Noli me tangere

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XLVII . La gallera

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XLVII La gallera

Para santificar la tarde del domingo, se va generalmente a la gallera en Filipinas, como a los toros en España. La riña de gallos, pasión introducida en el país y explotada hace un siglo, es uno de los vicios del pueblo, más transcendental que el opio entre los chinos; allí va el pobre a arriesgar lo que tiene, deseoso de ganar dinero sin trabajar; allí va el rico para distraerse, empleando el dinero que le sobra de sus festines y misas de gracia; pero la fortuna que juegan es suya, el gallo está educado con mucho cuidado, con más cuidado quizás que el hijo, sucesor del padre en la gallera, y no tenemos nada que objetar.

Puesto que el gobierno lo permite y hasta casi lo recomienda, mandando que el espectáculo sólo se dé en las plazas públicas, en días de fiesta —¿para que todos puedan verlo y el ejemplo anime?—, después de la misa mayor hasta el oscurecer (ocho horas), vamos nosotros a asistir a este juego para buscar a algunos conocidos.

La gallera de San Diego no se diferencia de las otras que se encuentran en otros pueblos más que en algunos accidentes. Consta de tres departamentos: el primero, o sea, la entrada, es un gran rectángulo de unos veinte metros de largo por catorce de ancho; a uno de sus lados se abre una puerta, que generalmente suele guardar una mujer, encargada de cobrar el sa pintû, o sea, el derecho de entrada. De esta contribución, que cada uno pone allí, percibe el Gobierno una parte, algunos centenares de miles de pesos al año: dicen que con este dinero, con que el vicio paga su libertad, se levantan magníficas escuelas, se construyen puentes y calzadas, se instituyen premios para fomentar la agricultura y el comercio… ¡bendito sea el vicio que tan buenos resultados produce! En este primer recinto están las vendedoras de buyo, cigarros, golosinas y comestibles, etcétera; allí pululan los muchachos que acompañan a sus padres o tíos, que les inician cuidadosos en los secretos de la vida.

Este recinto comunica con otro de proporciones un poco mayores, una especie de foyer donde el público se reúne antes de las soltadas[188]. Allí están la mayor parte de los gallos, sujetos por una cuerda al suelo mediante un clavo de hueso o de palma brava; allí los tahúres, los aficionados, el perito atador de la navaja; allí se contrata, se medita, se pide prestado, se maldice, se jura, se ríe a carcajadas; aquél acaricia su gallo, pasándole la mano por encima del brillante plumaje; éste examina y cuenta las escamas de las patas; refiérense las hazañas de los héroes; allí veréis muchos, con el semblante mohíno, llevar de los pies un cadáver desplumado: el animal que fue favorito durante meses, mimado, cuidado día y noche y en el cual cifraban halagüeñas esperanzas, ahora no es más que un cadáver y va a ser vendido por una peseta, para ser guisado con jengibre y comido aquella misma noche: ¡sic transit gloria mundi[189]! El perdidoso vuelve al hogar, donde lo esperan la inquieta esposa y los harapientos hijos, sin el capitalito y sin el gallo. De todo aquel dorado sueño, de todos aquellos cuidados durante meses, desde que despunta el día hasta que el sol se oculta, de todas aquellas fatigas y trabajos, resulta una peseta, las cenizas que quedan de tanto humo. En este foyer discute el menos inteligente; el más ligero examina concienzudamente la materia, pesa, contempla, extiende las alas, palpa los músculos a aquellos animales. Unos van muy bien vestidos, seguidos y rodeados de los partidarios de sus gallos; otros, sucios, con el sello de vicio marcado en el escuálido semblante, siguen ansiosos los movimientos de los ricos y atienden a las apuestas, porque la bolsa puede vaciarse, pero no saciarse la pasión; allí no hay rostro que no esté animado; allí no está el filipino indolente, el apático, el callado: todo es movimiento, pasión, afán; diríase que tienen una sed que aviva el agua del cieno.

De este lugar se pasa a la arena que llaman rueda. El piso, cercado de cañas, suele ser más elevado que el de los dos anteriores. En la parte superior y tocando casi al techo hay graderías para los espectadores o jugadores, que vienen a ser lo mismo. Durante el combate se llenan estas graderías de hombres y niños que gritan, vociferan, sudan, riñen y blasfeman: por fortuna, casi ninguna mujer se llega hasta allí. En la rueda están los prohombres, los ricos, los famosos tahúres, el contratista, el sentenciador. Sobre el suelo, apisonado perfectamente, luchan los animales y desde allí distribuye el Destino a las familias risas o lágrimas, festines o hambre.

A la hora en que entramos, vemos ya al Gobernadorcillo, a Capitán Pablo, a Capitán Basilio, a Lucas, el hombre de la cicatriz en la cara que tanto sintiera la muerte de su hermano.

Capitán Basilio se acerca a uno del pueblo y le pregunta:

—¿Sabes qué gallo trae Capitán Tiago?

—No lo sé, señor; esta mañana le han llegado dos, uno de ellos es el lásak[190] que ganó al talisain del cónsul.

—¿Crees que mi búlik puede luchar con él?

—¡Ya lo creo! ¡Pongo mi casa y mi camisa!

En aquel momento, llegaba Capitán Tiago. Vestía, como los grandes jugadores, camisa de lienzo de Cantón, pantalón de lana y sombrero de jipijapa. Detrás venían dos criados, llevando el lásak y un gallo blanco de colosales dimensiones.

—¡Sinang me ha dicho que María va cada vez mejor! —dice Capitán Basilio.

—Ya no tiene fiebre, pero aún está débil.

—¿Perdió usted anoche?

—Un poco; sé que usted ha ganado… voy a ver si me desquito.

—¿Quiere usted jugar el lásak? —pregunta Capitán Basilio mirando el gallo y pidiéndoselo al criado.

—Según, si hay apuesta.

—¿Cuánto pone usted?

—Menos de dos, no lo juego.

—¿Ha visto usted mi búlik? —pregunta Capitán Basilio, y llama a un hombre que trae un pequeño gallo.

Capitán Tiago lo examina, y después de pesarlo y analizar las escamas, lo devuelve.

—¿Cuánto pone usted? —pregunta.

—Lo que usted.

—¿Dos y quinientos?

—¿Tres?

—¡Tres!

—¡Para la siguiente!

El corro de curiosos y jugadores esparce la noticia de que para la siguiente soltada lucharían dos célebres gallos; ambos tenían su historia y su fama conquistada. Todos quieren ver, examinar las dos celebridades; se emiten opiniones, se profetiza.

Entretanto las voces crecen, aumenta la confusión, se invade la rueda, las graderías se asaltan. Los soltadores llevan a la arena dos gallos, un blanco y un rojo, armados ya, pero las navajas están aún envainadas. Se oyen gritos: «¡Al blanco, al blanco!»; alguna que otra voz grita: «¡Al rojo!». El blanco era el llamado y el rojo el dejado[191].

Entre la multitud circulan guardias civiles; no llevan el uniforme del benemérito cuerpo, pero tampoco van de paisano. Pantalón de guingón con franja roja, camisa manchada de azul de la blusa desteñida, gorra de cuartel, he aquí el disfraz en armonía con su comportamiento: apuestan y vigilan, turban y hablan de mantener la paz.

Mientras se grita, se tienden las manos agitando monedas y haciéndolas sonar; mientras se busca en los bolsillos la última moneda o, a falta de ella, se quiere empeñar la palabra, prometiendo vender el carabao, la próxima cosecha, etcétera, dos jóvenes, al parecer hermanos, se acercan, murmuran tímidas palabras que nadie escucha, se ponen cada vez más sombríos y se miran entre sí con disgusto y despecho. Lucas los observa con disimulo, sonríe malignamente, hace sonar pesos de plata, pasa cerca de los dos hermanos y mira hacia la rueda gritando:

—¡Pago cincuenta, cincuenta contra veinte por el blanco!

Los dos hermanos cambian entre sí una mirada.

—Yo ya te decía —murmuraba el mayor— que no apostases todo el dinero; ¡ si me hubieses obedecido, tendríamos ahora para el rojo!

El menor se acerca tímidamente a Lucas y le toca del brazo.

—¿Eres tú? —exclama éste volviéndose y fingiendo sorpresa—; ¿acepta tu hermano mi proposición o vienes a apostar?

—¿Cómo queréis que apostemos, si hemos perdido todo?

—¿Entonces aceptáis?

—¡Él no quiere!; si pudieses prestarnos algo, ya que decís que nos conocéis…

Lucas rascose la cabeza, estiró su camisa y repuso:

—Sí que os conozco; sois Társilo y Bruno, jóvenes y fuertes. Sé que vuestro valiente padre murió de resultas de los cien azotes diarios, que le daban esos soldados; sé que no pensáis vengarle…

—No os entrometáis en nuestra historia —interrumpió Társilo, el mayor—; eso trae desgracia. ¡Si no tuviéramos una hermana, ya haría tiempo que estaríamos ahorcados!

—¿Ahorcados? Sólo ahorcan al cobarde, al que no tiene dinero ni protección. Y de todos modos el monte está cerca.

—¡Ciento contra veinte, voy al blanco! —gritó uno al pasar.

—Prestadme cuatro pesos… tres… dos —suplicó el más joven—; luego le devolveremos el doble; la soltada va a empezar.

Lucas rascose de nuevo la cabeza.

—¡Tst! Este dinero no es mío, me lo ha dado don Crisóstomo para los que le quieran servir. Pero veo que no sois como vuestro padre; aquél sí que era valiente; el que no lo es, que no busque diversiones.

Y se alejó de ellos aunque no mucho.

—Aceptemos ya, ¿qué más da? —dijo Bruno—. Tanto vale ser ahorcado que morir fusilado: los pobres no servimos para otra cosa.

—Tienes razón, pero piensa en nuestra hermana.

Entretanto el redondel se ha despejado, va a comenzar la lid. Las voces empiezan a callarse, y los dos soltadores y el perito atador de navajas se quedan en medio. A una señal del sentenciador, aquél desnuda los aceros, y brillan las finas hojas, amenazadoras, relucientes.

Los dos hermanos se acercan tristes y silenciosos al cerco y observan, apoyando la frente contra la caña. Un hombre se acerca y les dice al oído:

—¡Pare[192]! ¡Ciento contra diez, yo soy por el blanco!

Társilo lo mira con aire tonto. Bruno le da un codazo al que responde con un gruñido.

Los soltadores tienen los gallos con delicadeza magistral, cuidando de no herirse. Reina un silencio solemne: creeríase que los presentes, menos los dos soltadores, eran horribles muñecos de cera. Acercan un gallo a otro, sujetándole la cabeza a uno para ser picoteado e irritarlo, y viceversa: en todo duelo debe haber igualdad, lo mismo entre gallos parisienses que entre gallos filipinos. Después les hacen verse cara a cara, los acercan, con lo que los pobres animalitos saben quién les ha arrancado una plumita y con quién deben luchar. Erízase el plumaje del cuello, se miran con fijeza, y rayos de ira se escapan de sus redondos ojitos. Entonces ha llegado el momento: los depositan en tierra a cierta distancia y les dejan el campo libre.

Avanzan lentamente. Óyense sus pisadas sobre el duro suelo; nadie habla, nadie respira. Bajando y subiendo la cabeza como midiéndose con la mirada, los dos gallos murmuran sonidos, tal vez de amenaza o desprecio. Han divisado la brillante hoja, que lanza fríos y azulados reflejos; el peligro los anima y dirígense uno al otro decididos, pero a un paso de distancia se detienen, y con la mirada fija bajan la cabeza y vuelven a erizar sus plumas. En aquel momento el pequeño cerebro se baña en sangre, brota el rayo, y con su natural valor se lanzan impetuosamente el uno contra el otro; chocan entre sí pico contra pico, pecho contra pecho, acero contra acero y ala contra ala: los golpes se han parado con maestría, y sólo han caído algunas plumas. Vuelven a medirse de nuevo; de repente el blanco vuela, se eleva agitando la mortífera navaja, pero el rojo ha doblado las piernas, ha bajado la cabeza, y el blanco sólo ha azotado el aire; mas, al tocar el suelo, evitando ser herido de espaldas, vuélvese rápidamente y hace frente. Atácale el rojo con furia, pero se defiende con serenidad: no en vano era el favorito del público. Todos siguen trémulos y ansiosos las peripecias del combate, soltando alguno que otro involuntario grito. El suelo se va cubriendo de plumas rojas y blancas, tintas en sangre: pero no es a primera sangre el duelo; el filipino, siguiendo aquí las leyes dadas por el Gobierno, quiere que sea a muerte o a quien huya el primero. La sangre riega el suelo ya, los golpes menudean, pero la victoria sigue indecisa. Por fin, tentando un supremo esfuerzo, el blanco se arroja para dar el último golpe, clava su navaja en el ala del rojo y se engancha entre los huesos; pero el blanco ha sido herido en el pecho, y ambos, desangrados, extenuados, jadeantes, unido el uno al otro, permanecen inmóviles hasta que el blanco cae, arroja sangre por el pico, patalea y agoniza; el rojo, sujeto del ala, se mantiene a su lado, poco a poco dobla sus piernas y cierra lentamente los ojos.

Entonces el sentenciador, de acuerdo con lo que prescribe el Gobierno, declara vencedor al rojo; una salvaje gritería saluda la sentencia, gritería que se oye en todo el pueblo, prolongada, uniforme y dura algún tiempo. El que lo oye de lejos comprende entonces que el que ha ganado es el dejado, de lo contrario el júbilo duraría menos. Tal sucede entre las naciones: una pequeña consigue alcanzar una victoria sobre otra grande, la canta y la cuenta por los siglos de los siglos.

—¿Ves? —dijo Bruno con despecho a su hermano—, si me hubieses creído, hoy tendríamos cien pesos; por ti estamos sin un cuarto.

Társilo no contestó, pero miró con ojos entornados alrededor suyo, como buscando a alguien.

—Allá está hablando con Pedro —añade Bruno—; le da dinero, ¡cuánto dinero!

En efecto, Lucas contaba sobre la mano del marido de Sisa monedas de plata. Cámbianse aún algunas palabras en secreto y se separan, al parecer satisfechos.

—Pedro habrá sido contratado: ¡ése, ése sí que es decidido! —suspiró Bruno.

Társilo permanece sombrío y pensativo; con la manga de la camisa se enjuga el sudor que corre de su frente.

—Hermano —dice Bruno—, yo voy si tú no te decides; la ley[193] continúa, el lásak debe ganar y no debemos perder ninguna ocasión. Quiero apostar en la soltada siguiente; ¿qué más da? Así vengamos al padre.

—¡Espera! —le dice Társilo y le mira fijamente en los ojos; ambos estaban pálidos—; voy contigo, tienes razón: vengaremos al padre.

Se detiene sin embargo y vuelve a enjugarse el sudor.

—¿En qué te paras? —pregunta Bruno impaciente.

—¿Sabes qué soltada sigue? ¿Vale la pena…?

—¡Pues no! ¿No lo has oído? El búlik de Capitán Basilio contra el lásak de Capitán Tiago; según la ley del juego, debe ganar el lásak.

—¡Ah, el lásak!; yo también apostaría… pero asegurémonos antes.

Bruno hace un gesto de impaciencia, pero sigue a su hermano y éste mira bien el gallo, lo analiza, reflexiona, hace algunas preguntas, el desgraciado duda; Bruno está nervioso y le mira airado.

—Pero ¿no ves esa ancha escama que tiene allí cerca del espolón? ¿No ves esas patas? ¿Qué más quieres? Mira esas piernas, ¡extiende esas alas! ¿Y esta escama partida encima de esta ancha, y esta doble?

Társilo no lo oye, sigue examinando el animal: el ruido del oro y de la plata llega a sus oídos.

—Veamos ahora el búlik —dice con voz ahogada.

Bruno golpea el suelo con el pie, hace crujir los dientes, pero obedece a su hermano.

Acércanse a otro grupo. Allí arman el gallo, escogen navajas, el atador prepara seda roja, lo encera y frota varias veces.

Társilo envuelve al animal con una mirada sombríamente impasible: parecía que no veía el gallo, sino otra cosa en el porvenir. Se pasa la mano por la frente.

—¿Estás dispuesto? —pregunta a su hermano con voz sorda.

—¿Yo? Desde antes; ¡sin necesidad de verlos!

—Es que… nuestra pobre hermana…

—¡Abá! ¿No te han dicho que el jefe es don Crisóstomo? ¿No lo has visto pasearse con el Capitán General? ¿Qué peligro corremos?

—¿Y si morimos?

—¿Qué más da? Nuestro padre murió apaleado. —¡Tienes razón!

Ambos hermanos buscan a Lucas entre los grupos. Tan pronto como lo divisan, Társilo se detiene. —¡No! ¡Vámonos de aquí, nos vamos a perder! —exclama.

—¡Vete si quieres, yo acepto!

—¡Bruno!

Desgraciadamente, un hombre se acerca y les dice:

—¿Apostáis? Y soy por el búlik.

Los dos hermanos no contestan.

—¡Logro!

—¿Cuánto? —pregunta Bruno.

Púsose el hombre a contar sus monedas de cuatro pesos; Bruno lo miraba sin respirar.

—¡Tengo doscientas; cincuenta contra cuarenta! —¡No! —dice Bruno resuelto—; poned…

—¡Bueno!, ¡cincuenta contra treinta!

—¡Doblad si queréis!

—¡Bien!, el búlik es de mi patrón y acabo de ganar; ciento contra sesenta.

—¡Trato hecho! Esperad que saque dinero.

—Pero yo seré el depositario —dice el otro, no confiando mucho en las trazas de Bruno.

—¡Me es igual! —responde éste, que confía en sus puños.

Y volviéndose a su hermano, le dice:

—Si te quedas, yo me voy.

Társilo reflexionó: amaba a su hermano y el juego. No podía dejarlo solo y murmuró:

—¡Sea!

Acercáronse a Lucas; éste los vio venir y se sonrió.

—¡Mamâ[194]! —dice Társilo.

—¿Qué hay?

—¿Cuánto dais? —preguntan los dos.

—Ya lo he dicho: si os encargáis de buscar otros para sorprender el cuartel, os doy treinta pesos a cada uno, y diez a cada compañero. Si todo sale bien, recibirá ciento cada uno, y vosotros el doble: don Crisóstomo es rico.

—¡Aceptado! —exclamó Bruno—; venga el dinero.

—¡Ya sabía yo que erais valientes, como vuestro padre! ¡Venid, que no nos oigan esos que lo mataron! —dijo Lucas señalando a los guardias civiles.

Y llevándolos a un rincón, les dice mientras les cuenta las monedas:

—Mañana llega don Crisóstomo y trae armas; pasado mañana, a la noche, cerca de las ocho, id al cementerio y os diré sus últimas disposiciones. Tenéis tiempo de buscar compañeros.

Despidiéronse. Los dos hermanos parecían haber cambiado de papel: Társilo estaba tranquilo; Bruno, pálido.

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