero en la granja, y después, en una casa del mismo Graz. Cuando se levantó de la cama, hacía tres meses que había terminado la guerra, y Austria estaba ocupada por las cuatro potencias aliadas. Graz se encontraba en el centro de la zona británica.

Todos los soldados alemanes debían permanecer dos años en un campo de prisioneros de guerra. Roschmann pensó que aquél sería el lugar más seguro para él, y se entregó. Durante dos años, desde agosto de 1945 hasta agosto de 1947, mientras se procedía a la busca de los peores asesinos SS reclamados por las autoridades, Roschmann permaneció tranquilamente en el campo de prisioneros. Al entregarse dio el nombre de un amigo que se enroló en el Ejército y murió en el norte de África.

Había tantos miles de soldados alemanes que carecían de documentos de identidad, que los aliados aceptaban como verdadero el nombre que daba cada cual. No disponían de tiempo ni de medios para comprobar la identidad de los cabos del Ejército. En el verano de 1947, Roschmann fue puesto en libertad. Le pareció que ya no había peligro en abandonar el refugio del campo. Se equivocaba.

Uno de los supervivientes del campo de Riga, un vienés, había jurado también vengarse de Roschmann. El hombre recorría las calles de Graz, en espera de que Roschmann regresara a casa de sus padres o a la de su esposa, Hella Roschmann, con la que había contraído matrimonio en 1943, durante un permiso.

Al ser puesto en libertad, Roschmann se quedó trabajando de jornalero en las afueras de Graz. Hasta que, el 20 de diciembre de 1947, decidió ir a su casa para pasar la Navidad con su familia. El viejo estaba esperándole. Desde detrás de una columna, vio la figura alta y delgada, de pelo rubio y ojos azules y fríos, que se acercaba a la casa de Hella Roschmann, miraba varias veces a uno y otro lado, llamaba a la puerta y entraba.

Antes de una hora, dos corpulentos sargentos del Servicio de Seguridad Militar británico, conducidos por el antiguo recluso de Riga, llamaban a la puerta de la casa, entre desconcertados y escépticos. Durante un rápido registro, encontraron a Roschmann debajo de una cama. De haber reaccionado con entereza, invocando un error de identificación, acaso hubiera conseguido hacer creer a los dos sargentos que el viejo se había confundido. Pero al esconderse debajo de la cama se delató. Fue conducido al cuartel general del Servicio de Seguridad, donde el comandante Hardy, tras un breve interrogatorio, lo mandó encerrar en un calabozo, al tiempo que solicitaba documentación a Berlín y a la oficina norteamericana en poder de la cual obraba el fichero de la SS.

La confirmación se recibió a las cuarenta y ocho horas, y se dio la campanada. Mientras se esperaba que las autoridades rusas con sede en Potsdam respondieran a la petición británica de ayuda para formular la acusación por lo sucedido en Riga, los norteamericanos solicitaron que Roschmann fuera trasladado temporalmente a Munich, para declarar en Dachau, donde los norteamericanos juzgaban a otros hombres de la SS que habían actuado en los campos establecidos en torno a Riga. Los ingleses accedieron a la petición.

A las seis de la mañana del 8 de enero de 1948, Roschmann, custodiado por un sargento de la Real Policía Militar y otro del Servicio de Seguridad Militar, subía en Graz a un tren con destino a Munich, vía Salzburgo.

Lord Russell dejó de pasear por la sala, se acercó a la chimenea y vació la pipa.

—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Miller.

—Que escapó —respondió Lord Russell.

—¿Cómo?

—Escapó. Saltando por la ventana del lavabo, con el tren en marcha. Durante el viaje, se quejó de que la comida de la prisión le había producido diarrea. Cuando sus guardianes forzaron la puerta, él ya había desaparecido en la nieve. No consiguieron encontrarlo. Se organizó la búsqueda, desde luego; pero él ya habría conseguido ponerse en contacto con alguno de los grupos que preparaban la fuga de los antiguos nazis. Dieciséis meses después, en mayo de mil novecientos cuarenta y nueve, fue fundada su nueva República, y nosotros traspasamos todos los expedientes a Bonn.

Miller acabó de escribir en su bloc.

—¿Y ahora, adónde puedo dirigirme?

Lord Russell resopló.

—Imagino que a sus autoridades. Conoce ya la vida de Roschmann desde que nació hasta el ocho de enero de mil novecientos cuarenta y ocho. El resto compete a las autoridades alemanas.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Miller, temiendo oír la respuesta.

—Tratándose de Riga, supongo que el caso cae dentro de la jurisdicción del fiscal general de Hamburgo —dijo Lord Russell.

—Ya estuve allí.

—¿Y no fueron de gran ayuda?

—De ninguna ayuda.

—No me sorprende —sonrió Lord Russell—. ¿Ha probado en Ludwigsburg?

—Sí; se mostraron muy amables, pero tampoco pueden ayudarme. Va contra el reglamento.

—Bueno, pues ahí terminan las vías oficiales de investigación. Sólo queda un camino. ¿Ha oído hablar de Simon Wiesenthal?

—¿Wiesenthal? El nombre me suena, pero no acabo de precisar…

—Vive en Viena; es un judío oriundo de la Galitzia polaca, que pasó cuatro años en campos de concentración. Recorrió doce en total, y al terminar la guerra decidió dedicar su vida a buscar a los criminales nazis reclamados. Aunque, no vaya usted a creer, él nunca recurre a la violencia. Simplemente, va reuniendo toda la información que puede, y cuando está convencido de haber localizado a alguno —generalmente, aunque no siempre, bajo nombre supuesto—, avisa a la Policía. Si ésta no actúa, él convoca una conferencia de Prensa y expone el caso. Desde luego, Wiesenthal no es muy popular en los medios oficiales alemanes y austríacos. El hombre sostiene que no se castiga a los asesinos nazis con todo el rigor que merecen, ni se persigue a los emboscados con suficiente tesón. Los antiguos miembros de la SS lo aborrecen con toda su alma, y un par de veces han tratado de asesinarlo; los burócratas piensan que ojalá los dejara en paz, y un montón de gente le considera un gran hombre y procura ayudarle en todo lo que puede.

—Sí, ahora lo recuerdo. ¿No fue él quien identificó a Adolf Eichmann?

Lord Russell asintió.

—Lo identificó en la persona del supuesto Ricardo Klement, residente en Buenos Aires. Los israelíes hicieron el resto. Y ha descubierto a varios cientos más de criminales nazis. Si se conocen más datos acerca de su Eduard Roschmann, él los tendrá.

—¿Usted lo conoce? —preguntó Miller.

—Sí. Le daré una carta para él. Va a verle mucha gente, en busca de información. Será mejor que le lleve una carta.

Lord Russell se sentó ante su escritorio, tomó una hoja de papel blasonado, escribió rápidamente unas líneas, la metió en un sobre y lo cerró.

—Buena suerte —dijo, mientras acompañaba a Miller hasta la puerta—. Va a necesitarla.

A la mañana siguiente, Miller regresó a Colonia en un avión de la «BEA», recogió su coche y, vía Stuttgart, Munich, Salzburgo y Linz, siguió viaje a Viena. Invirtió dos días en el recorrido.

Pernoctó en Munich. Tenia que conducir despacio; las autopistas estaban cubiertas de nieve helada, y en muchos tramos la calzada utilizable se había reducido a un solo carril, a pesar de que las quitanieves trabajaban sin descanso. Al día siguiente se puso en camino muy temprano, y hubiera llegado a Viena a la hora del almuerzo de no ser por la larga parada que tuvo que hacer en Bad Tolz, al sur de Munich.

En un tramo de autopista, que discurría entre grandes bosques de abetos, había varias señales de «Stop» que detenían el tránsito. En el arcén había un automóvil de la Policía, cuya luz azul giratoria advertía a los automovilistas de una anomalía. Dos policías con chaqueta blanca, situados en el centro de la calzada, mandaban parar a todos los coches. En el otro lado, se hacia lo mismo con el tránsito que se dirigía hacia el Norte. A derecha e izquierda de la autopista, una carretera de montaña surcaba el bosque, y en la intersección, dos soldados con traje de invierno, blandiendo sendos bastones iluminados con pilas, esperaban para hacer señales a algo que estaba oculto entre los árboles.

Miller se consumía de impaciencia. Al fin, bajó el cristal de la ventanilla y preguntó a uno de los policías.

—¿Qué sucede? ¿Por qué esta parada?

El policía se le acercó, cachazudo y sonriente.

—Es el Ejército —dijo—. Están de maniobras. Por aquí cruzará dentro de un momento una columna de tanques.

Quince minutos después apareció el primero, asomando entre los árboles su largo cañón como un paquidermo que olfateara el peligro en el aire. Luego, su cuerpo achatado salió a la carretera y se alejó entre ruidos metálicos y roncar de motores.

El sargento de primera Ulrich Frank era un hombre feliz. A los treinta años había realizado la ambición de su vida: mandar un tanque. Nunca olvidaría el día en que había concebido esta ambición: era el 10 de enero de 1945. Él tenía diez años, y alguien lo llevó al cine en su ciudad natal de Mannheim. Durante los noticiarios, llenaban la pantalla los tanques «King Tiger» de Hasso von Manteuffel, que iban al encuentro de los norteamericanos y británicos.

Ulrich contemplaba con emoción las embozadas figuras de los comandantes con casco de acero y anteojos, que asomaban por la torreta. Aquello constituyó un hito en la vida de Ulrich Frank, el niño de diez años. Al salir del cine, había hecho un voto: el de que un día mandaría un tanque.

Tardó diecinueve años, pero lo logró. En aquellas maniobras de invierno que se realizaban en los bosques de Bad Tolz, el sargento de primera Ulrich Frank mandaba su primer tanque, un «Patton M-48» de fabricación norteamericana.

Aquéllas serían las últimas maniobras del «Patton». En el campamento los esperaba una partida de relucientes «AMX-13» franceses, con los que se iba a equipar a la unidad. El «AMX», más rápido y mejor armado que el «Patton», sería suyo antes de una semana.

El sargento miró la cruz negra del nuevo Ejército alemán, pintada a un lado de la torreta, y el nombre del tanque grabado debajo, y sintió un poco de pena. Aunque sólo lo había mandado seis meses, siempre sería su primer tanque, su favorito. Le había puesto el nombre de Drachenfels, «La roca del dragón», como la peña que se alza a orillas del Rin donde Martín Lutero, mientras traducía la Biblia al alemán, vio al diablo y le arrojó el tintero a la cara. El sargento Frank suponía que el «Patton» sería destinado a chatarra.

Después de hacer una última parada al otro lado de la autopista, el «Patton» y su tripulación empezaron a subir la cuesta y desaparecieron en el bosque.

Miller llegó por fin a Viena a media tarde del 4 de enero. Sin detenerse a buscar alojamiento, se dirigió al centro de la ciudad y preguntó por dónde se iba a la Rudolf Platz.

No le costó mucho trabajo encontrar el número siete. Consultó la lista de inquilinos y, en el tercer piso, había un rótulo que decía: «Centro de Documentación». Subió y llamó a la puerta, pintada de color crema. Antes de descorrer el cerrojo, alguien lo observó por la mirilla. La puerta se abrió y en el umbral apareció una bonita muchacha rubia.

—¿Qué desea?

—Me llamo Miller, Peter Miller. Deseo hablar con Herr Wiesenthal. Traigo una carta de presentación.

Sacó la carta y la entregó a la muchacha. Ella la miró dubitativamente, sonrió y le dijo que aguardara un momento.

Varios minutos después reapareció la joven al extremo del pasillo al que daba acceso el pequeño recibidor y le hizo seña de que se acercara.

—Por aquí, haga el favor.

Miller cerró la puerta de la escalera y siguió a la muchacha por el pasillo, que formaba un ángulo, hasta el extremo del piso. A mano derecha había una puerta abierta. Cuando Miller entró, un hombre se levantó para saludarle.

—Pase, por favor —dijo Simon Wiesenthal.

Era más corpulento de lo que Miller esperaba; debía de medir más de uno noventa, y se mantenía ligeramente encorvado, como si constantemente estuviese buscando un papel extraviado. Vestía una gruesa chaqueta deportiva y tenía en la mano la carta de Lord Russell.

El despacho era muy pequeño, y en él parecía haber más cosas de las que podía contener con holgura. Una de las paredes estaba totalmente cubierta de estanterías repletas de libros. La pared situada frente a la puerta ostentaba pergaminos y diplomas de más de una docena de asociaciones de antiguas víctimas de la SS. En la otra pared había un largo sofá, también lleno de libros, y a la izquierda de la puerta, una ventana que daba a un patio. El escritorio estaba a cierta distancia de la ventana. Miller tomó asiento frente a él, en la silla de las visitas. El cazador de nazis vienés se instaló detrás de su mesa y releyó la carta de Lord Russell.

Le abordó sin preámbulos:

—En su carta dice Lord Russell que busca usted a un asesino de la SS.

—Sí; eso es.

—¿Puedo saber su nombre?

—Roschmann, capitán Eduard Roschmann.

Simon Wiesenthal arqueó las cejas y silbó levemente.

—¿Ha oído hablar de él? —preguntó Miller.

—¿De el Carnicero de Riga? Es uno de los cincuenta primeros de mi lista de reclamados —dijo Wiesenthal—. ¿Puedo saber por qué está interesado por él?

Miller empezó a explicarle el caso brevemente.

—Creo que será preferible que empiece por el principio —dijo Wiesenthal—. ¿Qué Diario es ése?

Era la cuarta vez, después de sus entrevistas con el hombre de Ludwigsburg, con Cadbury y con Lord Russell, que Miller contaba la historia. Cada vez se alargaba ésta un poco, y él conocía una nueva etapa de la vida de Roschmann. Terminó su relato con el episodio que le había contado Lord Russell.

—Lo que ahora necesito saber es adónde fue cuando saltó del tren —concluyó.

Simon Wiesenthal miraba los copos de nieve que caían al patio del bloque de viviendas, situado tres pisos más abajo.

—¿Ha traído el Diario? —preguntó al fin. Miller se inclinó, lo sacó de la cartera de mano y lo puso encima de la mesa. Wiesenthal lo hojeó con interés—. Es fascinante —dijo. Miró a Miller y sonrió—. De acuerdo, acepto la historia.

—¿Dudaba de que fuera auténtica?

Simon Wiesenthal le miró fijamente.

—Siempre cabe una duda, Herr Miller. Esa historia es muy extraña. No me explico qué puede impulsarle a perseguir a Roschmann.

—Soy periodista —dijo Miller, encogiéndose de hombros—. Y ésa es una buena historia.

—Pero no una historia que pueda usted vender a la Prensa ni que vaya a compensarle de que invierta en ella todos sus ahorros. ¿Está seguro de que no existe un motivo personal?

Miller rehuyó dar una respuesta concreta.

—Usted es la segunda persona que me lo pregunta. Hoffmann, del Komet, me dijo lo mismo. ¿Qué motivo puede existir? No tengo más que veintinueve años. Todo eso ocurrió antes de mi época.

—Tiene razón. —Wiesenthal miró su reloj y se levantó—. Ya son las cinco, y en invierno me gusta llegar pronto a casa para estar con mi mujer. ¿Me presta el Diario para leerlo esta noche?

—Desde luego.

—Muy bien. Entonces vuelva el lunes por la mañana. Veremos si puedo decirle algo nuevo sobre Roschmann.

Miller volvió a la casa de la Rudolf Platz a las diez de la mañana del lunes. Encontró a Simon Wiesenthal abriendo la correspondencia. Cuando el periodista entró en el despacho, Wiesenthal levantó la cabeza y, con un ademán le invitó a sentarse. Durante algún tiempo, ambos hombres guardaron silencio, mientras el cazador de nazis abría cuidadosamente los sobres.

—Guardo los sellos —explicó—.

Por eso procuro no estropear el sobre.

Siguió trabajando durante varios minutos.

—Anoche, en casa, leí el Diario. Es un documento extraordinario.

—¿Le causó sorpresa? —preguntó Miller.

—¿Sorpresa? El contenido, no. Todos pasamos parecidas vicisitudes. Con ciertas variaciones, naturalmente. Pero es un relato tan preciso… Tauber hubiera sido el testigo perfecto. Lo observaba todo, incluso los menores detalles, y tomaba nota sobre la marcha. Eso es muy importante para obtener una sentencia condenatoria en un tribunal alemán o austríaco. Pero ha muerto.

Miller reflexionó un momento y levantó la mirada hacia su interlocutor.

—Herr Wiesenthal, que yo recuerde, usted es el primer judío que haya pasado por todo aquello, con el que yo he podido hablar detenidamente. En su Diario, Tauber escribió algo que me sorprendió. Dice que la culpa colectiva no existe. Y, sin embargo, a los alemanes, desde hace veinte años, se nos viene repitiendo que todos somos culpables ¿Usted lo cree así?

—No —negó terminantemente el cazador de nazis—. Tauber tenía razón.

—¿Cómo puede decir eso, si asesinamos a millones de personas?

—Porque usted no estuvo allí. Usted no mató a nadie. Como dice Tauber, lo desesperante es que los verdaderos asesinos no hayan sido llevados ante el tribunal.

—Entonces, ¿quién mató a toda esa gente?

Simon Wiesenthal lo miró de hito en hito.

—¿Sabe usted algo acerca de las distintas ramas de la SS? ¿Acerca de los departamentos de la SS que fueron responsables de la muerte de esos millones de personas? —preguntó.

—No.

—Pues voy a explicárselo. Usted habrá oído hablar de la Central de Administración Económica del Reich, la encargada de explotar a las víctimas antes de que fueran asesinadas, ¿no?

—Sí, he leído alguna cosa.

—Su labor era la parte central de la operación —dijo Herr Wiesenthal—. Además, estaba el trabajo de identificar a las víctimas entre el resto de la población, aprehenderlas, transportarlas y, una vez habían dejado de rendir económicamente, asesinarlas.

»Esto era tarea de la RSHA, Oficina Central de Seguridad del Reich, la que en realidad mató a esos millones de personas. El hecho de que en el nombre de esta Oficina aparezca la palabra “Seguridad” se debe a la estrambótica idea de los nazis de que las víctimas representaban una amenaza para el Reich y era preciso tomar medidas de seguridad contra ellas. Entraban también en las funciones de la RSHA las tareas de detener, interrogar y recluir en campos de concentración a otros enemigos del Reich, como comunistas, socialdemócratas, liberales, cuáqueros, periodistas y sacerdotes que se expresaban imprudentemente, guerrilleros de los países ocupados y, finalmente, oficiales del Ejército, como el mariscal Erwin Rommel y el almirante Wilhelm Canaris, ambos asesinados por sospechosos de abrigar sentimientos antihitlerianos.

»La RSHA se dividía en seis departamentos, llamados Amts o secciones. La Sección Primera era la encargada de la administración y personal; la Sección Segunda, del equipo y contabilidad; la Sección Tercera era el temible Servicio de Seguridad, dirigido por Reinhard Heydrich, asesinado en Praga en mil novecientos cuarenta y dos y, posteriormente, por Ernst Kaltenbrunner, ahorcado por los aliados. Sus equipos proyectaban las torturas que se empleaban para hacer hablar a los sospechosos, tanto en el interior de Alemania como en los territorios ocupados.

»La Sección Cuarta era la Gestapo, dirigida por Heinrich Muller (que todavía no ha sido hallado), cuya Oficina de Asuntos Judíos, departamento B cuatro estaba dirigida por Adolf Eichmann, ejecutado por los israelíes en Jerusalén, tras haber sido raptado en la Argentina. La Sección Quinta era la Policía Criminal, y la Sección Sexta, el Servicio Exterior de Inteligencia.

»El jefe de la Sección Tercera, cargo que ostentaron sucesivamente Heydrich y Kaltenbrunner, era también el jefe superior de toda la RSHA, siendo su delegado el jefe de la Sección Primera. Este era Bruno Streckenbach, general de tres estrellas de la SS, que actualmente tiene un empleo muy remunerado en unos grandes almacenes de Hamburgo, y vive en Vogelweide.

»Por tanto, si buscamos responsabilidades, vemos que la mayor parte de la culpa recae en estos dos departamentos de la SS, y los hombres complicados son unos cuantos miles, no los millones que hoy componen la población de Alemania. La teoría de la culpa colectiva de sesenta millones de alemanes, entre los que se cuentan millones de niños, mujeres, jubilados, soldados, marinos y aviadores que nada tuvieron que ver con el holocausto, fue inventada por los aliados, pero luego los antiguos miembros de la SS se han beneficiado de ella. Es su mejor aliado, pues, a diferencia de la mayoría de los alemanes, ellos comprenden que mientras no se discuta, nadie se dedicará a buscar asesinos concretos o, por lo menos, no lo hará con ahínco. De modo que incluso actualmente los asesinos de la SS se escudan en la teoría de la culpa colectiva.

Miller meditó acerca de lo que había oído. La magnitud de las cifras le aturdía. No conseguía imaginar a cuarenta millones de personas individualmente. Resultaba más fácil recordar a un muerto tendido en una camilla, en una calle de Hamburgo, bajo la lluvia.

—¿Cree usted que Tauber se suicidó por el motivo que imaginamos?

Herr Wiesenthal contemplaba dos magníficos sellos africanos pegados a uno de los sobres.

—Creo que tenía razón al pensar que nadie le creería si declaraba que había visto a Roschmann en la escalera de la Opera. Si en verdad pensaba eso, creo que estaba en lo cierto.

—Pero ni siquiera avisó a la Policía —objetó Miller.

Simon Wiesenthal rasgó otro sobre, examinó su contenido y, tras una pausa, respondió:

—No. Teóricamente, él debió denunciar el caso; pero no creo que hubiera servido de algo. Por lo menos, en Hamburgo.

—¿Qué hay de malo en Hamburgo?

—¿Estuvo usted en la Oficina del fiscal general de allí? —preguntó Wiesenthal suavemente.

—Sí; pero no se mostraron muy serviciales.

Wiesenthal le miró.

—Lamento decirle que en esta oficina el departamento del fiscal general de Hamburgo tiene cierta fama. Vamos a tomar, por ejemplo, el hombre del que le hablaba antes y al cual alude también Tauber en su Diario: el jefe de la Gestapo y general de la SS, Bruno Streckenbach. ¿Recuerda el nombre?

—Desde luego. ¿Qué puede decirme de él?

Simon Wiesenthal hurgó en un montón de papeles que tenía encima de la mesa, extrajo una hoja y se quedó mirándola.

—Aquí está —dijo—. Conocido por la justicia de Alemania Occidental bajo la referencia de Documento ciento cuarenta y uno JS setecientos cuarenta y siete/sesenta y uno. ¿Quiere saber de él?

—Tengo tiempo —dijo Miller.

—Bien. Escuche: antes de la guerra, jefe de la Gestapo en Hamburgo. Después ascendió rápidamente hasta ocupar un alto cargo en la SD y la SP, respectivamente Servicio de Seguridad y Servicio de Policía de la RSHA. En mil novecientos treinta y nueve reclutaba brigadas de exterminadores en la Polonia ocupada. A fines de mil novecientos cuarenta era jefe de las secciones SD y SP de la SS en Polonia, el llamado Gobierno General, con sede en Cracovia. Durante aquel período, las unidades de la SD y la SP exterminaron en Polonia a miles de personas, principalmente mediante la operación «AB».

»A principios de mil novecientos cuarenta y uno, Streckenbach fue ascendido a jefe de personal de la SD, y regresó a Berlín. Como ya le dije, el departamento de personal era la Sección Tercera de la RSHA. Su superior inmediato era Reinhard Heydrich. Poco antes de la invasión de Rusia, Streckenbach ayudó a organizar las brigadas de exterminio que seguían al Ejército. En su calidad de jefe de personal, él elegía a los hombres, todos los cuales pertenecían a la rama de la SD.

»Luego, fue ascendido nuevamente, esta vez a jefe de personal de las seis secciones de la RSHA, aunque siguió siendo subdirector general de la RSHA a las órdenes de Heydrich y, posteriormente, a las de Kaltenbrunner, cuando aquél fue asesinado por los guerrilleros checos en 1942, asesinato que dio ocasión a las represalias de Lidice. Desde este puesto, que ocupó hasta el final de la guerra, tenía las manos libres para elegir a los miembros que debían formar las fanáticas brigadas de exterminio y las unidades regulares de la SD, en todos los territorios orientales ocupados por los nazis.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Miller.

—Paseando tranquilamente por Hamburgo —respondió Wiesenthal.

Miller le miró, asombrado.

—Pero, ¿no lo han detenido?

—¿Quién quiere que lo haya detenido?

—La Policía de Hamburgo, naturalmente.

Simon Wiesenthal pidió a su secretaria una abultada carpeta titulada «Justicia - Hamburgo», de la que extrajo un papel, que dobló cuidadosamente por el centro, de arriba abajo, y puso delante de Miller de manera que sólo quedara visible la mitad de la izquierda.

—¿Conoce esos nombres? —preguntó.

Miller, frunciendo el ceño, leyó los diez nombres de la lista.

—Naturalmente. Hace varios años que soy reportero de sucesos en Hamburgo. Son importantes funcionarios de la Policía de Hamburgo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Desdoble la hoja —dijo Wiesenthal.

Miller lo hizo así. En el papel se leía:

—¡Caray! —exclamó Miller al terminar la lectura.

—¿Entiende ahora por qué un teniente general de la SS puede seguir paseándose tranquilamente por Hamburgo?

Miller miraba la lista con incredulidad.

—A eso debía referirse Brandt cuando me dijo que la Policía de Hamburgo no miraba con buenos ojos a los que se permitían hacer indagaciones acerca de la antigua SS.

—Probablemente. Y la Oficina del fiscal general tampoco se cuenta entre los centros más enérgicos de Alemania. Uno de los abogados trabaja con ahínco; pero ciertas partes interesadas han intentado varias veces echarlo a la calle.

La bonita secretaria se asomó a la puerta.

—¿Té o café? —preguntó.

Después del almuerzo, Miller volvió a la oficina de Wiesenthal.

Este había extendido varios papeles encima de la mesa, extraídos de su propio expediente sobre Roschmann. Miller se sentó frente a él, sacó su bloc de notas y esperó.

Simon Wiesenthal empezó a relatar las andanzas de Roschmann a partir del 8 de enero de 1948.

Ingleses y americanos habían acordado que, una vez hubiera prestado declaración en Dachau, Roschmann sería trasladado a la zona británica, probablemente Hannover, donde esperaría su propio juicio y su casi segura ejecución.

Pero él ya había comenzado a planear su fuga cuando aún estaba en la prisión de Graz.

Roschmann había conseguido ponerse en contacto con una organización nazi, dedicada a facilitar evasiones, llamada «La estrella de seis puntas», que por cierto nada tenía que ver con el símbolo judío y cuyo nombre obedecía a que sus tentáculos abarcaban seis provincias de Austria.

A las seis de la mañana del día 8, Roschmann fue conducido al tren que esperaba en la estación de Graz. Una vez en el compartimento, se produjo una discusión entre el sargento de la Policía Militar, que pretendía que Roschmann conservara puestas las esposas durante todo el viaje, y el sargento del Servicio de Seguridad, que proponía que se las quitaran.

Roschmann influyó en el resultado de la discusión aduciendo que la comida de la cárcel le había producido diarrea y tenía que ir al lavabo. Lo acompañaron, le quitaron las esposas, y uno de los sargentos se quedó esperando en la puerta hasta que hubo terminado. Mientras el tren avanzaba por el nevado paisaje, Roschmann fue al lavabo tres veces.

Seguramente, durante estas visitas abrió varias veces la ventanilla, para conseguir que se deslizara con suavidad en las guías.

Roschmann comprendía que debía saltar antes de que los americanos se hicieran cargo de él en Salzburgo, pues la última parte del viaje, hasta la prisión de Munich, en la que sería custodiado por los norteamericanos, debía hacerse por carretera.

Pero las estaciones se sucedían, y el tren no aminoraba la marcha.

Paró en Hallein, y uno de los sargentos bajó al andén a comprar comida. Roschmann dijo que tenía que ir otra vez al lavabo, y el sargento del Servicio de Seguridad, el más benévolo de sus guardianes, lo acompañó hasta la puerta y le advirtió que no utilizara el water mientras el tren estuviera parado. Cuando el convoy salía de Hallein, a escasa velocidad, Roschmann saltó por la ventanilla sobre la gruesa capa de nieve. Los sargentos tardaron diez minutos en forzar la puerta, y cuando lo consiguieron, el tren corría cuesta abajo en dirección a Salzburgo.

La Policía consiguió averiguar que Roschmann había llegado hasta una pequeña casa de campo, donde se refugió.

Al día siguiente pasó de la Alta Austria a la provincia de Salzburgo, donde se puso en contacto con «La estrella de seis puntas». La organización lo colocó como simple obrero en una fábrica de ladrillos, mientras, por mediación de ODESSA, le conseguía un pasaje para el sur de Italia.

ODESSA estaba en estrecho contacto, por aquel entonces, con la oficina de reclutamiento de la Legión Extranjera francesa, en la cual se habían refugiado docenas de antiguos soldados de la SS. A los cuatro días de establecido el contacto, un automóvil con matrícula francesa esperaba a la salida del pueblo de Ostermieting. A él subieron Roschmann y otros cinco fugitivos nazis.

El conductor, miembro de la Legión Extranjera, iba provisto de documentos que permitían a la expedición cruzar fronteras sin someterse a control, y llevó a los seis hombres de la SS hasta Merano, en Italia, donde el representante de ODESSA le hizo efectiva una fuerte suma por cada pasajero.

Desde Merano, Roschmann fue conducido a un campo de internamiento de Rimini, en cuyo hospital le fueron amputados los cinco dedos del pie derecho, que tenía congelados a consecuencia de la caminata que había tenido que hacer sobre la nieve cuando saltó del tren. Desde entonces usa una bota ortopédica.

En octubre de 1948 escribió, desde el campo de Rimini, a su esposa, a Graz.

Era la primera vez que usaba su nuevo nombre, Fritz Bernd Wegener.

Poco después fue trasladado a Roma, y cuando tuvo toda su documentación en regla, embarcó en Nápoles con rumbo a Buenos Aires.

Durante su estancia en la capital de Italia convivió con docenas de camaradas de la SS y del partido nazi.

Cuando llegó a la capital argentina, fue recibido por ODESSA, la cual lo alojó en casa de una familia alemana llamada Vidmar en la calle de Hipólito Irigoyen. Allí vivió varios meses en calidad de huésped. A principios de 1949 se le adelantó la suma de cincuenta mil dólares norteamericanos, procedentes de los fondos de Bormann, y montó un negocio de exportación de maderas sudamericanas para la construcción. La empresa se llamaba «Stemmler and Wegener», pues sus falsos documentos, obtenidos en Roma, acreditaban cumplidamente su identidad de Fritz Bernd Wegener, natural de la provincia italiana del sur del Tirol.

Contrató como secretaria a una joven alemana, Irmtraud Sigrid Muller, con la que contrajo matrimonio a principios de 1955, a pesar de que ya estaba casado y de que en Graz vivía aún Hella, su primera esposa. Pero Roschmann estaba poniéndose nervioso. En julio de 1952 Eva Perón, esposa del presidente argentino y eminencia gris, había muerto de cáncer. En 1955, el régimen de Perón tocó a su fin, y así lo intuyó Roschmann. Si Perón caía, sus sucesores tal vez retiraran la protección que éste había otorgado a los ex nazis. Así, Roschmann se trasladó a Egipto con su nueva esposa.

Allí pasó los tres meses del verano de 1955, y en el otoño volvió a Alemania Occidental. Nadie hubiera sospechado de él, a no ser por el despecho de una mujer traicionada.

Durante aquel verano, Hella Roschmann, su primera esposa, le había escrito a Buenos Aires a casa de la familia Vidmar. Los Vidmar, que no conocían la nueva dirección de su antiguo huésped, abrieron la carta y contestaron a la señora Roschmann, de Graz, comunicándole que él había regresado a Alemania y que se había casado con su secretaria.

Hella reveló entonces a la Policía la verdadera identidad de Wegener, y se inició la búsqueda de Roschmann, acusado de bigamia.

Las señas del hombre que se hacía llamar Fritz Bernd Wegener circularon por toda Alemania Occidental.

—¿Y lo cogieron? —preguntó Miller.

Wiesenthal movió negativamente la cabeza.

—No; desapareció otra vez. Seguramente se esconde tras una nueva serie de documentos falsos y, con toda probabilidad, en Alemania.

»Sí, creo que Tauber pudo verlo. Ello concuerda con los hechos conocidos.

—¿Dónde está Hella Roschmann, su primera esposa? —preguntó Miller.

—Reside aún en Graz.

—¿Cree que pueda ser interesante hablar con ella?

Wiesenthal movió negativamente la cabeza.

—Lo dudo. Después del «soplo», no creo que Roschmann fuera a revelarle otra vez su paradero. Ni su nuevo nombre.

»Debió de encontrarse en una situación muy apurada cuando se descubrió que el supuesto Wegener era él. ¡La prisa que se daría en agenciarse nueva documentación!

—¿Quién pudo proporcionársela? —preguntó Miller.

—ODESSA seguramente.

—Pero, ¿qué es exactamente eso de ODESSA? Lo ha mencionado varias veces.

—¿Nunca ha oído hablar de ellos? —preguntó Wiesenthal.

—Nunca hasta hoy. —Simon Wiesenthal miró su reloj.

—Será mejor que vuelva mañana por la mañana. Entonces le hablaré detenidamente de ellos.

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