Nora

Nora


Capítulo 24

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No se debía tener grandes conocimientos de dramaturgia para imaginar la vacía escena que la recibiría en el despacho a la mañana siguiente. Las emociones de Nora yacían bajo la almohada, se había encargado de exiliarlas para que no volvieran a traicionarla. Si la noche anterior conjeturó la posibilidad de abofetear a Charles Miler, en esa ocasión, reconocía que la que necesitaba la bofetada era ella. Espabilarse. Recordar su lugar en esa relación. ¡Pensar que lo llamó por su nombre! Peor, lo gritó, lo proclamó. No podría demandarle nada, ni ese día, ni nunca. Él era más que su empleador, el secreto que llevaba años cargando consigo construía una muralla imposible de derrumbar entre ellos.

Era tiempo de aceptar la distancia impuesta. Por el bien de la verdad, por el bien de su corazón.

Tomó asiento al otro lado del escritorio con la libreta en mano, tenía unos pendientes que no requerían del visto bueno o apreciación de Charles. Por sobre las hojas de los manuscritos que estaban a la espera de una correcta evaluación, se encontraba una lista de tareas que parecían ser más castigo que trabajo funcional. Tardaría días en realizar las relecturas planteadas, e invertiría más de tres tinteros en escribir todas las misivas indicadas.

El incidente ocurrido la noche anterior le procuró una molesta herida en la palma derecha de la mano, justo bajo el dedo índice. La pluma la rozaba, dejándola sin más alternativa que la de improvisar un vendaje con su pañuelo para hacer de la labor algo más tolerable.

A media mañana, Kaliska la interrumpió cargando una bandeja con un vaso de fresca limonada y una ración de frutas.

Nora estaba reticente a cualquier tipo de alimento, básicamente porque sabía que ni el más minúsculo de los bocados podría atravesarle la garganta. A Dios gracias que le pasaba el aire. Tenía atoradas un sinfín de palabras no dichas. No había espacio para nada más.

—Gracias, señora Kaliska, con la limonada me es suficiente. —Devolvió el cuenco con frutas a la bandeja.

—Señorita, no es bueno tener la barriga vacía.

—No se preocupe —dijo sin levantar la vista del escrito en el que estaba trabajando—, mi barriga no está vacía, es pequeña, a diferencia de lo que pensaba el señor.

Morderse los labios fue la única reacción que se le ocurrió. Coserse la boca no era una alternativa viable.

Alzó la mirada en busca de la mujer. Los ojos de Kaliska podían ser indescifrables cuando se lo proponía.

—¿Me permite, señorita? —La mujer señaló su mano envuelta con el pañuelo.

Nora exhaló con liviandad. Lo dicho no hizo eco en la cabeza de Kaliska. La indiscreción cometida al oír la conversación entre ambos continuó en el anonimato.

—Es solo una pequeña herida, no se moleste.

—Todo inicia de esa manera, desde lo pequeño. —Considerando lo expresado como una invitación a actuar, tomó la mano de Nora para liberarla de la tela y la evaluó. Los bordes estaban enrojecidos e hinchados—. La vida, las heridas... —Hizo una pausa para lograr aquello que Nora buscó segundos atrás: el encuentro de miradas—, los sentimientos.

Tragar saliva se convirtió en un acto tan necesario como la respiración para Nora. Las mejillas se pusieron a tono con la gota de sangre que brotó del corte cuando Kaliska la apretujó. La mujer escupió en su palma y utilizó el pañuelo para distribuir el pegajoso fluido. Ante la sorprendida y espantada expresión de Nora, hurgó en el bolsillo de su delantal hasta dar con lo que parecía un recipiente con un ungüento, y colocó parte del preparado en el área lastimada.

—Prevenir es mejor que curar —dijo a modo de conclusión—, luchar contra la infección antes de que esta tenga siquiera lugar es lo más sano, para el cuerpo y para el alma. Recuérdelo.

Siempre existía un entre líneas en sus enigmáticas frases, presuponer que las citadas serían la excepción era una tontería.

—Por una vez, señora Kaliska, solo por una vez... —No pudo evitar que las palabras sonaran a súplica—, dígame lo que en verdad pretende decir.

—Hablar es mejor que callar, señorita. El silencio es peor que una infección, se expande más rápido que un fuerte veneno, y mata al espíritu.

Lo intentaba, con todas sus fuerzas. Quería llegar a Charles, encontrar el momento para entregarle la verdad que, ahora, involucraba mucho más. La incluía a ella, con todos esos sentimientos indefinidos que la torturaban.

—Hay palabras que no logran atravesar el muro de la distancia, señora Kaliska, lo he intentado.

Charles Miler se encargaba de ampliar la altura de esa barrera que los separaba utilizando el arma del riguroso profesionalismo.

—No, lo ha intentado la señorita Jolley.

—¡Yo soy la señorita Jolley!

¡De todos los absurdos posible, ese! Nora resopló.

—Pues deje de serlo, y permita salir a la mujer que tiene dentro.

Kaliska le empujaba a un peligroso abismo, uno al que ella estaba ansiosa de saltar. Se preguntaba si valía la pena echar por tierra lo adquirido en los últimos años de su vida por la confusión que le atenazaba el corazón.

De nuevo en la soledad del despacho, analizó los pormenores de las emociones que pujaban por salir a flote junto a la mujer que mantenía prisionera dentro de ella. ¿Qué obtendría a cambio? Presunciones. Nada más. Presunciones basadas en una conversación oída a escondidas en la que creía haber sentido que la confusión de sentimientos era compartida por Charles Miler.

Estaba claro que él la había idealizado, con barriga, años en exceso y rigidez de carácter. Ella no se quedaba atrás tampoco, y al igual que él, también cometió un error. Trazó un mapa mental del interior del hombre, con sus giros equivocados, rutas desérticas, y con la riqueza de una ciudad plagada de valores y actitudes venerables. La admiración creció por pura decantación, y la muy desgraciada, se intensificó cuando el Charles Miler de carne y hueso se presentó en su vida.

Entendía ahora la razón de su distancia. La escasa luz de las llamas le mostraron, por unos fugaces segundos, lo que el hombre le ocultaba. Cicatrices. Él se preocupaba por el mapa que delimitaba su piel, mientras que ella, pretendía descubrir el de su interior. ¿Podría juzgarlo por ese comportamiento? No, porque no estaba en su lugar. No poseía marcas en el rostro, ni dedos amputados en las manos. No había historia de dolor en su vida más que la muerte de sus padres y la inesperada pérdida de su hermana.

De eso se trataba, no de ella y él. Solo de una muchacha demasiado joven para tener tantas cualidades, y de un hombre que sentía vergüenza de su aspecto. Un hombre que prefería ganarse el calificativo de inclemente antes que percibir un atisbo de desprecio.

Desprecio. ¿Cómo si eso fuese posible?

Llegado el momento, debería hacérselo saber.

 

Y el momento se hizo desear más que una tormenta en pleno verano. Plagado de sorpresa y equívoco, más aún cuando Nora ya había establecido una nueva rutina de trabajo. Sin Charles Miler, por supuesto. Si no fuese por el agobiante calor que la rodeaba, y las otras tantas obvias diferencias, podría decirse que continuaba en Boston. En el presente, la relación entre ambos se daba a través de listados y notas con indicaciones, algo que no distaba mucho de las pasadas cartas que intercambiaban.

Todo había cambiado en tan solo un par de días, hasta las costumbres de primera mañana de Nora. Prefería postergar los desayunos para iniciar las labores lo más temprano posible. Miler ya no la despertaba con el sonido de la campana y no tenía más alternativa que valerse de sus irregulares hábitos nocturnos —apenas dormía un par de horas de corrido, el insomnio era su más reciente amistad— para organizar sus días otorgándoles la mayor funcionalidad posible.

El sol recién comenzaba a despuntar en el horizonte coloreando el cielo con un matiz de tonos naranjas y rosados. Ese instante del amanecer se estaba convirtiendo en el favorito de Nora, día y noche despidiéndose como dos enamorados que no querían dejarse ir, que luchaban por mantenerse unidos hasta el último suspiro.

Tenía la garganta seca, resultado del excesivo calor nocturno. Fue en busca de un vaso de agua recién extraída del pozo, y terminó con una extraña infusión a manos de Kaliska: agua, una rodaja de limón, hojas de menta y una pequeña cucharada de miel. La fascinación de la mujer por la miel —la utilizaba en todo— se prestaba a un análisis profundo. Como fuese, se agradecía, a Nora le resultó sabrosa y refrescante. La combinación perfecta de acidez con dulzura.

La dulzura dejó de ser tal ni bien entró al despacho. Estaba tan sumergida en lo suyo, repasando mentalmente la agenda del día que no fue capaz de percibir la otra presencia en la habitación que, días atrás, solía ser compartida. Había hecho tan suyo el espacio que el escritorio ya no era un lugar de preponderancia para ella. Hacía uso de cada mueble, de cada centímetro, cada esquina. Era su mayor acto de rebeldía, uno secreto, que lograba que la amarga sensación de ausencia del hombre no se notara. Realizar las tareas en el sillón contiguo al de Charles era lo más parecido a sentirse cercana a él.

La falda de su vestido rozó lo inesperado, y de no ser por el condenado miriñaque, hubiese notado de inmediato que no era un mueble más, sino una extremidad: la pierna de Miler. Tarde descubrió la diferencia, y cuando el rostro de Charles se expuso ante la luminosidad creciente del día que se colaba por la ventana, Nora no hizo más que emitir un gemido que podía ser mal entendido. En especial alguien de naturaleza tan susceptible como Miler con respecto a su aspecto físico.

La señorita Jolley aprendía con rapidez de sus errores, por eso, en esa oportunidad, el vaso no se resbaló de sus manos ni se hizo añicos contra el piso. Nora tuvo que forzar a sus pulmones a trabajar. Como pudo, respiró profundo. Tenerlo frente a ella por primera vez le robaba todo, la respiración, la razón, los latidos de un corazón que luchaban por mantenerlo en marcha.

—¡Oh, señor Miler, me ha asustado! —confesó presa de un estupor que fue mal interpretado.

—¡Puedo notarlo, señorita Jolley! —Charles se incorporó, era posible que nunca más volviese a tomar asiento en ese sillón. Jolley se lo había arruinado, al igual que todo lo demás. Estaba enfurecido con ella, con él, con lo que sentía, y con lo que parecía ser para los ojos de la hermosa muchacha ¡Un maldito monstruo!—. Y considerando que soy una ofensa tan notoria para su delicada visión, creo que lo mejor es ponerle un punto final.

—¿Qué quiere decir? —Aún lidiaba con el asombro de su compañía, y él pretendía ¿qué? Se sentía como una niña a la que le ofrecían una galleta para luego arrebatársela sin justificación más que una intención de burla.

—Lo que entiende, prepare el equipaje, señorita Jolley. Es tiempo de regresar a Boston.

—¿Boston? ¡¿Usted está loco?! No pienso regresar a Boston.

—Pues regrese a Nueva York, a donde se le dé la condenada gana. —No podía quedarse ni un segundo más ante ella. Decidido a que esa sea la última conversación entre ambos, le dio la espalda para dirigirse a la salida—. Tiene todas las oficinas de Miler & Miler para usted, elija la que le plazca.

El error aprendido se transformó en herramienta de ataque, y ante la necesidad de manifestar su furia, de demostrarle a Miler que ella también tenía voz y decisión en su vida, estrelló el vaso contra el piso.

Consiguió lo que deseaba. Charles se frenó en el preciso instante en que cruzaba el umbral de la puerta, giró y volvió sobre los pasos dados víctima de una furia compartida.

—¿Qué demonios hace? ¡¿Está usted loca?!

—Sí, y por lo visto los dos lo estamos. ¡Exijo, demando una explicación!

La luz consagrada de la mañana expuso la totalidad del rostro de Charles. El silencio los atravesó. El corazón de Nora se estrujó dentro de su pecho al ver la profunda cicatriz, la mayor parte de su lado izquierdo había sido desfigurado por lo que parecía ser una marca de quemadura. Un parche de cuero le cubría el ojo, haciendo de la imagen un perfecto cuadro en donde se expresaba el sufrimiento del pasado.

Quería acariciarlo, besarlo, recorrer con la tibieza de sus labios cada centímetro de cicatriz. No podía. Era otro tipo de locura. Cerró los ojos para controlarse y recordar su lugar en esa relación.

—¿Quiere una explicación, señorita Jolley? ¡Aquí la tiene! —Alzó la voz a pesar de estar a pasos de ella, y su aliento caliente, resultado del fuego de su ira, llegó hasta el rostro de Nora—. ¡Abra los ojos! —Nunca antes el desprecio ante su imagen le había dolido tanto, y se detestaba por eso—. ¡Abra los ojos! —gritó.

Nora así lo hizo. Él se quitó el parche, exponiendo el resto de la cicatriz. Tenía los párpados pegados producto de la misma quemadura, una hecha por el carimbo, el sello con el que se marcaba tanto al ganado como a los esclavos, y la hundida superficie indicaba que el globo ocular no se encontraba en su cuenca.

Nora quiso llorar. Odiaba lo que le habían hecho, y se odiaba a sí misma por no poder hacer nada para apaciguar el dolor. Si de sentimientos se hablaba, lo que sentía por Charles era el amor más puro jamás vivido. Un amor que ni ella ni él eran capaces de reconocer todavía.

Miler continuó sin piedad, sabedor de que prefería la reacción completa, las miradas de espanto, antes que una tortura eterna junto a ella. Porque así había vivido los días a su lado, como la peor de las torturas, sin poder mirarla, sin poder gozar del privilegio de su sonrisa; o de sus gestos, esos que presentía cuando daba vueltas las hojas de un manuscrito que le parecía deplorable, o cuando la pluma danzaba en sus manos y jugaba con la punta de su nariz. Se quitó los guantes, que eran mucho más que un capricho o un gusto estético, en su interior poseía improvisadas prótesis de madera que le daban forma a unas manos irregulares. Varios de los dedos habían sido amputados, el índice y el meñique en la mano derecha; y el meñique, anular y medio, de la izquierda.

—Ahora ya sabe por qué no puedo escribir por mí mismo, señorita Jolley. —La ira descendía uno a uno los peldaños de su intensidad frente a la mirada evaluadora de Nora—. Márchese de una buena vez, así nos ahorramos incómodos momentos.

La furia de Charles era mitigada por el desprecio propio, por creerse un ser despreciable para los ojos de la muchacha, digno de ser repudiado por su belleza. La de Nora no hacía más que acrecentarse. ¿De eso se trataba? ¿Por eso la había hecho sentir como una paria al darle la espalda desde el primer día de su llegada?

—¿Incómodos momentos, señor? ¿Quiere hablar de incómodos momentos? ¡Puedo citarle unos cuántos! —Gruñó, dio unos pasos para alejarse de él, recorrió el despacho de un lado al otro, parecía una fiera enjaulada—. ¡Atravesé todo el condenado país por usted! —Se corrigió al darse cuenta de que exponía emociones que ni siquiera ella tenía en claro—. ¡Por esta oportunidad! Y ni bien me hice presente, lo único que obtuve a cambio fue la sensación de no ser bienvenida, de ser lo equivocado, de ser...

—No, no… es demasiado perfecta —balbuceó él sin poder contener los anhelos de confesión—. Y yo demasiado imperfecto. No congeniamos, eso es todo, señorita Jolley.

—¡Pues yo sí creo que congeniamos, si es que pide mi opinión como tantas veces lo ha hecho!

—¿Congeniar? ¿Le parece que trabajar de la manera en la que lo hacemos es una buena forma?

Indicaciones por escrito, encuentros en las sombras, conversaciones a espalda. Por supuesto que no era una buena manera de emprender una labor.

—¡Lo hacemos de esa forma porque usted lo ha decidido! —Fue hasta él para enfrentarlo, en su rostro no había indicio de desencanto o espanto por las cicatrices. Conocer al Charles Miler que se encontraba siempre en las sombras era una meta cumplida, ahora podría dejar que invadiera sus sueños con un rostro que no requería ser imaginado, sino, recordado.

—¿Existe otra manera, señorita Jolley?

—Por supuesto que sí, como dos personas civilizadas, frente a frente, coincidiendo en miradas... coincidiendo...

—¡Por favor! —se burló con sarcasmo—. ¿Acaso puede usted mirarme siquiera?

—¿Qué clase de absurdo está usted diciendo? —Estaba ofendida hasta la médula. Lo enfrentó, alzó el mentón, sus ojos se posaron en él y no vieron las imperfecciones, vieron todo lo demás. Una belleza que valía el doble, un espíritu dolido y hambriento de afecto, un corazón con un pasado que lo hacía latir con una intensidad fuera de lo común.

—Si en cada oportunidad que me ve, va a hacer trizas la vajilla de esta casa, la prefiero lejos... me va a ser más sencillo reemplazarla a usted.

—¿Cómo se atreve a echarme en cara eso? ¡Fue un accidente! —Contempló de reojo los cristales rotos en el piso, ese no lo había sido.

—¡Fue víctima del espanto, señorita Jolley! ¿Lo niega? —La ira volvía a subir los peldaños descendidos.

—¡En lo absoluto! ¡Casi me mata del susto!

—¡Ajá, ahí lo tiene! —La seriedad estaba perdiendo el curso en la conversación, estaban a pasos de convertirse en niños, discutiendo, justificando lo indefinible—. ¡No quiero ser responsable de su muerte!

—¡Entonces deje de deambular como un fantasma! ¡De esconderse en las sombras de la cocina! ¿Quién anda a esas horas de la noche despierto? —Bufó solo por el gusto de hacerlo.

—¡Lo mismo digo, señorita Jolley!

Cada palabra, cada respuesta, los llevaba un paso más hacia adelante. Era un juego, un juego que los acercaba, que borraba de un plumazo la distancia entre ellos.

—No podía dormir —acusó Nora a modo de defensa.

—Yo tampoco... —coincidió él—. Y tengo mis motivos.

—¡Yo también!

—¿Cuáles?

—Un jefe testarudo que se empeña en darme la espalda y tratarme como a una niña.

—No la trato como a una niña.

—Lo hace... lo hace al creer que su apariencia vale por sobre todo lo otro.

Estaban tan cerca que, el perfume de flores que impregnaba la piel de Nora llegó a Charles. Se embriagó de ella, se dejó vencer, y la muralla que siempre estaba en lo alto, separándolos, se derrumbó.

—¿Todo lo otro? —preguntó con la voz ronca, casi muda.

—Sí, el Charles Miler que conocí a través de las cartas... uno por el que volvería a cruzar el país cientos de veces de ser necesario.

Sin los muros en alto, ¿qué quedaba? La locura absoluta, solo eso.

Nora Jolley era el primer estadio a la más hermosa de las demencias, aquella en donde él se olvidaba del hombre hecho pedazos que era. Tenerla frente a él, sin la mirada esquiva, con un dejo de admiración en los ojos, era agobiante. Dulcemente agobiante. Si no se iba, cometería una imprudencia.

—¿No piensa marcharse, entonces? —Necesitaba la confirmación para poder volver a respirar. Para que su corazón no muriese ahí mismo.

—No, y si no me desea aquí, tendrá que sacarme a la fuerza.

—Lo pensaré...

—¡Perfecto! —dijo ella con una seguridad que no hizo más que estimular las sensaciones en ambos—. Tómese el resto del día para pensarlo, mañana... mañana tendremos una ardua jornada con muchos pendientes.

Charles quiso reír a carcajadas. ¡Se atrevía a darle órdenes! Jamás la dejaría marcharse, no después de ese día. Sin embargo, tenía que trazar una nueva línea de distancia. La adecuada, en la que los sentimientos no tuviesen la posibilidad de expandirse ni crecer. Dio media vuelta y retomó la huida de minutos atrás. Antes de alejarse, manifestó la severidad tan característica en él:

—Mañana será...

—Mañana —repitió ella.

 

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