Nora

Nora


Capítulo 25

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Los días posteriores a su conversación fueron tensos, a Charles le costaba presentarse a plena luz del día. No se trataba tanto del pudor por sus heridas, como por el secretismo que aún lo rodeaba. De todas maneras, consiguieron relajarse con el trabajo diario; del mismo modo que en el pasado existían momentos en que, desde las sombras, él se mostraba auténtico. Ahora lo hacía de frente, y Nora caía a sus pies sin remedio.

Entre ellos aún había un obstáculo por sortear. Ni la señorita Jolley había confesado lo que la llevó en primera instancia a su lado ni Miler ahondaba en el pasado para explicar sus heridas.

Las mañanas y tardes en el despacho dejaron de darse a espaldas, Charles ocupaba el otro sillón, con el cual le brindaba el perfil y podía observarla de soslayo. La veía trabajar bajo sus órdenes, tomar notas, analizar manuscritos, escribir cartas, decidir en conjunto qué se publicaría, cuándo y dónde.

Trabajaban mejor de esa forma, y se notaba la eficiencia. Eran dos piezas de un engranaje perfectamente lubricado. Al no tener que huir, podía enfocarse en leer en su presencia y solía interrumpirla con observaciones.

La señorita Jolley no parecía molestarse por eso, de hecho, según Miler tenía entendido, era uno de sus aspectos más odiosos: interrumpir las lecturas y esperar que el otro no perdiera el hilo de los mil temas que abordaba al mismo tiempo. Nora podía seguirlo sin alterarse, y, recién cuando escribía las notas sin levantar la cabeza y caía en cuentas de que lo había hecho en cualquier parte, era cuando Miler decía:

—Tomemos un descanso. —Y las sonrisas de ambos pujaban sus labios para asomar y delatarse. Los descansos eran el mejor momento del día, ya no necesitaban de tantos vasos de leche con vainilla, según sabio consejo de Kaliska, sino té helado bajo el reparo de los robles.

Allí se sentaban a conversar, solía ser de libros, ¿qué más?, pero en ese caso de libros que les gustaban por el simple placer de la lectura.

—Usted es tan inglesa… —se quejó Charles, entre risas, cuando Nora admitió su predilección por Dickens y las hermanas Brontë—. ¿Sabía usted que antes publicaban con el pseudónimo Bell? Era usted muy joven por ese entonces…

—¡Debió de sospecharlo toda Inglaterra!, ¿hombres?, ¿quién podría creerlo? —exclamó Nora—. ¿Las ha leído?, esa sensibilidad…

—¿Está diciendo que los hombres somos incapaces de tamaña sensibilidad?, mire cuánto me ha ofendido, soy un hombre muy frágil. —La exageración hizo carcajear a la señorita Jolley.

A Miler le gustaban las obras de Dumas y de Victor Hugo, las tenía en francés y en inglés, y solía adquirirlas en cada ocasión que un nuevo traductor se hacía con ellas. Estaba algo obsesionado.

Así, discutiendo sobre las bondades de la lengua inglesa, de que se trataba de algo vivo y que debía adaptarse —o no— a las modificaciones que los coloquialismos americanos sumaban a diario, los halló Louis Grant.

El menor de los hombres Grant venía en su montura, sin carros, sin hermanos. Vestimenta liviana, un sombrero de ala ancha, un arma en la cintura y una alforja colgando a un lado.

—Buenas tardes, veo que los interrumpo en pleno trabajo duro —bromeó y bajó de un salto del caballo.

—Buenas tardes, señor Grant —saludó Nora y, un poco más habituada, en lugar de una reverencia completa le salió el modo informal con una leve inclinación. Los ojos de Louis brillaron llenos de humor. Los de Charles, en cambio, lo observaban con interés.

—Vamos, lleva tu caballo a la sombra y ven que tenemos té frío —invitó sin saludos. La confianza hacía que se sintieran como en casa. De algún modo lo era, la vivienda de Miler estaba en los territorios Grant y el pago de la renta era un formalismo, algo que hacía el editor para mantener su integridad.

Avanzó la pareja por delante mientras Grant se ocupaba de su montura, lo dejó bajo los robles cerca de la fuente para que bebiera y siguió los pasos de esos dos a cierta distancia. Las hermanas Foster habían desparramado algunos rumores, por lo que Louis se esperaba cualquier cosa al verlos menos esa dinámica de risas, anécdotas y bromas.

Kaliska lo recibió con un saludo, que Grant convirtió en abrazo para molestarla.

—¿Si Miler te trata mal, ya sabes?

—¿Miler?, pero si al lado de ustedes, Charles es un cachorro dócil.

—No te dejes engañar, es pura apariencia. —Se sirvió un vaso de la bandeja y se dirigió, sin más, al despacho—. Charles, tenemos que hablar. —Señaló la alforja como explicación, y eso bastó para poner el asunto en perspectiva. Para Nora, en cambio, era todo nuevo. Se mantuvo firme en el medio del salón, sin saber qué hacer, hasta que Miler habló.

—Nora, ven… esto en lenguaje Grant significa trabajo.

—¿Charles? —fue la simple pregunta de Louis hecha en un susurro. Sí, en el lenguaje Grant significaba trabajo, trabajo en secreto.

—Sea lo que sea que traigas es algo que tarde o temprano veré con No… la señorita Jolley. Ocultarlo no tiene sentido. Además, no trabajaría conmigo si no fuera de confianza, ¿no lo crees?

—Sí, sí… todo claro. Eso sí, maldito —agregó para que Nora no lo oyese—, tú y yo vamos a hablar de tu Nor… señorita Jolley.

—¿Por qué haría eso, Louis?

—Porque al parecer mi madre le tiene cariño, y porque hacía demasiado tiempo que no te veía de buen humor.

—Y porque eres un maldito metiche, casamentero como una de esas viejas de pueblo. Así que déjalo estar, o mi humor volverá a ser el de antaño. —La sonrisa de Grant le dijo que nada de eso iba a pasar, y que mientras más hablase, más se condenaría.

Nora entró al despacho tras ellos, con una nueva bandeja de té frío que dejó en la mesa auxiliar. Permitió que los hombres se sentaran en los sillones de alto respaldar y ella se quedó a un margen, con la libreta y el tintero por si debía de tomar notas.

—Nada de notas, señorita Jolley —pidió Charles—. Venga aquí, almacene todas las impresiones que pueda mentalmente. Luego criticaremos a Grant cuando no esté.

La muchacha hizo lo que se le ordenaba y ocupó un lugar cerca. Se mordía los labios para contener las sonrisas satisfechas y simulaba acomodar el miriñaque para no tener que mirar al hombre que le provocaba tales reacciones. La confianza de él, sus bromas, que la incluyera en aquel momento… todo sumaba a su fascinación. En ese instante, Charles le brindaba su lado sin cicatrices en el sentido estricto de la palabra y en el figurado. Le brindaba el hombre que era cuando olvidaba los dolores del pasado.

—Bien, ¿qué tienes? —Lo instó Charles, al ver que Louis estaba demasiado concentrado en su asistente. No en modo romántico, sino que la evaluaba, se embebía de la incomodidad de Nora, de esos gestos que denotaban cuánto le molestaba que alguien invadiera la intimidad que solía tener con Miler. Grant había entrado en el despacho, en el mundo de libros que ellos compartían y les impedía actuar con soltura.

—Un manuscrito. —Abrió la alforja y sacó unas cincuenta o sesenta páginas sostenidas por un cordel—. Y órdenes del escritor.

—¿Y quién es el escritor? —preguntó Miler.

—Eso, mi querido editor, es algo que me guardo para mí. —Nora los observaba, hacía lo que Charles le había pedido, almacenaba impresiones. Una era que al editor no le sorprendía la respuesta de Grant.

—¿Qué más debo saber antes de tomar eso en mis manos?

—Que es una historia, en gran parte, verídica. El autor dice que lo es en su totalidad, cuando lo leas, sabrás el porqué de la discrepancia. —Louis hizo una pausa y miró a Nora para evaluar el nivel de honestidad que podía emplear. Lo pensó, lo analizó y al fin, agregó—: Está mal escrito, Charles. Muy mal escrito y hay que tener los huevos del tamaño de los de Jafar, el maldito semental que le regaló mi cuñado a mi hermana, para publicar esto. —La señorita Jolley no se sonrojó por la expresión y eso tranquilizó al hombre. Si bien era de modos francos, bastante rudo para la sociedad educada que ahora lo amparaba, lo cierto era que sabía cómo tratar a las mujeres. Y hablar de los testículos de un caballo no era exactamente lo que la élite demandaba—. Pero lo que cuenta debe ser publicado, y tú tienes las agallas para hacerlo.

—No me endulces, Louis, no necesitas hacerlo.

—No lo hago, es la verdad. Hablaremos luego del coraje y demás asuntos. —La tensión en la mandíbula de Miler no pasó desapercibida por Nora ni por Grant. Los dos sabían que la confianza depositada en Jolley tenía un límite. Y ese era la marca de quemadura negrera en su rostro—. El escritor o escritora menciona el nombre de una plantación de Carolina del Sur, y a su dueño. Con nombre y apellido. Sabe que el libro tiene que reescribirse por completo, esperaba que yo lo ayudara a hacerlo, pero no tengo tiempo. El pesado de mi editor —bromeó—, me presiona con la entrega de mi nueva novela. De modo que acepta que consigas a cualquiera que haga el trabajo, bajo la condición de que esos nombres no se toquen.

—¿Nora? —Charles, con esa simple intervención, dejó en claro que ya no tomaba las decisiones solo. Louis clavó los celestes ojos en la muchacha, sabía muy bien la conclusión de Miler. Lo conocía como a la palma de su mano, no se resistía a esa clase de trabajos, eran su elixir. Que pudiera echarse atrás por una palabra de su asistente era nuevo. Más que nuevo, desconcertante.

—¿Protege usted a este escritor o escritora, señor Grant? —fue la pregunta en fuerte acento británico que salió de los labios de Nora. Louis sonrió y accedió a darle la razón al editor, sí valía la pena confiar en ella.

—Con todo el poder y dinero de mi familia, señorita Jolley.

—¿Y el poder y dinero de su familia supera el del hombre mencionado en esas páginas?

—El dinero sí, señorita Jolley, el poder… en California, puede ser. En lo demás, depende de cuán rápido publiquen esto, señorita. Quizá no pueda sostener mi protección tras las elecciones entrantes. —El silencio fue abrumador. A Nora le sorprendió que Charles no se inmutara. ¿Tan acostumbrado estaba a molestar a los poderosos? El recuerdo de su rostro marcado a fuego le dio la respuesta.

—¡Mierda! —masculló la muchacha, un insulto americano con acento inglés que hizo a ambos reír.

—¿Y bien, señorita Jolley? —insistió Miler—, ¿qué haría en mi lugar?

—Le diría a mi asistente que quemara su libreta, que todas las notas que tomó hasta el momento no sirven. Que cancele el próximo envío de correspondencia a Nueva York y Boston, y lo reemplace por un pase libre. Que escriba al señor Chees para que se prepare para hospedar en Carolina del Norte al jefe de edición de Carolina del Sur, y que empiece la selección de personal de imprenta allí, porque las oficinas del Sur cerrarán hasta nuevo aviso. Y que cancele los pendientes, hasta Navidad, aproximadamente, pues hay que publicar este libro antes del ’60 si queremos evitar que alguien cuelgue de… alguna extremidad, al señor Grant y a usted, por supuesto.

—Entonces, señorita Jolley, la doy por informada de las buenas nuevas, pero me temo que agregaré una orden más.

—¿Otra? —El horror en el rostro de Nora fue fingido.

—Sí, usted escribirá el libro bajo mi supervisión. No confiaremos en nadie más hasta que no esté en las bibliotecas del país. De este despacho no saldrá nada relacionado a esto hasta entonces. Hermetismo total, pues imagino que, una vez publicado, el nombre de nuestro escritor y el de quien lo ayudó ya no será ningún secreto.

—No lo será —confirmó Grant.

—Ya ves, somos varios los que le hacemos competencia a Jafar —bromeó Charles—. Ahora, dejemos esto aquí hasta mañana —dijo y ocultó el manuscrito en una caja con llave—, cenemos, brindemos y, por si las dudas, simulemos que esto no es más que una visita de cortesía. Y así podrás decirle a Sandra Grant que encontraste a Nora muy bien y que volverás de visita en unos días para ver si avanza.

—Mi madre estará muy agradecida.

Abandonaron el despacho como si nada importante hubiesen hablado, cenaron, se burlaron de Nora por no ser capaz de comer ají y se despidieron cuando la luna ocupaba el firmamento. La señorita Jolley y Charles se quedaron en el portal hasta ver a caballo y hombre desaparecer. Se contemplaron en silencio, cómplices, diciéndose mucho sin emitir palabra. Al día siguiente empezarían una nueva aventura, necesitaban descansar.

—Buenas noches, señor Miler.

—Buenas noches, señorita Jolley.

 

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