Nina

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LIBRO SEGUNDO » 14

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La sala era grande. Se hallaba en el cuarto piso del edificio del juzgado, y sus ventanas enrejadas no podían abrirse. Por ello hacía tanto calor. Estaba dividida en dos partes por dos vallas de tela metálica de mallas muy finas que subían desde el suelo hasta el techo. Las dos vallas de tela metálica estaban colocadas paralelamente y a cierta distancia la una de la otra. A ambos lados había mesas y sillas. Entre las vallas no había nada.

Me senté debajo de una de las cerradas ventanas y esperé sudando. Los dolores de cabeza se me habían recrudecido. Al cabo de diez minutos se abrió una puerta al otro lado de la sala, y un empleado con uniforme negro entró. Cojeaba.

—Por favor, señor Brummer.

Me puse en pie.

Julius María Brummer entró en la otra mitad de la habitación. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones azules. Sus zapatos estaban sin cordones, y el cuello de la camisa lo llevaba abierto. Brummer no vestía corbata. Me estremecí a su vista. La cara redonda estaba mortalmente pálida y, debajo de los ojos acuosos, empotrados en un lecho de grasa, se dibujaban sendas sombras violáceas. De vez en cuando levantaba Brummer el hombro izquierdo hacia la cabeza, y ejecutaba un movimiento circular, como si quisiera rascarse la oreja con el hombro.

—Señor Brummer, dispone usted de diez minutos de conversación —le informó el empleado cojo.

Se sentó. Brummer se acercó a su reja y me miró. Yo me acerqué a mi reja y no le miré.

—Míreme, Holden —ordenó Julius María Brummer.

Me obligué a hacerlo. Miré los diminutos, pérfidamente sentimentales ojos de un tiburón, vi el bigote rubio descolorido, las mejillas de un gris ceniciento, la baja frente y la blanda boca con dentadura de rata. Se aguantaba contra su reja y el fofo rostro temblaba. Pero no pronunció una sola palabra.

—Diez minutos, señor Brummer —le recordó el empleado.

—Holden —me dijo. Su voz me llegó sibilante, casi inaudible a través de la doble malla—. Mi abogado estuvo aquí ayer por la noche. Me lo ha contado todo.

—Señor Brummer —empecé—, antes de que siga, permítame que yo...

—Sólo tenemos diez minutos —me interrumpió—. No existen palabras para lo que usted ha hecho...

—Señor Brummer, señor Brummer...

—Sólo hacía unos pocos días que usted me conocía. No sabía nada de mí. No tenía ningún motivo para hacer suyos mis intereses. Y, sin embargo —y en este punto elevó la voz—, usted lo ha hecho. Y me ha ayudado, usted sabe en qué forma. Y se dejó apalear. No se vuelva usted, quiero verlo mientras le hablo. El destino me está sometiendo a una ruda prueba en estos momentos, por ello me emociona y satisface en tal medida encontrar un amigo donde no pensaba hallarlo.

Continué mirándole y, mientras el dolor de cabeza hacía bailar delante de mis ojos la imagen de Julius María Brummer, le oí decir:

—Ha protegido mi propiedad, poniéndola a buen recaudo de una manera genial. E inmediatamente la ha entregado con toda espontaneidad a mi abogado. ¿Sabe lo que más me ha conmovido, Holden? Lo que usted le dijo cuando le entregó la consabida llave.

—No puedo acordarme de lo que le dije.

—«Ojalá pueda ayudar al señor Brummer», dijo usted. «Eso es todo lo que deseo». Nunca, me oye usted bien, Holden, nunca lo olvidaré. No puedo estrecharle la mano porque aún estoy prisionero. Pero vaya usted en seguida al despacho de mi abogado. Le espera. Y le ruego, que, en el espíritu de la verdadera amistad que ahora hacia usted siento, quiera aceptar lo que él en mi nombre le entregará. Holden, es usted un hombre cabal.

—Señor Brummer —repuse—, lo que hice lo hubiera hecho otro hombre cualquiera.

Sacudió la pesada cabeza y una vaharada de menta atravesó las rejas cuando replicó:

—Nadie lo hubiera hecho. ¡Ni yo! ¿Qué se ha creído? No había podido dormir más desde que tuve que abandonarle, porque estaba convencido de que usted..., de que usted haría otra cosa. Ya sabe lo que quiero decir. Ayer fue el día más feliz de mi vida, Holden. Me ha devuelto la confianza en los demás hombres.

—Sólo tres minutos —avisó el empleado.

—Holden, le confío ahora lo que más quiero, lo más precioso que tengo en este mundo, mi mujer.

—Pero...

—¿A quién podría confiársela que fuera más digno de protegerla, Holden? —pronunció, emocionado, Julius María Brummer—. Mañana saldrá del hospital. Desde entonces la seguirá usted paso a paso. No la dejará salir nunca sola. Usted ha experimentado en su propio cuerpo de lo que son capaces mis enemigos. Holden, le considero a usted como a la persona de mi mayor confianza.

—Falta un minuto.

—He acabado, todo está dicho. —Brummer se inclinó profundamente—. Me inclino ante usted, Holden. Me inclino en señal de agradecimiento.

—El tiempo ha transcurrido —dijo el guardián.

—¿Quiere decir a mi mujer que la amo?

—Sí, señor Brummer, con mucho gusto le diré a su esposa que usted la ama.

—Y que todo irá bien. Y salude a Mila. Que compre un buen pedazo de carne para mi pobre «Pupele».

Me saludó con la mano y abandonó la sala. Yo me senté y esperé a que la cabeza cesara de darme vueltas. Luego me fui también, pero muy despacio y cuidadosamente, porque el suelo, bajo mis pies, se tambaleaba y se balanceaba, y las paredes, a mi alrededor, se balanceaban y tambaleaban y, delante de mí, en el aire, flotaban pequeños puntos luminosos.

Un buen pedazo de carne.

Para su pobre «Pupele».

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