Nora

Nora


Capítulo 5

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De considerarse el objetivo de Nora como el centro mismo del éxito, no quedaría más que decir que fracasó de manera rotunda.

El primer mes en el Nuevo Mundo fue para la muchacha un tiempo, en esos términos, desperdiciado. Sin embargo, no podía verse la situación solo desde esa óptica, pues sería injusto.

Nora era una niña en muchos aspectos, y poseía el don del aprendizaje. La única contra con la que contaba era que, para aprender, primero debía desterrar conceptos y prejuicios que la educación británica había tatuado en su ser.

El primero de ellos era que el trabajo les pertenecía a las clases bajas, que dignificaba a la servidumbre, pero que debía evitarse en aquellos que estaban por encima en la pirámide social. Y Nora supo ostentar ese puesto medio.

Al ser sobrina de los Godman, estaba por encima de la baja servidumbre. Solo la desgracia la hubiera llevado a convertirse en una doncella o en una lavandera, y si eso ocurría, debía aceptarlo con humildad. Pero, era menester evitarlo. Tampoco podía aspirar a la nobleza y a la riqueza, roles que quedaban destinados a las damas de buena cuna y con dotes abundantes. Ser los parientes pobres de alguien bien relacionado se traducía a un lugar muy marcado en la sociedad. Podía optar entre ser dama de compañía, institutriz, ama de llaves o depender de la caridad de sus familiares acaudalados. En caso de contar con una vivienda, se aceptaba la posibilidad de rentar habitaciones a otras damas y cumplir el papel de salvaguardar la moral de sus inquilinos. Y eso era todo el abanico de posibilidades que Nora pudo contemplar en sus quince años.

En Nueva York, un universo por completo nuevo se abrió ante sus ojos. Allí el trabajo ocupaba otro lugar, uno primordial. Y los americanos parecían desconocer las reglas tácitas de la sociedad, esas que le decían que si nacías sirviente morías sirviente. En esa ciudad, —Y pronto comprobaría que en todo el territorio—, los hombres y mujeres aspiraban siempre a más. Eran sirvientes que querían convertirse en comerciantes, y comerciantes que anhelaban ser empresarios, y empresarios que pretendían llegar a ser aristócratas.

La señora Godman catalogaría tal actitud de vulgar, Nora, en cambio, la encontraba fascinante.

En el convento, sus días comenzaban con una hora de oración. Sor Magdalena le explicó que de ese modo alimentaban primero el espíritu y, luego, el cuerpo. Los desayunos eran abundantes, aunque lejos de contar con delicias, para no tentar al pecado de la gula, y tras la ingesta, las mujeres que se hospedaban bajo la caridad de las Hermanas, dedicaban las horas matutinas a trabajar para pagar el techo.

Nora sabía leer y escribir, algo raro en ese contexto. Por fuera de lo lógico, Sor Mary no le asignó tareas acordes a sus conocimientos, sino todo lo contrario.

—Ya he notado que sabes leer y escribir. También posees la habilidad de mantener una conversación amable, bordar y coser… ¿De qué te servirá, entonces, emprender esas actividades que tan bien conoces?

Con esa sentencia, la madre superiora la envió a trabajar la tierra, a cuidar de las rosas mosquetas y producir el aceite de esa flor y de tantas otras que vendían para sustentar el convento.

Por las tardes, tras el almuerzo, Nora tenía el tiempo libre. Horas que destinaba a pararse frente a la editorial Miler & Miler y aguardar por la aparición de su dueño.

El rechazo inicial de los empleados se convirtió, pronto, en malestar general. Y, más tarde, en indiferencia. Día a día, Nora se volvía un adorno más en la fachada del lugar. Nadie le daba información sobre Charles Miler, ni un ínfimo detalle, pero tampoco invertían energías en espantarla o amenazarla con las fuerzas de la ley. Al parecer, tras la desconfianza inicial, pasaron a considerarla inofensiva.

Las esperanzas se marchitaban en el interior de la muchacha. En sus oraciones, incluía a Elisa y pedía por su alma y por la justicia terrenal. Le hubiera gustado poder ser el instrumento que consiguiera tal cosa, pero ya no se sentía tan capaz.

Una mañana, en la que trabajaba en la destilación del aceite, fue llamada por la madre superiora.

Desde su llegada, no había vuelto a pisar el despacho destinado a la autoridad máxima, y temió lo que ahí podía hallar. Hacía bien.

—Adelante —ordenó la voz de Sor Mary tras el suave golpe en la madera—. Te esperaba, Nora.

Asintió en silencio. El saludo lleno de bendiciones ya no era requerido, el mismo se daba al alba, solo restaba, en esos instantes, esperar con el corazón en el puño por lo que la mujer tuviera por decir.

—Eres una muchacha con mucho talento. —Tomó asiento sin indicar a Nora que hiciera lo mismo. Ella se quedó de pie, segura de que aquello se trataba de una reprimenda por algo que desconocía. Estaba acostumbrada a recibirlas, tanto su madre como Elisa le habían soltado discursos en el pasado sobre su comportamiento díscolo, y la señora Godman, sobre la humildad con la que debía recibir su suerte de dama de compañía—, es por eso que lamento tener que dejarte ir…

—Perdón… —Nora esperó haber oído mal.

—Tienes que marcharte, Nora, pues no has recibido la ayuda que aquí brindamos, y por eso es preferible otorgarle tu lugar a quien sí lo haga.

La boca de Nora se abrió por la sorpresa, y pese a toda la educación recibida, rebatió:

—Sí he recibido su ayuda y estoy muy agradecida…

—Nada de eso. Conoces las pautas aquí, a la mañana oración y por la tarde la búsqueda de un empleo. No voy a preguntarte por qué aún no has hallado uno, pues la otra regla del convento es nada de mentiras y solo conseguiría eso de tus labios. —La dureza de las palabras de la madre superiora golpearon el pecho de Nora. Tenía razón, por las tardes, en vez de buscar empleo, había ido a pararse a la puerta de la editorial. Desperdició la ayuda brindada.

—Por favor —clamó—, una oportunidad más, no puedo quedarme en la calle…

—Tienes dos días para dejar el convento, Nora. Solo dos días, eres lista, y si has aprendido algo, sabrás encontrar una salida.

—Pero…

—No tengo más qué decir, por favor… —Indicó la puerta con su dedo y volvió el rostro a la tarea que tenía ante sí al ser interrumpida por Nora.

Tardó en acatar la orden, y Sor Mary no mostró indicios de que la presencia le molestara o impacientara. La ignoró, haciendo que el vacío en el pecho de Nora se ensanchara hasta dejarla agotada.

Le correspondía hacer aceites esa mañana, en cambio, se marchó a su celda a preparar las maletas para una nueva travesía. Las lágrimas no salían de sus ojos, era como si se hubieran secado, y el vacío en su pecho empezaba a volverse piedra. La invadía un profundo sentimiento de fatalidad y autocompasión, una sensación que fue interrumpida por Sor Magdalena.

—Supongo que ya sabes lo que me dijo la madre superiora —espetó, molesta con la monja sin saber por qué—.  ¿Alguna vez te caí bien?

—Aquí no se trata de caer bien, Nora. Se trata de ayudar, y muchas veces debemos ayudar a los despreciables y despedir a los nobles.

—¿Y yo, en qué grupo entro?

—En el de los nobles, aunque ahora estés en los despreciables. No has conseguido entender la lección, Sor Mary hace lo que debe por tu bien.

—¿Lo que debe?, ¡¿Lo que debe?! ¿Sabes cómo es Nueva York por las noches?, ¿sabes el miedo que provoca estar en un país desconocido, sola, sin nada ni nadie?, ¿sabes lo que es temer a la muerte?

Sor Magdalena no pareció sorprendida por los lamentos de la muchacha. Ocupó sus laboriosas manos en ayudarla con la maleta.

—¿Por qué no has buscado un empleo en este tiempo que se te ha brindado? —Nora encogió los hombros con desdén, en un gesto chiquilín que denotaba un orgulloso mutismo. Era lo que la monja deseaba poner en manifiesto—. La ayuda aquí no es el techo, Nora. El techo lo puedes hallar en cualquier sitio: en una casa de juegos, en un burdel…

¿De verdad una mujer de fe acababa de mencionar esos lugares de mala muerte?

—¿Allí es donde quieres que vaya?

—No, ¿Tú?

—¡Por supuesto que no! Pero, ¿qué más me queda si…?

Mientras hablaban, Sor Magdalena había separado un par de objetos antes de guardarlos en la maleta: Un sobre con dólares, una carta lacrada con el sello de Sutcliff y un vestido sobrio y elegante. Ante tal exposición, Nora no pudo más que callar.

—No es nuestra ayuda la única que has rechazado, ni es la primera vez. Escuchar tras las puertas está mal, lo reconozco, pero recuerdo lo que has dicho cuando llegaste aquí, «pequé de soberbia», y lo vuelves a hacer, de soberbia y orgullo. Te niegas a ser ayudada, rechazas tal providencia y te lamentas de tu suerte. ¿Por qué?

—Yo no… —musitó.

—Cada uno interpreta a nuestro Dios a su manera, yo suelo pensar que Él nos hizo como una gran casona llena de puertas y ventanas, para que por ellas entre todo lo bueno de la vida. Pero, a veces, también entra lo malo, y nosotros, tras ese dolor, nos apresuramos a cerrar esa ventana o puerta con el afán de protegernos. Hay quienes van por la vida cerrados al amor, por una experiencia de desamor. Otros, a la familia, porque han sufrido demasiadas pérdidas. Tú… tú cerraste la entrada a la ayuda, y solo me queda adivinar que alguien te ha fallado. Nora, no eres mala ni poco merecedora de socorro, eres apenas una niña… no permitas a quien te hizo daño que condicione tu vida. Abre todas las ventanas, todas las puertas, y deja entrar, con cautela, lo bueno de la vida. —Señaló las muestras de ayuda que estaban junto a la maleta—. Eso es lo que aquí ofrecemos, una oportunidad. Solo una. Te quedan dos días para hacer uso de lo que Ernest Lawson, un hombre bueno y sin dobles intenciones, te ha otorgado: una oportunidad. Y tienes todo esto…

Nora se dejó caer sobre el colchón del catre asignado. Se sentía convulsionada por las palabras de Sor Magdalena, dichos tan acertados.

—Cuando quedé huérfana —susurró a la espalda de la monja, que ya se marchaba para dejarla a solas—, los Godman, que eran primos de mi madre, nos dieron alojamiento en su casa. La señora Godman puso una condición, que mi hermana Elisa trabajara para el duque de Aberdeen como dama de compañía de su madre para pagar mi hospedaje. Toda la ganancia de Elisa, no era mucha, vale aclarar, iba a los bolsillos de la esposa del vicario. Y eso no implicaba que yo pudiera estar a mis anchas o que se me brindara algún beneficio… No. Yo debía cumplir el rol de dama de compañía de la señora Godman para ganarme el pan ¿Entonces, por qué le robaba todo el salario a mi hermana? Si ella hubiera tenido un penique… uno. Si yo hubiese ganado un chelín al menos… Si no nos hubieran convencido de que, por nuestra condición de desahuciadas, debíamos someternos a todo lo que nuestros benefactores desearan.

—Eso no es ayuda, Nora. No lo confundas. Has cerrado la ventana equivocada. ¿Acaso aquí se te ha cobrado uno de esos dólares de allí?, ¿se te ha hecho trabajar de sol a sombra, o solo un par de horas? ¿De verdad crees que las personas que te han otorgado estos objetos vendrán a ti a cobrártelos con usureros intereses?

—No…

—Nora, el orgullo desmedido se vuelve soberbia. Creo en Dios, quizá tú solo creas en el destino… sea la deidad que sea, ¿piensas que te debe algo?, ¿que tu suerte cambiará solo porque lo mereces?

Negó con la cabeza. Comprendió que Sor Mary le había impartido una brusca lección, una que hubiera tenido que aprender por sus medios de manera paulatina, pero que ella había decidido aceptar en la forma más dolorosa. Los golpes se sumaban uno tras otro, y la moldeaban a la nueva vida que se le avecinaba.

Trabajo e independencia.

Tener que poner en pausa la búsqueda de justicia le dolía en el pecho, sentía que traicionaba a Elisa, al tiempo que comprendía lo que Sor Magdalena le decía: no conseguiría tal cosa solo por merecerla. Y si terminaba en la calle, en un burdel o muerta, no podría hacerse con ella. Forjarse un futuro que la convirtiera en libre, libre de todo, le permitiría ir por aquellos que hicieron a Elisa esclava.

Tenía dos días, y todo comenzaría esa misma tarde.

En la soledad de la celda, se vistió con el traje que Lady Webb le había obsequiado, tomó el sobre con el sello Sutcliff y algunos dólares, decidida a recibir de esos amables extraños la ayuda ofrecida.

Edward Clark, si Colin Webb creía que era el hombre indicado para iniciar la nueva vida en la costa este, a él recurriría. Dolía un poco en el orgullo, sí, pero las Hermanas de la Caridad habían cumplido con su parte, la primera dosis de humildad —que no era sometimiento ni resignación— le corría por las venas y la impulsaban a afrontar el porvenir.

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