Nora

Nora


Capítulo 16

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La despedida careció de matiz sentimental, la señora Sullivan sería un recuerdo en cuanto la distancia entre ellas se ampliara. Le agradecía la buena voluntad, no cualquier mujer estaba dispuesta a atravesar el país ida y vuelta solo para acompañar a un par de muchachas que nada tenían que ver con ella, pero el punto final tenía que ser colocado. Y así lo hizo Nora. Sin importar lo que ahí sucediese, no regresaría a Boston. Presentía que california era el último lugar del recorrido de su vida. Un extraño presentimiento, claro está. Sin embargo, así lo sentía. Era lo más alejado posible a lo que, tiempo atrás, fue su hogar, y lo que proyectaba como uno. Quizás, por esa llamativa dicotomía, era que la ansiedad volvía a ganarle a la razón, y los tacones de sus botines tamborileaban contra el piso de madera.

—¿Tienes hormigas? —La pregunta de Dorothy era acorde a su análisis infantil.

Se arrojó de rodillas al suelo, y sin permiso, le alzó la falda.

—Yo puedo espantarlas si quieres...

—Oh, no, cariño... levántate por favor. ¡No, no son hormigas! —dijo tomándola por los hombros para hacerla volver a la comodidad del asiento.

—¿Y por qué se mueven tus piernas?

—Porque... porque —Tuvo que pensar un argumento que hiciera a un lado los conflictos emocionales ante las nuevas vivencias—, porque de tanto estar sentada mis piernas se han dormido. ¿Alguna vez te ha ocurrido?

—Puff, un ciento mil de veces.

Nora rio, podía notarse que la pequeña Dorothy no tenía idea de la medida indicada en su expresión.

—Dicen que cuando tus brazos se duermen, tienes que sacudir la cabeza para que se despierten... podrías intentarlo, ¿no?

—¿Quiénes dicen eso?

—Todo el mundo... —Para Dorothy, el mundo se resumía a los protagonistas de su vida que, casualmente, coincidían con los miembros de su familia—, en especial la abuela Sandra. Inténtalo —insistió.

El vocabulario de Dorothy era muy vivaz, demasiado tal vez. Se recordó que debía enterrar en su memoria las costumbres británicas, en especial en lo relacionado a la educación; en Inglaterra se les enseñaba a las niñas que el silencio era el mejor aliado, en américa, empujarlas al mutismo era una labor titánica.

—Podría... déjame ver.

Sacudió la cabeza de un lado al otro. Las piernas no se le despertaron, pero las vértebras de su cuello crujieron. Dorothy se cubrió la boca para ocultar la risa.

—¡Tu cuerpo hace ruido!

El efecto relajante que el movimiento causó en su cuello se le presentó como una necesidad que debía de ser extendida a lo largo de toda la espalda. Tenía el cuerpo atenazado, y los músculos parecían rocas. Estiró los brazos hacia adelante y atrás, una sinfonía de huesos resonó dentro del carruaje. Casi que gimió de placer. Las mejillas de Dorothy estaban rojas como un tomate, no por vergüenza, sino porque se descostillaba de risa ante la mujer contorsionista que tenía frente a ella.

—Prométeme que no dirás nada. —Nora buscó complicidad en la niña a modo de juego.

—Lo prometo... —dijo, aunque los ojitos danzaron de un lado al otro confesando duda.

—No pretendo juzgarte, Dorothy, pero tu promesa no me convence.

—¿Qué es, juzgarte?

La niña era avanzada para su edad, superaba a sus pares por mucho, de ahí a pensar que podía enfrentarse a un vocabulario adulto, era demasiado.

—Es una palabra que no debí utilizar, solo eso. Dejemos lo dicho en: tu promesa no me convence.

Dorothy llevó la duda un poco más allá, la hizo pensamiento, la mueca en sus labios fue el preámbulo de lo que sería una resolución final.

—La abuela Grant dice que la verdad siempre le gana a la promesa... si no me preguntan, prometo no decir nada.

Tan pequeña y ya con estándares morales altos. Nora estaba encantada con ella.

—¿Y si te preguntan?

—Diré la verdad —afirmó.

—¿Que es...?

—¡Que la espalda de la señorita Yoly ruge como un león!

De ser otra persona, le hubiese corregido de inmediato la errónea pronunciación de su apellido. La pequeña se acababa de ganar el privilegio de llamarla como se le antojara. Ella y su abuela, con las pocas palabras oídas sobre la mujer, ansiaba conocerla. No dudó en comentárselo a la niña.

—Me encantaría conocer a tu abuela, Dorothy... a propósito, puedes llamarme Nora.

—Y a la abuela Sandra le encantará conocerte, le encanta conocer a muchachas nuevas...

—Ah, ¿sí? —Pensó: quizás la soledad bajo el sol californiano hacía la vida muy aburrida, y la pobre mujer estaba hasta la coronilla de los mismos rostros.

—Sí... necesita una esposa para mi tío Zachary —confesó con total liviandad, como quién cuenta un dato superficial—, y también para mi tío Louis, aunque dice que la de Louis puede esperar, pero la de Zach, no. —Se acercó para susurrarle al oído—. La abuela quiere más nietos...

—Espera... ¿has dicho, Zachary?

¡Por los cielos! ¿Cómo no lo había pensado? Culpaba al calor y al viaje, le estaban atrofiando la mente. Zachary Grant... Sandra Grant. ¿Cuántos de ellos podían existir en California?

Para apartar toda duda, utilizó la carta que le daría la confirmación absoluta.

—¿Tu tía es Lady Webb?

Dorothy alzó los hombros.

—Mi tía se llama Emily... —pensó, sus ojos se movieron procesando la información. Sonrió—, ahora que lo recuerdo, mi tío Zach le dice «lady», pero se lo dice solo para molestarla, a ella y a mi tío Colin, —Volvió a sonreír, y aseguró—: en especial a mi tío Colin.

—¡Oh, sí! ¡Tu tío Colin! —rio al rememorar aquel viaje junto a él y la familia Grant a bordo del Elizabeth IV. ¡Cómo olvidar los intercambios de palabras entre Colin y Zach! Le habían robado más de una carcajada. Más aún, le habían animado el espíritu.

—¿Lo conoces?

—Sí, lo conozco. Lo conozco a él y a Emily. Y también a Zachary Grant, y a tu abue...

Dorothy no demoró ni un segundo en compartir la primicia. Se trepó a la ventanilla de la portezuela, y gritó para que Louis y Elton la oyeran:

—¡La señorita Yoly conoce al tío Colin... y al tío Zach, y a la abuela! ¡Conoce a todos!

Era un buen augurio. Tenía que serlo. Llegar a tierras desconocidas y encontrarse con las personas que le brindaron la más desinteresada y afectuosa solidaridad no podía ser una simple coincidencia. ¿Sería cuestión del destino? ¿Acaso existía ese poder divino? Y de ser así, de existir... recién en ese momento, en ese instante de su realidad, se hacía presente. ¿Por qué?

 

No hubo tiempo para más reflexiones trascendentales. Menos para respuestas. Importaban otra clase de preguntas, las que ubicaban en tiempo y lugar a Nora con los Grant en el pasado. Elton se mostró más tranquilo a la hora de interrogarla, Louis no pudo con su común verborragia; la atosigó con cuestionamientos superficiales, básicamente porque quería entrecruzar el relato de la muchacha con los de sus hermanos, estaba seguro de que Nora Jolley narraría los hechos con mayor objetividad. Rio a carcajadas con las primeras anécdotas, y la obligó a un cambio de planes. Charles podía esperar. El reencuentro con la familia Grant, no.

Para Nora fue la excusa perfecta. Entre palabra y palabra había confirmado que lo que unía a los Grant con Miler era una profunda amistad. ¿Qué mal haría dilatando el encuentro con ellos? Porque eso era lo que estaba haciendo. Los nervios salían a la superficie, después de años y años de espera, el momento más esperado iba a concretarse. ¿Estaba preparada?

No tuvo tiempo de pensar en nada más. Ni bien cruzó el umbral del hogar de una de las familias más acaudaladas y reconocidas de california, se olvidó de las sensaciones de confusión para entregarse a la cálida bienvenida.

Los brazos de Sandra finalizaron con la tarea que Nora había comenzado en el carruaje, le acomodaron las vértebras. Así eran los abrazos de la abuela Grant, unía cada fragmento suelto de tu cuerpo, te daba seguridad, te hacía sentir querida.

—¡Apenas puedo reconocerte, muchacha! —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡He pensado tanto en ti en los últimos años, y aquí estás! —Puso los brazos en jarra, de la felicidad pasó al fingido enfado—. ¡Debería enojarme contigo, ni una carta, ni una noticia tuya!

La mujer tenía ese punto a favor. De haberlo querido, Nora hubiese podido encontrar la manera de hacerle saber que estaba bien, que sobrevivía. No lo hizo, por esa endemoniada cuestión suya de no querer depender de nadie, de no querer deber nada a nadie. Ya no era la misma niña de años atrás, y comprendía lo tonto e injusto de su proceder.

—Lo siento, no creí que...

No pudo finalizar la disculpa, los brazos de Sandra, como tentáculos ansiosos, volvieron a capturarla.

—¡Bueno, ya basta, dejémoslo en el pasado! Ahora estás aquí... cómo debiste estar en un principio, y todo gracias a Charles. ¡De no creer! ¡Bendito sea el creador y sus extrañas maneras de obrar!

—Madre, hablando de Charles —Louis vio oportuno intervenir, el delgado cuerpo de la señorita Jolley estaba a pasos de quebrarse entre los brazos de su madre—, tengo que llevarla con él en una pieza.

—Y de lo posible, respirando —agregó Elton cuando comprobó que el rojo ardiente de las mejillas de Nora no tenía que ver con las altas temperaturas de la región.

—Oh, lo siento, tienen razón. —La apartó con delicadeza y Nora pudo recuperar el control del cuerpo—. Déjame verte bien... estás delgada, demasiado delgada —Era imperioso para la mujer conseguir más voces que la secundaran, se dirigió a sus hijos, los únicos presentes— ¿La ven delgada, verdad?

—No lo sé, madre, la acabamos de conocer —convino Elton sin intenciones de desmerecer la apreciación.

—Y si lo que dices es así, no te preocupes. —Louis quiso zanjar el asunto lo más rápido posible antes de que Sandra tomara la responsabilidad como propia. Ya podía imaginarla día tras día visitándola en lo de Charles para llevarle platos de suntuosa comida casera—. Kaliska se asegurará de que su cuerpo se ponga a tono con las necesidades californianas.

La señorita Jolley necesitaría de proteínas y grandes dosis de agua diaria para tolerar el nuevo estilo de vida. Boston y sus costumbres, se evaporarían como una gota de agua en el desierto.

Dorothy, que había sido encomendada con la función de ir en busca del abuelo Benedict, interrumpió la conversación de bienvenida con lo solicitado aferrado a su mano.

—Oh, Benedict, ven a conocer a la pequeña Nora... Te he contado sobre ella, ¿lo recuerdas? Viajó junto a nosotros de regreso a américa.

Al igual que cada uno de los miembros masculinos Grant, el jefe de familia, era alto y robusto. El avance de los años no lo había abofeteado como a la mayoría de los hombres de su edad, tenía una suntuosa cabellera gris plata y una barba cuidada que relucía con el mismo color, combinando de manera casi magnánima con el tono tostado de su piel. Sin lugar a dudas, la historia de su vida, una que oscilaba entre la rusticidad laboriosa y la conquista del éxito repentino, le habían sentado de maravillas. En un par de pasos, estuvo junto a ellas. La afabilidad volvía a consagrarse como un rasgo genético distintivo en los Grant.

—Bienvenida, señorita... —Le dio pie a que ella finalizara con la presentación.

—Jolley, Nora Jolley.

—Señorita Jolley, es un placer recibirla en nuestro hogar.

—Benedict, por favor, dile Nora... —Sandra no podía contener la emoción. Llevaba cargando encima unos cuantos meses monótonos. Extrañaba a su hija, y la actividad lúdica que obtenía a manos de sus nietos, no le era suficiente. Por eso reclamaba más... y más.

—Gracias por recibirme, señor Grant, he oído hablar mucho de usted. —Era verdad, tanto Emily como Sandra le habían narrado un sin fin de historias en las que el hombre era protagonista. Recordada hasta la historia de amor entre él y Sandra. Los inicios del matrimonio, el primer hijo. Todo.

—Y aunque parezca una respuesta de pura cortesía, déjeme decirle que yo también he oído hablar mucho de usted. Ahora que lo pienso, parte de la felicidad de Emily le pertenece a usted, señorita.

—¡Felicidad para Emily, desgracia para el resto! —Un vozarrón atravesó el salón con la fuerza de un huracán.

La memoria es perfecta, almacena información sin que uno se dé cuenta siquiera. Nora jamás hubiese pensado que la vibración de esa voz había quedado grabada como huella imborrable en su mente. No, jamás olvidaría la voz, el tono y la ironía de Zachary Grant.

—Si se trata de pensar sobre el pasado, déjame decirte, pequeña Nora... —Avanzó hasta llegar a ella y le sonrió, luego frunció el ceño para otorgarle dramatismo a lo que diría a continuación—, que, si no hubieses ayudado a ese mequetrefe, yo estaría feliz, y él estaría flotando en el atlántico, o en su defecto... encallado en tierras irlandesas.

Sandra no pudo contener la mueca de espanto.

—¡Zachary Grant, por los cielos, compórtate! ¡Esta riña infantil entre ustedes tiene que caducar de una vez por todas!

—Imposible, madre, y lo sabes.

Benedict se llamó al silencio. No pensaba opinar, llevaba años librándose del asunto. Louis y Elton se echaron a reír, al fin de cuentas, la eterna riña no hacía más que enriquecer los momentos de reunión familiar.

—No le prestes atención a lo que dice, Nora. Critica a Colin, y luego son carne y uña. —Sandra expuso la verdad de la relación.

—Pues no me queda más alternativa, a una de las mentes maestras de la familia —dijo dirigiéndose a Elton— no se le ocurrió mejor idea que construir la nueva vivienda de esos tórtolos a pasos de mi estancia.

—Lo que tú llamas «pasos», otros lo llaman «millas» —remarcó Elton con la risa de Louis resonando en su oído.

—Pues no son las suficientes, el viento me trae su condenado perfume inglés.

—¡A mí me agrada el perfume del tío Colin! —Dorothy se sumó a la discusión, aunque para ella no era más que un intercambio común de palabras entre Grant’s.

—A ti te agrada todo, Dorothy —la criticó Louis sabedor de que la influencia Foster le corría por las venas—, tienes que empezar a ser más selectiva.

Nora estaba inmutable, lo que había sido una cordial bienvenida se había transformado en un ida y vuelta de sarcásticos reproches.

—¡Suficiente! —Benedict alzó la voz midiendo la intensidad para no espantar a la recién llegada—. Por favor, coloquemos el ojo sobre lo importante, brindarle una confortable bienvenida a la muchacha.

Los ojos de todos los presentes se posaron en ella. El calor la devoró. El sudor le perló la frente.

—No, por favor, no tienen que preocuparse por mí.

—¡Por supuesto que sí! —afirmó Sandra—. No pienses que voy a dejarte marchar tan fácil, en breve caerá la tarde —dijo tomándola por los hombros—, te quedarás a cenar con nosotros. Además, Jonathan, Megan y Amber nos harán compañía...

La señora Grant mencionaba nombres como si para Nora fuesen amigos de años. Eran perfectos desconocidos.

—Y si Charles no fuese tan receloso, también podría sumarse —agregó mirando de soslayo a Louis, mientras guiaba el cuerpo de Nora al que era su salón particular. Ahí gozarían de una infusión refrescante y de los chismes de los alrededores. Alguien tenía que nutrir a la muchachita británica sobre la vida social californiana, y Sandra pensaba tomar las riendas de esa empresa.

—Madre —la reprendió él por el comentario—, Charles tiene sus costumbres y modos, respétalos, por favor.

—Lo hago, por supuesto que lo hago, pero una cosa no quita a la otra. —La frase era de común uso familiar—. ¿No es así, Nora?

Oír el nombre de Charles puso de nuevo en relieve a sus agitados nervios. Tragó saliva, enderezó la espalda y alzó el mentón. Esa era su estrategia de defensa corporal involuntaria.

—¿Qué cosa, señora Grant? —preguntó dudosa.

—Eso que ya tú sabes... Charles. Al fin de cuentas, aceptaste venir hasta aquí para trabajar con él. ¡Debes conocerlo bastante bien!

—Lo suficiente —balbuceó—. Lo conozco lo suficiente, señora Grant.

De entre todos los presentes era la única que conocía el secreto que se unía a su apellido y ascendencia. ¿Era acaso suficiente?

Pronto lo descubriría.

 

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