Nora

Nora


Capítulo 29

Página 32 de 46

29

 

—Debemos volver… —Nora reposaba sobre el pecho desnudo de Charles. Las ropas, salvo las enaguas que les servían de resguardo del suelo, estaban colgadas junto a la montura para que se secaran. Ella solo llevaba los pololos y la camisa, y él apenas la delgada tela de su ropa interior. El calor los acunaba, y la luna era la única iluminación que se reflejaba sobre la superficie del agua.

—Aún no, tenemos la noche libre. Lo decreto como jefe si es necesario.

—Te estás volviendo un mal jefe. Ya verás cómo se te rebelan los empleados. —Él la hizo girar y se apoderó de su boca en un beso hondo.

—Solo tú puedes rebelarte y salir indemne. —No podían saciar el hambre de besos, y Nora sonrió al pensar que la palabra indemne no la definía en lo absoluto—. Además, debo mi pago, aunque hayas sido una tramposa.

—Eso es discutible —se defendió; Charles la reprendió con algunas cosquillas y más besos—. También para el pago debemos volver.

—No es necesario, tenemos lo suficiente en la alforja del caballo. Siempre dejo allí un cuchillo y algunos artículos que uno puede necesitar cuando sale a cabalgar por estas zonas.

A Nora nunca se le hubiera ocurrido revisarla, y pensó en lo poco precavida que había sido al dejar la montura con la alforja adosada a la silla cuando estaba en el pueblo. Estaría más atenta la próxima vez, se dijo al ver el filoso cuchillo y… un arma.

—¿Qué planeas?

—Matarte, por supuesto… —bromeó, el horror de Nora lo hizo carcajear—, hacer la cena, muchacha desconfiada. ¿Nunca has acampado?

—No —admitió—, la señora Godman… —Se silenció por unos segundos al darse cuenta de que ahondaba en el pasado que había decidido dejar atrás—, bueno, ella consideraba que incluso los picnics cuando eran de pocas personas se consideraban un hábito indigno. Las mujeres, sentadas en el suelo, tan cerca de los hombres…

—Puedo imaginarte desafiándola y escapando con una canasta a mitad del prado. —Nora solo debía recordarlo, eran los tiempos en que creyó que su vida sencilla bastaba, sin tener idea de los horrores que pasaba Elisa—. ¿De qué parte de Inglaterra eres?

La pregunta era amable, con el interés lógico por la muchacha con la que había compartido su pasión. Se conocían, sí, del modo más íntimo. Conocían la esencia, el material del que estaban hechos, pero no sabían demasiado de las vivencias de cada uno, de las circunstancias que habían forjado esos caracteres afines. Mientras conversaba, ajeno al torbellino de sentimientos de Nora, Charles tomaba los pescados que habían quedado en la piedra, dispuesto a limpiarlos para la improvisada cena de campamento.

—De Eastbourne. —Miler se detuvo por un instante, y eso bastó para que el corazón de Nora también lo hiciera.

—¿Eastbourne? ¡Increíble! —comentó y volvió a la tarea de limpiar los peces—. Mi abuela era de allí.

Nora se creyó imposibilitada de respirar. Moriría, frente a él, ahogada por los secretos. Sintió que los ojos se le humedecían, y agradeció que la luna no alumbrara tanto como el sol y le permitiera esconder la reacción.

—Es… es una linda zona. Al sur… ¿Ella… ella hablaba mucho de Inglaterra?

Charles dejó los peces a un lado y se concentró en hacer el fuego. Buscó un par de ramas y hojas secas, algunas piedras y encendió la chispa.

—No, no mucho. Era viuda, llegó con mi padre siendo un bebé a Estados Unidos, creo que amaba a mi abuelo, lamento no haberlo conocido… —Las emociones en Charles no eran muy fuertes; tal y como Nora sabía que sucedería, esa historia que ella protegía a él le resultaba ajena, una anécdota de generaciones pasadas—. Solía decir que Eastbourne le traía recuerdos agridulces y, por respeto a su dolor, no preguntábamos más. La verdad… tú la entenderás más que nadie, venir sola a estas tierras que presentan tantas oportunidades como obstáculos no es fácil. Le debemos a su entereza todo lo que los Miler construimos… —Detuvo su relato al ver la mirada empañada de Nora—. ¡Oh, mi bella Nora, siento haberte traído malos recuerdos!

Ella se dejó consolar, escondió el rostro en su pecho y se aferró a esa piel que era su hogar. Quiso completar la historia, contarle la verdad: No era viuda, Charles, la expulsaron de sus tierras por amar a un marqués; porque eso es lo que pasa cuando una plebeya se enamora de un marqués, se da una relación imposible, una unión inimaginable y toda la sociedad complota para separarlos. Deseó poder expresarle sus miedos y pedirle que los espantara, que le prometiera que jamás los separarían, que entre ellos no habría títulos, que no se repetiría la historia de su abuela. No podía imaginarse a sí misma viviendo una vida sin Charles, lejos de él, no después de amarlo.

—No conocí a tu abuela —susurró sobre su cuello—, pero ya sé, aquí —Se tocó el pecho, a la altura del corazón—, que es la mujer más endemoniadamente fuerte que pisó estas tierras y las de Inglaterra.

Charles le levantó el mentón para navegar en las profundidades de su mirada, hallar el origen de tal confesión. Nora se lo impidió, hizo uso del poder recién descubierto y lo besó con ardor, con un deseo que jamás remitiría, consiguiendo que olvidara todo. Hasta el fuego…

—¡Maldición! —exclamó separando sus labios, para enfocarse en la fogata—. Terminaremos quemando los robles de Benedict Grant y allí sí sabremos la magnitud de la palabra problemas.

Nora rio entre lágrimas y se secó las que aún le surcaban el rostro. Se dispuso a ayudarlo con su poca experiencia en campamentos, no pondría en riesgo su permanencia en California por un par de pescados asados. No… en esas tierras nuevas, en ese país que se formaba, en un lugar en donde las reglas se estaban definiendo y no estaban establecidas desde hacía siglos… allí, ella podía amar a Charles Miler. Sin papeles, sin apariencias. Aceptaba ser su amante, dormir bajo su techo… se mordió para no sonreír, aceptaba hasta que le pagara la cuenta de la modista. Sí, allí, bajo el sol de California, era el único lugar en donde ellos podían ser tan solo hombre y mujer.

El fuego ardió de manera contenida por las rocas, y Charles volvió a ocupar las manos con los pescados. Nora se lamentó la apuesta, había sido sin pensar. Notó el modo en que las manos mutiladas del hombre trabajaban con una precisión ganada en la práctica de años sin dedos, pero que no era carente de cierta torpeza. Él la miró de soslayo, y negó al ver el resplandor de la condescendencia en sus ojos.

—Estoy acostumbrado, no me rebanaré los pocos dedos que me quedan, si eso te preocupa.

A Nora le sorprendió que tomara un tema tan delicado con humor, y se sonrojó apenas por sus pensamientos.

—Veo que tienes gran destreza, sería hora de que dejes esos guantes estéticos nada funcionales de lado. Te quitan movilidad.

—No más que a ti el miriñaque…

—Y por ese motivo dejé de utilizarlo, salvo para ir al pueblo. —La mención de su cuerpo sin barreras de ropa interior no era un tema apropiado para abordar si quería contener la fogata. La mirada pícara de Charles se lo recordó, y los momentos compartidos, los roces de piernas… incluso el juego en el arroyo, le asaltaron la mente para dejarla incapacitada para seguir la conversación.

Miler buscó un par de hojas de árboles, y las limpió con cuidado en el agua del arroyo. Le explicó que ese sería el improvisado plato, y que ambos debían compartir el cuchillo para comer.

El fuego crepitaba y alumbraba sus rostros, dándole un tono anaranjado a las facciones. Nora observaba a Charles con adoración, admirando la belleza que, en su opinión, las cicatrices no habían podido menguar. Él, a veces, se sentía inhibido ante el escrutinio. Nora era hermosa, a su lado, era imposible no sentirse un monstruo.

—Nunca lamenté más mi apariencia… —le confesó.

—A mí no me molesta en lo más mínimo, Charles. Lo único que me afecta es el dolor que has pasado. No puedo concebirlo… ¿En cuántos líos te has mentido, mi amor?, ¿me dejarás cuidarte de ahora en más?

Charles se apoderó de su boca, conmovido por sentirse protegido por el amor de un ser tan admirable. Pensó, a su vez, en todo lo que ella había tenido que pasar, en el viaje desde Inglaterra, en encontrarse sola en un país nuevo, en trabajar a sol y sombra, superarse, vencer, convertirse en la persona más importante para la editorial… y para el editor.

—Solo si me permites retribuirte, Nora. Cuidarte siempre. —Sellaron el pacto con otro beso, y con esa promesa mutua.

Sacó uno de los pescados del fuego, lo acomodó en la hoja limpia, lo trozó y le dio un bocado a Nora para que probara.

No se trataba de una comida sabrosa. No estaba sazonada, ni acompañada de vegetales, pero le resultó deliciosa. Estaba hecha por las manos del hombre que amaba, y, sobre todo, les permitía regalarse esa noche bajo las estrellas, lejos de las preocupaciones del mundo real.

—Creo que iremos de campamento seguido, se te da muy bien la cocina.

—Embustera…

Comieron en silencio, hasta quedar saciados. Decidieron, de manera tácita, no marcharse hasta que la última brasa no se hubiera apagado. Nora le acariciaba las manos, con la vista perdida en las llamas.

—Quieres saber, ¿verdad? —le preguntó Charles.

—Sí, pero más deseo no provocarte dolor. Si quieres dejar esa parte de ti en el pasado, lo entenderé y jamás indagaré.

Miler consideró la oferta, era buena. No hablar de ello, mantener a su Nora ajena a esa etapa, permitirse construir algo nuevo a su lado, impoluto, feliz. Sin embargo, eran sus cimientos, era la razón de casi todas las decisiones que tomaba en la vida, incluso esa, la de tenerla a su lado. El deseo irrefrenable de ser dichoso con Nora nacía del dolor de lo sucedido. Ya le había contado lo ocurrido en Virginia, era tiempo de viajar a Kansas.

—Tras la muerte de mis padres, le hice honor a sus últimas palabras y viajé al sur a aprender lo que no debía ser publicado. Tuve los problemas esperables: me incendiaron una de las oficinas, me robaron vagones con libros, me negaron la compra de suministros… En lugar de desanimarme, sentía que estaba haciendo lo correcto; Ambrosee me reprendía, decía que no era necesario hacer enojar a todos, pero yo era joven y la editorial iba bien, creí que además de joven era poderoso, influyente…

—Lo eres, conoces el impacto de tus publicaciones.

—El poder, siempre, tiene un límite. Eso es lo que estamos haciendo ahora, Nora, con este libro. Detener el poder de Sam Liamson, que se cree invencible. Yo debía aprender, y al parecer, las represalias recibidas hasta el momento no me servían de escarmiento. Salvo una… En Missouri, entraron a robar un manuscrito que deseaban que no se publicara, conmigo trabajaba Daniel, un gran muchacho, tan fervoroso como yo. Se interpuso, intentó detenerlos, murió…

—Lo siento.

—Yo también, mucho. Busqué justicia por él en vano, hice un gran revuelo, pero nadie pagó. Cuando fue el tiempo de agregar a los estados las tierras de la Luisiana francesa, decidí que nadie moriría por mí de nuevo, por lo que fui yo mismo a informarme de la situación y a escribir el libro que debía publicarse para impedir que fueran estados esclavistas. Estaba en la zona de la actual Kansas…

—En el ’54 —murmuró ella, y al fin comprendió todo. El mismo año que arribaba a América y se paraba frente a la oficina de Nueva York a preguntar por Charles Miler, él estaba haciendo algo importante, como decía Carrington, en Kansas. Los recelos, la desconfianza y el secretismo cobraban sentido.

—Sí. Me infiltré entre los esclavistas, para conocer los intereses que los alimentaban y quiénes eran los que influenciaban para inclinar la balanza. Les hice creer que estaba de su lado, y al ser blanco, me abrieron las puertas.

—¡Demonios, Charles! —Lo golpeó en el pecho, cuatro años tarde, lo sacudió como si pudiera hacer entrar en razones al joven idealista que fue—. Ya veo que a Kaliska no le alcanzará la leche del estado entero para apagar ese fuego, ¿cómo se te ocurre hacer algo tan peligroso?

—Nora…

—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Sabes qué me dijo Amy?: No se le puede pedir a una mujer enamorada que sea racional. Así que no me lo pidas, Charles, porque en este momento deseo poder viajar al pasado, detenerte y suplicarte que no sufras, que no te expongas, que pienses en mi amor…

Se aferró a él con fuerza, como si pudiera unir su piel a la de ella y así hacerse uno. Solo de ese modo podía asegurarse de cuidarlo siempre, de protegerlo de las ideas de justicia y de su maldita moral que lo empujaba a primera fila en la batalla. Recién cuando pudo serenarse, le pidió que siguiera.

—Pues bien, era un hervidero de conspiraciones, de más está decirlo. El senador Douglas quería abrir el tren hacia el sur, y le convenía hacer negocios con los esclavistas. Por otro lado, el partido Whig se dividía, nacían los republicanos con ideas abolicionistas y, a su vez, se separaban entre los que decidían no extender la esclavitud, pero aceptar a los estados que ya la tenían legislada, y aquellos que, como yo, pensaban en la completa erradicación. Y, como si todo eso no fuera suficiente, se sumaban los pueblos nativos que allí se encontraban y que debían luchar por sus tierras y derechos.

—¿Cómo te descubrieron?

—Porque fui un imbécil. Conocí a una mujer, Margareth, ella…

—Sí, fuiste un imbécil. —El enojo de Nora lo enterneció, y debió besarla hasta hacerle recordar que solo una mujer había tocado su corazón, y esa era Nora Jolley—. Ya, termina la historia de esa tal Margareth —demandó no sin rastros de celos en la voz.

—Pues ella descubrió mi verdadera identidad y la vendió por un par de dólares. Se marchó al amanecer del mismo día en que a mí me venían a buscar.

Nora tenía deseos de preguntar qué fue de ella, si la halló, si pudo hacerla pagar; pero entendió que Margareth no significaba nada en esa historia, ni en la del pasado ni en la del presente, y la relegó al olvido en el que caían las personas que eran insignificantes. No merecía más espacio que ese.

—¿Puedes ahorrarme esa parte, Charles? —suplicó—. No quiero saber cuántos días fueron, prefiero que me mientas. ¿Me mentirás, mi amor?

—Sí, Nora. Te diré que fueron pocos días, que fue rápido, tan rápido que apenas lo recuerdo. Nada de eso quedó grabado en mi mente, fue fugaz, solo un lapso antes de llegar aquí.

—Eso sí quiero saberlo, cómo llegó mi Charles Miler a las mágicas tierras de California.

—Entre los prisioneros, estaban algunos nativos Iowa, uno de ellos, descendiente de Mahaska. Canowicakte era su nombre, era el padre de Hotah… ¿Lo has conocido a Hotah? Trabaja con Zachary Grant, es un gran criador de caballos, el mejor del país me atrevo a decir.

—Lo he visto, pero no tuve el placer de ser presentada.

—Pues Canowicakte fue acusado de traición entre los suyos, por involucrarse en los problemas de los blancos. Ya habían existido roces, porque la madre de Hotah es blanca, es más, Hotah significa blanco en Sioux que es su lengua. Lo llamaron así, en lugar de Chaska, que significa primogénito. Ese nombre se le asignó al medio hermano, al nacido de madre y padre Iowa. Rescatar a Canowicakte fue debatido en la tribu y se decidió dejarlo a manos de la justicia blanca, pero Hotah no acató la orden y, con un par de esclavos fugitivos y otros nativos renegados, fueron a salvarlo. Fue para él un corte definitivo con su tribu, al igual que su padre, eligió a los blancos. De modo que cuando nos sacaron de allí, y Canowicakte murió por las heridas, Hotah no tenía lugar a dónde ir.

—¡Oh, Dios!, ¡cómo es posible que se den tantas injusticias juntas! —exclamó Nora, dolida por el desprecio hacia el hombre a quien ella le debía la vida de su amado.

—Yo estaba malherido y desconfiaba de todos, de modo que en la única persona que pude pensar fue en Louis Grant. Lo conocía por publicar sus obras, sabía qué clase de persona era y el poder que ostentaba en estas tierras. Aquí era el único lugar en donde podía refugiarme para sanar, y para lamer mis propias heridas, prestarme a la autocompasión y deprimirme un poco, ¿por qué no?

—Sí, te has ganado el derecho a una dosis de lamentos y penas. Pero solo a una dosis, que la vida aún aguarda por ti, y también te has ganado el derecho a vivirla.

—Estas tierras me han dado todo eso, un lugar donde llorar y un lugar donde renacer. Estas tierras han permitido que tenga en mis brazos a mi bella Nora…

Ella pensó lo mismo. Ese lugar mágico, les brindaba a los dos una merecida oportunidad. Se amaron una vez más antes de regresar a casa, sin preocuparse, por esa noche, en las apariencias. Allí solo llegaba el sol; las reglas y las normas estaban al otro lado de la colina. Estaban a salvo de ellas.

Ir a la siguiente página

Report Page