Nina

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LIBRO SEGUNDO » 21

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21

—Pase —me invitó Hilde Lutz.

Vivía en un ático, más arriba de los tejados de la ciudad, sobre un edificio nuevo. Habíamos subido nueve pisos en el ascensor. La sala en la que penetramos parecía muy grande. Era muy calurosa y muy clara. Había unos cuantos muebles muy modernos, un sofá con almohadas de todos los colores, y un piano. Un mueble radio, de color oscuro, descansaba sobre el claro linóleo del suelo que no estaba todavía alfombrado. Unos cuantos libros, dos mapas y un cuadro de cantos agudos, agresivos. Era una vivienda muy bonita, pero que no se había acabado de decorar. Parecía como si a su inquilina se le hubiera acabado el dinero en mitad del proyecto. O alguien, el que financiara el arreglo, hubiera sentido la necesidad de ahorrar. Muy a menudo, muchachas bonitas, de rostro desvalido, son las inquilinas de dichas viviendas. Tienen un amigo, pero no tienen dinero ni oficio. El amigo tiene profesión y dinero. Las muchachas viven de amor y de esperanza. El amigo está generalmente casado...

Mientras Hilde Lutz empezaba a rebuscar en los cajones del escritorio, yo me asomé al balcón y miré hacia la profundidad de la calle. Los coches se veían muy pequeños rodar allí abajo. Un zepelín plateado nadaba en la inmensidad del cielo. En su cuerpo se leía: «Bebed Underberg».

—¿Señor Holden?

Hilde Lutz estaba de pie al lado del piano. Oí cómo sus dientes castañeteaban.

—Usted quería ver un... documento. Aquí está.

Depositó algo sobre el piano.

—Yo..., me voy a llamar a mi amigo.

Y con estas palabras desapareció. Yo me dirigí al piano. Lo que allí encontré fue la fotografía de un documento oficial.

Leí:

«De: jefe de la Policía de Seguridad y del SD de Rutenia Blanca a: su Estado Mayor personal Reichsführer SS AKT NR secreto 102/22/43 sólo a través de oficiales.

»Minsk, 20 de julio de 1943:

»El martes, 20 de julio de 1943, hacia las 7’00 horas, he tomado en custodia a los ochenta judíos ocupados en la casa del comisario general de la Rutenia Blanca, tal como se me había mandado, y les he aplicado el procedimiento especial. Los que tenían piezas de oro en la dentadura han sido llevados primeramente al dentista...»

Así empezaba, y continuaba en toda la extensión de una página, escrita a máquina, a un solo espacio. Finalmente se consignaba el gasto de munición: noventa y cinco tiros. Unos cuantos de los ochenta judíos no habrían, probablemente, muerto en el acto. El escrito estaba firmado: «Herbert Schwertfeger, SS Obersturmbannführer».

Me senté sobre el taburete que se encontraba ante el piano, volví a leer todo el documento de arriba a abajo y empecé a entenderlo todo. Cuando lo hube comprendido, se abrió una puerta y entró un hombre de unos cincuenta años. Era achaparrado, rojo de cara y extraordinariamente elegante. Pocas veces he visto un hombre más elegante. Los zapatos de antílope castaño claro, los calcetines beige, el traje de fresco color arena, la camisa color crema, la corbata de seda del mismo color que los zapatos, todo estaba combinado con gusto. Ese hombre llevaba el cabello gris peinado hacia atrás, muy corto y con la raya en medio. Sus ojos azules contemplaban sin miedo la vida. Los labios eran delgados. Usted hubiera quedado inmediatamente convencido de la seriedad de ese hombre, señor comisario Kehlmann.

Del bolsillo de pecho sobresalía, un pañuelito de seda blanca. El hombre llevaba consigo un refrescante hálito de agua de colonia. Achaparrado y más bien bajo, se mantenía tieso y recto. Se trataba sin duda de un burgués respetado que amaba a sus clásicos, la música de Bach, un buen trago por las noches y el carnaval en la nieve. Ese hombre dijo con voz baja y agradable:

—Le saludo, señor Holden.

—El señor Schwertfeger, si no me equivoco.

Se aprestó tan rápidamente a estrecharme la mano que tuvo éxito, a causa de mi lenta reacción.

Miré hacia la fotocopia hecha, sin duda alguna, por el doctor Zorn y leí, para endurecerme, aquel párrafo en que se hace mención del niño judío de dos años cuya cabeza fue aplastada contra el tronco de un árbol. Y al mismo tiempo aspiré el suave perfume de agua de colonia que daba tal sensación de comodidad en medio del calor de ese mediodía.

Alzando la mirada, le dije:

—Nunca hubiera venido a esta casa si hubiera sabido el propósito de su amiga.

—Mi amiga —contestó él, sin excitarse, siempre en el mismo pausado tono de voz— no ha tenido otro propósito que cumplir uno de mis deseos.

—Su amiga, por tanto, ha acometido con toda intención el «Mercedes» del señor Brummer. ¿Quiere usted pagar los daños o debo recurrir a la policía?

—Naturalmente, los pagaré. Esto no tiene importancia. No vale la pena hablar de ello.

—Para mí, sí. Calculo que los desperfectos costarán de dos a trescientos marcos.

Puso tres billetes de a cien sobre el piano, al mismo tiempo que me preguntaba:

—¿Fue usted soldado?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Rusia —repuse—. Pero no hablemos de eso o me hará vomitar.

—Yo también estuve en Rusia —pronunció fuertemente.

—Sí, lo acabo de leer.

—La guerra es la guerra, señor Holden. Yo era oficial. Recibía órdenes y las llevaba a cabo, de acuerdo con mi juramento. ¿Debo ahora, trece años después, venir a responder de mis actos ante unos bandidos que no tienen ni idea de aquello? —Ahora había empezado a soltarse—. ¿Cree usted, por casualidad, que fue fácil para mí, ejecutar aquellas órdenes? ¡Los hombres alemanes, señor Holden, no han nacido para estas cosas!

—¿Y el niño con la cabeza contra el tronco del árbol? —repliqué.

—Fue por culpa de un borracho. ¡Tenía que darles aguardiente a mis hombres, porque en caso contrario no hubieran hecho nada! —Se tocó ligeramente los labios con un pañuelo perfumado y se enderezó la corbata—. Tampoco pueden tenerse los ojos en todas partes. En cuanto vuelve uno la espalda, ya le han hecho una porquería. El hombre, naturalmente, fue castigado severamente. Pero, volvamos al asunto, señor Holden.

—Que usted lo pase bien —me despedí, pero él me detuvo.

—Escúcheme. Usted es el hombre que ha traído esta porquería —miró la fotografía como si se tratara de un repugnante reptil— desde el Este.

Yo también miré la fotografía, porque me gustaba más su aspecto que el del señor Schwertfeger, y leí el apartado en el que el SS Obersturmbannführer se quejaba de que entre los ochenta judíos existía una «fea mayoría» de mujeres.

Mientras tanto él me decía:

—Han pasado trece años. Uno ha trabajado y prosperado. Y viene un cerdo que quiere destrozarlo todo.

—Hable usted con el doctor Zorn. Supongo que él le ha enviado la fotocopia. Yo no tengo nada que ver con el asunto.

—Usted tiene mucho que ver. Déjeme hablar. ¿Debe continuar así toda la vida, el odio y la venganza? ¿No se pondrá nunca punto final? Estoy convencido de que ya es tiempo de tirar una raya bajo el pasado.

—El doctor Zorn —repetí—. Con él debe usted hablar. Yo no soy el hombre indicado.

—Señor Holden, no quiero hablar de la floreciente industria que he fundado con el sudor de mi frente, en trece penosos años, sobre las ruinas de una ciudad desecha. No, nada de esto. Ni tampoco del pan que proporciono, junto con el trabajo a mil cuatrocientas personas. Ni tampoco de mi familia...

—Ah —le interrumpí—. ¿Usted tiene familia?

—Mi mujer ha muerto —siguió—. Pero tengo muchos parientes a los que cuido. Y dos hijos mayores. El uno estudia Derecho, el otro es médico. Pero no hablemos de ellos, no.

Escuché atentamente, pues estaba intrigado por saber de qué forma lo expresaría.

—Señor Holden, su patrón es un chantajista, cuyo sitio más apropiado es la cárcel. Me ha causado un perjuicio de más de medio millón de marcos. A otros los ha perjudicado todavía más. Ha faltado a su palabra, ha mentido, ha engañado y nos ha explotado en nuestros negocios. Vamos a hablar solamente de hechos concretos. ¡El señor Brummer se merece la prisión! ¿Supongo que estará todavía permitido invocar el derecho cuando alguien nos hace una injusticia?

—¿Por qué se agita usted de este modo? Usted ya invocó el derecho.

—¿Y qué sucede? Responde con este documento. Quiere conseguir que yo calle, que retire la denuncia, que me someta. Usted es un hombre normal, señor Holden. Juzgue usted mismo: ¿es esto lícito? Aquí estoy yo —extendió su mano izquierda— un hombre que no hizo otra cosa que su deber, obedeció las órdenes, de las que sólo debe responder delante de su conciencia. Y aquí está el señor Brummer —extendió la derecha—, un miserable embaucador; un exactor de la peor ralea; un cerdo, sí, no me avergüenzo de repetirlo, un cerdo. ¿Y todavía vacila usted en su decisión de hacia qué lado volverse?

—Yo no vacilo de ninguna manera. Me quedo del lado del señor Brummer.

Entonces metió él ambas manos en los bolsillos y empezó a silbar, al mismo tiempo que me observaba. Yo guardé silencio. Finalmente dijo:

—Bueno, en fin.

Sacó del bolsillo de pecho de su traje un trozo de papel, colocándolo al lado de la fotografía.

—Esto es un cheque por cien mil marcos. Lo único que le falta es mi firma. No sé lo que le ha pagado Brummer. Pero tanto, seguramente, no. Proporcióneme el original de esta carta y yo le firmo el cheque. Despabílese, hombre.

—No puedo acercarme al original. Está encerrado en la caja fuerte de un Banco.

—Por cien mil marcos, cualquiera encontraría la manera. Si quiere vaya a medias con el abogado. Haga lo que quiera. Le preguntaré su decisión esta noche. Hilde le llamará. Eso es todo. —Ahora hablaba de prisa y duramente, como un hombre para quien no existen las dificultades—. No admito la negativa como respuesta.

Podía perfectamente figurarme cómo habría hablado en Minck.

—Escuche...

—Buenos días —dijo él y se fue.

Me había quedado solo.

El cheque sin firma descansaba junto a la carta firmada. Leí en el cheque las palabras «cien mil» y en la fotocopia «procedimiento especial».

Seguidamente leí las palabras «Páguese a cargo de mi cuenta» y las otras «una fea mayoría de mujeres». Luego entró Hilde Lutz en la habitación y nos contemplamos mutuamente.

Descubrí súbitamente que su piel ostentaba ya unas pequeñas manchas amarillas en el pigmento. Tuvo que sentarse. Me dijo:

—Se ha marchado.

Páguese a cargo de mi cuenta.

—Debo telefonearle a usted. Esta tarde, a las siete.

Cien mil marcos. De mi cuenta. Páguese.

—Estoy en el sexto mes. No sabía nada de su pasado, se lo juro, nada.

—¿Qué edad tiene usted?

—Diecinueve años. Me sacó de un café. Siempre ha sido bueno conmigo.

—¿Por qué no se casa con usted?

—Le da vergüenza. Tiene miedo de sus hijos mayores, de toda su familia. Tiene treinta años más que yo. Por ello me sentí tan feliz cuando noté que estaba encinta..., le gustan tanto los niños..., siempre me decía: «Cuando tengas un hijo, me casaré contigo».

—Nunca se casará con usted.

Ella empezó a llorar:

—No podrá tomarme como esposa si le encierran en la cárcel.

—Y, si no lo encierran, tampoco.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Me lo ha prometido! ¡Quiere tanto a los niños!

Con la cabeza contra el tronco de un árbol.

Pobre Hilde Lutz, ¿qué culpa tenía ella?

—Debe impedir que comparezca delante del Juzgado, señor Holden, ¡por favor, por favor, por favor! ¡Tome el dinero!

—Usted debe pensar en sí misma, señorita Hilde Lutz. Ahora sabe usted algo de él. Hágaselo pagar bien. ¡Y lárguese!

—¿Usted me aconseja que le abrume?

—Aquí todo el mundo abruma a los demás. Está usted loca si no lo hace, con el niño en el vientre, soltera y sin ayuda. ¡Sáquele los cuartos y hágalo de prisa!

Ella me respondió balbuceando:

—¡Cállese usted en seguida! ¡Yo amo a este hombre! No quiero saber lo que ha hecho. Yo..., yo le quiero más que a mi propia vida...

Gasto de munición, noventa y cinco tiros.

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