Noli me tangere

Noli me tangere


XIII- Presagios de tempestad

Página 21 de 77

X

I

I

I

P

r

e

s

a

g

i

o

s

d

e

t

e

m

p

e

s

t

a

d

En el momento en que el viejo salía, parábase a la entrada del sendero un coche que parecía haber hecho un largo viaje: estaba cubierto de polvo y los caballos sudaban.

Ibarra descendió seguido de un viejo criado; despachó al cochero de un gesto y se dirigió al cementerio, silencioso y grave.

—¡Mi enfermedad y mis ocupaciones no me han permitido volver! —decía el anciano tímidamente—; Capitán Tiago dijo que él se cuidaría de hacer levantar un nicho, pero yo planté una cruz labrada por mí.

Ibarra no contestó.

—¡Allí, detrás de esa cruz grande, señor! —continuó el criado, señalando hacia un rincón cuando hubieron franqueado la puerta.

Ibarra iba tan preocupado que no notó el movimiento de asombro de algunas personas al reconocerlo, quienes suspendieron el rezo y lo siguieron con la vista, llenas de curiosidad.

El joven caminaba con cuidado, evitando pasar por encima de las fosas, que se conocían fácilmente por un hundimiento del terreno. En otro tiempo las pisaba, hoy las respetaba: su padre yacía en iguales condiciones. Detúvose al llegar al otro lado de la cruz y miró a todas partes. Su acompañante se quedó confuso y cortado; buscaba huellas en el suelo y en ninguna parte se veía cruz alguna.

—¿Es aquí? —murmuraba entre dientes—; no, es allá, ¡pero la tierra está removida!

Ibarra lo miraba angustiado.

—¡Sí! —continuó—, recuerdo que había una piedra al lado; la fosa era un poco corta; el sepulturero estaba enfermo y la tuvo que cavar un aparcero; pero le preguntaremos a ése qué se ha hecho de la cruz.

Dirigiéronse al sepulturero, que los observaba con curiosidad.

Éste los saludó quitándose el

salakot.

—¿Podéis decirnos cuál es la fosa que allá tenía una cruz? —preguntó el criado.

El interpelado miró hacia el sitio y reflexionó.

—¿Una cruz grande? —preguntó después de un momento.

—Sí, grande —afirmó con alegría el viejo mirando significativamente a Ibarra, cuya fisonomía se animó.

—¿Una cruz con labores y atada con bejucos? —volvió a preguntar el sepulturero.

—¡Eso es, eso es, así, así! —y el criado trazó en la tierra un dibujo en forma de cruz bizantina.

—¿Y en la tumba había flores sembradas?

—¡Adelfa, sampagas y pensamiento!, ¡eso es! —añadió el criado lleno de alegría y ofreció un tabaco al sepulturero—. Decidnos cuál es la fosa y dónde está la cruz.

El sepulturero se rascó la oreja y contestó bostezando:

—Pues la cruz… ¡ya la he quemado!

—¿Quemado?, ¿y por qué la habéis quemado?

—Porque así lo mandó el cura grande.

—¿Quién es el cura grande? —preguntó Ibarra.

—¿Quién? El que pega, el padre Garrote.

Ibarra se pasó la mano por la frente.

—Pero, a lo menos podéis decirnos dónde está la fosa; la debéis recordar.

El sepulturero se sonrió.

—¡El muerto ya no está allí! —repuso tranquilamente.

—¿Qué decís?

—¡Ya! —añadió el hombre en tono de broma—; en su lugar enterré hace una semana una mujer.

—¿Estáis loco? —le preguntó el criado—; si todavía no hace un año que lo hemos enterrado.

—¡Pues eso es! Hace ya muchos meses que lo desenterré. El cura grande me lo mandó para llevarlo al cementerio de los chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía…

El hombre no pudo seguir; retrocedió espantado al ver la actitud de Crisóstomo, que se abalanzó sobre él cogiéndolo del brazo y sacudiéndolo.

—¿Y lo has hecho? —preguntó el joven con acento indescriptible.

—No os enfadéis, señor —contestó palideciendo y temblando—; no lo enterré entre los chinos. ¡Más vale ahogarse que estar entre los chinos, dije para mí, y arrojé el muerto al agua!

Ibarra le puso ambos puños sobre los hombros y lo miró largo tiempo, con una expresión que no se puede definir.

—¡Tú no eres más que un desgraciado! —dijo, y salió precipitadamente, pisoteando huesos, fosas, cruces, como enajenado.

El sepulturero se palpaba el brazo y murmuraba:

—¡Lo que dan que hacer los muertos! El padre grande me pegó de bastonazos por haberlo dejado enterrar estando yo enfermo; ahora éste a poco me rompe el brazo por haberlo desenterrado. ¡Lo que son estos españoles! Todavía voy a perder mi oficio.

Ibarra andaba aprisa, con la mirada a lo lejos; el viejo criado lo seguía, llorando.

El sol estaba ya para ocultarse; gruesos nimbos entoldaban el cielo hacia el oriente; un viento seco agitaba las copas de los árboles y hacía gemir a los cañaverales.

Ibarra iba descubierto; de sus ojos no brotaba ni una lágrima, de su pecho no se escapaba ni un suspiro. Andaba como si huyese de algo, acaso de la sombra de su padre, acaso de la tempestad que se aproximaba. Atravesó el pueblo dirigiéndose hacia las afueras, hacia aquella antigua casa que desde hace muchos años no había vuelto a pisar. Rodeada de un muro donde crecen varios cactus, parecía que le hacía señas: las ventanas se abrían, el ilang-ilang[79] se balanceaba agitando alegremente sus ramas cargadas de flores; las palomas revoloteaban alrededor del cónico techo de su vivienda, colocada en medio del jardín.

Pero el joven no se fijaba en estas alegrías que ofrece la vuelta al antiguo hogar; tenía sus ojos clavados en la figura de un sacerdote que avanzaba en dirección contraria. Era el cura de San Diego, aquel meditabundo sacerdote que vimos, el enemigo del alférez. El aire plegaba las anchas alas de su sombrero, el hábito de guingón se aplastaba y amoldaba a sus formas marcando unos muslos delgados y algo estevados. En la diestra llevaba un bastón de palasán[80] con puño de marfil. Era la primera vez que Ibarra y él se veían. Al encontrarse detúvose el joven un momento y lo miró de hito en hito. Fray Salví esquivó la mirada y se hizo el distraído.

Sólo un segundo duró la vacilación. Ibarra se dirigió a él con rapidez, lo paró dejando caer pesadamente la mano sobre el hombro y en voz apenas inteligible:

—¿Qué has hecho de mi padre? —preguntó.

Fray Salví, pálido y tembloroso al leer los sentimientos que se pintaban en el rostro del joven, no pudo contestar; sentíase como paralizado.

—¿Qué has hecho de mi padre? —le volvió a preguntar con voz ahogada.

El sacerdote, doblegado poco a poco por la mano que le oprimía, comprendió y conoció quién podía ser el joven; hizo un esfuerzo y contestó:

—¡Usted está equivocado, yo no le he hecho nada a su padre!

—¿Que no? —continuó el joven, oprimiéndolo hasta hacerlo caer de rodillas.

—¡No, se lo aseguro! Fue mi predecesor, fue el padre Dámaso…

—¡Ah! —exclamó el joven soltándole y dándose una palmada en la frente. Y abandonando al pobre fray Salví, se dirigió precipitadamente hacia su casa.

El criado llegaba entretanto y ayudaba al fraile a levantarse.

Ir a la siguiente página

Report Page