Nora

Nora


Capítulo 14

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Cal Barton estaba sentado, en silencio, en un pequeño bar a pocos kilómetros de Tyler Junction. Después de su segundo whisky había empezado a sentirse un poco mejor. Había intentado ver a Nora, pero ella le había mandado un recado a través de su tía: no quería que volviera a su habitación, y consideraba que su matrimonio había terminado. Iba a volver a Virginia y no quería volver a verlo en toda su vida.

Él se lo esperaba, pero aquel mensaje le había herido igualmente. Sabía que su matrimonio estaba acabado, y era trágico pensar que todo había sido por su culpa.

Salió del bar y caminó, tambaleándose, hasta su caballo. Consiguió montar y sujetó las riendas con una mano. Era una suerte que el animal supiera cuál era el camino de vuelta a casa.

—¡Eh, amigo! —le dijo una voz, que lo despertó.

Él se irguió, parpadeando. Aquello no parecía el rancho. Frunció el ceño.

—¿Dónde estoy?

—En el Establo de Dalton. En Tyler Junction —le dijo el viejo, sonriendo—. Tiene una buena borrachera, ¿eh?

—Eso parece —dijo Cal, y bajó del caballo, gruñendo.

—Será mejor que vaya al hotel y pida una habitación, joven. No está en condiciones de volver a casa así. Yo le cuidaré el caballo.

—Gracias. Me llamo Cul... Barton —dijo, recordando en el último momento que estaba usando su segundo nombre como apellido.

Dejó el caballo en el establo y se dirigió al hotel, pero le pareció que la estación estaba más cerca. Mucho más cerca.

Se acercó a la ventanilla.

—Beaumont —dijo—. De ida.

—Vaya, tiene suerte —le dijo el taquillera—. El último tren está a punto de salir. ¿No lleva equipaje?

—No tengo equipaje. Ni esposa. Ni nada —murmuró Cal.

Pagó el billete y salió al andén. El taquillero se quedó mirándolo, sacudiendo la cabeza.

* * * *

Cal se despertó en Beaumont con un terrible dolor de cabeza. Alquiló un caballo y fue hasta el campo petrolífero, donde Pike estaba desenroscando una tuerca de una parte de la torre, que se había estropeado inesperadamente.

—Demonios, tenía que ocurrir justo ahora —dijo Pike—. No tenemos otra pieza de repuesto, y el proveedor tampoco la tiene en el almacén. Dice que hasta enero no podrá conseguir otra.

—¿Hasta enero?

Pike alzó las manos.

—No hay remedio.

—Pídela a Saint Louis, o a Nueva York, o a Pittsburgh.

—Tampoco la tienen. No sé si te has dado cuenta, pero hay bastante gente haciendo perforaciones por aquí —le recordó Pike, e indicó el paisaje llano, vacío salvo por las torretas que rodeaban la pequeña Beaumont.

—Sí, claro que me he dado cuenta. Quizá todos estemos locos —dijo Cal—. Parece que lo único que vamos a encontrar es agua.

—A lo mejor, después de todo, el geólogo tiene razón. ¿Y si damos con el petróleo?

—Seremos ricos —respondió Cal.

—Podríamos repartir las ganancias —sugirió el hombre—. Ya sabes, para sufragar el coste de la prospección, para tener más dinero con el que trabajar. Vender participaciones.

—Todavía no estamos tan desesperados —le recordó Cal.

Pike no sabía nada de Cal, y mucho menos que era rico. Él había sido muy cuidadoso en no hablar de sí mismo. Pike era un buen buscador de petróleo, pero tenía una mirada huidiza que a Cal le gustaba cada vez menos. Ya lo habría reemplazado, pero había estado muy ocupado con Nora.

Nora. Cal gruñó por dentro. Ni siquiera le había dicho adiós, ni había hablado con ella antes de tomar el tren. Probablemente, ella pensaría que la había abandonado, lo cual no era cierto. Sólo había estado sufriendo y bebiendo, y había hecho algo impulsivo. Sin embargo, ¿tenía alguna importancia? Seguramente, ella ya estaba de camino a Virginia y no quería saber nada más del hombre que le había destrozado la vida. Él nunca olvidaría el modo en que ella había apartado la cabeza cuando había intentado acariciarle el pelo. La expresión de su cara lo iba a obsesionar para siempre.

—¿Adonde vas a ir? —le preguntó Pike.

Cal vaciló. Lo pensó sólo durante un instante.

—Voy a casa —dijo de repente—. Pide a Corsicana la pieza que necesitamos —añadió, con una súbita inspiración.

Le dio a Pike el nombre de un hombre para el que había trabajado después de salir del ejército, un hombre que se había enriquecido con el petróleo. Tenía varias perforaciones, y si había una pieza de sobra en algún sitio, él lo sabría. Además, se la enviaría rápidamente, por lealtad hacia Cal.

* * * *

Nora guardó reposo durante varios días, lo justo para recuperar las fuerzas. Después, se sentó en el salón con su tía y su prima, y se obligó a sí misma a enfrentarse con la realidad. No tenía padres que se ocuparan de ella; parecía que su marido la había abandonado y se había desvanecido sin dejar rastro. No tenía dinero, ni forma de ganarlo. Sin embargo, al menos había superado el último ataque de fiebre, y pese a la tristeza que sentía por haber perdido el bebé, cada día se sentía más fuerte.

—Tengo que encontrar trabajo —les dijo Nora a las otras dos mujeres.

—Hay un puesto vacante de profesora en la escuela —dijo Melly.

—Melly, no puedo ser profesora —dijo Nora—. La idea de estar con niños me entristece mucho en este momento.

—Perdóname —dijo Melly rápidamente—. No lo pensé.

Nora movió la mano para quitarle importancia.

—Con el tiempo, lo pensaré. Por el momento no sé qué puedo hacer.

—Sabes que puedes quedarte con nosotros —dijo Helen.

Nora sacudió la cabeza.

—Pero no como invitada —dijo—. Si me quedo, trabajaré. Si me aguantáis durante un tiempo, puedo aprender las cosas básicas sobre llevar una casa —dijo, aunque fue un golpe terrible para su orgullo—, y creo que me las arreglaría bien.

Helen entrecerró los ojos con tristeza.

—Oh, Nora —susurró.

—¡No es tan terrible! —le aseguró Nora—. De hecho, ya sé planchar. Se me da muy bien. Y si me enseñáis cómo poner las cazuelas a la temperatura adecuada, creo que podré aprender a cocinar.

—Claro que te enseñaré —le dijo Helen—. Serás una alumna excelente. Pero, Nora, éste es un cambio muy drástico para ti, una mujer de tu condición social y tu educación. ¡Oh, cómo es posible que Cynthia le permita a tu padre ser tan duro contigo!

—No importa. Ahora no podría volver con mis padres —dijo. Sentía una nueva madurez, una nueva confianza. Aquella terrible experiencia la había templado, como el fuego a la hoja de un cuchillo—. No me vendrá mal aprender cómo hacer las cosas. Debo empezar mañana.

—¿Estás lo suficientemente bien? —le preguntó su tía con afecto.

—Tengo que estarlo. ¿Dónde podré quedarme? —preguntó ella—. ¿En la cabaña del capataz?

Helen y Melly se miraron con agobio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nora—. Por favor, no intentéis protegerme. He averiguado que puedo ser muy fuerte cuando es necesario. ¿Qué pasa?

—Cal Barton ha dejado el trabajo —dijo Helen—. Le envió un telegrama a Chester. Llegó esta mañana desde Beaumont.

—¿Beaumont? ¿Es allí donde está? —preguntó Nora, sin poder disimular su interés.

—Desde allí envió el mensaje —dijo su tía—. En él decía que no vendría a trabajar hoy. No sabemos adonde va. No nos lo contó.

—Es evidente que me ha abandonado —dijo Nora sin emoción—. Bueno, mejor. Así no he tenido que echarlo yo misma.

—Él no se apartó de tu lado cuando estabas tan enferma —dijo Melly—. También era su hijo, Nora.

—¡Melly! —la reprendió Helen.

Nora se mordió con fuerza el labio. Apartó la mirada mientras intentaba reprimir el dolor. No podía soportar pensar en nada de aquello.

—Sé que tienes buena intención, Melly —consiguió decir—, pero, por favor, no digas nada más.

—Perdóname —dijo Melly con expresión de culpabilidad.

Nora se encogió de hombros y se retorció la falda entre las manos.

—Hoy debo descansar un poco, pero mañana por la mañana empezaré con mis deberes —dijo; alzó una mano para acallar las protestas de su tía, mirándola con cansancio—. No quiero avergonzaros buscando trabajo en el pueblo. Debes hacerme caso. No puedo quedarme aquí y comer de tu comida sin trabajar para mantenerme. Es impensable. Pese a lo que pueda decir mi padre, sigo siendo una Marlowe. No quiero aceptar caridad, aunque sea con buena intención.

Helen se levantó y la abrazó.

—Y todavía eres mi sobrina, así que no sería caridad —le recordó ella—. Pero haré lo que tú quieras.

Nora asintió. Impulsivamente, también abrazó a Melly, que todavía tenía cara de culpabilidad.

—Algún día podré hablar de ello sin disgustarme —le explicó, un tanto temblorosa.

Después salió del salón, y Melly volvió a sentarse con su madre.

—Está sufriendo. Pero me temo que el señor Barton también.

—Chester estará perdido sin él —dijo Helen con pena—. Qué rumbo más malo ha tomado todo. Cuánta tristeza.

—¿No me has dicho tú a menudo que la tristeza siempre se recompensa con una alegría? —bromeó Melly.

Helen sonrió.

—Pues sí.

Melly observó atentamente el estampado de su falda, en silencio, mientras su madre la miraba.

—¿Sabes? —le dijo Helen a la muchacha—. Me he fijado en que el señor Langhorn se está uniendo a los clubes cívicos últimamente. Y Bruce y él estuvieron en misa este domingo.

Melly se ruborizó. Se preguntó si su madre se habría dado cuenta de que Jacob y ella habían hablado un minuto, durante el cual ella le había explicado cómo iban las cosas en el rancho.

Helen tomó su bordado con una rápida mirada a su hija.

—Había pensado que podíamos invitarlos a cenar, a él y a su hijo, el domingo de la semana que viene. Tu padre está de acuerdo conmigo en que no es el libertino que pensábamos al principio. De hecho, tu padre le ha tomado mucha simpatía, porque el señor Langhorn le ha ofrecido uno de sus toros sementales, que son magníficos, a un buen precio.

Melly se quedó tan asombrada que no podía disimularlo. Se le iluminaron los ojos.

Helen dejó el bordado.

—Eres mi hija. ¿Acaso pensabas que no me daba cuenta de cómo os miráis el señor Langhorn y tú cuando estáis juntos? Hasta un ciego se daría cuenta de que te adora. Y creo que tú también a él. ¿Por qué no me lo habías dicho?

Melly corrió hacia su madre y se arrodilló a su lado, abrazándose a ella con palabras de explicación y alegría.

—Jacob tenía miedo de que no le permitierais cortejarme, de que estuvierais en contra de nuestra unión por su reputación. Pero él no es un hombre malo, y su esposa era una mujer horrible.

—Sí, lo sé. A Chester se lo contó un familiar de su mujer, no hace mucho. Tu señor Langhorn es bienvenido aquí, Melly. Ni por todo el oro del mundo te pondría en la misma posición en que han puesto sus padres a Nora, que tuvo que escaparse para casarse en secreto. Eso me ha enseñado una triste lección.

—Yo también estoy triste por Nora. Su vida no ha sido muy feliz durante este último año.

Helen le acarició el pelo oscuro a su hija con cariño.

—Ni tú tampoco. Pero creo que vienen tiempos más felices para todos, querida. Y la Navidad se acerca rápidamente.

Melly hizo una mueca.

—No va a ser una Navidad muy alegre para la pobre Nora. Ni para el señor Barton —dijo, y frunció el ceño—Me preguntó adonde habrá ido.

* * * *

Cal Barton había ido a El Paso. Más concretamente, había ido a Látigo.

Una mujer joven y muy bella, con el pelo dorado y unos enormes ojos castaños, lo miró a través de la puerta mosquitera cuando él subió al porche. Ella salió, y entonces él vio que llevaba un pequeño fardo entre los brazos. Cal se detuvo en seco con una expresión atormentada al darse cuenta de que llevaba un bebé.

Amelia Howard Culhane miró al recién llegado de ojos plateados y cuerpo atlético con curiosidad. Su suegro, Brant, su suegra, Enid, y su cuñado Alan, todos tenían el pelo y los ojos oscuros. Sin embargo, los ojos de King eran también plateados, aunque incluso más claros que los de aquel hombre. Y tenía el mismo físico ágil, de vaquero, con las piernas largas, los hombros anchos y las caderas estrechas. El extraño tenía la misma vaga arrogancia que ella asociaba con su marido.

—Vaya, ¡tú debes de ser Callaway! —dijo de repente, al recordar la descripción que habían hecho de él sus familiares—. Soy Amelia, la mujer de King. Y éste es nuestro hijo, Russell —dijo con orgullo, sonriéndole al pequeño que llevaba en brazos—. Pasa, por favor.

Él se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo espeso, oscuro, mientras la seguía al interior de la casa. Su bolsa todavía estaba en el coche que había alquilado. Le había dado instrucciones al conductor para que dejara su equipaje en el porche. Tenía una sensación extraña al estar en casa por primera vez después de tanto tiempo.

—¡Enid! —dijo Amelia—, ¡Mira quién ha venido a verte!

Una mujer menuda, de ojos oscuros, salió de la cocina y se quedó inmóvil al ver a su hijo.

—Oh, cariño —dijo suavemente, y abrió los brazos.

Cal la levantó del suelo y la abrazó con amor. Su pequeña madre. Había echado mucho de menos a su familia. Y en aquel momento los necesitaba más que nunca.

—Me alegro de estar en casa —dijo él, dejándola en el suelo con una sonrisa desvaída.

—¡Llevas mil años fuera! —le reprendió ella—. ¡Y apenas has escrito! ¿Puedes quedarte hasta después de Año Nuevo?

Él se encogió de hombros.

—Puedo, sí —dijo él—. Estamos esperando que llegue una pieza importante de la torreta de perforación, y no la tendremos hasta primeros de enero.

—¿Y por qué no usáis una pieza de otra torreta? —le sugirió su madre sabiamente.

—Porque es un nuevo tipo de torreta —dijo él—. Las piezas de las viejas no sirven, una lástima. Mi socio se ha quedado allí para proteger nuestros intereses hasta que podamos empezar de nuevo. Espero que sólo sea un retraso de dos o tres semanas. Tengo que aprender a ser paciente.

—Brant, Alan y King se van a alegrar mucho de verte —dijo ella—. No entenderán nunca por qué no te estableces aquí y formas parte del negocio del rancho.

Él sonrió.

—Látigo es de King. Todos lo sabemos —dijo, y miró a la mujer que estaba a su lado—. King, casado y con un hijo —comentó, sacudiendo la cabeza—. No podía creerlo cuando Alan me lo dijo.

—Yo tampoco podía creerlo —dijo Amelia—. Tuvimos un comienzo difícil. Pero Russell ha sido nuestra mayor alegría. Sólo tiene dos semanas.

Cal no tocó al niño. Intentó hacerlo, pero tuvo que forzar una sonrisa.

—No se me dan bien los niños —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero es muy bonito.

—Es la viva imagen de su padre —dijo Amelia.

—King nunca fue un niño —la corrigió Cal—. Nació dando órdenes y reventando caballos.

—Eso tengo entendido —respondió Amelia con una sonrisa

—Ven y toma un poco de bizcocho con nosotras —dijo Enid, y se apartó el pelo sudoroso de la cara—. He estado limpiando la cocina.

Un recordatorio de que ella hacía el trabajo de la casa; a Cal le dolió. Le recordó a Nora, y eso le resultó doloroso.

Hablaron un poco más, hasta que se hizo el café y el bizcocho estuvo cortado sobre un plato. Entonces, el bebé comenzó a llorar, y Amelia dijo que tenía que cambiarlo y se fue con él por el pasillo.

Enid se sentó con su hijo y con la bandeja de café y bizcocho que llevaron al salón.

—Y ahora, dime por qué has venido a casa, con esa cara de pena y con una alianza en el dedo.

Él se quedó espantado. Se le había olvidado el anillo. Lo miró fijamente.

—Te has casado —le dijo Enid.

Él bajó los ojos, avergonzado.

—Sí —dijo, pero no pudo contarle toda la historia—. Ella ha perdido nuestro hijo esta semana.

—¿Y la has dejado sola?

—No quería que me quedara con ella —dijo Cal—. Ha sido difícil. Es una mujer del Este, de la alta sociedad. No quería casarse conmigo, pero yo... la comprometí. La llevé de vuelta al rancho donde estaba trabajando como capataz y la instalé en la cabaña. Ella nunca había cocinado, ni limpiado.

Enid estaba entendiendo muy bien la situación.

—Fue demasiado esfuerzo para ella —dijo él con frialdad, sin buscar excusas para sí mismo—. Además, había contraído unas fiebres en África. Son recurrentes. Se puso muy enferma y perdió el niño.

—Pero hay más, ¿no?

—He descubierto, demasiado tarde, que la quiero.

—¿Y ella?

—Oh, ella me odia. Y no puedo culparla por ello. La arrastré a una vida de pobreza para intentar enseñarle algo de humildad. Pero fui yo el que aprendí la lección.

—Una dama de la alta sociedad viviendo en la cabaña del capataz —dijo Enid—. ¿Por qué no la trajiste aquí, como era lógico, a tu casa?

—No podía hacerlo porque ella cree que se ha casado con un capataz de rancho llamado Callaway Barton —dijo él con una sonrisa burlona—. Yo no podía decirle a su tío quién era, y menos a ella. Pensaba que yo era un vaquero pobre y sucio y lamentaba el destino que la había encadenado a mí.

—Oh, Cal. Has montado un buen lío.

—Pues sí. Ella ni siquiera me habla. Yo bebí demasiado y me fui a Beaumont. De allí, vine directamente aquí.

—¿Y no hay esperanza para vosotros?

—Creo que ya estará de vuelta en casa de sus padres, en Virginia. Su padre es un esnob y su madre hace lo que él ordena —dijo él, y miró a su madre con los ojos brillantes—. Al contrario que las mujeres de esta familia.

—Oh, yo nunca he hecho lo que me decía tu padre —convino Enid—. Al final él se dio cuenta y dejó de mandar. Amelia es igual —añadió con alegría—. Es un gusto ver a King intentando convencerla de las cosas.

—Parece muy amable.

—Las apariencias pueden ser engañosas.

El sonido de unos caballos fuera hizo que ambos salieran al porche.

—¡King! ¡Papá! —dijo Cal, y bajó los escalones para abrazarlos.

King, que tenía unos ojos tan claros que parecían transparentes, sonrió a su hermano.

—Me alegro de que por fin hayas vuelto a casa —dijo—. ¿Cómo va el negocio del petróleo?

—Lento.

—Bien. Entonces puedes quedarte para la Navidad —dijo Brant Culhane.

—Sí —dijo Cal—. Tengo poco que hacer. He dejado ya el rancho Tremayne.

—¿Conseguiste esos cambios, entonces? —preguntó Brant.

—Todo lo posible. Ahora es cuestión de tiempo. Parece que Chester va por el buen camino. Fue una buena idea dejar que yo fuera allí a trabajar de capataz y le convenciera, en vez de darle órdenes —respondió Cal—. También me dio la oportunidad de estar cerca de Beaumont y vigilar el campo. Pike puede manejar las cosas hasta que yo vuelva.

—¿Es de fiar? —le preguntó King mientras entraban en la casa.

—Eso no lo sé —murmuró Cal—. Hay algo que no me convence. Tendré que vigilarlo. Pero su carácter apenas importa si damos con otro agujero seco.

—¡Aquí estás! —dijo Amelia riéndose, con el bebé en brazos, al saludar a su marido.

El cambio en su hermano era asombroso. La mirada dura y despiadada desapareció. Sonrió a Amelia con un brillo en la mirada que dejó a Cal boquiabierto. Nunca en la vida había visto aquella expresión en la cara de King.

—Hola, pequeña —dijo King, y le dio un beso a Amelia con afecto mientras acariciaba la cabecita de su hijo—. ¿Cómo está mi Rusty?

—Muy bien —dijo Amelia—. Vamos al salón a tomar café y bizcocho. ¡Enid lo ha hecho de limón!

—Están así de cariñosos todo el tiempo —dijo Brant, riéndose, mientras los veía alejarse, y sacudió la cabeza—. ¡Nunca había visto algo así!

Cal tampoco. Se sentía vacío, porque acababa de ver cómo podían ser las cosas si Nora y él estuvieran juntos, si tuvieran a su bebé y se hubieran casado por amor. Él la quería, pero ella nunca lo había querido a él. Si lo hubiera querido, su condición de hombre trabajador no le habría importado. A Cal le hacía daño pensarlo.

Brant habló del rancho cuando se unió a los demás.

—Alan ha vuelto a ver a esa chica de Baton Rouge —dijo con una expresión divertida—. Parece que esta vez va en serio.

—Sí, y está hablando de hacer carrera en un banco, en Baton Rouge. No creo que se quede aquí —dijo Enid, mientras servía dos tazas de café más.

—Yo nunca pensé que se quedara —comentó Cal, y miró a su hermano mayor afectuosamente—. Siempre hemos sabido que Látigo sólo le pertenecería a King. Su corazón está aquí.

—En varios sentidos —respondió King mirando a su esposa y a su hijo.

Enid tomó un sorbito de café.

—Cal se ha casado.

—¡King! —exclamó Amelia, intentando limpiarle el café ardiendo que se le había caído sobre los pantalones. King estaba mirando a su hermano, sin darse cuenta del café.

—¿Cómo? ¿Te has casado y no nos has traído a tu mujer?

Cal miró a su madre con el ceño fruncido.

—No podía traerla. Me estaba haciendo pasar por capataz, y ella se lo ha creído. Es una rica del Este que tiene un problema con su actitud hacia los seres inferiores —dijo, y apartó la mirada con incomodidad.

—Le estaba enseñando una lección haciéndola vivir como esposa de capataz de rancho —continuó Enid—. En vez de eso, ella le enseñó una lección a él y se fue a casa. Cal se emborrachó.

—Gracias, mamá —murmuró Cal.

—De nada, cariño —dijo ella.

King supo que había más, pero Cal ya tenía aspecto de estar lo suficientemente hundido.

—Sean cuales sean las circunstancias, me alegro mucho de que hayas vuelto a casa —dijo.

Enid supo que la estaba censurando, y sonrió a King.

—No es necesario, King, querido, ya he terminado.

El se rió.

—Bruja.

Ella asintió.

—Ha sido por vivir con tu padre.

—Claro —suspiró Brant—. Échame la culpa a mí.

Cal volvió a sentirse seguro, acogido y querido. Se acomodó en la butaca con un suspiro. Sin embargo, la sonrisa que tenía en los labios no era real.

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