Nora

Nora


Capítulo 30

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Amanecer con los cuerpos desnudos, las piernas entrelazadas y los brazos decididos a no romper jamás el hechizo que los unía era un anhelo que parecía imposible de satisfacer. Antes de que el alba los sorprendiera, y que la melodía nocturna se silenciara por completo, Nora forzaba la despedida.

Charles aceptó las reglas del juego amoroso las primeras noches. Las paredes oían, sentían y reían confabulándose con la repentina intimidad de la pareja. Los llamados de atención a Kaliska no sirvieron de mucho, siempre hallaba la manera de exponer el reconocimiento de lo que, bajo ese techo, ocurría. Por supuesto, José también estaba embebido en el asunto, lo que le daba mayor complicidad con la mujer Miwok y generaba así una incomodidad que no pasaba desapercibida en Nora. No era una cuestión de pudor, la mujer que se entregaba a él en cuerpo y alma cada atardecer había desterrado esa fútil sensación. Habían traspasado todas las líneas, no solo las que se dibujaban en las sábanas, sino aquellas que se mezclaban con el profesionalismo.

Los pensamientos analíticos continuaban siendo predominantes, coincidían, y si debían de discrepar en algo, manifestarse en desacuerdo de las sugerencias del otro, lo hacían. La objetividad no se había visto afectada en lo absoluto. Pero sí lo demás. A los besos se les otorgaba el privilegio de la espontaneidad y, cuando querían hacerse presentes, se les daba permiso, sin importar que se estuviese a mitad de un escrito o lectura. Y cuando la labor de corrección sobre «Dios no fuma tabaco» llegó a su fin, librándolos de ese peso editorial —tenían una fecha de publicación estimada que se cumplió según lo pactado— las caricias se sumaron a las actividades cotidianas. Era un deleite saberse capacitados de afrontar las demandas que las funciones de ambos requerían y, a la vez, compensar la exigencia con la cercanía de los cuerpos y con las muestras de afecto.

La relación se fortalecía día a día, semana tras semana; sin embargo, la reticencia de Nora al consagrarla como una confirmación al compartir la recámara principal con él se estaba convirtiendo en una tortuosa experiencia. Y Charles Miler conocía demasiado de torturas. La que ella le propiciaba era demasiado insoportable para su débil cuerpo.

—No, no de nuevo... —La tomó con delicadeza de las muñecas cuando sintió que el cuerpo de Nora se deslizaba por las sábanas.

—Está por amanecer, Charles.

—¿Y qué hay con ello? —La atrajo hacia él.

—Ya lo sabes. —Lo besó, cualquier ocasión era la oportunidad de un beso, hasta la de fugaz despedida.

—No, no lo sé. ¿Me lo explicarías, mi amor?

Nora recuperó los centímetros que él le había robado con su acción de adorable posesión. Se cubrió con la camisola y, de rodillas sobre el colchón, volvió a exponer los motivos del día anterior, y del anterior...

—Para empezar, mi ropa y mis elementos de aseo se encuentran en mi habitación. —Esa excusa fue nueva.

—Lo solucionamos en menos de lo que canta el gallo... —dijo con una sonrisa de satisfacción ante la inminente victoria—, y estoy siendo por completo literal.

En cuestión de minutos, no solo uno, sino tres gallos les darían la bienvenida a los primeros rayos del sol.

—Lo sé, no pongo en duda tu capacidad resolutiva. Pero no se trata solo de ese incordio.

—¿De qué se trata, entonces? —Charles podía ver que se trataba de algo que ella pretendía mantener bajo llave en el cofre de sus pensamientos. Tenía todo el derecho a poseer secretos íntimos, conflictos internos, y dudas. Amarla significaba respetar su libertad, en todos los aspectos.

Se trataba del abandono definitivo de su meta primera, de sentirse en falta ante la promesa hecha tras la muerte de Elisa. Lo amaba, experimentaba el sentimiento con una intensidad que nunca hubiese creído posible. Elegía una vida a su lado, como fuese, y sobre este concepto se alzaba el vínculo que nunca rozaría lo moralmente correcto ni la legalidad. Compartir más que las noches en esa recámara, compartir la vida a su lado, traía consigo aceptar el rol de amante con lo que involucraba: callar, dejar todo atrás. Atesorar esa verdad que le pertenecía a Charles Miller. El egoísmo en su manifestación más pura era lo que la hacía alejarse de él, abandonar el calor de su cuerpo antes de que las estrellas dejaran de brillar en el firmamento. ¿Cómo explicárselo sin exponer aquello que pretendía callar?

—¿Prometes no ofenderte si te respondo, Charles?

—Jamás me ofendería la verdad que sale de tus labios, Nora, aunque esta no sea la que desee oír, o me duela aceptarla.

Los ojos de Nora se vieron invadidos por el nacimiento de las lágrimas. Sin más que decir, se echó a llorar con una congoja que hacía semanas no sentía.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te angustia, cariño? —Él la acunó en sus brazos.

—Tú, Charles... eso es lo que ocurre. ¡Eres demasiado maravilloso!

Y ella tendría que detestarse por poner en primer lugar al amor que sentía por él. Odiarse por quererlo, necesitarlo con desesperación.

—Nora, por favor, no me digas que soy la razón que te angustia.

La peor de las dicotomías, un amor que sanaba y lastimaba en igual medida.

—Oh, no... —dijo acariciando sus labios—. No digas eso, ni siquiera lo pienses. Lo siento, soy yo la que no puede expresarse como es debido. —Tomó la mano derecha de Charles para colocarla en su pecho, a la altura del corazón—. Aquí, hay terrenos difíciles de explorar... en especial cuando se es mujer. —Utilizó la estrategia femenina para ganar espacio y salir del pozo melancólico en el que había caído—. Eres aquello que nunca me atreví siquiera a desear, a imaginar... pusiste mi mundo, uno muy diminuto sea dicho de paso —Enjuagó las lágrimas que finalmente remitían— de revés, y la realidad de lo que somos... es una realidad que debo descubrir con calma. ¿Puedes entenderlo?

La realidad de lo que somos...

Charles llevaba días pensándolo, ella se merecía un amor completo, con los estándares sociales incluidos, aunque los mismos les valieran poco. Nora no haría mención al respecto, aceptaba lo que él le otorgaba, dando por supuesto que no habría más, que no era necesario más. Tal vez fuese así. ¿Necesitaban más? No, tenían todo, ahí, cuando estaban uno en brazos del otro. Lo que restaba eran simples formalidades. Pero desentenderse de la historia que cargaba a cuestas la mujer que amaba era un acto de macabro desinterés, que no conjugaba con la pureza del sentimiento que compartían. Olvidar los orígenes de Nora con los valores y costumbres que eso implicaba solo conseguiría ampliar la distancia. No estaba diseñada para gozar del amor libre de prejuicios.

—Puedo entenderlo... por supuesto que puedo.

La respetaba en cuerpo, en alma y pensamiento. Y se lo demostraría. Estaba ansioso de demostrarlo.

 

Lo esperado ocurrió al cabo de un par de días; las instalaciones de Missouri volvían a ser el blanco de ataques. Los rumores corrían más rápido que la pólvora, la nueva publicación de Miler & Miler haría temblar todo el territorio estadounidense, de norte a sur, este último en particular, y los ánimos aristócratas no vibraban en la mejor armonía. No eran tiempos adecuados para jugar con fuego, pero era el más grande sin sentido pedirle a un león que no rugiera. La naturaleza de Charles Miler era esa, salvaje cuando el bien común, el respeto y la igualdad se hallaban en el centro de la tormenta social. Vanagloriarse del éxito no era propio del hombre, aunque no hacía nunca a un lado la satisfacción del logro alcanzado. La conquista de la verdad siempre debía ser reconocida y enaltecida.

Los ánimos se encontraban exaltados. Kaliska llevaba días de preparativos, y José, al igual que su esposa, no tenía ni un solo segundo de paz gracias a las demandas de la mujer.

Nora no quiso intervenir, le resultaba extraño pensar en un Charles tan dispuesto a eventos sociales. Ella ya se mostraba esquiva y fuera de lugar ante el despliegue festivo, y no quería siquiera pensar cómo se encontraría cuando el día le abofeteara el rostro. ¿Escapar? ¿Exponer excusas como lo había hecho en ocasiones similares? No, no podría hacerle ese desplante a su amado Charles.

—Señorita Jolley —José la llamó asomando la cabeza por una de las ventanas que daba al porche.

Nora descansaba, la brisa de primera mañana era la mejor compañía que tenía en esas circunstancias, con ella compartía las dudas y los pensamientos superficiales que la acosaban. Charles había salido a dar una cabalgata matutina, que comenzaba a hacerse una rutina diaria. Los hábitos cambiaban, las necesidades también. Todo lo hacía. Hasta habían convenido en tomarse unos días libres de las actividades profesionales, el argumento esgrimido por Charles fue el exhaustivo trabajo previo en el manuscrito. Pasaron noches completas en vela, sumidos en la intensidad de la lectura y las ansias de finalización. Era justo, correcto. Los cuerpos y mentes lo reclamaban.

—¿Sí, José? —respondió más por cortesía que por interés. Además, considerando que no se molestó en atravesar la puerta principal, José tampoco parecía tan interesado en lo que estaba haciendo.

—Kaliska me ha enviado a llamarla, la necesita.

—¿Me necesita? —El cuestionamiento se tendría que haber quedado prisionero en su garganta. Fue más suposición interna que pregunta en sí. Se manifestaba ajena a lo que ocurría entre las paredes del hogar Miler.

—Sí, y en lo posible, de inmediato... antes de que contagie con su locura repentina a mi mujer.

La palabra locura era el antónimo perfecto para Kaliska. Que José lo utilizara como un posible calificativo era preocupante.

—De inmediato será.

La distancia que separaba el porche de la cocina obligaba a invertir unos cuantos segundos. Los amplios pasos de Nora los redujeron a la mitad. Al poner un pie en el lugar, su nariz se vio atacada por aromas embriagadores. El estómago se le agitó con traviesa bravura recordándole que el almuerzo estaba próximo, y que se encontraba dispuesta a adelantarlo de ser necesario. Un despliegue de platos elaborados se exhibía en un extremo de la cocina, y en el otro, los que estaban a medio del proceso. Pasteles de todo tipo, para la satisfacción de paladares selectos, bocadillos regionales, carne de cerdo en plena cocción, aves sazonadas esperando su turno para arder en brasas y bollos de pan que leudaban en el rincón más cálido de la habitación.

—Kaliska, ¿me ha mandado a llamar? —En las últimas semanas, dadas las íntimas circunstancias que cambiaron el rol de Nora en la casa, el «señora» ya no se unía al nombre de la mujer.

—Sí, señorita Nora... —En el caso de Kaliska, las expresiones también se vieron modificadas, «Nora» reemplazó a «Jolley»—. Hay ciertas labores que se escapan de mí, y la necesito, si no es molestia para usted.

—En lo absoluto, dígame de qué se trata.

No era una experta dentro del ámbito culinario, aun así, podía brindar su mayor predisposición.

—De su buen ojo de señorita, de sus modales refinados...

En ese preciso instante, la mujer de José ingresaba trayendo consigo un gran cesto de mimbre repleto de vajilla y mantelería. La pobre muchacha casi se da de bruces contra el piso.

—¡Oh, por todos los cielos, déjame ayudarte! —Sostuvo por debajo el cesto, y juntas los apoyaron en una de las banquetas.

—Gracias, señorita... no sé en dónde se ha metido José, el muy desgraciado desaparece siempre que le es conveniente. —No fue una protesta real, era más que nada una expresión con tono de broma—. Todavía quedan tres más.

—Entonces iré contigo.

Kaliska no opinó. La ayuda que requería no incluía esas destrezas físicas, pero, si la muchacha estaba dispuesta a hacerlas, no se lo impediría.

Abandonaron la cocina; atravesaron la despensa, hasta llegar a la puerta trasera que se comunicaba con el jardín y el huerto particular de Kaliska. Una carreta esperaba, el hombre que la dirigía abastecía al caballo de agua, el pobrecillo estaba sediento. Los dos lo estaban, el sol era implacable esa mañana. Nora lo reconoció, se trataba de uno de los tantos empleados de los Grant. Entre las dos, tomaron las asas de otro de los canastos, uno que estaba repleto de platos y copas, y como pudieron, lo arrastraron hasta la casa.

—¿Esto lo enviaron los Grant?

—Sí, aquí no contamos con tantos lujos… —bromeó, y para sopesar la mirada expectante de Nora, pasó a explicarse—. Lujos es una forma de decir, el señor no suele tener grandes festejos, por lo menos no de la clase que demanden este tipo de... —Cabeceó señalando el interior del canasto— de cosas.

A mitad de la despensa se tomaron un descanso. Pesaba. Daba la sensación de que estaban cargando toda la condenada vajilla existente en California.

—Y si el señor no suele tener grandes festejos, ¿por qué esta ocasión lo amerita?

La secundaba en el deseo de hacer público el triunfo obtenido con una cena formal entre conocidos; pero de ahí a hacer un despilfarro...

—Supongo que tiene motivos para festejar ahora que tiene con quien. —Se aferró de nuevo al asa. Era un punto lógico de análisis; la soledad, hasta hacía dos meses atrás, era la única compañera de Charles. Nora tomó el asa que le correspondía y, a la cuenta de tres, retomaron la marcha—. Además, mañana es el día de su santo... —agregó la muchacha una vez que estuvieron de regreso en la cocina.

—¿El día de su santo? ¿Mañana? —Casi que dejó caer el canasto ante sorpresa—. ¡Kaliska, ¿cómo no me has puesto al tanto?!

—Supuse que lo sabría... —La mirada de Kaliska dijo lo que no se podía decir en voz alta: damos por supuesto que sabe el aniversario del natalicio del hombre con el que yace cada noche.

—Supuso mal. —Estaba enojada consigo misma. Creía que sabía todo de él. Estaba equivocada, no se encontraba al tanto de su día de nacimiento, ni de sus gustos festivos. ¿En qué más se había equivocado?

—Bueno, ahora ya lo sabe, y también sabe por qué la necesito. Para mí, los platos no son más que eso, platos... elija lo correcto, por favor, lo que considere adecuado.

¿En qué más se había equivocado?, retomó sus pensamientos. ¿En decidir por él, en creer que la verdad oculta de su familia no sería de importancia para Charles?

Tal vez se hallaba errada en suponer que el amor justificaba su silencio. ¿Se podía amar y traicionar a la vez?

No, se engañaba en nombre de su egoísta deseo de felicidad. Charles merecía la historia de sus orígenes. Dejaría pasar unos días... sí. No empañaría la dicha de esos momentos. Unos días, solo eso.

 

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