Nora

Nora


Capítulo 17

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17

Le pareció escuchar unas campanas, le recordaron al tiempo pasado con las Hermanas de la Caridad. Abrió los ojos, miró por la ventana, que tenía las cortinas abiertas, las cuales se movían al son de un suave viento matutino. Dormir de ese modo le resultaba ajeno, hacía años que no lo hacía, tanto la señora Godman como la señora Saint Jordan decía que era impropio de una dama. ¿Qué tal si un hombre o un bandido se colaba por allí?, no sabía por qué, teniendo en cuenta la fama del lejano oeste —¡Y que la parta un rayo si ese lugar no estaba lejos en el oeste!— se sentía segura al dormir allí. Quizá, caviló aún adormecida, solo se trataba de que el sofoco le había ganado a la razón. Tenía el camisón de verano puesto, y era más pesado que la mayoría de los vestidos de la zona.

Otra campanada. Nora intentó espabilarse para comprender la procedencia. ¿Una iglesia?, era demasiado temprano, incluso para la misa en una zona llena de católicos. El cielo ni siquiera se veía rosa, era apenas un negro violáceo que la invitaba a retozar en la cama. Pero demonios, esa campana se lo impedía.

Se puso de pie, utilizó el aguamanil para lavarse el rostro, tenía a su lado agua fresca para beber, que sin duda hizo y se vistió de manera apresurada. Mientras lo hacía, su mente recién despierta barajaba posibilidades: un incendio forestal, era común en zonas tan áridas, pero en ese caso, todos correrían. La opción de la misa no era tan descabellada, estaban en una zona rural y era común que los obreros asistieran antes de emprender las tareas; Nora intentó recordar si había una capilla en las inmediaciones.

La ropa que solía usar era funcional, el vestido con botones delanteros, el corsé con cordones al frente. En menos de un minuto estaba lista, salvo por el cabello que, a falta de tiempo, trenzó y ató con un listón. Salió al corredor desierto. La noche anterior, los Grant la habían dejado allí tarde, tras la cena. No consiguió contemplar la casa de Miler en detalle, solo recordaba el modo encantador que se veía bajo la luna. Estaba en las tierras Grant, solo que alejada, cerca de uno de los cerros. Las paredes eran blancas, a la cal, con tejas rojas y suelos de ladrillo del mismo tono. Poseía una bella fuente sin ornamentos en el centro del jardín frontal, algunas flores coloridas que soportaban bien el sol y el calor y una arboleda, que la hacía soñar con bosques mágicos. Tenía entendido que un arroyo pequeño surcaba esa zona, de donde los mineros habían sacado agua para dar con las pepas de oro. Ahora, que el área había sido explotada por completo, el arroyo seguía su curso con algo más de caudal. Por encima del canto de los pájaros y del sonido de la fuente, se escuchaba el arrullo del agua.

Hubiese sido un despertar idílico si no fuera por la maldita campana que sonaba sin cesar y que, Nora comprendía, no se trataba de una urgencia sino del llamado a trabajar. Le hubiese gustado tener un reloj, podía apostar su caluroso vestido a que no eran ni las cinco de la mañana. Siguió el sonido por los pasillos de la casa, no era inmensa aunque sí amplia, diseñada por Elton Grant para que mantuviera el frescor en los pesados días de verano. Estaba decorada con hermosos jarros, cuencos y macetas diseñados por las personas de la zona y en donde lucían plantas de interior. Los cuadros también eran de artistas locales, con paisajes de California, cerros, viñedos y uno hermoso, que a Nora le encantaba, de la bahía de San Francisco. El despacho de Charles Miler se encontraba con vista a la ladera, desde su ventana, un niño, era probable que Dorothy ya lo hubiera hecho, podía lanzarse a rodar sobre el césped a modo de juego.

La campana sonó una última vez en el instante en que ella atravesó el umbral.

—Buenos días… —saludó a la nada. El despacho estaba en penumbras, las cortinas estaban corridas y apenas se podían ver las sombras de los objetos.

—¡Al fin aparece usted! —La voz ronca y gutural provenía de un rincón. Los ojos ciegos de Nora lo buscaron para ponerle al fin rostro a Charles Miler. No lo encontraron. Tuvo que conformarse con el sonido de su voz. Los pensamientos que la asaltaron no eran para nada profesionales, por lo que, pese a que llevaba años intentando olvidar su educación británica, en ese momento deseó que toda ella volviera a poseerla y la mantuviera fría e impávida ante su nuevo jefe. Se oía como imaginaba se escucharía un hombre al despertar, casi podía visualizar la estampa de cabellos revueltos, mirada soñolienta y rubor matutino. Esperó que, así como no podía verlo, él tampoco lo hiciera, porque tenía las mejillas ardidas producto de sus pensamientos.

—Lo… Lo siento. —Balbuceó y aspiró profundo en un intento de darse valor. El encuentro con Charles la había tomado desprevenida, y algo muy dentro suyo le gritó que había sido adrede. Por algún extraño motivo que Nora no llegaba a comprender, Miler deseaba tener ventaja sobre ella. Dominio, control. Algo que solo tenía una razón de ser: se sentía amenazado. Era la actitud de una fiera herida, que deseaba mostrarse tan peligrosa como antaño, para que la dejaran en paz. Pero ella era Nora Jolley, estaba más allá de los hombres que se sentían atacados. Alzó el mentón del modo que ya la definía y dejó los tartamudeos atrás—: ¿Tiene hora, señor Miler?, porque estoy segura de que no son ni las cinco de la mañana.

—Son las cinco de la mañana. En punto. —El sonido del reloj de pared le dijo que su jefe no mentía. Nora no podía divisar la hora, pues estaba en la zona sombreada—. Empecé a llamarla faltando quince minutos, y me felicito por mi decisión. Al parecer, la puntualidad británica es una gran mentira.

La indignación creció en Nora.

—¡Puntualidad!, se comienza a trabajar a las siete…

—Señorita Jolley… —la interrumpió—, eso era en Boston, donde usted mandaba muy campante. Aquí se empieza a trabajar cuando yo lo digo, y eso es a las cinco de la mañana.

A Nora le hubiera gustado refutar. También, ir en busca de las pruebas de sus orígenes, lanzárselas al rostro, decirle haga usted lo que le dé la gana, renunciar y volver a Boston con Clarise. No lo hizo, no conseguiría que se rindiera. Ese puesto era lo que más deseaba, y si la contrapartida era un jefe gruñón, lo soportaría.

—Bien…

—Abra las cortinas. Mire el horizonte. No se deje engañar. En estas latitudes los días de verano son más cortos que al norte, pero los de invierno son más largos. Eso nos permite mantener nuestra jornada inalterable. Empezaremos cuando el sol despunte… Y ya veremos cuándo terminar. Estamos atrasados, señorita Jolley. Llevo meses sin asistente, malditas comunicaciones… —Lo último fue mascullado, algo por lo que no culpaba a Nora—. ¿Sabe?, se está trabajando en el ferrocarril que una ambas costas. Supongo que su viaje fue un martirio.

—Lo fue, señor. —Nora abrió las cortinas y la claridad inundó el despacho. Por instinto, buscó el rincón de donde la voz provenía, y que ahora, al menos, revelaba un par de sombras y contornos. Charles Miler ya no estaba allí.

El despacho era amplio, de techos altos, y seguía la decoración del resto de la casa. En la pared opuesta al ventanal y en la que poseía un hogar, se hallaba la biblioteca. Una fila interminable de ejemplares encuadernados, de diversos tópicos y calidades. Frente al hogar que no ardía, y Nora pensaba que jamás sería necesario, se encontraban dos sillones de respaldar alto con vista al mismo, una pequeña mesa de té, un mullido apoyapié y una mesa auxiliar de roble californiano, con ruedas que se desplazaban por el pulido suelo. Era difícil adivinar el material del mismo, parecía ser alguna piedra propia de California o México.

—El escritorio es para su uso —decretó Miler. Nora divisaba apenas un fragmento de sus cabellos castaños, ondulados, y una porción de su hombro derecho. El escritorio estaba dispuesto para recibir la luz del exterior, de modo que le impedía ver a su interlocutor—. Encontrará allí lo necesario para empezar el trabajo.

Nora no había desayunado, de todos modos, el nudo que le aprisionaba el estómago le quitaba, a su vez, el apetito. Quería acercarse a Miler, verlo a los ojos. Deseaba sentarse en el otro sillón de respaldar alto, servir el té y pasárselo. Escuchar esa voz ronca mientras le comentaba sobre algún libro que lo había emocionado particularmente, o le pidiera opinión sobre algún manuscrito controversial. Anhelaba repasar las cartas que llevaba con ella, porque sí, las había traído consigo, y leerlas ahora con el tono grave de Charles. Esas que dejaban de lado el profesionalismo para ir al terreno de lo subjetivo, de lo personal.

Dejó de lado las ilusiones, estaba acostumbrada a que se hicieran pedazos, y con frialdad, una que le recordaba su parte inglesa, tomó el primer papel de la pila y lo leyó. Miler aguardaba en silencio, sobre el canto de los pájaros lo escuchaba respirar.

—Lo primero que tenemos es una misiva de Carrington en que plantea la necesidad de achicar las tiradas de ciertos libros.

—¿Cuáles? —Nora pasó a listarlos—. Las publicaciones de apoyo a Lincoln se mantendrán con el mismo tiraje, sobre todo en las zonas en las que tiene tantos enemigos. Nunca he ocultado mi apoyo hacia él, y bajar el número de ejemplares nos mostraría como unos tibios. —Nora tomó nota de eso y repasó el resto de los títulos que Carrington presentaba como posibles ahorros.

—Disculpe, señor, pero, ¿acaso la editorial sufre de problemas económicos?, ¿por qué el ahorro?

—No, lo que sufrimos es un ataque, señorita Jolley. Sobre todo, en el sur y centro del país. Allí nuestras publicaciones son boicoteadas, quemadas. Nos han robado un cargamento completo, en el que se hallaban libros ilustrados para una escuela de Missouri. No les importa nada. Las oficinas de Nueva York, Boston, Chicago y Maine están subsanando las pérdidas en los estados…

—¿Opositores? —sugirió Nora.

—Opositores, sí. Esa es una buena palabra.

—O un buen eufemismo.

—Los eufemismos son buenas palabras. —El humor en su tono grave hizo a Nora morderse los labios. Así había imaginado a Miler, no como el hombre gruñón que se escondía en las sombras. Al parecer, él también notó que bajaba las defensas ante ella, y alzó los muros de hielo una vez más—. Bien, anote donde sea que lleve sus tareas pendientes, escribir a Carrington explicando por qué no vamos a hacer tal cosa y que piense en otra forma de recortar gastos si es que se excede del presupuesto anual. Y que no pierda el tiempo por mil o dos mil dólares, que sale más caro enviar sus cartas con reclamos tontos que solucionarlo con una inversión menor.

Nora, acostumbrada a su libreta, mojó la pluma en el tintero y anotó escribirle al jefe de la oficina de Nueva York. Agregó de manera muda hacerlo en términos más amables que los empleados por Miler. Era evidente que el mal humor del hombre iba dirigido a ella, y Carrington sería una víctima colateral. Solo restaba adivinar el porqué de tamaña animosidad. ¿Dónde habían quedado los tratos amables?, ¿por qué, si la detestaba de esa manera, había pedido por ella explícitamente?

Pasó a la siguiente tarea. En ese caso era un manuscrito que llegaba de Carolina del Norte y hablaba del compromiso de Missouri y sus consecuencias en la Ley de Kansas-Nebraska.

—Dime en tus términos qué crees del análisis del editor —pidió Charles. Su voz sonó aún más ronca, y a Nora le provocó un escalofrío. Algo raro, si tenía en cuenta que el sol estaba en el firmamento y calentaba con sus rayos la espalda de la muchacha.

—Pienso que, si bien siempre hay un tinte subjetivo en los análisis, en este caso el señor Chees no ha podido ver más allá de sus propias narices. No queda más remedio que leer el manuscrito y volver a analizarlo. —Las palabras de Nora lo hicieron erguirse en la silla, y ella contuvo el aliento, por un segundo, pensó que revelaría su rostro. Y por poco lo hace. La tensión al darse cuenta del desliz llenó el aire a punto tal que, si no fuera por el sol que quemaba, Nora hubiese pensado que una tormenta se abría paso en el aire.

—Quiero que lo lea, Nora… Señorita Jolley. —Ambos tragaron saliva al instante por el tono de confianza de Charles—. No sé cuál es su método, yo suelo abrir al azar…

Nora sonrió, jamás podría hacer eso.

—Lamento decepcionarlo, señor. No puedo más que iniciar por el principio como haría cualquier buena sierva del Señor. —La carcajada de Charles fue tan auténtica que Nora supo que sus sueños estarían plagados de ellas. ¡Oh, Dios, cuánto anhelaba verlo!

La decisión de Miler de mantenerse inaccesible, en lugar de desalentarla, lo rodeaba de un halo de misterio que lo volvía adictivo para Nora. Conseguía alimentar su imaginación, una que a ella misma la sorprendía. No recordaba prestarse a fantasías desde que era una niña, desde antes de la orfandad. Ahora, las mismas volvían a tejerse en su mente con románticas estampas de paisajes áridos, perfumes a flores y tardes calurosas, todas ellas, acompañadas de un enigmático hombre que reía en las sombras y que mostraba un temple cambiante que la descolocaba por completo.

—En ese caso, complazca a un hereje, señorita Jolley. Abra al azar y lea…

Nora carraspeó para asegurarse de que la voz le saldría serena. No recordaba sonrojarse tanto ni estar tan nerviosa desde que su madre la obligaba a leer la Biblia en voz alta para practicar y la reprendía cuando pronunciaba mal.

—…Las divisiones se harán más frecuentes, como ha sucedido en el caso de Missouri y Maine, y, del mismo modo, las reparticiones de poder y favores políticos estarán atadas a las mismas normas de antaño. No hay progreso posible sin acuerdo, y no hay crecimiento como República en la división de estados establecida… —A medida que leía, entraba en contexto de lo que el autor había querido expresar y los nervios la abandonaban. Se sumergía en el texto, lo bebía y se apasionaba. Su voz dejó de ser serena, su acento pasó de ser el impostado que utilizaba a tener el fuerte tinte de su tierra natal.

El escritor cometía varios errores que, en opinión de Nora, eran imperdonables. Era entendible, dado el tono político del libro, que dejara entrever sus ideas y que acompañara al lector en cada página para arrastrarlo hasta la conclusión. La señorita Jolley sabía, y comenzaba a coincidir con él, que Miler dejaría en ese punto y se saltearía las páginas hasta el final. Ella tampoco podía mantenerse neutral, en cada momento en que notaba un error del escritor, su voz transmitía la censura inevitable, lo mismo en los fragmentos en que coincidía. También, solía hacer pausas no requeridas, pausas en las que cavilaba la manera de reformular el texto para que fuera más conciso, claro o incluso fervoroso.

Charles no parecía molestarse por la pasión de Nora, sino todo lo contrario. En el pasado, los asistentes supieron ser correctos y profesionales, aguardar a la opinión de Charles antes de emitir la propia con el afán de complacerlo. En la intimidad de sus pensamientos, solía llamarlos lame culos. Excepto, claro, quien fue amigo de su padre. Pero en el caso de Ambrosee la relación no era laboral hacia el final, y no lo hacía leer los textos por él. Simplemente se los arrojaba por la cabeza, con ese temperamento tan característico, para que el hombre lo reprendiera como el padre que extrañaba tener. Ambrosee no había sido su asistente, sino el nexo entre Charles y ellos. Cuando debió trabajar de manera directa con uno, no dudó en solicitar a Nora. Claro, sin saber ciertos «detalles» que ahora lo perturbaban.

Hacía bien su trabajo, no cabía la menor duda. Era todo lo que él supo que sería. El problema… era todo y más de lo que él supo que sería.

Las expresiones de Nora lo divertían y, en general, coincidían con las suyas. En un momento dado, hizo una pausa prolongada y Charles oyó el pasar de las páginas. La señorita Jolley se dirigió a la conclusión y leyó:

—…Será entonces que la abolición se consiga el día que sea acompañada de un plan de emigración de los africanos…

—¡Patrañas! —expresaron al unísono. El enojo con el escritor les impidió sonreír, pese a saberse de acuerdo—. Bajo ninguna circunstancia permitiré que Miler & Miler publique semejante barbaridad… —agregó Charles, y Nora largó el aliento con alivio—. Señorita Jolley, ¿piensa que hay algo rescatable de ese manuscrito?

—Buen uso de la gramática y ortografía inglesa, señor. Por lo demás…

—Lamento que aquí no arda la chimenea, de ese modo tendría, al menos, la satisfacción de verlo arder. ¿Cómo es posible que el señor Chees haya gastado en hacerme llegar esta, esta…? —Se rehusaba a utilizar el término porquería, pues era muy respetuoso con los libros como para definir a uno de ese modo. Además, era un gran defensor de la libertad de expresión, de modo que creía que un texto como ese debía tener lugar, claro que no en su editorial, la cual seguía una línea de pensamiento definida. La integridad era todo para los Miler, algo que le había inculcado su padre. Si mantenían una línea ideológica, la misma debía ser clara, de modo de no engañar a los lectores.

—El texto es abolicionista… solo que…

—¿Qué piensa usted de esa corriente?, ¿de quienes dicen que la abolición debe ir acompañada de la emigración de los actuales esclavos?

Nora se reclinó sobre la silla y dejó que el sol la reconfortara. Analizó las palabras antes de dejarlas salir de sus labios, un hábito que consideraba saludable e inteligente. El calor le perlaba la piel a esas horas, y el hambre le aprisionaba las entrañas. Por encima de eso, la sensación de ser tenida en cuenta por Miler le hacía pasar por alto el malestar. Charles aguardaba, paciente, a que la señorita Jolley hablara.

—Creo que es un pensamiento nacido de la ignorancia, pero de la clase de ignorancia que puede llamarse estulticia… —Hizo silencio.

—Siga, por favor. El término estulticia es uno de mis preferidos. —Nora sonrió ante la broma, utilizar algunos términos complicados, que requerían del acceso a diccionario, era un divertimento de editores y correctores.

—Los africanos han sido tratados como animales, señor Miler. Como vacas o caballos. Me atrevo a decir que los nativos han recibido un trato más humano que los esclavos, y eso, a sabiendas de lo que son las reservas, pone en manifiesto el nivel de aberración. —Charles se acomodó en la butaca, Nora pudo adivinar que se inclinaba ante ella para oírla mejor, para poner la completa atención y eso la motivó a seguir. Lo hizo con el corazón acelerado, por el hombre que mostraba su respeto, por el tema que abordaban—. Los llamados negreros han cruzado a los esclavos como si de razas de caballos se trataran; han obligado a los hombres a violar a las mujeres, a estas a parir hijos como si fueran crías de vacas, sin contar con que, del mismo modo que a ellas, se les ha quitado la leche para alimentar a los blancos. Me atrevo a decir que en América ya no existe un solo africano que pertenezca enteramente a su tribu, y pensar que en África existirá un lugar para los mestizos cuando aquí mismo no se le brinda es una ilusión vacía. Claro… si es que de ilusiones se habla, y no de desentenderse del tema. Permítame, señor, conjeturar con que es la segunda opción la que se esconde detrás de quienes defienden esta postura.

—En ese caso, señorita Jolley —El sonido de la voz de Charles era algo más suave, seguía siendo ronco, próximo a un susurro nacido de la garganta. Le recordaba al ronroneo de un gato satisfecho—, ¿considera que, tras la abolición, los llamados africanos serán, simplemente, americanos?

—Tanto como lo son los ingleses que han venido a esta tierra. Si el lugar de nacimiento de sus antecedentes define quiénes son, pues bien, que los puertos de América se llenen y los barcos lleven a sus hijos de regreso a la Gran Bretaña.

Miler aplaudió. Un golpe de manos arrítmico, seguido de una risa suave de complacencia.

—No me equivoqué con usted, señorita Jolley. Por favor —solicitó. Arrastró la mesa con ruedas hacia atrás y Nora se sorprendió al ver una mano enguantada—, coloque aquí el penoso manuscrito y un tintero con una pluma. Quiero repasar algunas cosas antes de dictar mi veredicto.

Nora lo hizo. Se puso de pie, acomodó el folio de hojas, un tintero, una pluma y arrastró la mesa hasta dejarla junto a la mano derecha de Charles. El respeto la hizo mantenerse a distancia, el hombre no la había invitado a acercarse ni mostraba indicios de revelar su rostro. Tampoco volvió a sentarse, se quedó quieta, con la espalda recta y la vista puesta en los mechones castaños de Miler, que asomaban por el borde. La mano tomó el manuscrito, ella supuso que lo apoyó en el regazo, luego, la misma tomó la pluma y la mojó en la tinta.

El sonido de la punta sobre el papel era irregular, no contaba de la armonía que ella reconocía. Una vez más, pluma, tintero, con movimientos torpes, unos que finalizaron en desastre.

—¡Por mil demonios! —exclamó Charles, al derribar el tintero. Lo siguió un par de insultos más, dichos entre dientes. Nora corrió a socorrerlo; fue detenida con brusquedad—. ¡No avance más, señorita Jolley! ¡Maldición!, váyase. ¡Váyase! —gritó—. Busque a Kaliska y pídale que le dé algo de comer. Estas no son formas de trabajar correctamente. Usted con hambre, en un vestido acorde para tierras escocesas en este maldito clima del demonio.

La diatriba de Miler le llenó los ojos de lágrimas y le costó comprender el motivo. La insultaba, a ella, a California, hasta al clima. Se evidenciaba que no era contra ella, era contra él, y eso la alcanzaba con la fuerza de un rayo. La instintiva necesidad de socorrerlo iba más allá de las manchas de tinta, era decirle que no era para tanto, solo un pequeño accidente. Quizá comentar las veces que ella misma había arrojado tinta sobre su trabajo, incluso la ocasión en que echó a perder un día entero de esfuerzo… Nada de eso serviría. El temperamento de Miler era tan enigmático como su rostro. Acataría la orden de ir a comer, era hora del almuerzo y ella estaba en ayunas.

—S…Sí, señor. ¿Desea que pida una bandeja para usted?, ¿comerá con Kaliska y conmigo?

—No. —La respuesta perdió el ímpetu de la furia, y sonó resignada. Como si él lamentara tanto como ella haber perdido la dinámica alegre de esa mañana—. Yo me encargo de mis asuntos, usted encárguese de los suyos.

—En ese caso… si no es molestia, le pediré que me brinde una mañana libre para ir al pueblo y conseguir ropa acorde al clima. —El gruñido fue de aceptación, o así lo interpretó Nora—. Ahora, con su permiso…

Se marchó en busca de la mujer de etnia Miwok que trabajaba para Miler. Era una señora amable, posiblemente mestiza, razón por la cual no estaba en la reserva. Esperaba que fuera una compañía más agradable que su jefe, también deseaba que tuviera algunas respuestas. Charles la intrigaba más a cada segundo, nunca imaginó que esa mañana estaría tan lejos de él como cuando se encontraba en Inglaterra.

 

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