Nora

Nora


Capítulo 4

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Temblaba y hedía. Nora caminó las tres millas hacia el convento de las Hermanas de la Caridad presa de un gran terror.

Repetía el nombre Ernest Lawson como una melodía, al tiempo que repasaba las instrucciones que el buen hombre le había dado para llegar.

Hermanas de la Caridad, sonaba bien. Sonaba a personas que no tendrían problemas de hospedar a un necesitado. Y ella lo era.

La ciudad volvía a ostentar su belleza, pero Nora era incapaz de verla. No todavía. Debía asegurarse la supervivencia primero.

Pensar que el nuevo mundo resplandecía de promesas…

Le hubiera gustado ser más precavida, menos inocente, más adulta. Los quince años de edad le pesaban como a un anciano ochenta. Ambos se encontraban en esos extremos de la vida que te arrebataban la independencia.

Había estado a merced de Elisa, su hermana se había sacrificado a un precio altísimo. Murió antes de conseguir lo que quería para ella: una vida cómoda y sin privaciones.

Conseguir eso en ese nuevo país era una forma de honrarla, la otra, conseguir justicia. Para lo segundo, necesitaba lo primero.

Llegó antes de las nueve de la mañana al convento. Tres millas no eran nada para sus piernas jóvenes y sus brazos fuertes. De igual modo, tardó varios minutos en atreverse a llamar a la campana. Minutos que aprovechó mirando por la reja hacia el interior.

No esperaba que un convento se viera tan bien. Se trataba de un lugar para la fe romana, algo no tan común en Inglaterra por esos momentos. El catolicismo era cosa de irlandeses, y Nora había adivinado la procedencia de Ernest por el acento propio de Belfast.

La reja era labrada, terminaba en un arco de donde colgaba un letrero con una frase en latín. No sabía latín, la educación recibida como pariente de un vicario se limitaba a lo básico. Supuso, de todos modos, que se trataba de algún rezo o bendición, y la embargó una profunda paz.

El terreno estaba bordeado por un alto muro, que impedía mirar y ser visto. Solo el ingreso estaba abierto a los curiosos. Desde allí, un sendero de gravilla conducía a la puerta principal, y se abría también en dirección a la capilla. Lo demás era jardín, verde, pulcro y prolijo. Tenían frutales hacia un lado, huerto hacía el otro y una gran sección destinada a rosas rubiginosas, también conocidas como rosa mosqueta.

Se decidió a hacer sonar la campana y aguardó, nerviosa, a que se presentara alguien. Los segundos transcurridos se llenaron de imaginación, Nora era propensa a las fantasías.

Imaginó que llegaría una mujer rechoncha, de rostro afable, con ojos redondos, de muñeca, llenos de bondad. Le sonreiría, la invitaría a pasar y escucharía todos sus pesares. La llenaría de consejos buenos, que le ayudarían a comprender el mundo, y…

—Buenos días, que el Señor esté contigo —saludó una mujer.

—Buenos días… —La hermana de la caridad la miró con escepticismo y una dosis de malestar al no oír lo que se acompañaba a tal saludo. Nora improvisó—: El Señor esté contigo.

—Y con tu espíritu —contestó la monja, y la muchacha se obligó a recordar que esa era la respuesta esperada.

La mirada de la Hermana la recorrió de pies a cabezas, sin mostrar desprecio ni malestar, solo entendimiento. Sin decir nada, abrió la reja y la hizo pasar.

—Yo… este… —los balbuceos de Nora no fueron atendidos. La mujer, de hábito gris, cofia blanca y una pesada cruz de madera colgando al pecho no se volvió a ella ni le dirigió la palabra.

Por simple instinto, la joven siguió los pasos de la monja por el sendero, y luego por los pasillos de paredes blancas y figuras religiosas. Olía a incienso, a violetas, a rosas y a encierro. A Nora no le resultó desagradable la mezcla de aromas, por el contrario, le trajo serenidad. Una sensación que las pandillas de Nueva York le habían quitado en una noche. La monja se detuvo en seco tras una puerta de madera oscura, como las que Nora imaginaba en los calabozos de los castillos, y ella, distraída como iba al absorber todo lo que veía, impactó con el cuerpo de la pobre mujer.

Un golpe suave, ninguna respuesta, de igual modo, la monja abrió, la hizo pasar y cerró tras ella sin acompañarla.

El nuevo escenario se presentaba tan cautivador como el resto. Un escritorio, una imagen de la virgen, un crucifijo colgando de la pared y varios estantes llenos de libros encuadernados en cuero.

—Buenos días, que el Señor esté contigo —dijo una voz dura y áspera.

—Y con su espíritu —contestó de manera mecánica.

—Sor Mary, la madre superiora del convento de las Hermanas de la Caridad. Y tú…

—Nora Jolley, de Inglaterra. He llegado a la ciudad ayer y pasé la noche fuera… verá… —La mano de la madre superiora la detuvo.

—Dudo que desees ordenarte, por lo que supongo que te traen otras necesidades.

—Sí, yo… —De nuevo fue detenida por la monja. La mujer no tenía ni ojos amables, ni cuerpo redondeado, ni nada de lo que había imaginado; sin embargo, la rodeaba un halo de bondad extraño, una energía luminosa que comunicaba serenidad de espíritu.

—No quiero mentiras, jovencita. No se aceptan aquí las mentiras, pero sí se aceptan los secretos. Entonces, cuida bien tus palabras, obra siempre con la verdad… ¿qué te trae por aquí?

Nora pensó bien la respuesta. No mentir. Si no quería hacerlo, debía ocultar sus motivos, esos que iban en busca de Charles Miler. Por lo tanto, analizó dentro de ella lo que sí la había llevado a ese lugar: el miedo.

—Al llegar pequé de soberbia, Sor Mary, creí que sabía más que quienes me quisieron ayudar y desprecié su socorro. Tengo algunos dólares, con los que pagaré mi hospedaje, pero no conozco a nadie aquí y no sé por dónde empezar a buscar un techo. Anoche descubrí que los peligros de la ciudad, de la vida, son mayores de los que esperaba. Un buen hombre, Ernest Lawson, me sugirió que viniera aquí y no le hice caso, eso casi me cuesta la vida, o eso pienso yo.

La sonrisa tenue de Sor Mary le dijo que la explicación fue apropiada.

—Omites la razón que te trajo sola a América, pero compartes el miedo que te trajo al convento.  —Se tomó el mentón y analizó las posibilidades—. Puedes quedarte aquí, siempre y cuando comprendas que es una opción temporal. Nuestra intención es que quienes se hospedan tomen dos caminos acompañados por la fe: el de los votos o el de la familia en Gracia del Señor. No se te cobrará nada, aunque se espera que tus manos se pongan al servicio de la congregación.

Nora asintió conforme y feliz, la idea de no pasar otra noche a la intemperie la hizo largar el aire con alivio.

—Aprenderás a trabajar con humildad. Sor Magdalena te acompañará a la celda, que compartirás con otras tres muchachas. Empezarás la jornada a las cinco de la mañana, con la oración en ayunas. A las seis, se brindará el desayuno y a las siete se te asignará una tarea acorde a tus capacidades. Al mediodía se tomará un breve almuerzo, una nueva hora de oración y, por la tarde, se te otorgará el tiempo necesario para que halles, fuera de estos muros, un trabajo digno. —Esperó a que Nora mostrara signos de comprensión y la despidió—. Ve, tras la puerta espera Sor Magdalena. Toma un baño, veo que has presenciado lo peor de la ciudad, hueles a ello…

La muchacha se sonrojó, consciente de que su hedor rompía con la armonía del convento y se apuró a acatar la orden.

Esa noche, la primera bajo techo en su nueva vida, ideó planes para el futuro hasta quedarse dormida. Todos ellos tenían el mismo nombre y el mismo fin: Charles Miler, justicia.

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