Noli me tangere

Noli me tangere


XII. Todos los santos

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Lo único acaso que sin disputa distingue al hombre de los animales es el culto que rinde a los que dejaron de ser. Y, ¡cosa extraña!, esta costumbre aparece tanto más profundamente arraigada cuanto menos civilizados son los pueblos.

Escriben los historiadores que los antiguos habitantes de Filipinas veneraban y deificaban a sus antepasados; ahora sucede lo contrario; los muertos tienen que encomendarse a los vivos. Cuentan también que los de Nueva Guinea, primos lejanos de los filipinos, hoy hijos de alemanes, ingleses y holandeses, guardan aún los huesos de sus muertos en cajas y mantienen con ellos conversación; la mayor parte de los pueblos de Asia, África y América les ofrecen los platos más exquisitos de sus cocinas o los que fueron en vida su comida favorita, y dan banquetes a los que suponen que asisten. Los egipcios les levantaban palacios, los musulmanes capillitas, etcétera; pero el pueblo maestro en esta materia y que ha conocido mejor el corazón humano es el de Dahomey. Estos negros saben que el hombre es vengativo, pues dicen que para contentar al muerto no hay mejor que sacrificarle sobre la tumba a todos sus enemigos; y como el hombre es curioso y no sabrá cómo distraerse en la otra vida, le envían cada año un correo bajo la piel de un esclavo decapitado.

Nosotros nos diferenciamos de todos. Pese a las inscripciones de las tumbas, casi ninguno cree en que descansan los muertos, y menos en paz. El más optimista se imagina a sus bisabuelos tostándose en el purgatorio, y, si no sale condenado, todavía podrá acompañarles por muchos años. Y quien nos quiera contradecir, que visite las iglesias y los cementerios de aquel país durante este día; observe y verá. Pero ya que estamos en el pueblo de San Diego, visitemos el suyo.

Hacia el oeste, en medio de los arrozales, está, no la ciudad, sino el barrio de los muertos; conduce a él una estrecha vereda, polvorienta en días de calor y navegable en días de lluvia. Una puerta de madera y un cirio, mitad de piedra y mitad de caña y estacas, parecen separarle del pueblo de los hombres pero no de las cabras del cura y algunos cerdos de la vecindad, que entran y salen para hacer exploraciones en las tumbas o alegrar con su presencia aquella soledad.

En medio de aquel vasto corral se levanta una gran cruz de madera sobre un pedestal de piedra. La tempestad ha doblado su INRI de hoja de lata y la lluvia ha borrado las letras. Al pie de la cruz, como en el verdadero Gólgota, están en confuso montón calaveras y huesos que el indiferente sepulturero arroja de las fosas que va vaciando. Allí esperan probablemente no la resurrección de los muertos, sino la llegada de los animales que con sus líquidos les calienten y laven aquellas frías desnudeces. En los alrededores se notan recientes excavaciones, acá el terreno está hundido, allá forma pequeña colina. Crecen en toda su lozanía el tarambulo y el pandakaki[78]; el primero para pinchar las piernas con sus espinosas bayas, y el segundo para añadir su olor al del cementerio, por.si éste no olía bastante. Sin embargo, matizan el suelo algunas florecitas, flores que, como aquellos cráneos, son ya únicamente conocidas de su creador; la sonrisa de sus pétalos es pálida y su perfume es el perfume de los sepulcros. La yerba y las enredaderas cubren los rincones, se encaraman por las paredes y nichos, vistiendo y hermoseando la desnuda fealdad; a veces penetran por las hendiduras que hicieran temblores y terremotos, ocultando a las miradas los venerables vacíos de la tumba.

A la hora en que entramos, los hombres han ahuyentado a los animales; sólo alguno que otro cerdo, animal difícil de convencer, se asoma con sus ojos pequeñitos sacando la cabeza por un gran hueco de la cerca, levanta el hocico al aire y parece decir a una mujer que reza: «No lo comas todo, déjame algo, ¿eh?».

Dos hombres cavan una fosa cerca del muro que amenaza desplomarse: el uno, que es el sepulturero, lo hace indiferentemente, arroja vértebras y huesos, como un jardinero piedras y ramas secas; el otro está preocupado, suda, fuma y escupe a cada momento.

—¡Oye! —dice el que fuma, en tagalo—. ¿No sería mejor que cavásemos en otro sitio? Esto es muy reciente.

—Son tan recientes unas fosas como otras —contesta el sepulturero.

—¡No puedo más! Ese hueso que has partido aún sangra… ¡hm!, ¿y esos cabellos?…

—Pero ¡qué delicado eres! —le reprocha el otro—. ¡Ni que fueras tú escribiente del tribunal! Si hubieses desenterrado, como yo lo he hecho, un cadáver de veinte días, por la noche, a oscuras, lloviendo… se apagó mi linterna.

El compañero se estremeció.

—… El muerto se desclavó, el muerto medio salió, olía… y tenerlo tú que cargar… y llovía y estábamos ambos mojados, y…

—¡Kjr! Y ¿por qué lo has desenterrado?

El sepulturero lo miró con extrañeza.

—¿Por qué? ¿Lo sé yo acaso? ¡Me lo han mandado!

—¿Quién te lo mandó?

El sepulturero medio retrocedió y examinó de pies a cabeza a su compañero.

—¡Hombre! Pareces un español; las mismas preguntas me hizo después uno de ellos, pero en secreto. Pues te voy a contestar como al español: me lo mandó el cura grande.

—¡Ah!, y ¿qué has hecho después del cadáver? —continuó preguntando el delicado.

—¡Diablo, si yo no te conociera y supiera que eres hombre, diría verdaderamente que eres español civil. Preguntas como el otro. Pues… el cura grande me mandaba que lo enterrase en el cementerio de los chinos, pero como el ataúd era pesado y el cementerio de los chinos está lejos…

—¡No, no! ¡Yo no cavo más! —interrumpió el otro lleno de horror, soltando la pala y saltando de la fosa—. He partido un cráneo y temo que no me deje dormir esta noche.

El sepulturero soltó una carcajada al ver que el otro se alejaba haciéndose cruces.

El cementerio se iba llenando de hombres y mujeres vestidos de luto. Algunos buscaban algún tiempo la fosa, disputaban entre sí y, como si no estuviesen acordes, se separaban y cada cual se arrodillaba donde le parecía mejor; otros, los que tenían nichos para sus parientes, encendían cirios y se ponían devotamente a rezar; oíanse también suspiros y sollozos que se procuraban exagerar o reprimir. Ya se oía un run-rún de

orápreo, orápreis y

requiemaeternams.

Un viejecito de ojos vivos entró descubierto. Al verlo muchos se rieron, algunas mujeres fruncieron las cejas. El viejo parecía no hacer caso de tales demostraciones, pues se dirigió al montón de cráneos, se arrodilló y buscó algún tiempo con la mirada algo entre ellos; después con cuidado fue apartando los cráneos uno tras otro, y, como si no encontrase lo que buscaba, arrugó las cejas, movió de un lado a otro la cabeza, miró a todas partes y finalmente se levantó y se dirigió al sepulturero.

—¡Oy! —le dijo.

Éste levantó la cabeza.

—¿Sabes dónde está una hermosa calavera blanca como la carne de coco, con una completa dentadura, la cual tenía allí, al pie de la cruz, debajo de aquellas hojas?

El sepulturero se encogió de hombros.

—¡Mira! —añadió el viejo enseñándole una moneda de plata—; no tengo más que esto, pero te la daré si me la encuentras.

El brillo de la moneda lo hizo reflexionar, miró hacia el osario y dijo:

—¿No está allá? ¿No? Pues entonces no lo sé.

—¿Sabes? Cuando me paguen lo que me deben te daré más —continuó el viejo—. Era el cráneo de mi esposa; conque si me lo encuentras…

—¿No está allá? ¡Pues no lo sé! ¡Pero si queréis, os puedo dar otro!

—¡Eres como la tumba que cavas! —le apostrofó el viejo nerviosamente—; ¡no sabes el valor de lo que pierdes! ¿Para quién es la fosa?

—¿Lo sé yo acaso? ¡Para un muerto! —contestó malhumorado el otro.

—¡Como la tumba, como la tumba! —repitió el viejo riendo secamente—. ¡Ni sabes lo que arrojas, ni lo que tragas! ¡Cava, cava!

Y se volvió dirigiéndose a la puerta.

El sepulturero, entretanto, había concluido con su tarea; dos montículos de tierra fresca y rojiza se levantaban a los bordes. Sacó de su

salakot buyo y púsose a mascarlo mirando con aire estúpido cuanto en su derredor pasaba.

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