Nora

Nora


Capítulo 15

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Cuando llegó el día de Navidad, un martes aquel año, había grandes cambios en la casa del rancho Tremayne. Nora había dejado a un lado sus elegantes vestidos y se vestía con más sencillez, y era quien cocinaba y limpiaba en casa. Ni Helen, ni Melly ni Chester la trataban como a una criada; era una más de la familia, y comía con ellos en la mesa del salón. Sin embargo, en los demás sentidos estaba adaptada a su nuevo estatus en la vida.

Sabía planchar, ordeñar vacas, hacer mantequilla; incluso había aprendido a matar un pollo, desplumarlo y cocinarlo. Aquello había sido una experiencia difícil, pero con ayuda de su tía había superado su repugnancia y hacía lo que tenía que hacer. Ya no tenía tantos reparos a ensuciarse, algo que antes le producía horror. Estaba ayudando a planear la boda de Jacob y Melly, que se celebraría en primavera, y también estaba aprendiendo a coser.

El hecho de aprender todo aquello la había cambiado. Estaba menos nerviosa y excitable. Se sentía distinta, libre de las ataduras de la actitud y de la mentalidad rígida y clasista de sus padres. Helen también había cambiado de actitud. Se sentía mal por sus prejuicios contra Jacob Langhorn, y él y su hijo ya eran bien acogidos en el rancho.

Melly le estaba enseñando a montar a caballo a Nora. Todavía no se le daba muy bien, pero al menos podía mantenerse en el lomo del animal. A menudo pensaba en Cal y en dónde y cómo podía estar. Él no había intentado ponerse en contacto con ella. Claro que ella le había dicho que se marchaba a Virginia para que no supiera que todavía estaba con sus tíos. También le preocupaba cómo se estaba ganando la vida.

Se sentía responsable por haberle costado un trabajo que le gustaba. No sabía si él la culpaba a ella por no haberle dicho la verdad de su estado de salud. Melly había comentado que Cal se había quedado hundido cuando la tía Helen le había dado su frío mensaje. Ella sólo pensaba en su propio dolor. Sentía haberse negado a verlo. Como Melly había dicho, también era su bebé. Él debía de haberse sentido muy triste por esa pérdida, y seguramente también culpable al llegar a casa y encontrarse a Nora en una situación tan horrible después de su discusión. Cal era un hombre bueno, y ella lo sabía muy bien.

Echaba mucho de menos a su marido, más de lo que nunca hubiera pensado. Su vida nunca había estado tan vacía. Toda la riqueza del mundo, y la mejor posición social, ya no significaban nada para ella. Si sus padres todavía hubieran querido que volviera, ella no lo habría hecho. En el fondo de su corazón, no podía dejar de esperar que Cal volviera algún día.

Finalmente, desesperada por la falta de noticias, le preguntó por él a su tía.

—¿Has tenido noticias de Cal? —le preguntó Nora mientras servían la cena de Navidad.

La ligereza aparente de aquella pregunta no engañó a Helen.

—Vaya, pues sí.

A Nora le temblaron las manos. Posó los platos cuidadosamente.

—¿Y cómo está?

—Está con su familia —le dijo Helen mientras colocaba un bonito cuenco de porcelana sobre la mesa—. Dijo que esperaba que te hubieras recuperado por completo.

A Nora le brillaron los ojos. Por primera vez desde su enfermedad, se sentía viva.

—¿De veras?

—Querida —preguntó Helen con delicadeza—, ¿lo echas tanto de menos?

Nora se mordió el labio y apartó la mirada.

—No fui justa con él. Él no sabía nada de mi enfermedad, y yo fui demasiado orgullosa como para decírselo. Tuvimos una pelea terrible antes de que se fuera. Me acuerdo muy bien de las cosas crueles que me dijo, y yo me negué a hablar con él después. Estaba muy dolida.

—Es normal.

Ella alisó el mantel.

—Hay algo que no sabes —le dijo—. El motivo por el que nos casamos.

—¿Por el bebé?

Nora alzó la vista con resignación.

—Sí.

—Como yo pensaba.

—Él no me quería. Me lo dijo antes de irse. Dijo que nuestro matrimonio había sido un error, y que se avergonzaba de mí, tanto que ni siquiera le había hablado a su familia de mí. Quizá tuviera razón, porque yo me sentía superior a los demás. He aprendido una lección muy dolorosa, tía Helen. La decencia no puede medirse en dólares. Y echo tanto de menos a Cal...

—Es una pena que no pudieras escribirle —dijo Helen.

—Pero quizá pudiera escribirle ahora...

—Me refiero a que su carta no tenía remite —respondió Helen con una sonrisa triste—. Y el matasellos era ilegible.

—Oh. ¿Crees que quizá escriba de nuevo?

—Envió el nombre de su abogado —dijo Helen de mala gana—. Verás... pensaba que quizá lo necesitaras... para divorciarte de él.

* * * *

Nora no comió apenas. No podía tragar bocado del delicioso pavo, ni de la guarnición, ni de la salsa de arándanos, ni de nada. Intentó sonreír y fingir que estaba alegre, para no disgustar a la familia, incluidos Jacob y Bruce Langhorn. Sin embargo, su ánimo no era festivo, sino al contrario. Cal quería librarse de ella, quería que ella se divorciara. Cuando le había dicho que su matrimonio era un error, lo había dicho en serio. Nunca la había querido, y nunca la querría.

Escuchó distraídamente la conversación de sobremesa, y se entristeció por las noticias de Galveston, donde el tifus y la malaria estaban diezmando a la población. La ciudad no se había recuperado todavía de la devastadora riada de septiembre.

Hubo comentarios más humorísticos de Montana; allí, supuestamente, una docena de vaqueros había sufrido la persecución durante veinte millas de dos forajidos. El incidente estaba narrado de una manera muy irónica en un periódico de El Paso que había llegado para Cal Barton, aunque ya no estuviera viviendo allí.

—Esto es interesante —dijo, después de revisar la página de sociedad—. El periódico menciona que los tres hijos de la familia Culhane están con sus padres para la Navidad por primera vez en varios años — Chester alzó la vista—. Es la antigua familia de rancheros que te mencioné, la propietaria del grupo industrial que compró este rancho. El hijo mayor, King, y su mujer han tenido un hijo hace poco.

—¿Y por qué está suscrito Cal a un periódico de El Paso? —preguntó Nora con curiosidad.

—Bueno, él y yo queríamos saber de los Culhane —dijo Chester con timidez—. Nunca está de más saber qué traman, y cualquier cosa que hagan es noticia en El Paso.

—Ya no han vuelto a ponerse en contacto con nosotros —dijo Helen—. Deben de estar satisfechos con los cambios que el señor Barton te ayudó a hacer.

—Eso parece —dijo Chester, sonriendo—. Lo cual hace que estas Navidades sean verdaderamente estupendas para mí —le dijo a Helen—. No le has dado a Eleanor su carta.

—Chester...

—Vamos —le dijo él con firmeza.

A Nora se le iluminó la cara. ¡Cal le había escrito! No debía de haber dicho en serio lo del divorcio.

Helen se levantó y sacó una carta del escritorio del salón. Volvió a la mesa con ella, pero se la entregó lentamente a su sobrina.

Nora tenía una expresión de esperanza hasta que vio la carta. Su sonrisa se desvaneció.

—Ábrela —dijo Chester con suavidad.

Nora lo miró con miedo.

—Hice que tu tía les escribiera y les contara lo de tu terrible enfermedad —dijo él—. No son crueles, Nora.

Ella abrió la carta después de vacilar unos instantes. Era una tarjeta de Navidad, alegremente decorada. La abrió y reconoció la escritura de su madre.

Sentimos mucho que hayas estado tan enferma. Si quieres volver a casa, tu padre está dispuesto a aceptar tus disculpas. Escríbele, querida. Besos de papá y mamá.

Nora respiró profundamente durante un momento. Después se levantó, fue hasta el fogón de la cocina, lo abrió y echó dentro la tarjeta. Cerró el fogón y colgó la pinza en su percha.

—Entiendo —murmuró Chester.

Nora se unió a los demás y se sentó muy erguida en su silla.

—Mi padre desea que me disculpe. No os había contado que me abofeteó cuando le dijimos que íbamos a casarnos. No le gustó el marido que había elegido.

Chester puso mala cara.

—¡Querida! No tenía ni idea... Nunca habría.

Ella alzó la mano con una vaga sonrisa.

—He guardado demasiados secretos.

—¡Abofetear a una mujer en tu estado! —exclamó Chester, indignado—. ¿Y qué hizo Cal?

—Le dio un puñetazo a mi padre y lo tiró al suelo, y le desafió a que volviera a tocarme —recordó Nora con melancolía—. Al principio, me quedé muy asombrada. Y mi padre también.

—Bien por Cal —murmuró Melly, y su madre asintió.

—A mi padre nunca le habían hablado así —continuó Nora—. Supongo que todavía está furioso por el hecho de que lo haya vencido un hombre de condición social inferior —dijo Nora con los ojos brillantes—. ¡Si lo hubierais visto! Cal llevaba pistola, y la chaqueta de lana de borrego, las botas y el sombrero negro viejo. ¡Mi madre le preguntó si era un forajido!

Todos se rieron al oírlo, y Nora comenzó a relajarse y a superar el dolor que le había causado la tarjeta.

—No vas a disculparte, ¿verdad? —le preguntó Helen de repente.

—¡Disculparme! ¿Por qué? ¿Por perder a mi hijo y a mi marido, y casi la vida? —Nora sacudió la cabeza—. Puede que mi padre no sea capaz de cambiar, pero yo sí. No deseo disculparme, ni deseo volver a Virginia. ¡Después de todo, aquí tengo un trabajo!

Se rieron incluso más ante la expresión petulante y picara de Nora. Ella; no añadió que había otro motivo para no querer volver al Este. Si Cal Barton volvía por allí, ella estaría esperándolo. Lo quería con toda su alma, y ya no le importaba que llevara las botas sucias ni que tuviera que trabajar con el ganado. Sólo deseaba que volviera, para poder decírselo.

* * * *

Cal estuvo en Látigo dos días más, arrepintiéndose de no haber escrito remite en la carta que les había escrito a los Tremayne. El abogado de la familia, el viejo Walpole, no había sabido nada de Nora ni de sus padres. Aquello podía ser bueno o malo; quizá ella estuviera enferma de nuevo, porque según el médico aquellas fiebres eran recurrentes. Cal se preocupaba porque, si ella estaba enferma, él no lo sabría.

—Es hora de que me vaya —le dijo a su familia durante la comida, al día siguiente. Había habido una celebración tranquila; de todos modos, él tenía la mente en Tyler Junction.

—¿Vuelves al campo petrolífero? —le preguntó Alan con una sonrisa—. Iré contigo y tomaré un tren desde Beaumont a Baton Rouge.

—Debe de ser toda una dama —comentó King.

—Lo es —dijo Alan—. La traeré a casa en primavera.

Aquello apartó la atención de todo el mundo del anuncio de Cal, y le libró de las inevitables preguntas. Sin embargo, King se las formuló, más tarde.

Su hermano apoyó la bota en el travesaño más bajo de la cerca del corral, mientras observaban cómo uno de los vaqueros domaba a un caballo nuevo.

—Le has hecho daño, ¿verdad? —le preguntó a Cal.

—Sí —admitió él—. Le dije algunas cosas imperdonables.

—Y tienes miedo de volver, porque quizá ella no te quiera.

—Supongo que sí.

—Ve con ella —le aconsejó King—. Averigua lo que siente en realidad.

Cal sonrió con tristeza a su hermano.

—Probablemente, su padre me reciba con un agente de policía en la puerta. Le di un buen puñetazo.

—Esta vez —le dijo King—, viste como un caballero. ¡Y compórtate como tal!

—Yo pensaba que mi ropa y mi situación no le importarían, si de verdad me quería. No debería haber importado, ¿verdad?

King apartó la mirada.

—Ve y averigúalo antes de tomar una decisión. Siempre es mejor saberlo con seguridad.

Cal asintió.

—Tú has tenido suerte—dijo de repente.

—Al principio no —respondió King—. Fue muy difícil, y durante un tiempo, ella me odiaba. Fueron días muy duros —dijo, y se rió—. Pero ahora... ahora no envidio a ningún hombre sobre la tierra. ¡Dios, cómo la quiero!

La emoción que percibió en la voz profunda de su hermano le provocó envidia a Cal. Un hombre ciego podría darse cuenta de que Amelia adoraba igualmente a su marido. Él esperaba que tuvieran años y años juntos.

—Voy a sacar un billete para Virginia — dijo Cal—. De ida.

—Yo compraría dos de ida y vuelta —murmuró King—.Y si es necesario, la llevaría pataleando y gritando al tren. Y tú también lo habrías hecho, antes de que todo esto te deprimiera. !

Cal se echó a reír. King y él se parecían mucho. King le dio una palmada en el hombro a su hermano y se volvió hacia la casa.

—Iré a la estación contigo y traeré a tu caballo de vuelta.

—Parece que me marcho, entonces.

King asintió.

—Sí. Y como vas a pasar por Tyler Junction de todos modos, para en el rancho de los Tremayne y mira a ver cómo va todo. Dile que te has enterado de que estamos contentos con sus progresos. Eso le dará seguridad.

—Es un poco engañoso, ¿sabes? —respondió Cal.

King se encogió de hombros.

—Pero es por una buena causa.

—Supongo —dijo Cal, aunque de mala gana.

No estaba muy contento con la idea de tener que ver otra vez a los Tremayne, después del modo en que se habían despedido. Y los recuerdos de Nora en aquella casa iban a causarle mucha pena. Quizá se limitara a enviarles un telegrama desde la estación.

* * * *

Sin embargo, finalmente Cal dejó a Alan en el tren que se dirigía a Luisiana, alquiló un caballo y se acercó al rancho de los Tremayne.

Hacía frío, como era habitual en diciembre incluso en el este de Texas. Vio los campos desnudos, sin vida, ante sí, pero supo que el ganado había tenido alimento gracias a la nueva maquinaria y los tractores que Tremayne había comprado por insistencia suya. Por todas partes, veía los beneficios de aquellas mejoras, y pensó que su padre y su hermano iban a sentirse satisfechos.

Cuando llegó al rancho y dejó el caballo al cuidado de un mozo, subió al porche y encontró la casa Tremayne silenciosa. Llamó a la puerta.

Al abrir, Chester se quedó boquiabierto. Cal estaba muy distinto con el traje oscuro, la corbata, las botas y un Stetson negro muy elegante. Parecía más un hombre de negocios que el capataz que se había marchado varias semanas antes. Cal le estrechó la mano y le dio la bienvenida como si fuera un hijo pródigo.

—¡Estábamos a punto de sentarnos a cenar! Pasa, pasa y únete a nosotros. ¿Cómo estás? —le preguntó con entusiasmo.

—Bien. Las cosas tienen muy buen aspecto por aquí —respondió Cal—. Muy prósperas.

—No pensarías lo mismo si vieras las cuentas. ¿Seguro que no quieres tu viejo puesto de trabajo otra vez? —le preguntó Chester mientras pasaban al salón, donde Helen estaba sentada a la mesa, sola—. No he contratado a ningún otro.

—No, ahora estoy en otros asuntos —dijo Cal misteriosamente. Se quitó el sombrero y saludó a Helen con una sonrisa muy agradable.

Helen lo estaba mirando como si hubiera visto un fantasma. Le hizo un gesto a Chester, pero él hizo caso omiso y le dijo a Cal que se sentara.

Un minuto más tarde, ajena a que tuvieran un invitado, Nora entró en el salón con un delantal manchado y un vestido descolorido, y con una gran bandeja de carne en una mano y un plato de galletas en la otra. Dejó ambas cosas sobre la mesa, y entonces, al alzar la vista, vio a Cal al otro extremo.

Primero palideció, y después se ruborizó, y después comenzó a temblar mientras su corazón se aceleraba incontrolablemente.

Cal apretó la mandíbula. Se puso lentamente en pie, observando cómo iba vestida y lo que estaba haciendo, y se dio cuenta de que estaba trabajando de sirvienta allí. Miró a Chester con rabia.

—¿Le importaría explicarme esto? —preguntó secamente, con una arrogancia y una autoridad que puso a todo el mundo nervioso de repente.

—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —inquirió Nora, que irguió los hombros y recuperó la compostura—. Estoy trabajando para ganarme la vida. No quiero volver a casa.

Aquellas noticias, aunque bienvenidas, no consiguieron mitigar la indignación de Cal.

—Todavía eres mi esposa —dijo con ira.

Ella arqueó las cejas.

—¿De veras? ¡Vaya, y yo que pensaba que te habías desvanecido de la faz de la tierra!

—Tenías la dirección de mi abogado —le dijo él con frialdad.

—He estado demasiado ocupada como para usarla —mintió ella—. ¿Para qué has venido?

—No a verte a ti. He parado para preguntarle a Chester por sus progresos. Y para decirle que la empresa piensa que está haciendo un buen trabajo. Yo... eh... me encontré con uno de sus representantes en mis viajes.

Chester sonrió.

—¡Qué coincidencia!

Nora se alisó el delantal.

—Si te sientas —le dijo a su marido fríamente—, terminaré de servir la comida.

Y volvió a la cocina. Cal se levantó y la siguió, sin una disculpa ni una explicación.

Ella estaba poniendo galletas en un cuenco, pero se volvió cuando él entró en la cocina y cerró la puerta.

—Estoy ocupada —le dijo sin miramientos.

Él se apoyó en la encimera para observarla atentamente. Todavía estaba delgada, pero parecía que estaba en forma. Seguía tan guapa como siempre. Sus ojos se alimentaron de aquella visión, y se sintió en paz por primera vez desde que había salido de aquella casa la noche en que ella había empezado a recuperarse.

—¿Has vuelto a tener fiebre? —le preguntó.

—No —respondió ella mientras seguía poniendo galletas en el cuenco—. Estoy mucho mejor. No quería volver a casa y no quería avergonzar a mi familia pidiendo trabajo en otro sitio. Hago las tareas domésticas y cocino, y vivo en casa con ellos. Melly se va a casar en primavera. Ha ido al pueblo de compras con el señor Langhorn y con Bruce.

—Me alegro mucho por ella —dijo Cal, y se cruzó de brazos—. Voy de camino a Beaumont —le dijo, omitiendo el detalle de que iba a ir a Virginia a buscarla. Ella no estaba muy receptiva, aunque él no esperaba otra cosa. Le había causado heridas que seguramente continuaban abiertas.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Estoy haciendo una prospección petrolífera —le dijo—. Allí es donde voy los fines de semana. Tengo un socio. Estamos en la tercera perforación. Los dos primeros agujeros estaban secos. Esperamos dar con el petróleo esta vez.

Ella frunció el ceño.

—El periódico de Beaumont ha mencionado que hay algunos pequeños éxitos allí, pero uno de los geólogos más conocidos ha dicho que allí no hay ninguna bolsa importante —dijo.

—Y yo te digo que sí la hay —respondió Cal—. Trabajé en los campos petrolíferos de Corsicana antes de empezar a buscar en Beaumont, hace más o menos un año. Tengo el usufructo de varias hectáreas de tierra, y tengo a hombres que trabajan duramente.

Nora se quedó muy sorprendida. Sabía mucho menos de él de lo que pensaba. No quería preguntarle cómo estaba costeando aquella empresa tan cara. Seguramente, su socio era rico.

—¿Vas a quedarte a cenar? —le preguntó amablemente.

Él asintió.

—Si es conveniente.

—Pregúntale a mi tía, no a mí. Yo sólo trabajo para ella.

Él enrojeció.

—Eres mi esposa, por Dios. ¡No quiero que trabajes de criada sin sueldo!

—Tengo sueldo. Trabajo a cambio del alojamiento y el sustento. Tú te fuiste y me dejaste —le recordó Nora con calma.

—Sé muy bien cómo estabas cuando te dejé. Y te recuerdo que tú me ordenaste que me fuera. No me diste la oportunidad de decirte nada.

—¡Ni siquiera lo intentaste! —respondió ella acaloradamente.

—Estaba demasiado disgustado. No me habías contado nada de tu salud, salvo que estabas embarazada de mí. Yo llegué y me encontré con que habías tenido un aborto y estabas a punto de morir. ¿Cómo crees que me sentí?

Nora bajó la cabeza.

—Me imagino que te quedaste asombrado.

—Destrozado —corrigió él—. Supe que te había causado un gran perjuicio trayéndote aquí, a una vida de pobreza y trabajo duro. Estabas demasiado frágil para ello. Me sentí muy culpable, y me pareció que lo mejor que podía hacer era marcharme. No me extrañaba que no quisieras verme, Nora.

Al ver su expresión de sufrimiento, Nora se ablandó.

—Me diste la mejor vida que podías —le dijo con suavidad, aunque se sintió confusa al ver cómo él se encogía—. Lo que me enfadaba a mí era mi incapacidad de hacer las cosas más sencillas. No sabía cocinar, ni limpiar. Ahora hago bastante bien ambas cosas. Ya no soy tan inútil. Me he fortalecido con mis problemas.

—Nunca deberías haber tenido tantos —dijo él con tristeza—. Después de que te negaras a hablar conmigo, me fui a una taberna y me emborraché. Durante el camino de vuelta, pensé en que no tendría sentido que me quedara por el rancho, y que seguramente te recuperarías mejor sin mí, así que me subí al primer tren para Beaumont. Creía que tú volverías rápidamente a Virginia y te divorciarías de mí.

Lo que ella había pensado. No era de extrañar que no se hubiera puesto en contacto con ella.

—Mi padre me permite volver a casa si me disculpo —dijo—. Como pienso que no tengo nada de lo que disculparme, aquí sigo.

—Él sí que tendría que disculparse, y no tú. Es una desgracia para su sexo.

Nora arqueó las cejas.

—Pues sí —dijo—. Y se esfuerza mucho en serlo.

Él tardó unos instantes en captar aquel humor irónico. Cuando lo hizo, sonrió ligeramente.

—Sí, es cierto.

Nora cubrió las galletas con un trapo para que se conservaran calientes. Ella también sentía calidez por tener cerca a Cal de nuevo, y por poder mirarlo. La vida se había vuelto bella una vez más.

—Debería haberte contado lo de la malaria —le dijo a modo de disculpa—. Si lo hubiera hecho, si hubiera sido sincera desde el principio, nos habríamos ahorrado mucho sufrimiento.

—Ninguno de los dos ha sido muy sincero con el otro, Nora —dijo él—. Pero, ¿por qué me ocultaste tu estado de salud?

—Al principio, porque no te conocía lo suficiente como para contarte algo tan íntimo. Después, porque me parecía duro decirle a un recién casado que iba a tener un hijo y que su esposa tenía una enfermedad que, de no matarla, la acosaría durante toda la vida —dijo, y alzó la cara con una expresión de tristeza—. Tú apenas podías mantenernos a los dos con lo que ganabas, y ya había un bebé en camino. Quería ahorrarte más... cargas.

Él cerró los ojos y se dio la vuelta para ocultar la angustia que le habían producido aquellas palabras.

—Tus padres... ¿sabían que estabas enferma y no cedieron ni siquiera cuando perdiste el bebé? —le preguntó.

—Lo sabían. Soy una marginada —dijo, y sonrió de repente—. ¡Pero sé planchar! —anunció con alegría—. ¡Y hacer galletas que no botan, y carne que se deshace en la boca!

Aquel resplandor tomó a Cal por sorpresa. Buscó su mirada azul con ansia.

—Lo que me molestaba no eran las cosas que no sabías hacer —le dijo con la voz ronca—. Era el hecho de que, si realmente me hubieras querido, no te habría molestado cómo me ganaba la vida —dijo, y volvió a apartar la mirada—. Pero tú despreciabas mi condición, mi trabajo, mi forma de vestir. Fui cruel porque me hacía daño que dijeras que te habías casado por debajo de tu condición social.

Nora no supo qué decir. Aquellas acusaciones eran ciertas. Ella había dicho aquellas cosas y las había sentido.Sin embargo, en aquel momento, al mirarlo... se le derretía el corazón en el pecho. Lo quería, lo necesitaba.No le importaba que fuera pobre, ni que ella tuviera que trabajar de lavandera o de cocinera para estar con él. Sinembargo, le resultaba difícil expresarlo, después de todas las cosas dolorosas que habían ocurrido. No sabía cómo empezar.

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