Noli me tangere

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XLVIII. Las dos señoras

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XLVIIILas dos señoras

Mientras Capitán Tiago jugaba su lásak, doña Victorina daba un paseo por el pueblo, con la intención de ver cómo tenían los indolentes indios sus casas y sementeras. Se había vestido lo más elegantemente que podía, poniéndose sobre la bata de seda todas sus cintas y flores, para imponer a los provincianos y hacerles ver cuánta distancia mediaba entre ellos y su sagrada persona y, dando el brazo a su marido cojo, se pavoneó por las calles del pueblo, entre la estupefacción y la extrañeza de los habitantes. El primo Linares se había quedado en casa.

—¡Qué feas casas tienen estos indios! —empezó doña Victorina haciendo una mueca—; yo no sé cómo pueden vivir allí: se necesita ser indio. ¡Y qué mal educados son y qué orgulloso! ¡Se encuentran con nosotros y no se descubren! Pégalos en el sombrero, como hacen los curas y los tenientes de la Guardia Civil; enséñales urbanidad.

—¿Y si me pegan? —pregunta el doctor de Espadaña.

—¡Para eso eres hombre!

—¡Pe… pero estoy cojo!

Doña Victorina se iba poniendo de mal humor: las calles no estaban adoquinadas y la cola de su bata se llenaba de polvo. Encontrábanse además con muchas jóvenes que, al pasar a su lado, bajaban los ojos y no admiraban,

como debían, su lujoso traje. El cochero de Sinang, que conducía a ésta y a su prima en un elegante tres-por-ciento[195], tuvo la desfachatez de gritarle «¡Tabi!» con voz tan imponente, que ella tuvo que apartarse y sólo pudo protestar: «¡Mírale al bruto del cochero! ¡Le voy a decir a su amo que eduque mejor a sus criados!».

—¡Volvámonos a casa! —mandó a su marido.

Éste, que temía una tormenta, giró sobre su muleta, obedeciendo el mandato.

Encontráronse con el alférez, saludáronse y esto aumentó el descontento de doña Victorina: el militar no sólo no le hizo ningún cumplido por su traje, sino que casi lo examinó con burla.

—Tú no debías darle la mano a un simple alférez —dijo a su marido al alejarse de él—; él apenas tocó su capacete y tú te quitaste el sombrero; ¡no sabes guardar el rango!

—¡Él es el jefe a... aquí!

—¿Y qué nos importa? ¿Somos acaso indios?

—¡Tienes razón! —contestó él, que no quería reñir.

Pasaron delante de la casa del militar. Doña Consolación estaba en la ventana, como de costumbre, vestida de franela y fumando su puro. Como la casa era baja, se miraron, y doña Victorina la distinguió bien: la Musa de la Guardia Civil la examinaba tranquilamente de pies a cabeza, y después, sacando el labio inferior hacia adelante, escupió, volviendo la cara a otro lado. Esto acabó con la paciencia de doña Victorina, y dejando a su marido sin apoyo, se cuadró enfrente de la alféreza, temblando de ira y sin poder hablar. Doña Consolación volvió lentamente la cabeza, la examina de nuevo tranquilamente y escupe otra vez, pero con mayor desdén.

—¿Qué tiene usted, doña? —pregunta.

—¿Puede usted decirme, «señora», por qué me mira usted así? ¿Tiene usted envidia? —consigue al fin hablar doña Victorina.

—¿Yo, envidia yo, y de usted? —dice con soma la Medusa—; ¡sí, le envidio esos rizos!

—¡Ven, mujer! —dice el doctor—, ¡no le hagas ca... caso!

—¡Deja que le dé una lección a esta ordinaria sin vergüenza! —contesta la mujer, dándole un empellón a su marido, que por poco besa el suelo, y volviéndose a doña Consolación—: ¡Mire usted con quién trata! —dice—; ¡no crea usted que soy una provinciana o una querida de soldados! En mi casa, en Manila, no entran los alféreces; se esperan a la puerta.

—¡Hola, Excelentísima Señora Puput[196]!, no entrarán los alféreces, pero sí los inválidos, como ése, ¡ja, ja, ja!

A no haber sido por los coloretes, se habría visto a doña Victorina ruborizarse: quiso asaltar a su enemiga, pero el centinela la detuvo. Entretanto la calle se llenaba de curiosos.

—¡Oiga usted! Me rebajo hablando con usted; las personas de categoría… ¿quiere usted lavar mi ropa? ¡La pagaré bien! ¿Cree usted que no sé yo que usted era lavandera?

Doña Consolación se irguió furiosa: lo de la lavada la hirió.

—¿Cree usted que no sabemos quién es y qué gente trae? ¡Vaya, ya me lo ha dicho mi marido! Señora, yo al menos no he pertenecido más que a uno, pero ¿y usted? Se necesita morir de hambre para cargar con el sobrante, el trapo de todo el mundo.

El tiro le dio en la cabeza a doña Victorina; remangose, cerró los puños y, apretando los dientes, empezó a decir:

—¡Baje usted, vieja cochina, que le voy a machacar esa sucia boca! ¡Querida de un batallón, ramera de nacimiento!

La Medusa desapareció rápidamente de la ventana, pronto se le vio bajar corriendo, agitando el látigo de su marido.

Suplicante se interpuso don Tiburcio, pero se habrían venido a las manos si no hubiese llegado el alférez.

—Pero ¡señoras… don Tiburcio!

—¡Eduque usted mejor a su mujer, cómprele mejores vestidos y, si no tiene dinero, robe usted a los del pueblo, que para eso tiene usted soldados! —gritaba doña Victorina.

—¡Aquí estoy, señora! ¿Por qué no me machaca Vuestra Excelencia la boca? ¡Usted no tiene más que lengua y saliva, doña Excelencias!

—¡Señora! —decía el alférez furioso—, ¡dé usted gracias que yo me acuerde de que es usted mujer, que si no la reventaba a puntapiés con todos su rizos y cintajos!

—¡Se… señor alférez!

—¡Ande usted, matasanos! Usted no lleva pantalones, ¡Juan Lanas!

Armose una de palabras y gestos, una de gritos, insultos e injurias; sacáronse todo lo sucio que guardaban en sus arcas, y como hablaban cuatro a la vez y decían tantas cosas que desprestigian a ciertas clases, sacando a relucir muchas verdades, renunciamos aquí a escribir cuanto se dijeron. Los curiosos, si bien no entendían todo lo que se decían, divertíanse no poco y esperaban que llegasen a las manos. Desgraciadamente vino el cura y puso paz.

—¡Señores, señoras!, ¡qué vergüenza! ¡Señor alférez!

—¿Qué se mete usted aquí, hipócrita, carlistón?

—¡Don Tiburcio, llévese usted a su señora! ¡Señora, contenga usted su lengua!

—¡Eso dígaselo usted a esos roba-pobres!

Poco a poco se agotó el diccionario de epítetos, terminó la reseña de las desvergüenzas de cada pareja y, amenazándose e insultándose, se fueron separando poco a poco. Fray Salví iba de una parte a otra animando el espectáculo, ¡si nuestro amigo, el corresponsal, hubiese estado presente…!

—¡Hoy mismo nos vamos a Manila y nos presentamos al Capitán General! —decía furiosa doña Victorina a su marido—. Tú no eres hombre; ¡lástima de pantalones que gastas!

—Pe… pero, mujer, ¿y los guardias?, ¡yo estoy cojo!

—Debes desafiarle a pistola o a sable, o si no… si no…

Y doña Victorina lo miró en la dentadura.

—¡Hija!, no he cogido nunca…

Doña Victorina no lo dejó concluir: con un sublime movimiento, le arrancó la dentadura en medio de la calle y la pisoteó. Él, medio llorando, y ella echando chispas, llegaron a casa. Linares estaba en aquel momento hablando con María Clara, Sinang y Victoria, y como no había sabido nada de la discordia, se inquietó no poco al ver a sus primos. María Clara, que estaba recostada en un sillón entré almohadas y mantas, se sorprendió no poco al ver la nueva fisonomía de su doctor.

—Primo —dice doña Victorina—, tú desafías ahora mismo al alférez o si no…

—¿Y por qué? —pregunta Linares sorprendido.

—Lo desafías ahora mismo o si no digo aquí a todos quién eres tú.

—¡Pero, doña Victorina!

Las tres amigas se miraron.

—¿Te parece? El alférez nos ha insultado y ha dicho que tú eres lo que eres. La vieja bruja ha bajado con látigo, y éste, éste se ha dejado insultar… ¡un hombre!

—¡Abá! —dijo Sinang—, ¡se han peleado y no lo hemos visto!

—¡El alférez le rompió los dientes al doctor! —añadió Victoria.

—Hoy mismo nos vamos a Manila; tú te quedas aquí a desafiarle, y si no, le digo a don Santiago que es mentira cuanto le has contado, le digo…

—¡Pero doña Victorina, doña Victorina! —interrumpe pálido Linares, acercándose a ella—, cálmese usted; no

me haga usted recordar… —y añadió en voz baja—: No sea usted imprudente, precisamente ahora.

A la sazón que pasaba esto, llegaba Capitán Tiago de la gallera, triste y suspirando: había perdido su lásak.

No le dejó tiempo doña Victorina de suspirar; en pocas palabras y muchos insultos le contó cuanto había pasado, se entiende, procurando ponerse en buena luz.

—Linares lo va a desafiar, ¿oye? Si no, no lo deje usted que se case con su hija, ¡no lo permita usted! Si no tiene valor, no merece a Clarita.

—¿Conque te casas con ese señor? —pregunta Sinang, cuyos alegres ojos se llenaron de lágrimas—; yo sabía que eras discreta, pero no voluble.

María Clara, pálida como la cera, medio se incorpora y mira con espantados ojos a su padre, a doña Victorina y a Linares. Éste se ruboriza, Capitán Tiago baja los ojos y la señora añade:

—Clarita, tenlo presente; no te cases nunca con un hombre que no lleve pantalones; te expones a que te insulten hasta los perros.

Pero la joven no contestó y dijo a sus amigas:

—Conducidme a mi cuarto, que no puedo andar sola.

Ayudáronla a levantarse; y rodeada su cintura con los redondos brazos de sus amigas, apoyada la marmórea cabeza sobre el hombro de la hermosa Victoria, entró la joven en su alcoba.

Aquella misma noche recogieron ambos cónyuges sus cosas, pasaron la cuenta a Capitán Tiago, la cual ascendió a algunos millares, y al día siguiente muy temprano, partían para Manila en el coche de éste. Al vergonzoso Linares le cometieron el papel de vengador.

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